Roma no era ya el centro político del mundo, pero guardaba en su seno un mundo de recuerdos de su antiguo esplendor. También había pasado la edad de sus grandes figuras literarias, y sólo quedaba un enjambre de gramáticos que explicaban las obras maestras de los antiguos. En busca de uno de ellos había dejado Benito su casa de Nursia, donde sus mayores habían hallado un refugio contra la malicia de los tiempos, y por la vía Salaria, que moría en las costas del Adriático, había penetrado en la Ciudad Eterna, acompañado de Cirila, su nodriza. Hijo ilustre, el más ilustre, de la Gens Anicia, debía recibir una educación correspondiente a su nobleza.
Pero bien pronto su espíritu claro y recto, con la rectitud que da una formación cristiana, y la que heredara de sus antepasados, los romanos de la República, se hastió de la charlatanería de los rectores, de aquella enseñanza vacía y peligrosa, que le repugnaba hasta el desprecio. Cuando escribía su Regla, aquella Regla saturada de erudición bíblica y patrística, no se acordará ni una sola vez de que un día estudió los clásicos.
Pero también en su corazón fermenta una angustia desgarradora. Roma, la patria de un Imperio universal, era ahora juguete de los bárbaros. La soldadesca contaminaba el Foro y el Campo de Marte, haciendo burla de los antiguos héroes. Trece años tendría Benito cuando los soldados de Teodorico se derramaron por sus calles y sus templos, hambrientos de botín. Como cristiano, sentía profundamente ver profanados aquellos lugares en que habían florecido las rosas del martirio; como descendiente de la antigua nobleza, indignábase a la vista de aquellos bárbaros que hollaban sin respeto las viejas glorias romanas.
Entonces empieza en su interior aquel drama que parece reflejado en el prólogo de su Regla inmortal. El joven estudiante oye la voz de Dios en el momento de levantar su pie hacia la senda del mundo: «¿Quién es, de toda esta muchedumbre, el que ambiciona la vida y desea los días buenos?» A la primera invitación sucede el primer esfuerzo: «Despertemos—dice el adolescente—; escuchemos esas palabras bíblicas que nos dicen: Hora es ya de dejar el suelo.» La voz se deja oír de nuevo y con más insistencia: «Si mis ecos llegan hoy hasta ti, no quieras cerrar tus oídos. Escucha lo que dice el Espíritu: Ven, hijo, ten confianza en Mí, yo te enseñaré a temer al Señor… Mientras brilla la luz, corre presuroso por el camino de la vida para que no te sorprendan las tinieblas de la muerte.»
¡La muerte!... Impresión decisiva. Ella acababa de entrar en su casa para llevarse a su padre. Su faz enjuta y descarnada surge a cada momento ante su imaginación. «Tened cada día la muerte suspendida ante los ojos», clamará más tarde a sus discípulos. Pero es, sobre todo, la muerte del alma la que le preocupa. Ya no vacila, se rinde exclamando: «¿Qué hacer, Señor, para habitar en tu tabernáculo y descansar en tu santa montaña?» Dios le responde: «El camino es éste: anda sin mancha, obra la justicia; que la verdad viva siempre en tu corazón; que tus manos estén libres del mal y tu lengua no conozca el engaño.» La Bondad había dicho la última palabra. Siguió la insinuación del maligno, certero espía de todas las buenas resoluciones; pero Benito «la arroja contra la piedra que es Cristo», y exclama: «Heme aquí; el hombre a quien buscas soy yo»; y como de una ascua, dice San Gregorio, retiró el pie que empezaba a escurrirse en la senda del mundo. Desde entonces, lo mismo que Abraham, queda constituido por Dios padre de un gran pueblo, tan numeroso como las arenas del mar, porque como Abraham, tuvo el valor de salir de su tierra, de su casa, de su parentela, y de abandonar el brillante porvenir que le aguardaba tal vez, como a sus contemporáneos Boecio y Casiodoro, en la corte de los reyes.
«Guiado por el Evangelio» salió de Roma el joven patricio, y siguiendo la vía Tiburtina, atravesó la campiña romana. A uno y otro lados iba dejando bellos monumentos, testigos del esplendor de sus antepasados: villas, mausoleos, templos, palacios. Luego tropezó con la corriente del Anio, rápida y brillante, y detrás, orgullosa, con sus casas de placer, perfumada de jardines, llena de recuerdos clásicos. Tívoli, la blanca Tibur, que ya conocía por las historias de Livio y los versos de Horacio. Ante ella, sus ansias de huir se renovaron. Pasó ligero. El paisaje aumenta en austeridad. Penetra el joven en un valle escoltado a uno y otro lado por las fuertes estribaciones de los Apeninos. En el centro corre el Anio, y, paralela a él, la vía Valeria. Benito la sigue intrépidamente. Deja a un lado algunas habitaciones dispersas; adosadas a la roca: es la laura de Vicovaro, donde más tarde estará a punto de morir envenenado por monjes que, después de haberse puesto bajo su obediencia, no podían sufrir su rigor. Los montes se hacen cada vez más altos y más salvajes; la línea del horizonte, más imponente y severa.
