Es la primera de las grandes figuras que nos ofrece la historia de la Iglesia española. A mediados del siglo III, cuando Basilides y Marcial, los obispos libeláticos de la España occidental, escandalizaban a los cristianos con su cobardía, Fructuoso avanzaba hacia la hoguera con un gesto lleno de grandeza y dignidad. Noblemente había gobernado antes la iglesia de Tarragona, la primera ciudad de la España citerior. Pocas se habían mostrado tan adictas a las leyes, a las costumbres y a los dioses del Imperio romano. El culto al César y a Roma había nacido dentro de sus muros, y el medio millar de inscripciones que se han encontrado entre las ruinas son una prueba elocuente de una romanización ferviente y completa. Un día, cuando los habitantes de Tarragona refirieron a Augusto que en su altar había nacido una palmera, dicen que respondió con ironía: «Eso prueba lo mucho que subís a él.» Pero, sin duda, el dios estaba entonces de mal humor, porque los tarraconenses le dieron muestras constantes de una devoción entusiasta.
No obstante, el Cristianismo se propagaba en la gran ciudad mediterránea. Tal vez fue San Pablo el primero que dejó allí la semilla. En 250 el jefe de la pequeña cristiandad era un hombre que tenía todo el aliento de los grandes pastores. Respetado de los fieles lo mismo que de los paganos, era uno de los más eminentes personajes del municipio. En la peste terrible que entonces asolaba al Imperio dio pruebas de aquella caridad heroica que por aquellos mismos días ejercitaban Cipriano en Cartago, Dionisio en Alejandría y Gregorio Taumaturgo en Neocesarea. Pero la ley es implacable. Gobernaba entonces el Imperio Valeriano. «Era dulce y bueno—dice una de sus víctimas, el patriarca de Alejandría—; ninguno de sus predecesores, ni siquiera los que habían profesado pública o clandestinamente la fe, tuvo para los hermanos una acogida tan afectuosa y familiar. Su casa, llena de hombres piadosos, parecía una iglesia.» De este hombre excelente, la tiranía de la política hizo un perseguidor. Dominado por una camarilla de fanáticos, llegó a imaginarse que frente al Imperio había un poder tenebroso, poseedor de inmensas riquezas y causante de todas las crisis económicas por que atravesaba el Estado. Ese poder, le dijeron, es la Iglesia de los cristianos.
En 257 aparecía un edicto por el cual los jefes de las iglesias se veían obligados a ofrecer sacrificios a las divinidades del Imperio. En los primeros días del año siguiente, la policía imperial arrestaba a Fructuoso en Tarragona y le encerraba en la cárcel con dos de sus diáconos, Eulogio y Augurio. Toda la «fraternidad» de los cristianos pasó por la prisión, presentándole sus donativos y rogándole que les tuviese presentes en su confesión. El obispo seguía predicando y catequizando, y, aunque encadenado, tuvo la alegría de bautizar a un convertido. Siete días más tarde, los tres detenidos comparecían ante el tribunal.
—Introducid al obispo Fructuoso y a sus diáconos—ordenó el gobernador Emiliano.
—Aquí están—respondieron los oficiales. Y comenzó el interrogatorio.
— ¿Conoces las órdenes del emperador?—preguntó Emiliano.
—No las conozco, pero soy cristiano—respondió él obispo.
—Pues exigen que adores a los dioses.
—Yo adoro a un solo Dios, que ha hecho el cielo, la tierra, el mar y cuanto hay en ellos.
— ¿No sabes que hay dioses?
—No sé nada de eso.
—Pues lo aprenderás.
Fructuoso levantó los ojos al cielo y rezó silenciosamente.
— ¿Quién—repuso el gobernador—podrá ser obedecido, temido, honrado, si se rehúsa el culto a los dioses y la adoración a los emperadores?
Después, dirigiéndose hacia el diácono Augurio, añadió:
—No escuches lo que Fructuoso te dice.
—También yo—replicó el diácono—adoró al Dios omnipotente.
—Y a Fructuoso, ¿le adoráis, acaso?—preguntó Emiliano a Eulogio.
—Yo no adoro a Fructuoso, sino al Dios que Fructuoso adora.
Entonces el gobernador, volviéndose de nuevo hacia el prelado, le preguntó:
— ¿Eres obispo?
—Lo soy.
—Lo fuiste—dijo Emiliano, levantándose y ordenando que los tres fuesen quemados vivos.
