Si la trompeta suena, había dicho Marco Aurelio, ofrece a Dios un soldado en su puesto. La trompeta había sonado, y el emperador filósofo murió noblemente en el campo defendiendo el Imperio. Pero su último gesto, más que estoicismo, revelaba tristeza de desesperanza. Había querido morir solo: después de hablar con su hijo, volvió el rostro a la pared y se cubrió la cabeza. Acababa de ver todo el egoísmo, la vulgaridad, la perversidad irremediable de aquel hombre a quien dejaba al frente del Imperio. Más que un soberano, Cómodo fue un gladiador. Setecientas treinta y cinco veces debía combatir en los anfiteatros, todas ellas pagado espléndidamente. Ni la patria, ni el Senado, ni la religión, ni la política tenían interés para él. Fue sanguinario por odio, por miedo y por avaricia; los cristianos le importaban tanto como los adoradores de Isis o de Zeus. Cerebro sin ideas, corazón sin sentimiento, no fue, sin embargo, un perseguidor. Una dulce influencia, la de la servidumbre cristiana que llenaba el palacio, y muy particularmente los ruegos de una mujer amada, conservaron un resto de clemencia en el alma voluble del déspota imbécil.
Pero antes dé que esta influencia pudiese sentirse en el Imperio, la persecución conmovió a los fieles de África. La Iglesia africana, cuyos orígenes son tan oscuros como los de las Iglesias de España o de las Galias, se nos manifiesta súbitamente a fines del siglo II, fuertemente constituida y maravillosamente preparada para la fecundidad del martirio.
El procónsul de África en los primeros años de Cómodo se llamaba Vigelio Saturnino. «Éste—dice Tertuliano—es el primero que sacó la espada contra nosotros.» Por orden suya, cuatro cristianos de Madaura fueron ejecutados el 4 de julio del año 180; y dos semanas después fueron llevados a su presencia otros siete, procedentes de la colonia romana de Scilhum. Son los famosos mártires scillitanos.
Las actas de su martirio nos ofrecen el documento antiguo de la literatura cristiana en lengua latina. Llevados al pretorio de Cartago, se les preguntó en primer lugar por sus nombres. Se llamaban Claudiano, Sperato, Nartzalo, Citino, Vestía, Donata y Secunda. Hubo luego un interrogatorio emocionante, que nos hace penetrar en el alma de aquellos primeros cristianos, envueltos todavía en la unción del recuerdo fresco y cercano de Cristo.
El procónsul Saturnino dijo:
Saturnino.—Podéis obtener el perdón imperial si seguís los consejos de la prudencia.
Sperato.—No hemos hecho ni dicho mal alguno, sino que damos gracias por el mal que nos hacen, porque tenemos a Dios por Rey y Señor.
Saturnino.—También nosotros somos religiosos, y nuestra religión es sencilla. Juramos por la felicidad de nuestro señor y rey, y rezamos por su salud. Vosotros debéis hacer lo mismo.
Sperato.—Si quisieras escucharme tranquilo, yo te explicaría el misterio de la verdadera simplicidad.
Saturnino.—No escucharé tus insultos a nuestra religión. Jurad por la felicidad del emperador, nuestro señor.
Sperato.—No conozco la realeza del siglo presente, sino que alabo y adoro a mi Dios, el Dios a quien nadie ha visto, a quien no pueden ver los ojos mortales. Yo no he cometido fraude; si hago algún tráfico, pago el impuesto, porque conozco a nuestro Señor, Rey de reyes y Soberano de todos los pueblos.
Saturnino (dirigiéndose a los demás acusados).—Abandonad esta vana creencia.
Sperato.—No hay creencia más peligrosa que la que permite el homicidio y el falso testimonio.
Saturnino.—Cesad de ser o parecer cómplices de esta locura.
Citino (levantando los ojos).—Nosotros no tenemos más que a un Señor, el que está en los Cielos.
Donata.—Damos al cesar el honor debido al cesar—dijo esta acusada, rectificando la declaración de sus compañeros—; pero únicamente tememos a Dios. Vestía.—Yo soy cristiana. Secunda.—Yo también, y seguiré siéndolo. Saturnino (dirigiéndose a Sperato).—¿También tú continúas siendo cristiano?
Sperato, y los demás, a una voz.—Soy cristiano. Saturnino.—Tal vez necesitáis una tregua para deliberar. Sperato.—En un negocio tan evidente, todo está pensado y deliberado.
Saturnino.—¿Cuáles son los libros que conserváis en vuestros armarios?
Sperato.—Nuestros libros sagrados, y, además, las epístolas de Pablo, hombre santísimo.
Saturnino.—Os doy una tregua de treinta días por si queréis arrepentiros.
Sperato.—Soy un cristiano inmutable.
Los demás acusados repitieron lo mismo, y entonces Vigelio Saturnino, procónsul, leyó en las tablillas este decreto: «Sperato, Nartzalo, Citino, Donata, Vestia, Secunda, Claudiano y otros han declarado vivir a la manera de los cristianos, y habiéndoseles propuesto un espacio para reflexionar y volver a la manera de vivir de los romanos, han persistido en su obstinación: les condenamos a morir por la espada.»
«Gracias a Dios», dijo Sperato, y Nartzalo añadió: «Siendo mártires, hoy mismo estaremos en el Cielo, gracias a Dios.» El procónsul Saturnino mandó al heraldo que leyese la sentencia: «Ordeno que Sperato, Nartzalo, Citino, Veturio, Félix, Aquilino, Lctancia, Jenara, Generosa, Vestia, Donata, Secunda sean ejecutados.» Todos dijeron: «Gracias a Dios.» Luego, conducidos al lugar del suplicio, se arrodillaron, alabaron a Dios y presentaron su cabeza; y, coronados por el martirio, reinan con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo durante todos los siglos.