Dejando atrás templos en ruinas, pórticos corintios y acueductos gigantescos, llegó el fugitivo a la aldea de Eufide, hoy Afile, acurrucada al socaire de una montaña. Allí hizo su primer milagro. A la puerta de la iglesia pudo ver San Gregorio Magno el tamiz prestado que rompió su nodriza, y que él restauró con el arte de la oración. Pero las alturas son su obsesión; y atraído por ellas, escaló un día la que dominaba aquel pueblecito que le había dado sencilla y cariñosa hospitalidad. Se encontraba en Subíaco. La severa magnificencia del desierto le fascinó. Ante sus ojos se abría un profundo valle, formado por dos montañas que se juntaban bruscamente en su base. Allá en el fondo saltaba el Anio en medio de una vegetación exuberante. Las cimas rocosas estaban desnudas, pero en las faldas, a uno y otro lado, extendíanse bosques impenetrables; y entre los árboles, restos de antiguas construcciones: baños, termas, diques que en otro tiempo habían recogido las aguas del río, y suntuosas moradas. Aquellos parajes fueron antaño testigos de las orgías de Nerón. Un día, en medio de una fiesta, cayó un rayo en la copa murrina del emperador y la hizo pedazos. Desde entonces, el déspota ya no se atrevió a poner el pie en su palacio de Sublaqueum.
Hoy es inútil buscar allí recuerdos imperiales. Todo lo tiene la gloria de Benito. Se ve la gruta, el Sacro Speco, donde el adolescente hizo penitencia durante tres años; las piedras que fueron el incensario donde su alma se consumió como un precioso perfume; las espinas donde se revolcó para vencer el asalto más peligroso del enemigo; y, enriquecido de mármoles y bronces, adornado de mosaicos y de pinturas, enaltecido por el arte de todas las edades cristianas, el primer monasterio que construyó. Ahora ya no era el rayo, era la gracia el Cielo la que descendía sobre aquellas rocas. Alguien ha podido decir: «Lo que de allí salió por la gracia de Dios es más grande que la encina poderosa salida del grano que arroja un niño al margen del camino; más grande y más duradero que cuanto han realizado el genio y la espada; después del árbol de la Cruz, Dios no ha plantado en la tierra nada tan magnífico y que haya producido tantos frutos. En el mundo no había más que fuerzas destructoras. Dios arrojó entre los peñascos aquel joven desconocido, aquel niño desnudo, para tomar por esposa la pobreza y engendrar de ella una raza de héroes que habían de resistirlo todo, vencerlo todo y restaurarlo todo. Aquella gruta era el abrigo de la civilización. Todo estaba en germen invisible en el hueco de las rocas de Subíaco. Allí se había de formar el gran seminario de Cristo, plantel de obispos, de Papas, de civilizadores, de doctores y maestros del mundo.»
Veinte años de sudores habían fecundado aquel valle de elección; cerca del primer monasterio habían surgido otros doce, y el santo sonreía complacido delante de la mies. Pero el sacerdote Florencio estaba allí con sus envidias y rencores. Florencio es d emisario de Satanás. Intenta asesinar al maestro y desmoralizar a los discípulos. Benito comprende que la persecución va sólo contra él, y se destierra voluntariamente. El mundo hubiera dicho que aquélla era un fuga sin honor, pero el espíritu de Dios guía al fugitivo. Avanza. La senda es dura y áspera, y dice el caminante: «Pergamus itinera ejus: Sigamos los caminos de Dios.» En medio de la llanura de Campania, la montaña de Casino se yergue a su vista. Trepa animosamente. En la primera cuesta, las ruinas de un castillo. Luego, un edículo, un ara de Apolo. En lo más alto de la cima se detiene el peregrino. Es un monte más alto, más bello, más sugestivo que Subíaco. Después de los montes bíblicos, no hay monte más alto que Montecasino.
Si un paisaje es el estado de un alma, aquel paisaje es el alma de Benito. Entre ambos existe perfecta armonía. Desde aquella cima, Benito domina el mundo entero; desde allí brillará la luz de su Regla, obra maestra destinada a la perennidad; «Suma del cristianismo—como decía Bossuet—, resumen docto y misterioso de toda la doctrina del Evangelio, de las instituciones de los Santos Padres, de todos los consejos de perfección, en la cual alcanzaban su cima más alta la prudencia y la simplicidad, la humildad y el valor, la severidad y la dulzura, la libertad y la dependencia; en la cual, la corrección tiene toda su firmeza, la condescendencia todo su encanto, la voz de mando todo su vigor, la sujeción todo su reposo, el silencio su gravedad, la palabra su gracia, la fuerza su ejercicio, y la debilidad su apoyo.»
