Pastor desde los días de su infancia, sabía de Dios lo que le había enseñado una madre cristiana, y lo que ahora le enseñaba la inmensidad del desierto. Guiando sus ganados por aquellas soledades de Arabia, en que había nacido, recordaba las venerables figuras de los antiguos patriarcas y como apenas sabía rezar, recogía la goma odorífica del árbol balsámico y la quemaba sobre una piedra como homenaje al Dios verdadero. Su soledad empieza a poblarse de ángeles bellísimos, a iluminarse con sueños encantados y a llenarse de voces misteriosas. Dios mismo se convierte en catequista del inocente zagal. Un día entra en la iglesia, y los cantos litúrgicos son para él una revelación. Quiere oírlo todo, entenderlo todo, practicarlo todo. Otro día se entera de que acaban de morir sus padres, y entonces el pastorcillo árabe, guiando su rebaño, llega hasta el monasterio de Teledan, en los confines de la Siria. El abad le recibe sonriente, y maravillado de aquella fe, le viste la cogulla. Simeón es ya un mancebo fuerte y musculoso, pero de menguada estatura. Tiene una mirada firme, un aire gracioso, una blonda y crespa melena, un rostro bello y curtido y un gesto firme y noble. Su naturaleza se ha templado con los ardores y las privaciones del desierto.
Pronto el joven novicio empieza a dar muestras de su alma de acero. Como las austeridades de la regla le parecen juego de niños, busca en el huerto un lugar retirado, cava un hoyo, y allí se mete hasta medio cuerpo, recibiendo de día los dardos abrasadores del sol, y de noche las picaduras del hielo. Esto, dos estíos y dos inviernos, hasta que los monjes empezaron a inquietarse por aquel hermano, que no aparecía en sus rezos, ni en sus comidas, ni en su sueño, ni en sus trabajos. «Es un extravagante—decían—; tiene la manía de la singularidad; se imagina que toda la virtud está en la penitencia.» Hubo un verdadero motín en el monasterio. En vano el abad trató de convencer a sus monjes de que se trataba de un caso extraordinario; de una lámpara de penitencia que Dios quería colgar en medio de una sociedad afeminada y decadente. Arrojado de su abadía, Simeón se ocultó primero en un bosque, después en el agujero de una roca, y, finalmente, entre las ruinas de un edificio antiguo. Bajo la mirada de la estrella, o entre las madrigueras de los tigres y los escorpiones, su vida era siempre la misma: meditaba continuamente, luchaba contra el demonio, trabajaba y hacía penitencia, comiendo sólo los domingos, y en tan pequeña cantidad, que su alimento no abultaba lo que un huevo de gallina.
Así pasaron algunos años más, hasta que el solitario se sintió movido a buscar otro retiro. Caminando hacia el Noroeste, llegó a un burgo llamado Tel-Neshín, donde había un monasterio, cuyo abad le dio benévola acogida. Por primera vez pasó allí la Cuaresma sin comer ni beber, completamente emparedado. Es un régimen que seguirá durante todas las Cuaresmas, hasta el fin de su vida. Esto le costó mucho al principio; pero poco a poco se le fue haciendo más fácil. Los primeros días del ayuno solía pasarlos en pie; cuando empezaba a cansarse, se sentaba, y así rezaba el oficio; al fin se permitía tumbarse en tierra. Hay que reconocer que este hombre extraordinario, hijo de pastores nómadas, hombre del desierto, crecido en la inmensidad del desierto, no estaba hecho para la vida de comunidad. Todas las reglas resultaban insuficientes para él. La soledad le apasionaba, y, agitado por ese anhelo, dejó un día el monasterio de Tel-Neshín, y se fue a vivir en lo más alto de una montaña cercana a quince leguas de Antioquía; y para que nadie le molestase, levantó una tapia de piedras en torno de su retiro. Fue inútil; las penitencias del anacoreta empezaron a correr de boca en boca por toda la legión; los milagros se escapaban de sus manos sin él darse cuenta; las gentes empezaron a cubrir la montaña, y su encierro, dice el biógrafo, semejaba un mar, en el que por diferentes caminos, como por otros tantos cauces, desembocaban las multitudes de pueblos deseosos de ver aquel milagro del Universo.
