De Frumencio se canta aún en tierras de Etiopía: «Salve a, ti, Salama, a quien Dios envió para revelar una doctrina oculta antes de tí; por ti brilló entre nosotros como un lucero, por el resplandor suave de tu voz y por la gracia de tu hermosura.» Su nombre allí es Abba Salama, el padre de la paz, el revelador de la luz. Él era un espíritu sediento de luz. Un día había dejado su ciudad de Tiro para explorar el mundo, y he aquí que, al llegar a la tierra de los hombres negros, unos bandidos le apresaron y le llevaron a presencia de Eskendi, rey de Axum (341). Frumencio era entonces un joven de radiante belleza, de inteligencia despierta y de grandes conocimientos. Cayó en gracia, como Daniel en otro tiempo, y Eskendi le nombró su secretario. Escribía las cartas, aconsejaba al rey, instruía al príncipe, divertía a la corte con relatos de cosas prodigiosas, y leía libros que nunca habían llegado a aquellas regiones. Uno de esos libros era el Evangelio. Frumencio era, ante todo, un discípulo de la filosofía evangélica. Llevaba la cruz sobre su pecho y dentro de su corazón, y su fe daba a su conducta una suavidad que cautivaba a aquellas gentes y perfumaba el palacio de Axum.
Un día, el rey le dijo que quería ser cristiano, como él, y Frumencio le bautizó. Cuando Eskendi bajó al sepulcro, Ela-San, su heredero, le dijo lo mismo. Dijo más: dijo que quería comer aquel pan divino de que le hablaba el secretario.
—Eso yo no puedo dártelo—respondió Frumencio—. Sólo los que han sido consagrados por los obispos pueden repartir ese pan. Si te parece, en Alejandría está el patriarca Atanasio; puedo ir allá y traerte sacerdotes.
Ela-San, impaciente, preparó regalos de plumas, de plata y de marfil, y, cargando con ellos una nave, mandó a su secretario que fuese a ver al patriarca. Unos meses después, Frumencio había dado la vuelta.
—¿Y los sacerdotes?—le preguntó el rey.
—Señor, el grande Atanasio ha querido darme a mí la autoridad suprema. Tengo poder para consagrar el Cuerpo de Cristo y para hacer sacerdotes entre los más virtuosos y sabios de vuestros súbditos. Soy obispo de vuestro reino.
Al oír estas palabras, Ela-San cayó en tierra y besó las manos de su antiguo secretario. Tales son los orígenes del cristianismo en Etiopía. Después, Frumencio, el Iluminador, bautizó, predicó, recorrió los pueblos y las ciudades, y a su paso brotaba la luz. En Axum levantó un seminario, donde enseñaba a los hijos de los nobles a leer y escribir, a cantar y rezar el salterio. Cuando encontraba alguno más despierto, le ordenaba de sacerdote y le enviaba a predicar por el país. Los calendarios etiópicos dicen de él: «Murió en paz, después de dar la fe al Imperio; y por eso le llamamos Abba Salama.»
Un día, el rey le dijo que quería ser cristiano, como él, y Frumencio le bautizó. Cuando Eskendi bajó al sepulcro, Ela-San, su heredero, le dijo lo mismo. Dijo más: dijo que quería comer aquel pan divino de que le hablaba el secretario.
—Eso yo no puedo dártelo—respondió Frumencio—. Sólo los que han sido consagrados por los obispos pueden repartir ese pan. Si te parece, en Alejandría está el patriarca Atanasio; puedo ir allá y traerte sacerdotes.
Ela-San, impaciente, preparó regalos de plumas, de plata y de marfil, y, cargando con ellos una nave, mandó a su secretario que fuese a ver al patriarca. Unos meses después, Frumencio había dado la vuelta.
—¿Y los sacerdotes?—le preguntó el rey.
—Señor, el grande Atanasio ha querido darme a mí la autoridad suprema. Tengo poder para consagrar el Cuerpo de Cristo y para hacer sacerdotes entre los más virtuosos y sabios de vuestros súbditos. Soy obispo de vuestro reino.
Al oír estas palabras, Ela-San cayó en tierra y besó las manos de su antiguo secretario. Tales son los orígenes del cristianismo en Etiopía. Después, Frumencio, el Iluminador, bautizó, predicó, recorrió los pueblos y las ciudades, y a su paso brotaba la luz. En Axum levantó un seminario, donde enseñaba a los hijos de los nobles a leer y escribir, a cantar y rezar el salterio. Cuando encontraba alguno más despierto, le ordenaba de sacerdote y le enviaba a predicar por el país. Los calendarios etiópicos dicen de él: «Murió en paz, después de dar la fe al Imperio; y por eso le llamamos Abba Salama.»
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