Hermano profeso capuchino que, aun cuando no pendenciero, fue violento en su juventud, a la vez que se sentía comprometido con los pobres y los oprimidos. A la edad de 27 años ingresó en religión, y fueron características de su vida la entrega a la oración, la devoción a la Eucaristía, a Cristo crucificado y a la Virgen María, y el amor a los hermanos, todo ello impregnado del mejor talante siciliano. Murió en Palermo, y fue beatificado por Clemente XIII en 1768.
La literatura y el cine contemporáneos han contribuido a hacer de Corleone, lugar de la provincia de Palermo (Sicilia), la tierra santa de la lupara y de la P. 38. Sin embargo, pocos saben que la ciudad de Corleone tiene una tradición religiosa que resiste el proceso secularizador extendido por todas partes. Corleone, recordada por la dulzura de su paisaje y el carácter fuerte de sus habitantes, vio nacer en ella a Filippo Latino, es decir, al fraile capuchino Bernardo, hoy «beato».
Una juventud comprometida
La ciudad de Corleone, en la que Filippo Latino nació el 6 de febrero de 1605 y vivió durante su juventud, estaba dentro del contexto de las ciudades sicilianas con una tradición de ferocidad. La vida ciudadana, que transcurría bajo la dominación española, estaba llena de fermentos políticos y religiosos, de tal manera que Corleone mereció el título de «animosa civitas», como se puede ver en los primeros papeles de los procesos de beatificación del capuchino corleonense. El escudo de la ciudad, un león que desgarra un corazón, es muy emblemático y denso de significados.
Hay que decir que los corleonenses tuvieron siempre vivo el sentimiento de una ciudad que quería huir de la resignación y del papel del país dominado. Corleone tenía, como Lecco en I Promessi Sposi de Manzoni, «el honor de albergar un comandante, y la ventaja de poseer una guarnición estable de soldados españoles, que enseñaban la modestia a las muchachas y a las mujeres del país, acariciaban de tiempo en tiempo las espaldas de algún marido o padre; y, al terminar el verano, no dejaban nunca de hacer acto de presencia en los viñedos, para aclarar las uvas, y quitarles a los campesinos el trabajo de la vendimia».
Esta situación influyó bastante en el carácter de Filippo Latino y le dio la ocasión de manifestar la energía de su carácter generoso en favor de los oprimidos.
La familia de Filippo era conocida en el pueblo como la «casa de los santos». La hermana, Domenica, decía de su madre que «era de vida pura e inocente». El padre, Leonardo, «maestro consarioto» (zapatero y artesano en peletería), tenía una gran caridad con los pobres y era capaz, cuando encontraba algún andrajoso, de llevarlo a casa, lavarlo y darle vestidos limpios y de comer.
Los procesos de beatificación hablan de otros dos hermanos de Filippo: Giuliano, sacerdote diocesano, muerto en fama de santidad, y Lucas, ciudadano ejemplarísimo, «virgen», al decir del mismo Filippo; además de dos hermanas, una de las cuales, Domenica, era considerada por sus paisanos como «sierva de Dios». En un ambiente familiar tan favorable, es fácil imaginar como le era sencillo a Filippo vivir su vida religiosa con coherencia.
Sobre la integridad religiosa y moral del joven Filippo no existían dudas. Consta que era muy devoto del Crucifijo y de la Virgen, a la que todos los sábados le rendía el homenaje de una lámpara votiva. Frecuentaba mucho los sacramentos y no se avergonzaba de que lo encontraran en oración en las iglesias del pueblo y, según el testimonio de Giuseppe Lupo, «cada vez que tenía algún disgusto o pena, iba inmediatamente a confesarse».
A esta religiosidad «vertical» correspondía la prueba de una religiosidad «horizontal», hecha de obras y verdad, lo que hacía de Filippo Latino un «joven comprometido» en todos los sentidos. Son muchos los que testificaron haber visto al joven «yendo con los bártulos al cuello pidiendo limosna por la ciudad, en tiempo de invierno, para los pobres encarcelados» y esto «sin avergonzarse». El maestro Filippo, cuando después dirigió un taller de zapatero, trataba bien a sus dependientes.
A quien le hablaba de matrimonio, el maestro Filippo le mostraba, enfadado, el cordón franciscano que habitualmente tenía en el taller y «respondía que su esposa era el cordón de san Francisco».
Cuando se trataba de defender a los pobres y oprimidos, Filippo no dudaba en servirse de su habilidad en manejar la espada. Así, defendió a una muchacha acosada por dos soldadotes y protegió a los segadores y vendimiadores a los que la soldadesca estacionada en Corleone les había robado el fruto de su trabajo, después de una jornada de sudores.
El manejo de la espada ha contribuido a mitificar las empresas juveniles de Filippo Latino, habiéndolo convertido en un pendenciero de plaza. Ello es falso.
Que el maestro Filippo se encendía como una cerilla, si lo provocaban, no era un secreto en Corleone. Dos testigos precisaron en los procesos que «no habían notado ningún defecto, a excepción del calor con que echaba mano de la espada cuando era provocado».
Este «calor» produjo no pocas preocupaciones y temores a los padres de Filippo. Con todo, los testigos fueron concordes en decir que cuando el maestro Filippo echaba mano de la espada era «para defender cualquier vejación del prójimo» y «para ayudar a alguna persona». En todo caso, «no provocó nunca a nadie, sino que siempre fue provocado», «cuando era hostigado por alguno, entonces cogía la espada».