Surgió el tipo de la abadía benedictina, la cuna de la Orden, el Sinai del monacato occidental. Dentro, la figura amable del patriarca. ¿Por qué el arte le ha representado siempre hierático, severo, lejano? Cierto, en su vida hallamos a Benito rodeado de una noble gravedad: su Regla es una armadura bella, armónica, adaptada a su fin, con delicadas junturas que esconden y revelan la vida; mas, al fin, una armadura con férrea y combativa rigidez. Pero aquel hombre, que sabía mandar y organizar y ser austero, tenía un corazón tierno y accesible al amor. Sabe llorar, como cuando a su nodriza se le rompe el tamiz que había pedido a su vecina; como cuando ve en profecía las huestes lombardas subiendo el sagrado monte y dispersando a sus discípulos; como cuando le anuncian la muerte de su enemigo, el sacerdote que le había hecho huir de Subíaco. Sabe amar la belleza, y por eso busca los bellos paisajes. Cuando estudiaba en Roma, le sorprendió un día la hermosura de la joven Mérula.
En el fondo de su corazón quedó un suave recuerdo, del cual intentó abusar el demonio. Bien conocida es la heroica resolución del mancebo, arrojándose a la zarza para sofocar el incendio interior; pero este episodio nos lo hace más piadoso, más nuestro, más cercano, más humano. Fuit vir, dice San Gregorio al empezar su Vida. Siente profundamente las alegrías de la amistad, y su cariño por San Plácido y San Mauro es el reflejo de un alma luminosa y serena. Hasta a los animales se extiende su dulzura. San Juan tenía su perdiz; San Francisco, el hermano lobo; San Benito vive en compañía del cuervo familiar, que espía sus órdenes y recibe el alimento de su mano.
Hay un instante en que aquel corazón aparece duro e inflexible: es cuando hace derramar lágrimas a su hermana Escolástica, que quiere retenerle en su compañía. Benito no puede acceder a lo que él cree un capricho, a lo que para su hermana es la voluntad de Dios. La divergencia es aparente. Ambos buscan una misma cosa: el querer divino. El milagro interviene para dar la razón a los dos; mejor dicho, para enseñarnos que hay ocasiones en que la caridad debe prevalecer sobre la justicia: la justicia de los hombres, se entiende. Tres días después, contemplando el cielo estrellado—era una costumbre suya orar contemplando las maravillas del cielo—, vió el alma de su hermana que, en figura de paloma, se dirigía al paraíso. Inmediatamente manda traer su cuerpo y colocarlo en el sepulcro que había preparado para sí mismo. Un mismo seno los había llevado, una misma gracia los había santificado, un mismo sepulcro debía reunirlos. ¡Así se aman los santos!
San Gregorio nos pinta a Benito como imagen de la perfecta justicia. «Estaba—dice—lleno del espíritu de todos los justos.» Todas las virtudes lian alcanzado en él un supremo equilibrio. Es tierno, sin menoscabo de la fortaleza; desterrado espontáneamente del mundo, es ciudadano del mundo entero; su sabiduría tiene no sé qué de santa ignorancia —scienter nescius—, según la expresión intraducibie del biógrafo; su mandato es decisivo, severa su punición, y al mismo tiempo tiene una bondad entrañable; anda humilde y taciturno, con los ojos pegados en el códice o en el suelo, y, sin embargo, hay en su continente una nobleza que intimida. Zalla se acerca a él irritado, descompuesto. Benito, sentado a la puerta del monasterio y entretenido en la lectura, no hace más que levantar mansamente los ojos, aquellos ojos que parecían muertos, y el godo cae a sus pies pidiendo perdón. Otro día es el rey Totila. También éste le encuentra sentado, y tal es su majestad, que toda la audacia del orgullo regio no se atreve a acercarse a él. Pero el monje se levanta, le coge de la mano, le echa en cara sus crueldades, le predica la piedad y la justicia, y como si estuviese leyendo en un libro, le relata los sucesos de los diez años que le restan de vida.
Benito era un profeta. Sus ojos veían el porvenir lo mismo que el presente, y las interioridades del alma lo mismo que las superficies. La Naturaleza entera, la vida y la muerte, obedecían a su palabra, y cuando el Papa Gregorio contaba sus estupendos milagros, el diácono Pedro, su interlocutor, se maravillaba. Todos eran milagros de amor, de piedad, de bondad, como debían ser los milagros de aquel que dejó escrita esta bella sentencia: «Que nadie esté triste en la casa de Dios.» Al buen diácono, que a veces parecía vacilar ante tantas maravillas, le tranquilizaba San Gregorio diciendo: «¿Qué extraño que tuviese el podar divino quien estaba iniciado en las intimidades divinas? ¿Y cómo no iba a conocer los secretos de la divinidad, siendo así que observaba sus mandamientos? Porque escrito está: El que se adhiere al Señor, es un mismo espíritu con Él. Y parece increíble que el que es un mismo espíritu con otro, pueda ignorar sus pensamientos.»