Nuevamente tuvo Simeón la idea de huir; pero luego pensó que no tardaría en ser descubierto otra vez. Había ensayado todos los medios: los bosques, las cuevas, los valles, las montañas y los sepulcros, y todos le habían dado el mismo resultado. Vio que le sería imposible esconderse en las profundidades del mar; excogitó algún medio que le sostuviese colgado entre el Cielo y la tierra. Tuvo envidia de la luna, que cruzaba el espacio sin que nada pudiese turbar su quietud silenciosa. Habría sido feliz si hubiera podido vivir en la claridad del aire, suspendido de una estrella por un hilo invisible. Era indispensable alejarse de la multitud, contener el oleaje de la concurrencia, evitar el roce de las gentes, que se agolpaban en torno suyo y no quedaban satisfechas hasta tocar los pliegues de su manto. Una noche, el penitente de Tel-Neshín construyó una columna en el centro de su elevado albergue, y, al amanecer, su cuerpo menudo y flaco apareció erguido en lo alto del pedestal.
Cuando sus admiradores llegaron a visitarle, él sonrió, contento de lo ingenioso de su invención. Rápidamente la noticia se extendió por todo el Oriente. Muchos dieron en criticarle. Nuevamente se hablaba de su afán de singularidad, de su orgullo, de su manía por salirse de los caminos trillados. La protesta fue general entre los monjes egipcios. Reunióse una gran asamblea de anacoretas y cenobitas, discutióse el caso de aquel innovador del desierto de Siria, y una gran mayoría iba a declararle fuera de su comunión, cuando algunos ancianos propusieron un arreglo, que a todo el mundo le pareció razonable. «Puede ser que esto sea obra del Espíritu—dijo un abad encanecido en la dirección de las almas—, y tenéis un medio seguro para disipar vuestras dudas: enviad una diputación de monjes austeros y prudentes; intimadle la orden de abandonar un camino que no siguieron los Padres antiguos, y si, oído vuestro mandato, se dispone a bajar de la columna, es señal de que le guía un espíritu de humildad, de sinceridad y de obediencia, es decir, el Espíritu de Dios. En este caso dejad que la luz sea colocada en lo alto para que luzca a todos los que están en la casa de Dios.»
Mucho se extrañó Simeón al recibir la misiva de los monjes de Egipto. En su ingenuidad, parecíale que no hacía mal a nadie al buscar en el aire un refugio contra las importunaciones de la tierra. No obstante; se disponía ya a bajar en silencio, cuando uno de los diputados le dijo: «No os mováis, padre; vemos que vuestra iniciativa procede de Dios; Él os dé fuerzas para que los vientos del aquilón no extingan vuestra linterna.» Alegre con esta aprobación de las grandes autoridades del yermo, Simeón permaneció sobre su columna. Treinta y cinco años tenía cuando empezó a vivir de esta manera. Su primera columna tenía doce codos; la segunda, veintidós; la tercera, treinta. Después de siete años, deseando alejarse más de la tierra, añadió diez codos más.
El diámetro era siempre el mismo: un solo codo. Desde entonces se le empezó a llamar el Estilita; el hombre de la columna. Día y noche se le veía en pie, como una estatua. No podía recostarse, ni arrodillarse, ni sentarse. Rezaba, predicaba, sufría el terrible azote del simún del desierto, los ardores del sol, las lluvias, los hielos y la dura caricia de las nubes de arena. Rezaba toda la noche; al amanecer dormía, acurrucado, tocando casi la cabeza con los pies. Para no caerse, habíase atado a un hierro que había en la altura. Al salir el sol oraba de nuevo. Veíasele estático, inmóvil, con los brazos extendidos y los ojos fijos en el cielo. A veces el fuego de la oración se manifestaba en gritos incontenibles o en multiplicadas adoraciones, que encorvaban su cuerpo, llegando casi a tocar con la frente el extremo de la columna. Desde la hora nona hasta la puesta del sol entraba en comunicación con las gentes que iban a visitarle: predicaba, exhortaba, aconsejaba, curaba a los enfermos, y, después de dar su bendición a la multitud, la despedía para volver de nuevo a su conversación con Dios.
Tal fue su vida durante treinta y siete años. Para defenderse contra el frío, no tenía más que una blanca túnica de cuero, que le llegaba hasta los pies, y una montera de piel de oveja, que le cubría la cabeza y dejaba escapar gruesos mechones de su abundante cabellera. Su barba llegaba hasta el estómago, y del cuello le colgaba una cadena. Su mayor tormento era el estar siempre en pie. Las piernas se le hinchaban y llenaban de úlceras; la carne se le pudría, dejando al descubierto los huesos y los nervios; las vértebras se le habían desencajado, y la espina dorsal se negaba alguna vez a sostenerle, a pesar de su voluntad indomable. Pero nada podía amenguar el fervor de su espíritu. Asociado por el alma a las alegrías de los ángeles, apenas tenía tiempo para darse cuenta de los dolores. Jamás quiso médicos, ni medicinas, ni socorro alguno de la tierra. Su cuerpo deshecho—dice el biógrafo—estaba en una columna de piedra; pero su espíritu enhiesto se alzaba sobre una columna de fuego. Veíasele como una llama gigantesca que pugna por trasponer las nubes.