Los esbirros se apoderaron de ellos y los llevaron al anfiteatro, que era el lugar designado para el suplicio. El pueblo caminaba junto a ellos llorando. En el trayecto hubo un momento emocionante y de un sabor arcaico. Varios «hermanos» se acercaron a los reos ofreciendo una copa de vino. Fructuoso la rehusó diciendo: «Aún no es hora de romper el ayuno.» Efectivamente, era miércoles, día de ayuno para los primeros cristianos, ayuno que duraba hasta las tres de la tarde. Pero, en realidad, con esta excusa iba unida la más noble modestia. El brebaje ofrecido por la «caridad fraterna» no era un vino puro, sino una bebida en que se mezclaban infusiones de plantas aromáticas, que daban al cuerpo un vigor momentáneo y le hacían menos sensible a los dolores. Tertuliano se reía de los mártires a quienes había que sostener con semejantes artificios. La altivez ibérica de Fructuoso no se avenía tampoco con esas cobardes mitigaciones. Tenía un sentido demasiado alto del honor cristiano, para permitir que le confundiesen con aquellos «mártires ambiguos» de que hablaba el vehemente africano. Imitando al Salvador, apartó los labios de la copa que debía adormecer su agonía, y prefirió beber hasta las heces el cáliz del martirio.
Habían llegado al anfiteatro; la hoguera ardía, y Fructuoso iba a subir a ella, cuando un lector, llamado Augustalis, se acercó para desatarle las sandalias. También ahora rehusó el mártir, prefiriendo descalzarse él mismo. Iba a consumar el sacrificio de su vida; estaba, como Moisés, junto a las llamas, y sólo descalzo podía subir a aquel altar. Ya avanza, cuando un cristiano llamado Félix se le acerca, le coge de la mano y le ruega que se acuerde de él. Entonces Fructuoso, extendiendo a lo lejos la mirada, dijo con voz poderosa: «Es preciso que tenga en mi pensamiento a la Iglesia Católica, derramada de Oriente hasta Occidente.» Estas fueron sus últimas palabras. Inmediatamente, sin la menor señal de turbación, penetró en la hoguera. Sus diáconos le siguieron. Rotas por el fuego las cuerdas que sujetaban sus manos, los tres mártires cayeron de rodillas con los brazos extendidos. Al verlos así, en medio de las llamas, dice Prudencio, todos recordaban a los tres jóvenes hebreos en el horno de Babilonia, «Dos de nuestros hermanos, pertenecientes a la casa del prefecto—dicen las actas—, vieron a los tres elegidos subir al cielo», y la hija del gobernador fue también testigo de la maravilla. Los fieles, cuando el fuego consumió los cuerpos, se precipitaron en el anfiteatro, rociaron los huesos con vino, en recuerdo de las libaciones que hacían los antiguos en la ceremonia de la cremación, y, habiendo cogido cada cual lo que pudo de las reliquias, se las llevaron a sus casas. Pero, comprendiendo luego que aquello era un celo mal entendido, encerraron las cenizas en un mismo sarcófago, «para que recibiesen juntos la corona los que juntos habían alcanzado la victoria».
Tal fue la muerte con que el gran obispo dio testimonio de su fe. Aquella serenidad impresionó profundamente a todos sus conciudadanos, y uno de ellos, testigo de vista, nos ha conservado la emoción en un relato de una sencillez maravillosa, digna de la grandeza del héroe. Es uno de los documentos más venerables de la antigua Iglesia de España.
No obstante, el Cristianismo se propagaba en la gran ciudad mediterránea. Tal vez fue San Pablo el primero que dejó allí la semilla. En 250 el jefe de la pequeña cristiandad era un hombre que tenía todo el aliento de los grandes pastores. Respetado de los fieles lo mismo que de los paganos, era uno de los más eminentes personajes del municipio. En la peste terrible que entonces asolaba al Imperio dio pruebas de aquella caridad heroica que por aquellos mismos días ejercitaban Cipriano en Cartago, Dionisio en Alejandría y Gregorio Taumaturgo en Neocesarea. Pero la ley es implacable. Gobernaba entonces el Imperio Valeriano. «Era dulce y bueno—dice una de sus víctimas, el patriarca de Alejandría—; ninguno de sus predecesores, ni siquiera los que habían profesado pública o clandestinamente la fe, tuvo para los hermanos una acogida tan afectuosa y familiar. Su casa, llena de hombres piadosos, parecía una iglesia.» De este hombre excelente, la tiranía de la política hizo un perseguidor. Dominado por una camarilla de fanáticos, llegó a imaginarse que frente al Imperio había un poder tenebroso, poseedor de inmensas riquezas y causante de todas las crisis económicas por que atravesaba el Estado. Ese poder, le dijeron, es la Iglesia de los cristianos.
En 257 aparecía un edicto por el cual los jefes de las iglesias se veían obligados a ofrecer sacrificios a las divinidades del Imperio. En los primeros días del año siguiente, la policía imperial arrestaba a Fructuoso en Tarragona y le encerraba en la cárcel con dos de sus diáconos, Eulogio y Augurio. Toda la «fraternidad» de los cristianos pasó por la prisión, presentándole sus donativos y rogándole que les tuviese presentes en su confesión. El obispo seguía predicando y catequizando, y, aunque encadenado, tuvo la alegría de bautizar a un convertido. Siete días más tarde, los tres detenidos comparecían ante el tribunal.
