La acción se desarrolla en el marco de la ciudad de Sevilla. Justa y Rufina vienen presentadas, desde la lejanía del siglo III y con el agradecimiento de los reconocidos sevillanos posteriores a ellas en la fe y en el tiempo, como pobres y virtuosas. Su oficio es el de alfareras; allá están con su torno de madera, girando con los pies la mesa y rozando hábilmente con las manos la húmeda arcilla hasta que, ya moldeada, se ha convertido en vasija utilitaria o jarrón de ornamento, dispuestos para el horno.
En Sevilla mandan ahora los romanos fuertes y guerreros. Pero son idólatras y han traído a la ciudad, con la paz, todos los vicios de una ciudad dorada y opulenta. Los cristianos notan que hay una ola más de corrupción y desenfreno.
Justa y Rufina viven y respiran según el Evangelio. Así lo aprendieron en su casa porque sus padres se bautizaron de los primeros. Con el producto de su trabajo honrado viven ellas y benefician al prójimo; la gente comenta que su caridad va con mano larga y también eso se nota por los miserables que salen de su casa con un puchero lleno de algo caliente para calmar al estómago y restaurar las fuerzas.
La fiesta de Salambó –que ese es el modo de llamar a Venus– vino a alterar su tranquila y laboriosa existencia. Han salido las damas nobles por las calles, llevando a hombros su estatua; van remedando gritos y lamentos, fingen gemidos y ademanes de dolor imitando la angustia de Venus que llora la muerte de su enamorado Adonis.
A su paso está organizado un petitorio para costear la fiesta y hacer más brillante la solemnidad de los sacrificios. Cuando llegan a la altura de la casa-tienda-taller de Justa y Rufina y pedirles limosna para los festejos, las dos hermanas se niegan al unísono a cooperar con el culto pagano. Además se despachan a gusto –¡pues buenas eran aquellas hermanas de Trajana, hoy Triana, puestas en jarras!– hablando de Dios, de Jesucristo el Señor, de la falsedad de su ídolo, obra del demonio, sin vida ni poder, aborrecible y despreciable. Hasta tal punto –cuentan las crónicas– se enervaron las ilustres damas paganas, que dejan caer la estatua llevada en andas y su descuido hizo que, tanto los cacharros en venta como el ídolo portado, acabaran hechos pedazos en el suelo.
Ahora, como venganza, son acusadas de sacrílegas ante Diogeniano que es el que preside en Sevilla, como gobernador de la Bética, y que se propone darles un castigo ejemplar. Fue Triana, fuera de la ciudad y al otro lado del río, el lugar de su juicio y condena. Pudieron mantenerse firmes en la fe del bautismo a pesar del ecúleo o caballete y de los garfios de hierro; las meten en la cárcel para debilitar con hambre sus fuerzas por fuera y por dentro; también las obligan a caminar descalzas por malos terrenos, pero resisten sin claudicar a pesar de los pies sangrantes. Justa muere en la cárcel por su debilidad y arrojan su cuerpo muerto a un pozo para impedir que los cristianos le dieran culto. A Rufina le reservan la muerte en el anfiteatro de Itálica para que un león la destrozara; pero con asombro pudieron ver los paganos que la fiera se volvió mansa y se echó a su lado. La orden de Diogeniano salió tajante de su boca y el verdugo le rompió el cuello. Su cuerpo lo quemaron.
Dicen que, luego, el obispo Sabino, reverente, recuperó las cenizas y los restos de las hermanas.
Pronto comenzó el culto a las mártires sevillanas. Son testigos el código Veronense y los templos que muy pronto se levantaron en su honor. En los breviarios antiguos se reza que san Leandro se enterró en Sevilla en la iglesia de las santas Justa y Rufina.
Entre las iconografías de Justa y Rufina destaca el grupo escultórico del siglo xviii del sevillano Duque Cornejo que se venera en un altar de la catedral hispalense. La sacristía de la misma catedral tiene a las santas en un cuadro de Goya que las representa no jóvenes, sino como dos matronas, con un león a sus pies. También en el Museo Provincial de Bellas Artes de Sevilla está resumida pictóricamente la historia de su vida y de su fidelidad a la fe cristiana inmortalizadas por Murillo; el pintor quiso dibujarlas en el lienzo con las palmas martiriales y entre la cacharrería de su oficio, predicando el patronazgo de las dos mártires sobre la ciudad con el anacrónico símbolo de sostener ambas con sus manos a la Giralda. Los artistas son así.