Este poder de visión que tenía el patriarca aparece con toda su plenitud en un rasgo de su vida. «Estaba asomado a la ventana de su celda invocando al Dios Todopoderoso, y, de repente, en medio de las tinieblas, vió una luz que bajaba del Cielo y disipaba la noche. Era más brillante que el día más claro. En esta visión pasó una cosa admirable, porque, según él mismo contaba, el mundo entero se presentó a sus ojos como condensado en un rayo de sol.»
Y ¿cómo el hombre puede ver todo el mundo en una sola mirada?, preguntamos nosotros con el discípulo de San Gregorio. Y el Pontífice responde: «Para un alma que ve al Creador, toda criatura es muy pequeña. Ante la luz divina, lo que no es Dios se hace insignificante; porque con la claridad de la visión interior, el alma ss dilata y eleva de tal manera en Dios, que llega a ser superior al universo, y viendo en su elevación lo que queda a sus pies, comprende la pequenez de lo que antes no podía abarcar.»
Esta visión fugaz fué como un aprendizaje de la visión eterna, cuya proximidad había presentido en aquellos misteriosos reverberos. «Seis días antes de su muerte mandó abrir su sepulcro. Acometióle a poco una fiebre que le Ilenaba de angustia. Viendo que se debilitaba por instantes, hizo que le llevasen a la iglesia, y se dispuso a pasar a otra vida con la recepción del Cuerpo y Sangre de nuestro Señor; después, apoyando los desfallecidos miembros en los brazos de sus discípulos, en pie, haciendo fervorosa oración y levantando las manos al Cielo, entregó su último aliento.»
La muerte era digna de la vida. El amigo de Dios y de los hombres había recibido la corona, y alumbrado por la luz que nunca muere, volvía a ver el mundo en toda su miserable pequeñez: la tierra, las naciones, los reyes, la Iglesia de Cristo, los conciliábulos de Belial..., y en todas partes luchando, rezando, enseñando, pregonando el nombre de Dios, defendiendo la causa de la justicia, un ejército inmenso que pronunciaba su nombre, que vestía su misma
cogulla, que tremolaba su Regla como presagio seguro de victoria, aquella Regla «la más perfecta, la más sabia, la más discreta»; hermosa en su robustez católica, instrumento admirable de todos los siglos y de todos los climas, hecha para la acción, para la batalla, para el triunfo, para resistir todos los choques y ganar todos los laureles.
Esa Regla, que iba a inaugurar una nueva era para Europa, es el último peldaño en la escala de la legislación monástica, cuyos primeros esquemas aparecen en las soledades egipcias. La actitud del legislador es netamente tradicional. Recoge del pasado cuanto puede servir para su obra, desechando lo inútil, lo anticuado, lo perjudicial. Pero este respeto a la tradición no disminuye el valor de su originalidad. que hace de su Regla un monumento de arte legislativo, notable a la vez por su perfección, por su simplicidad y adaptabilidad. Su intención no fué proponer una nueva teoría sobre la vida monástica, sino dar una ley para los monjes. Pero, al mismo tiempo que dispone, ordena y organiza, el legislador fija de una manera lapidaria los principios fundamentales que le guían, y con sus disposiciones más insignificantes acierta a entretejer una profunda doctrina espiritual. Todas tienen como base un principio, firmemente formulado, y de él toman gran parte de su valor. Recogiendo amorosamente el pasado, inclinándose respetuoso ante la tradición, el patriarca de los monjes occidentales acierta a imprimir en su obra todos los caracteres de la sabiduría romana: respeto al principio de autoridad; flexibilidad y facilidad de adaptación, claridad en las fórmulas y discreción en la explicación de las leyes.
El afán del monje egipcio era establecer un record en materia de ayunos, vigilias, oraciones y penitencias. San Benito no desprecia nada de esto, pero tampoco le da una importancia excesiva. Todo lo que tiene de condescendiente en estas cosas exteriores, lo tiene de inflexible en lo que su observación y experiencia le presentan como esencial de la vida religiosa: renuncia completa del yo, pobreza estricta, estabilidad, oración litúrgica, lección y trabajo. Tal vez él no pensó en el prodigioso desarrollo de su Regla; pero puso en ella un rasgo genial de amplitud y universalidad que le permitirá aclimatarse en todos los países. Treinta años después de su muerte, sus discípulos se establecían en Roma; San Gregorio Magno los envía a Inglaterra; de Inglaterra se derraman por las orillas del Rin y del Danubio; al mismo tiempo, suplantan en Francia a los discípulos de San Columbano, y a principios del siglo x la Regla de San Benito inspira a todos los monjes de la cristiandad occidental.