La luz de aquella llama iluminaba toda la cristiandad. Desde su candelero, Simeón lanzaba anatemas ardientes contra la herejía y el cisma, ayudaba a Cirilo de Alejandría en su lucha contra la doctrina de Nestorio, amedrentaba, a los paganos y a los judíos, detenía prodigiosamente la persecución en Persia, aterraba a los opresores de los pueblos, convertía a los habitantes del Líbano, y con su palabra, con su oración, con sus milagros, arrastraba hacia Cristo a los idólatras y a los herejes. Las conversiones eran innumerables. Las gentes confesaban sus pecados entre sollozos, abrazando y besando la columna; el Estilita las bendecía, rezaba sobre ellas y las enviaba consoladas. Su fama había llegado más allá de las fronteras del Imperio. Los árabes le miraban como a un dios, los partos como a un mago, los maronitas como a un ángel; de Iberia y de la Galia salían nutridas peregrinaciones para ver al hombre singular; en Roma, los artesanos ponían su retrato a la puerta de sus casas, como remedio contra la adversidad; los patriarcas y los obispos decían la misa al pie de la columna, y, subiendo por una escalera, daban la comunión al asceta prodigioso; Teodosio el Joven le consultaba y recibía respetuoso sus epístolas terribles; el emperador Mauricio se disfrazaba de soldado para verle sin ser reconocido, y reyes y pueblos, hombres y mujeres, magistrados y siervos, cristianos e infieles, todos le respetaban, le temían, le admiraban y solicitaban su intercesión. El, entre tanto, se llamaba, en carta que conservamos todavía, el hombre más vil y despreciable, el aborto de los monjes, el último de los discípulos de Cristo.
En el estío de 459 el concurso en torno a la columna se hizo más numeroso que nunca. Un terremoto acababa de arruinar la ciudad de Antioquía y otras poblaciones de la comarca. Los habitantes se refugiaron en el desierto, junto al prodigioso Estilita. Aun llegaron a tiempo para recibir, la bendición del santo y sus palabras de misericordia. Pero estaba agotado, gastado, deshecho. Sus ojos lanzaban un fulgor de fiebre en las órbitas profundas; sus manos temblaban, y todo su cuerpo se estremecía. Una mañana de aquel mismo estío apareció inmóvil, hecho un ovillo sobre la columna. Era la inmovilidad de la muerte. Los habitantes de Antoquía recogieron los despojos y se los llevaron, quemando perfumes en torno, cantando himnos y llenando el desierto con sus lamentaciones. El patriarca con sus obispos, y el tribuno militar con sus condes, presidían el singular cortejo.
Pronto el joven novicio empieza a dar muestras de su alma de acero. Como las austeridades de la regla le parecen juego de niños, busca en el huerto un lugar retirado, cava un hoyo, y allí se mete hasta medio cuerpo, recibiendo de día los dardos abrasadores del sol, y de noche las picaduras del hielo. Esto, dos estíos y dos inviernos, hasta que los monjes empezaron a inquietarse por aquel hermano, que no aparecía en sus rezos, ni en sus comidas, ni en su sueño, ni en sus trabajos. «Es un extravagante—decían—; tiene la manía de la singularidad; se imagina que toda la virtud está en la penitencia.» Hubo un verdadero motín en el monasterio. En vano el abad trató de convencer a sus monjes de que se trataba de un caso extraordinario; de una lámpara de penitencia que Dios quería colgar en medio de una sociedad afeminada y decadente. Arrojado de su abadía, Simeón se ocultó primero en un bosque, después en el agujero de una roca, y, finalmente, entre las ruinas de un edificio antiguo. Bajo la mirada de la estrella, o entre las madrigueras de los tigres y los escorpiones, su vida era siempre la misma: meditaba continuamente, luchaba contra el demonio, trabajaba y hacía penitencia, comiendo sólo los domingos, y en tan pequeña cantidad, que su alimento no abultaba lo que un huevo de gallina.