En Sevilla mandan ahora los romanos fuertes y guerreros. Pero son idólatras y han traído a la ciudad, con la paz, todos los vicios de una ciudad dorada y opulenta. Los cristianos notan que hay una ola más de corrupción y desenfreno.
Justa y Rufina viven y respiran según el Evangelio. Así lo aprendieron en su casa porque sus padres se bautizaron de los primeros. Con el producto de su trabajo honrado viven ellas y benefician al prójimo; la gente comenta que su caridad va con mano larga y también eso se nota por los miserables que salen de su casa con un puchero lleno de algo caliente para calmar al estómago y restaurar las fuerzas.
La fiesta de Salambó –que ese es el modo de llamar a Venus– vino a alterar su tranquila y laboriosa existencia. Han salido las damas nobles por las calles, llevando a hombros su estatua; van remedando gritos y lamentos, fingen gemidos y ademanes de dolor imitando la angustia de Venus que llora la muerte de su enamorado Adonis.
A su paso está organizado un petitorio para costear la fiesta y hacer más brillante la solemnidad de los sacrificios. Cuando llegan a la altura de la casa-tienda-taller de Justa y Rufina y pedirles limosna para los festejos, las dos hermanas se niegan al unísono a cooperar con el culto pagano. Además se despachan a gusto –¡pues buenas eran aquellas hermanas de Trajana, hoy Triana, puestas en jarras!– hablando de Dios, de Jesucristo el Señor, de la falsedad de su ídolo, obra del demonio, sin vida ni poder, aborrecible y despreciable. Hasta tal punto –cuentan las crónicas– se enervaron las ilustres damas paganas, que dejan caer la estatua llevada en andas y su descuido hizo que, tanto los cacharros en venta como el ídolo portado, acabaran hechos pedazos en el suelo.
Ahora, como venganza, son acusadas de sacrílegas ante Diogeniano que es el que preside en Sevilla, como gobernador de la Bética, y que se propone darles un castigo ejemplar. Fue Triana, fuera de la ciudad y al otro lado del río, el lugar de su juicio y condena. Pudieron mantenerse firmes en la fe del bautismo a pesar del ecúleo o caballete y de los garfios de hierro; las meten en la cárcel para debilitar con hambre sus fuerzas por fuera y por dentro; también las obligan a caminar descalzas por malos terrenos, pero resisten sin claudicar a pesar de los pies sangrantes. Justa muere en la cárcel por su debilidad y arrojan su cuerpo muerto a un pozo para impedir que los cristianos le dieran culto. A Rufina le reservan la muerte en el anfiteatro de Itálica para que un león la destrozara; pero con asombro pudieron ver los paganos que la fiera se volvió mansa y se echó a su lado. La orden de Diogeniano salió tajante de su boca y el verdugo le rompió el cuello. Su cuerpo lo quemaron.
Dicen que, luego, el obispo Sabino, reverente, recuperó las cenizas y los restos de las hermanas.
Pronto comenzó el culto a las mártires sevillanas. Son testigos el código Veronense y los templos que muy pronto se levantaron en su honor. En los breviarios antiguos se reza que san Leandro se enterró en Sevilla en la iglesia de las santas Justa y Rufina.
Entre las iconografías de Justa y Rufina destaca el grupo escultórico del siglo xviii del sevillano Duque Cornejo que se venera en un altar de la catedral hispalense. La sacristía de la misma catedral tiene a las santas en un cuadro de Goya que las representa no jóvenes, sino como dos matronas, con un león a sus pies. También en el Museo Provincial de Bellas Artes de Sevilla está resumida pictóricamente la historia de su vida y de su fidelidad a la fe cristiana inmortalizadas por Murillo; el pintor quiso dibujarlas en el lienzo con las palmas martiriales y entre la cacharrería de su oficio, predicando el patronazgo de las dos mártires sobre la ciudad con el anacrónico símbolo de sostener ambas con sus manos a la Giralda. Los artistas son así.
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