Pero bien pronto su espíritu claro y recto, con la rectitud que da una formación cristiana, y la que heredara de sus antepasados, los romanos de la República, se hastió de la charlatanería de los rectores, de aquella enseñanza vacía y peligrosa, que le repugnaba hasta el desprecio. Cuando escribía su Regla, aquella Regla saturada de erudición bíblica y patrística, no se acordará ni una sola vez de que un día estudió los clásicos.
Pero también en su corazón fermenta una angustia desgarradora. Roma, la patria de un Imperio universal, era ahora juguete de los bárbaros. La soldadesca contaminaba el Foro y el Campo de Marte, haciendo burla de los antiguos héroes. Trece años tendría Benito cuando los soldados de Teodorico se derramaron por sus calles y sus templos, hambrientos de botín. Como cristiano, sentía profundamente ver profanados aquellos lugares en que habían florecido las rosas del martirio; como descendiente de la antigua nobleza, indignábase a la vista de aquellos bárbaros que hollaban sin respeto las viejas glorias romanas.
Entonces empieza en su interior aquel drama que parece reflejado en el prólogo de su Regla inmortal. El joven estudiante oye la voz de Dios en el momento de levantar su pie hacia la senda del mundo: «¿Quién es, de toda esta muchedumbre, el que ambiciona la vida y desea los días buenos?» A la primera invitación sucede el primer esfuerzo: «Despertemos—dice el adolescente—; escuchemos esas palabras bíblicas que nos dicen: Hora es ya de dejar el suelo.» La voz se deja oír de nuevo y con más insistencia: «Si mis ecos llegan hoy hasta ti, no quieras cerrar tus oídos. Escucha lo que dice el Espíritu: Ven, hijo, ten confianza en Mí, yo te enseñaré a temer al Señor… Mientras brilla la luz, corre presuroso por el camino de la vida para que no te sorprendan las tinieblas de la muerte.»
¡La muerte!... Impresión decisiva. Ella acababa de entrar en su casa para llevarse a su padre. Su faz enjuta y descarnada surge a cada momento ante su imaginación. «Tened cada día la muerte suspendida ante los ojos», clamará más tarde a sus discípulos. Pero es, sobre todo, la muerte del alma la que le preocupa. Ya no vacila, se rinde exclamando: «¿Qué hacer, Señor, para habitar en tu tabernáculo y descansar en tu santa montaña?» Dios le responde: «El camino es éste: anda sin mancha, obra la justicia; que la verdad viva siempre en tu corazón; que tus manos estén libres del mal y tu lengua no conozca el engaño.» La Bondad había dicho la última palabra. Siguió la insinuación del maligno, certero espía de todas las buenas resoluciones; pero Benito «la arroja contra la piedra que es Cristo», y exclama: «Heme aquí; el hombre a quien buscas soy yo»; y como de una ascua, dice San Gregorio, retiró el pie que empezaba a escurrirse en la senda del mundo. Desde entonces, lo mismo que Abraham, queda constituido por Dios padre de un gran pueblo, tan numeroso como las arenas del mar, porque como Abraham, tuvo el valor de salir de su tierra, de su casa, de su parentela, y de abandonar el brillante porvenir que le aguardaba tal vez, como a sus contemporáneos Boecio y Casiodoro, en la corte de los reyes.
«Guiado por el Evangelio» salió de Roma el joven patricio, y siguiendo la vía Tiburtina, atravesó la campiña romana. A uno y otro lados iba dejando bellos monumentos, testigos del esplendor de sus antepasados: villas, mausoleos, templos, palacios. Luego tropezó con la corriente del Anio, rápida y brillante, y detrás, orgullosa, con sus casas de placer, perfumada de jardines, llena de recuerdos clásicos. Tívoli, la blanca Tibur, que ya conocía por las historias de Livio y los versos de Horacio. Ante ella, sus ansias de huir se renovaron. Pasó ligero. El paisaje aumenta en austeridad. Penetra el joven en un valle escoltado a uno y otro lado por las fuertes estribaciones de los Apeninos. En el centro corre el Anio, y, paralela a él, la vía Valeria. Benito la sigue intrépidamente. Deja a un lado algunas habitaciones dispersas; adosadas a la roca: es la laura de Vicovaro, donde más tarde estará a punto de morir envenenado por monjes que, después de haberse puesto bajo su obediencia, no podían sufrir su rigor. Los montes se hacen cada vez más altos y más salvajes; la línea del horizonte, más imponente y severa.