Así pasaron algunos años más, hasta que el solitario se sintió movido a buscar otro retiro. Caminando hacia el Noroeste, llegó a un burgo llamado Tel-Neshín, donde había un monasterio, cuyo abad le dio benévola acogida. Por primera vez pasó allí la Cuaresma sin comer ni beber, completamente emparedado. Es un régimen que seguirá durante todas las Cuaresmas, hasta el fin de su vida. Esto le costó mucho al principio; pero poco a poco se le fue haciendo más fácil. Los primeros días del ayuno solía pasarlos en pie; cuando empezaba a cansarse, se sentaba, y así rezaba el oficio; al fin se permitía tumbarse en tierra. Hay que reconocer que este hombre extraordinario, hijo de pastores nómadas, hombre del desierto, crecido en la inmensidad del desierto, no estaba hecho para la vida de comunidad. Todas las reglas resultaban insuficientes para él. La soledad le apasionaba, y, agitado por ese anhelo, dejó un día el monasterio de Tel-Neshín, y se fue a vivir en lo más alto de una montaña cercana a quince leguas de Antioquía; y para que nadie le molestase, levantó una tapia de piedras en torno de su retiro. Fue inútil; las penitencias del anacoreta empezaron a correr de boca en boca por toda la legión; los milagros se escapaban de sus manos sin él darse cuenta; las gentes empezaron a cubrir la montaña, y su encierro, dice el biógrafo, semejaba un mar, en el que por diferentes caminos, como por otros tantos cauces, desembocaban las multitudes de pueblos deseosos de ver aquel milagro del Universo.
Nuevamente tuvo Simeón la idea de huir; pero luego pensó que no tardaría en ser descubierto otra vez. Había ensayado todos los medios: los bosques, las cuevas, los valles, las montañas y los sepulcros, y todos le habían dado el mismo resultado. Vio que le sería imposible esconderse en las profundidades del mar; excogitó algún medio que le sostuviese colgado entre el Cielo y la tierra. Tuvo envidia de la luna, que cruzaba el espacio sin que nada pudiese turbar su quietud silenciosa. Habría sido feliz si hubiera podido vivir en la claridad del aire, suspendido de una estrella por un hilo invisible. Era indispensable alejarse de la multitud, contener el oleaje de la concurrencia, evitar el roce de las gentes, que se agolpaban en torno suyo y no quedaban satisfechas hasta tocar los pliegues de su manto. Una noche, el penitente de Tel-Neshín construyó una columna en el centro de su elevado albergue, y, al amanecer, su cuerpo menudo y flaco apareció erguido en lo alto del pedestal.
Cuando sus admiradores llegaron a visitarle, él sonrió, contento de lo ingenioso de su invención. Rápidamente la noticia se extendió por todo el Oriente. Muchos dieron en criticarle. Nuevamente se hablaba de su afán de singularidad, de su orgullo, de su manía por salirse de los caminos trillados. La protesta fue general entre los monjes egipcios. Reunióse una gran asamblea de anacoretas y cenobitas, discutióse el caso de aquel innovador del desierto de Siria, y una gran mayoría iba a declararle fuera de su comunión, cuando algunos ancianos propusieron un arreglo, que a todo el mundo le pareció razonable. «Puede ser que esto sea obra del Espíritu—dijo un abad encanecido en la dirección de las almas—, y tenéis un medio seguro para disipar vuestras dudas: enviad una diputación de monjes austeros y prudentes; intimadle la orden de abandonar un camino que no siguieron los Padres antiguos, y si, oído vuestro mandato, se dispone a bajar de la columna, es señal de que le guía un espíritu de humildad, de sinceridad y de obediencia, es decir, el Espíritu de Dios. En este caso dejad que la luz sea colocada en lo alto para que luzca a todos los que están en la casa de Dios.»
Mucho se extrañó Simeón al recibir la misiva de los monjes de Egipto. En su ingenuidad, parecíale que no hacía mal a nadie al buscar en el aire un refugio contra las importunaciones de la tierra. No obstante; se disponía ya a bajar en silencio, cuando uno de los diputados le dijo: «No os mováis, padre; vemos que vuestra iniciativa procede de Dios; Él os dé fuerzas para que los vientos del aquilón no extingan vuestra linterna.» Alegre con esta aprobación de las grandes autoridades del yermo, Simeón permaneció sobre su columna. Treinta y cinco años tenía cuando empezó a vivir de esta manera. Su primera columna tenía doce codos; la segunda, veintidós; la tercera, treinta. Después de siete años, deseando alejarse más de la tierra, añadió diez codos más.
