Religiosa de la Tercera Orden Regular (1585‑1640). Canonizada por Pío VII el 24 de mayo de 1807.
Jacinta nació en Vignanello, cerca de Viterbo, en 1585. Su hermana mayor se había hecho religiosa en el convento de San Bernardino, de Viterbo. Jacinta no manifestaba ninguna inclinación por la vida claustral. Amiga de fiestas, donde pudiera lucir su gracia y elegancia.
Su padre, preocupado por su espíritu mundano, decidió recluirla en el convento con su hermana. En el convento no cambió de vida. Cuando su padre fue a visitarla, le dijo: “Aquí me tienes de monja, como has querido, pero yo quiero vivir de acuerdo con mi condición social”.
Pidió para sí una alcoba lujosamente amoblada, comidas especiales y diversiones no ciertamente convenientes a una religiosa. Durante diez años vivió en el monasterio como una joven noble. Un día se enfermó. Le enviaron el confesor a la celda. El fraile, viendo tanto lujo, se negó a confesar a aquella monja mundana. Dijo: “El paraíso no se hizo para hermanas soberbias y vanidosas”. “Entonces – contestó la joven – ¿habré entrado al convento para mi condenación?” Respondió el confesor: “Debes cambiar de conducta y reparar el mal ejemplo que has dado a las cohermanas”.
Impresionada con estas palabras, Jacinta lloró amargamente. Luego tomó a la letra las palabras del confesor. Quiso reparar el mal ejemplo, llegando a ser no sólo una religiosa perfecta, sino una franciscana santa. Cambió la soberbia en paciencia, la ambición en humildad. Su devoción adquirió impulso y fervor. Ejerció una caridad llena de dulcísima delicadeza para con sus cohermanas y para con la población de Viterbo, a la cual Jacinta socorría en toda ocasión. Instituyó la devoción de las 40 horas durante los tres últimos días de carnaval, para atraer la gracia divina sobre las gentes distraídas por las diversiones.
Alrededor de Jacinta brotaron flores de caridad, milagros y prodigios. También tuvo el don de profecía. Dejó un pequeño diario autógrafo con algunos breves pensamientos, que reflejan su espiritualidad, nutrida de piedad eucarística, de ardiente sed de mortificación, de piedad mariana, para llevar a las almas a la perfección.
Viterbo es la ciudad de Santa Rosa y de Santa Jacinta. A su muerte, acaecida el 30 de enero de 1640, a los 45 años de edad, sonaron todas las campanas de la ciudad y todos los corazones se conmovieron por el nacimiento para el cielo de esta nueva flor de santidad.
Jacinta nació en Vignanello, cerca de Viterbo, en 1585. Su hermana mayor se había hecho religiosa en el convento de San Bernardino, de Viterbo. Jacinta no manifestaba ninguna inclinación por la vida claustral. Amiga de fiestas, donde pudiera lucir su gracia y elegancia.
Su padre, preocupado por su espíritu mundano, decidió recluirla en el convento con su hermana. En el convento no cambió de vida. Cuando su padre fue a visitarla, le dijo: “Aquí me tienes de monja, como has querido, pero yo quiero vivir de acuerdo con mi condición social”.
Pidió para sí una alcoba lujosamente amoblada, comidas especiales y diversiones no ciertamente convenientes a una religiosa. Durante diez años vivió en el monasterio como una joven noble. Un día se enfermó. Le enviaron el confesor a la celda. El fraile, viendo tanto lujo, se negó a confesar a aquella monja mundana. Dijo: “El paraíso no se hizo para hermanas soberbias y vanidosas”. “Entonces – contestó la joven – ¿habré entrado al convento para mi condenación?” Respondió el confesor: “Debes cambiar de conducta y reparar el mal ejemplo que has dado a las cohermanas”.
Impresionada con estas palabras, Jacinta lloró amargamente. Luego tomó a la letra las palabras del confesor. Quiso reparar el mal ejemplo, llegando a ser no sólo una religiosa perfecta, sino una franciscana santa. Cambió la soberbia en paciencia, la ambición en humildad. Su devoción adquirió impulso y fervor. Ejerció una caridad llena de dulcísima delicadeza para con sus cohermanas y para con la población de Viterbo, a la cual Jacinta socorría en toda ocasión. Instituyó la devoción de las 40 horas durante los tres últimos días de carnaval, para atraer la gracia divina sobre las gentes distraídas por las diversiones.
Alrededor de Jacinta brotaron flores de caridad, milagros y prodigios. También tuvo el don de profecía. Dejó un pequeño diario autógrafo con algunos breves pensamientos, que reflejan su espiritualidad, nutrida de piedad eucarística, de ardiente sed de mortificación, de piedad mariana, para llevar a las almas a la perfección.
Viterbo es la ciudad de Santa Rosa y de Santa Jacinta. A su muerte, acaecida el 30 de enero de 1640, a los 45 años de edad, sonaron todas las campanas de la ciudad y todos los corazones se conmovieron por el nacimiento para el cielo de esta nueva flor de santidad.
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