Dejando atrás templos en ruinas, pórticos corintios y acueductos gigantescos, llegó el fugitivo a la aldea de Eufide, hoy Afile, acurrucada al socaire de una montaña. Allí hizo su primer milagro. A la puerta de la iglesia pudo ver San Gregorio Magno el tamiz prestado que rompió su nodriza, y que él restauró con el arte de la oración. Pero las alturas son su obsesión; y atraído por ellas, escaló un día la que dominaba aquel pueblecito que le había dado sencilla y cariñosa hospitalidad. Se encontraba en Subíaco. La severa magnificencia del desierto le fascinó. Ante sus ojos se abría un profundo valle, formado por dos montañas que se juntaban bruscamente en su base. Allá en el fondo saltaba el Anio en medio de una vegetación exuberante. Las cimas rocosas estaban desnudas, pero en las faldas, a uno y otro lado, extendíanse bosques impenetrables; y entre los árboles, restos de antiguas construcciones: baños, termas, diques que en otro tiempo habían recogido las aguas del río, y suntuosas moradas. Aquellos parajes fueron antaño testigos de las orgías de Nerón. Un día, en medio de una fiesta, cayó un rayo en la copa murrina del emperador y la hizo pedazos. Desde entonces, el déspota ya no se atrevió a poner el pie en su palacio de Sublaqueum.
Hoy es inútil buscar allí recuerdos imperiales. Todo lo tiene la gloria de Benito. Se ve la gruta, el Sacro Speco, donde el adolescente hizo penitencia durante tres años; las piedras que fueron el incensario donde su alma se consumió como un precioso perfume; las espinas donde se revolcó para vencer el asalto más peligroso del enemigo; y, enriquecido de mármoles y bronces, adornado de mosaicos y de pinturas, enaltecido por el arte de todas las edades cristianas, el primer monasterio que construyó. Ahora ya no era el rayo, era la gracia el Cielo la que descendía sobre aquellas rocas. Alguien ha podido decir: «Lo que de allí salió por la gracia de Dios es más grande que la encina poderosa salida del grano que arroja un niño al margen del camino; más grande y más duradero que cuanto han realizado el genio y la espada; después del árbol de la Cruz, Dios no ha plantado en la tierra nada tan magnífico y que haya producido tantos frutos. En el mundo no había más que fuerzas destructoras. Dios arrojó entre los peñascos aquel joven desconocido, aquel niño desnudo, para tomar por esposa la pobreza y engendrar de ella una raza de héroes que habían de resistirlo todo, vencerlo todo y restaurarlo todo. Aquella gruta era el abrigo de la civilización. Todo estaba en germen invisible en el hueco de las rocas de Subíaco. Allí se había de formar el gran seminario de Cristo, plantel de obispos, de Papas, de civilizadores, de doctores y maestros del mundo.»
Veinte años de sudores habían fecundado aquel valle de elección; cerca del primer monasterio habían surgido otros doce, y el santo sonreía complacido delante de la mies. Pero el sacerdote Florencio estaba allí con sus envidias y rencores. Florencio es d emisario de Satanás. Intenta asesinar al maestro y desmoralizar a los discípulos. Benito comprende que la persecución va sólo contra él, y se destierra voluntariamente. El mundo hubiera dicho que aquélla era un fuga sin honor, pero el espíritu de Dios guía al fugitivo. Avanza. La senda es dura y áspera, y dice el caminante: «Pergamus itinera ejus: Sigamos los caminos de Dios.» En medio de la llanura de Campania, la montaña de Casino se yergue a su vista. Trepa animosamente. En la primera cuesta, las ruinas de un castillo. Luego, un edículo, un ara de Apolo. En lo más alto de la cima se detiene el peregrino. Es un monte más alto, más bello, más sugestivo que Subíaco. Después de los montes bíblicos, no hay monte más alto que Montecasino.
Si un paisaje es el estado de un alma, aquel paisaje es el alma de Benito. Entre ambos existe perfecta armonía. Desde aquella cima, Benito domina el mundo entero; desde allí brillará la luz de su Regla, obra maestra destinada a la perennidad; «Suma del cristianismo—como decía Bossuet—, resumen docto y misterioso de toda la doctrina del Evangelio, de las instituciones de los Santos Padres, de todos los consejos de perfección, en la cual alcanzaban su cima más alta la prudencia y la simplicidad, la humildad y el valor, la severidad y la dulzura, la libertad y la dependencia; en la cual, la corrección tiene toda su firmeza, la condescendencia todo su encanto, la voz de mando todo su vigor, la sujeción todo su reposo, el silencio su gravedad, la palabra su gracia, la fuerza su ejercicio, y la debilidad su apoyo.»