Esto fue el 17 de julio del año 180. Tres años después, la esclava Marcia entraba en el palacio imperial. Ella, con su ternura, con su inteligencia, con su energía, subyugó el espíritu grosero del emperador; el genio bueno de Cómodo puso en aquel reinado infame un reflejo de gracia y de bondad. Tal vez no había recibido el bautismo, pero era amiga de Dios—dice un escritor de aquel tiempo—y protegió a los cristianos.
Pero antes dé que esta influencia pudiese sentirse en el Imperio, la persecución conmovió a los fieles de África. La Iglesia africana, cuyos orígenes son tan oscuros como los de las Iglesias de España o de las Galias, se nos manifiesta súbitamente a fines del siglo II, fuertemente constituida y maravillosamente preparada para la fecundidad del martirio.
El procónsul de África en los primeros años de Cómodo se llamaba Vigelio Saturnino. «Éste—dice Tertuliano—es el primero que sacó la espada contra nosotros.» Por orden suya, cuatro cristianos de Madaura fueron ejecutados el 4 de julio del año 180; y dos semanas después fueron llevados a su presencia otros siete, procedentes de la colonia romana de Scilhum. Son los famosos mártires scillitanos.
Las actas de su martirio nos ofrecen el documento antiguo de la literatura cristiana en lengua latina. Llevados al pretorio de Cartago, se les preguntó en primer lugar por sus nombres. Se llamaban Claudiano, Sperato, Nartzalo, Citino, Vestía, Donata y Secunda. Hubo luego un interrogatorio emocionante, que nos hace penetrar en el alma de aquellos primeros cristianos, envueltos todavía en la unción del recuerdo fresco y cercano de Cristo.
El procónsul Saturnino dijo:
Saturnino.—Podéis obtener el perdón imperial si seguís los consejos de la prudencia.
Sperato.—No hemos hecho ni dicho mal alguno, sino que damos gracias por el mal que nos hacen, porque tenemos a Dios por Rey y Señor.
Saturnino.—También nosotros somos religiosos, y nuestra religión es sencilla. Juramos por la felicidad de nuestro señor y rey, y rezamos por su salud. Vosotros debéis hacer lo mismo.
Sperato.—Si quisieras escucharme tranquilo, yo te explicaría el misterio de la verdadera simplicidad.
Saturnino.—No escucharé tus insultos a nuestra religión. Jurad por la felicidad del emperador, nuestro señor.
Sperato.—No conozco la realeza del siglo presente, sino que alabo y adoro a mi Dios, el Dios a quien nadie ha visto, a quien no pueden ver los ojos mortales. Yo no he cometido fraude; si hago algún tráfico, pago el impuesto, porque conozco a nuestro Señor, Rey de reyes y Soberano de todos los pueblos.
Saturnino (dirigiéndose a los demás acusados).—Abandonad esta vana creencia.
Sperato.—No hay creencia más peligrosa que la que permite el homicidio y el falso testimonio.
Saturnino.—Cesad de ser o parecer cómplices de esta locura.
Citino (levantando los ojos).—Nosotros no tenemos más que a un Señor, el que está en los Cielos.
Donata.—Damos al cesar el honor debido al cesar—dijo esta acusada, rectificando la declaración de sus compañeros—; pero únicamente tememos a Dios. Vestía.—Yo soy cristiana. Secunda.—Yo también, y seguiré siéndolo. Saturnino (dirigiéndose a Sperato).—¿También tú continúas siendo cristiano?
Sperato, y los demás, a una voz.—Soy cristiano. Saturnino.—Tal vez necesitáis una tregua para deliberar. Sperato.—En un negocio tan evidente, todo está pensado y deliberado.
Saturnino.—¿Cuáles son los libros que conserváis en vuestros armarios?
Sperato.—Nuestros libros sagrados, y, además, las epístolas de Pablo, hombre santísimo.
Saturnino.—Os doy una tregua de treinta días por si queréis arrepentiros.
Sperato.—Soy un cristiano inmutable.
Los demás acusados repitieron lo mismo, y entonces Vigelio Saturnino, procónsul, leyó en las tablillas este decreto: «Sperato, Nartzalo, Citino, Donata, Vestia, Secunda, Claudiano y otros han declarado vivir a la manera de los cristianos, y habiéndoseles propuesto un espacio para reflexionar y volver a la manera de vivir de los romanos, han persistido en su obstinación: les condenamos a morir por la espada.»
«Gracias a Dios», dijo Sperato, y Nartzalo añadió: «Siendo mártires, hoy mismo estaremos en el Cielo, gracias a Dios.» El procónsul Saturnino mandó al heraldo que leyese la sentencia: «Ordeno que Sperato, Nartzalo, Citino, Veturio, Félix, Aquilino, Lctancia, Jenara, Generosa, Vestia, Donata, Secunda sean ejecutados.» Todos dijeron: «Gracias a Dios.» Luego, conducidos al lugar del suplicio, se arrodillaron, alabaron a Dios y presentaron su cabeza; y, coronados por el martirio, reinan con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo durante todos los siglos.
Esto fue el 17 de julio del año 180. Tres años después, la esclava Marcia entraba en el palacio imperial. Ella, con su ternura, con su inteligencia, con su energía, subyugó el espíritu grosero del emperador; el genio bueno de Cómodo puso en aquel reinado infame un reflejo de gracia y de bondad. Tal vez no había recibido el bautismo, pero era amiga de Dios—dice un escritor de aquel tiempo—y protegió a los cristianos.
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