—Introducid al obispo Fructuoso y a sus diáconos—ordenó el gobernador Emiliano.
—Aquí están—respondieron los oficiales. Y comenzó el interrogatorio.
— ¿Conoces las órdenes del emperador?—preguntó Emiliano.
—No las conozco, pero soy cristiano—respondió él obispo.
—Pues exigen que adores a los dioses.
—Yo adoro a un solo Dios, que ha hecho el cielo, la tierra, el mar y cuanto hay en ellos.
— ¿No sabes que hay dioses?
—No sé nada de eso.
—Pues lo aprenderás.
Fructuoso levantó los ojos al cielo y rezó silenciosamente.
— ¿Quién—repuso el gobernador—podrá ser obedecido, temido, honrado, si se rehúsa el culto a los dioses y la adoración a los emperadores?
Después, dirigiéndose hacia el diácono Augurio, añadió:
—No escuches lo que Fructuoso te dice.
—También yo—replicó el diácono—adoró al Dios omnipotente.
—Y a Fructuoso, ¿le adoráis, acaso?—preguntó Emiliano a Eulogio.
—Yo no adoro a Fructuoso, sino al Dios que Fructuoso adora.
Entonces el gobernador, volviéndose de nuevo hacia el prelado, le preguntó:
— ¿Eres obispo?
—Lo soy.
—Lo fuiste—dijo Emiliano, levantándose y ordenando que los tres fuesen quemados vivos.
Los esbirros se apoderaron de ellos y los llevaron al anfiteatro, que era el lugar designado para el suplicio. El pueblo caminaba junto a ellos llorando. En el trayecto hubo un momento emocionante y de un sabor arcaico. Varios «hermanos» se acercaron a los reos ofreciendo una copa de vino. Fructuoso la rehusó diciendo: «Aún no es hora de romper el ayuno.» Efectivamente, era miércoles, día de ayuno para los primeros cristianos, ayuno que duraba hasta las tres de la tarde. Pero, en realidad, con esta excusa iba unida la más noble modestia. El brebaje ofrecido por la «caridad fraterna» no era un vino puro, sino una bebida en que se mezclaban infusiones de plantas aromáticas, que daban al cuerpo un vigor momentáneo y le hacían menos sensible a los dolores. Tertuliano se reía de los mártires a quienes había que sostener con semejantes artificios. La altivez ibérica de Fructuoso no se avenía tampoco con esas cobardes mitigaciones. Tenía un sentido demasiado alto del honor cristiano, para permitir que le confundiesen con aquellos «mártires ambiguos» de que hablaba el vehemente africano. Imitando al Salvador, apartó los labios de la copa que debía adormecer su agonía, y prefirió beber hasta las heces el cáliz del martirio.
Habían llegado al anfiteatro; la hoguera ardía, y Fructuoso iba a subir a ella, cuando un lector, llamado Augustalis, se acercó para desatarle las sandalias. También ahora rehusó el mártir, prefiriendo descalzarse él mismo. Iba a consumar el sacrificio de su vida; estaba, como Moisés, junto a las llamas, y sólo descalzo podía subir a aquel altar. Ya avanza, cuando un cristiano llamado Félix se le acerca, le coge de la mano y le ruega que se acuerde de él. Entonces Fructuoso, extendiendo a lo lejos la mirada, dijo con voz poderosa: «Es preciso que tenga en mi pensamiento a la Iglesia Católica, derramada de Oriente hasta Occidente.» Estas fueron sus últimas palabras. Inmediatamente, sin la menor señal de turbación, penetró en la hoguera. Sus diáconos le siguieron. Rotas por el fuego las cuerdas que sujetaban sus manos, los tres mártires cayeron de rodillas con los brazos extendidos. Al verlos así, en medio de las llamas, dice Prudencio, todos recordaban a los tres jóvenes hebreos en el horno de Babilonia, «Dos de nuestros hermanos, pertenecientes a la casa del prefecto—dicen las actas—, vieron a los tres elegidos subir al cielo», y la hija del gobernador fue también testigo de la maravilla. Los fieles, cuando el fuego consumió los cuerpos, se precipitaron en el anfiteatro, rociaron los huesos con vino, en recuerdo de las libaciones que hacían los antiguos en la ceremonia de la cremación, y, habiendo cogido cada cual lo que pudo de las reliquias, se las llevaron a sus casas. Pero, comprendiendo luego que aquello era un celo mal entendido, encerraron las cenizas en un mismo sarcófago, «para que recibiesen juntos la corona los que juntos habían alcanzado la victoria».
Tal fue la muerte con que el gran obispo dio testimonio de su fe. Aquella serenidad impresionó profundamente a todos sus conciudadanos, y uno de ellos, testigo de vista, nos ha conservado la emoción en un relato de una sencillez maravillosa, digna de la grandeza del héroe. Es uno de los documentos más venerables de la antigua Iglesia de España.
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