Surgió el tipo de la abadía benedictina, la cuna de la Orden, el Sinai del monacato occidental. Dentro, la figura amable del patriarca. ¿Por qué el arte le ha representado siempre hierático, severo, lejano? Cierto, en su vida hallamos a Benito rodeado de una noble gravedad: su Regla es una armadura bella, armónica, adaptada a su fin, con delicadas junturas que esconden y revelan la vida; mas, al fin, una armadura con férrea y combativa rigidez. Pero aquel hombre, que sabía mandar y organizar y ser austero, tenía un corazón tierno y accesible al amor. Sabe llorar, como cuando a su nodriza se le rompe el tamiz que había pedido a su vecina; como cuando ve en profecía las huestes lombardas subiendo el sagrado monte y dispersando a sus discípulos; como cuando le anuncian la muerte de su enemigo, el sacerdote que le había hecho huir de Subíaco. Sabe amar la belleza, y por eso busca los bellos paisajes. Cuando estudiaba en Roma, le sorprendió un día la hermosura de la joven Mérula.
En el fondo de su corazón quedó un suave recuerdo, del cual intentó abusar el demonio. Bien conocida es la heroica resolución del mancebo, arrojándose a la zarza para sofocar el incendio interior; pero este episodio nos lo hace más piadoso, más nuestro, más cercano, más humano. Fuit vir, dice San Gregorio al empezar su Vida. Siente profundamente las alegrías de la amistad, y su cariño por San Plácido y San Mauro es el reflejo de un alma luminosa y serena. Hasta a los animales se extiende su dulzura. San Juan tenía su perdiz; San Francisco, el hermano lobo; San Benito vive en compañía del cuervo familiar, que espía sus órdenes y recibe el alimento de su mano.
Hay un instante en que aquel corazón aparece duro e inflexible: es cuando hace derramar lágrimas a su hermana Escolástica, que quiere retenerle en su compañía. Benito no puede acceder a lo que él cree un capricho, a lo que para su hermana es la voluntad de Dios. La divergencia es aparente. Ambos buscan una misma cosa: el querer divino. El milagro interviene para dar la razón a los dos; mejor dicho, para enseñarnos que hay ocasiones en que la caridad debe prevalecer sobre la justicia: la justicia de los hombres, se entiende. Tres días después, contemplando el cielo estrellado—era una costumbre suya orar contemplando las maravillas del cielo—, vió el alma de su hermana que, en figura de paloma, se dirigía al paraíso. Inmediatamente manda traer su cuerpo y colocarlo en el sepulcro que había preparado para sí mismo. Un mismo seno los había llevado, una misma gracia los había santificado, un mismo sepulcro debía reunirlos. ¡Así se aman los santos!
San Gregorio nos pinta a Benito como imagen de la perfecta justicia. «Estaba—dice—lleno del espíritu de todos los justos.» Todas las virtudes lian alcanzado en él un supremo equilibrio. Es tierno, sin menoscabo de la fortaleza; desterrado espontáneamente del mundo, es ciudadano del mundo entero; su sabiduría tiene no sé qué de santa ignorancia —scienter nescius—, según la expresión intraducibie del biógrafo; su mandato es decisivo, severa su punición, y al mismo tiempo tiene una bondad entrañable; anda humilde y taciturno, con los ojos pegados en el códice o en el suelo, y, sin embargo, hay en su continente una nobleza que intimida. Zalla se acerca a él irritado, descompuesto. Benito, sentado a la puerta del monasterio y entretenido en la lectura, no hace más que levantar mansamente los ojos, aquellos ojos que parecían muertos, y el godo cae a sus pies pidiendo perdón. Otro día es el rey Totila. También éste le encuentra sentado, y tal es su majestad, que toda la audacia del orgullo regio no se atreve a acercarse a él. Pero el monje se levanta, le coge de la mano, le echa en cara sus crueldades, le predica la piedad y la justicia, y como si estuviese leyendo en un libro, le relata los sucesos de los diez años que le restan de vida.
Benito era un profeta. Sus ojos veían el porvenir lo mismo que el presente, y las interioridades del alma lo mismo que las superficies. La Naturaleza entera, la vida y la muerte, obedecían a su palabra, y cuando el Papa Gregorio contaba sus estupendos milagros, el diácono Pedro, su interlocutor, se maravillaba. Todos eran milagros de amor, de piedad, de bondad, como debían ser los milagros de aquel que dejó escrita esta bella sentencia: «Que nadie esté triste en la casa de Dios.» Al buen diácono, que a veces parecía vacilar ante tantas maravillas, le tranquilizaba San Gregorio diciendo: «¿Qué extraño que tuviese el podar divino quien estaba iniciado en las intimidades divinas? ¿Y cómo no iba a conocer los secretos de la divinidad, siendo así que observaba sus mandamientos? Porque escrito está: El que se adhiere al Señor, es un mismo espíritu con Él. Y parece increíble que el que es un mismo espíritu con otro, pueda ignorar sus pensamientos.»