El diámetro era siempre el mismo: un solo codo. Desde entonces se le empezó a llamar el Estilita; el hombre de la columna. Día y noche se le veía en pie, como una estatua. No podía recostarse, ni arrodillarse, ni sentarse. Rezaba, predicaba, sufría el terrible azote del simún del desierto, los ardores del sol, las lluvias, los hielos y la dura caricia de las nubes de arena. Rezaba toda la noche; al amanecer dormía, acurrucado, tocando casi la cabeza con los pies. Para no caerse, habíase atado a un hierro que había en la altura. Al salir el sol oraba de nuevo. Veíasele estático, inmóvil, con los brazos extendidos y los ojos fijos en el cielo. A veces el fuego de la oración se manifestaba en gritos incontenibles o en multiplicadas adoraciones, que encorvaban su cuerpo, llegando casi a tocar con la frente el extremo de la columna. Desde la hora nona hasta la puesta del sol entraba en comunicación con las gentes que iban a visitarle: predicaba, exhortaba, aconsejaba, curaba a los enfermos, y, después de dar su bendición a la multitud, la despedía para volver de nuevo a su conversación con Dios.
Tal fue su vida durante treinta y siete años. Para defenderse contra el frío, no tenía más que una blanca túnica de cuero, que le llegaba hasta los pies, y una montera de piel de oveja, que le cubría la cabeza y dejaba escapar gruesos mechones de su abundante cabellera. Su barba llegaba hasta el estómago, y del cuello le colgaba una cadena. Su mayor tormento era el estar siempre en pie. Las piernas se le hinchaban y llenaban de úlceras; la carne se le pudría, dejando al descubierto los huesos y los nervios; las vértebras se le habían desencajado, y la espina dorsal se negaba alguna vez a sostenerle, a pesar de su voluntad indomable. Pero nada podía amenguar el fervor de su espíritu. Asociado por el alma a las alegrías de los ángeles, apenas tenía tiempo para darse cuenta de los dolores. Jamás quiso médicos, ni medicinas, ni socorro alguno de la tierra. Su cuerpo deshecho—dice el biógrafo—estaba en una columna de piedra; pero su espíritu enhiesto se alzaba sobre una columna de fuego. Veíasele como una llama gigantesca que pugna por trasponer las nubes.
La luz de aquella llama iluminaba toda la cristiandad. Desde su candelero, Simeón lanzaba anatemas ardientes contra la herejía y el cisma, ayudaba a Cirilo de Alejandría en su lucha contra la doctrina de Nestorio, amedrentaba, a los paganos y a los judíos, detenía prodigiosamente la persecución en Persia, aterraba a los opresores de los pueblos, convertía a los habitantes del Líbano, y con su palabra, con su oración, con sus milagros, arrastraba hacia Cristo a los idólatras y a los herejes. Las conversiones eran innumerables. Las gentes confesaban sus pecados entre sollozos, abrazando y besando la columna; el Estilita las bendecía, rezaba sobre ellas y las enviaba consoladas. Su fama había llegado más allá de las fronteras del Imperio. Los árabes le miraban como a un dios, los partos como a un mago, los maronitas como a un ángel; de Iberia y de la Galia salían nutridas peregrinaciones para ver al hombre singular; en Roma, los artesanos ponían su retrato a la puerta de sus casas, como remedio contra la adversidad; los patriarcas y los obispos decían la misa al pie de la columna, y, subiendo por una escalera, daban la comunión al asceta prodigioso; Teodosio el Joven le consultaba y recibía respetuoso sus epístolas terribles; el emperador Mauricio se disfrazaba de soldado para verle sin ser reconocido, y reyes y pueblos, hombres y mujeres, magistrados y siervos, cristianos e infieles, todos le respetaban, le temían, le admiraban y solicitaban su intercesión. El, entre tanto, se llamaba, en carta que conservamos todavía, el hombre más vil y despreciable, el aborto de los monjes, el último de los discípulos de Cristo.
En el estío de 459 el concurso en torno a la columna se hizo más numeroso que nunca. Un terremoto acababa de arruinar la ciudad de Antioquía y otras poblaciones de la comarca. Los habitantes se refugiaron en el desierto, junto al prodigioso Estilita. Aun llegaron a tiempo para recibir, la bendición del santo y sus palabras de misericordia. Pero estaba agotado, gastado, deshecho. Sus ojos lanzaban un fulgor de fiebre en las órbitas profundas; sus manos temblaban, y todo su cuerpo se estremecía. Una mañana de aquel mismo estío apareció inmóvil, hecho un ovillo sobre la columna. Era la inmovilidad de la muerte. Los habitantes de Antoquía recogieron los despojos y se los llevaron, quemando perfumes en torno, cantando himnos y llenando el desierto con sus lamentaciones. El patriarca con sus obispos, y el tribuno militar con sus condes, presidían el singular cortejo.
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