Este poder de visión que tenía el patriarca aparece con toda su plenitud en un rasgo de su vida. «Estaba asomado a la ventana de su celda invocando al Dios Todopoderoso, y, de repente, en medio de las tinieblas, vió una luz que bajaba del Cielo y disipaba la noche. Era más brillante que el día más claro. En esta visión pasó una cosa admirable, porque, según él mismo contaba, el mundo entero se presentó a sus ojos como condensado en un rayo de sol.»
Y ¿cómo el hombre puede ver todo el mundo en una sola mirada?, preguntamos nosotros con el discípulo de San Gregorio. Y el Pontífice responde: «Para un alma que ve al Creador, toda criatura es muy pequeña. Ante la luz divina, lo que no es Dios se hace insignificante; porque con la claridad de la visión interior, el alma ss dilata y eleva de tal manera en Dios, que llega a ser superior al universo, y viendo en su elevación lo que queda a sus pies, comprende la pequenez de lo que antes no podía abarcar.»
Esta visión fugaz fué como un aprendizaje de la visión eterna, cuya proximidad había presentido en aquellos misteriosos reverberos. «Seis días antes de su muerte mandó abrir su sepulcro. Acometióle a poco una fiebre que le Ilenaba de angustia. Viendo que se debilitaba por instantes, hizo que le llevasen a la iglesia, y se dispuso a pasar a otra vida con la recepción del Cuerpo y Sangre de nuestro Señor; después, apoyando los desfallecidos miembros en los brazos de sus discípulos, en pie, haciendo fervorosa oración y levantando las manos al Cielo, entregó su último aliento.»
La muerte era digna de la vida. El amigo de Dios y de los hombres había recibido la corona, y alumbrado por la luz que nunca muere, volvía a ver el mundo en toda su miserable pequeñez: la tierra, las naciones, los reyes, la Iglesia de Cristo, los conciliábulos de Belial..., y en todas partes luchando, rezando, enseñando, pregonando el nombre de Dios, defendiendo la causa de la justicia, un ejército inmenso que pronunciaba su nombre, que vestía su misma
cogulla, que tremolaba su Regla como presagio seguro de victoria, aquella Regla «la más perfecta, la más sabia, la más discreta»; hermosa en su robustez católica, instrumento admirable de todos los siglos y de todos los climas, hecha para la acción, para la batalla, para el triunfo, para resistir todos los choques y ganar todos los laureles.
Esa Regla, que iba a inaugurar una nueva era para Europa, es el último peldaño en la escala de la legislación monástica, cuyos primeros esquemas aparecen en las soledades egipcias. La actitud del legislador es netamente tradicional. Recoge del pasado cuanto puede servir para su obra, desechando lo inútil, lo anticuado, lo perjudicial. Pero este respeto a la tradición no disminuye el valor de su originalidad. que hace de su Regla un monumento de arte legislativo, notable a la vez por su perfección, por su simplicidad y adaptabilidad. Su intención no fué proponer una nueva teoría sobre la vida monástica, sino dar una ley para los monjes. Pero, al mismo tiempo que dispone, ordena y organiza, el legislador fija de una manera lapidaria los principios fundamentales que le guían, y con sus disposiciones más insignificantes acierta a entretejer una profunda doctrina espiritual. Todas tienen como base un principio, firmemente formulado, y de él toman gran parte de su valor. Recogiendo amorosamente el pasado, inclinándose respetuoso ante la tradición, el patriarca de los monjes occidentales acierta a imprimir en su obra todos los caracteres de la sabiduría romana: respeto al principio de autoridad; flexibilidad y facilidad de adaptación, claridad en las fórmulas y discreción en la explicación de las leyes.
El afán del monje egipcio era establecer un record en materia de ayunos, vigilias, oraciones y penitencias. San Benito no desprecia nada de esto, pero tampoco le da una importancia excesiva. Todo lo que tiene de condescendiente en estas cosas exteriores, lo tiene de inflexible en lo que su observación y experiencia le presentan como esencial de la vida religiosa: renuncia completa del yo, pobreza estricta, estabilidad, oración litúrgica, lección y trabajo. Tal vez él no pensó en el prodigioso desarrollo de su Regla; pero puso en ella un rasgo genial de amplitud y universalidad que le permitirá aclimatarse en todos los países. Treinta años después de su muerte, sus discípulos se establecían en Roma; San Gregorio Magno los envía a Inglaterra; de Inglaterra se derraman por las orillas del Rin y del Danubio; al mismo tiempo, suplantan en Francia a los discípulos de San Columbano, y a principios del siglo x la Regla de San Benito inspira a todos los monjes de la cristiandad occidental.
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