El episodio del duelo con Vito Canino fue ciertamente decisivo en la juventud del beato Bernardo, aunque haya sido coloreado con detalles novelescos. No han faltado intentos por identificar con Filippo Latino el espadachín Lodovico de I Promessi Sposi, conocido en la literatura como el padre Cristóforo, capuchino defensor de los pobres y oprimidos.
Antes del encuentro fatal con Vito Canino, que tuvo una amplia resonancia popular, el maestro Filippo había tenido escaramuzas con uno no tan identificado, «Vinuiacitu», a quien hirió en dos dedos.
Vito Canino, el «comisario», venido de Palermo a Corleone para quitar al maestro Filippo la primacía de la esgrima, era en realidad un matón mandado por «Vinuiacitu» con el fin de asesinar al zapatero y vengarse de la humillación sufrida.
Fray Bernardino de Corleone, testigo ocular del duelo, lo contó en los procesos con detalles tan precisos que casi le hacen a uno asistir al choque. Al tiempo del duelo Filippo tenía alrededor de 19 años y debía hacer mucho calor aquel día, ya que estaba en su taller «spitturinatu», cuando llegó el provocador:
-- ¿Sois vos el maestro Filippo?
-- ¿Por qué me buscáis?
-- Te busco para bien: si eres hombre de bien, ve, coge la espada.
-- Yo no he tenido nada con vuestra señoría: ¿qué motivo tengo para tomar la espada?
Canino continuó provocándole, y debió caer en vulgaridades, porque finalmente el maestro Filippo montó en cólera: «¡Contigo no tengo necesidad de espada!» Y salió fuera sólo con el puñal. El duelo se desarrolló en dos tiempos. Canino se esforzaba por eliminar al maestro Filippo, porque «atacaba ante todo a la cabeza».
Fue entonces cuando el zapatero volvió al taller y se armó como debía, para combatir contra un sicario; desenvainó la espada, mutilando para siempre el brazo de Canino, dejándolo inútil. No obstante que el maestro Filippo había actuado en legítima defensa, sintió un grandísimo dolor y disgusto por haber herido a Canino. La «primera espada de Sicilia» pidió perdón al herido y, aun después de ser capuchino, ayudó a Canino económicamente, a través de los bienhechores, y moralmente, convirtiéndose en íntimos amigos.
La dolorosa experiencia del duelo influyó muchísimo en la crisis existencial que maduró en el maestro Filippo la vocación capuchina. Fray Bernardino admitió: «El arrepentimiento del hecho fue causa determinante de que fray Bernardo se hiciese capuchino, como él mismo me dijo en Conigliuni». Y Giuseppe Castelli refirió recordar «que, hablando un día con el siervo de Dios, le dijo semejantes palabras: "cuando herí a aquel pobrecillo me retiré a la iglesia y, pensando en mis cosas, resolví hacerme capuchino", lo que sucedió cuando tenía unos 27 años de edad». Su vocación fue, pues, madurada largamente y no una iluminación en el camino de Damasco.
Hacerse capuchino podía significar también para Filippo Latino una opción de clase, adecuada a su recio carácter sensible a las necesidades y a las esperanzas de las clases populares. Antes de marchar al noviciado capuchino de Caltanissetta, Filippo pidió la bendición materna y el beneplácito a los hermanos y hermanas, una de las cuales, Domenica, refirió el episodio en los procesos.
Cristiano verdadero y capuchino bueno
El 13 de diciembre de 1631 el ex-espadachín, junto con el sayal capuchino, recibió un nombre nuevo que significaba la nueva vida abrazada con libertad y madurez. Se llamó fray Bernardo de Corleone.
Emitida la profesión religiosa, fray Bernardo se orientó expeditamente por el camino de la perfección cristiana. Por lo demás, era consciente de que la elección de la vida capuchina llevaba consigo el asumir un empeño ascético riguroso.
Los hermanos que vivían con él notaban el ansia religiosa del hombre comprometido. Tienen su valor testimonios como éstos: «Siempre hizo una vida de cristiano y continuamente iba perfeccionándose»; «Siempre llevó una vida cristiana». La coherencia era lo que le empujaba a «llevar una vida cristiana» y a comportarse «como buen capuchino». Sin tener la pretensión de dar lecciones, fray Bernardo, que «decía ser el asno de la religión y de los hermanos» y se preocupaba «por lavar los platos y por ayudar misas», quería abarcar todo el camino hacia la salvación a través del amor.
A fray Hilario de Palermo el capuchino de Corleone le explicaba los motivos más profundos de la vida religiosa: «Procuremos salvarnos y amar a Dios, porque para eso hemos venido a la religión»; y concluía: «Todos debemos salvarnos».
A fray Pacífico de Marsala, fray Bernardo le recordaba: «Hagamos penitencia si queremos salvarnos». El padre Ilarione de Palermo refería: «Siempre nos exhortaba a amar a Dios y a hacer penitencia por nuestros pecados».
Justamente fray Bernardo, aún «viviendo como buen cristiano, quiso hacerse capuchino como medio más fuerte para conseguir la bienaventuranza».
No por casualidad, pues, el maestro Filippo había escogido la Orden de los capuchinos.
En oración y penitencia
En la oración aparecía la imagen más bella y auténtica de fray Bernardo de Corleone. «Quien lo veía -depuso el padre Salvador de Castelvetrano-, juzgaba con seguridad que había conversado con Dios dirigiéndole los pensamientos y afectos, y, al mismo tiempo, se le veía misericordioso con todos y pacífico; solitario y callado, su vida aparecía como un servicio continuo a Dios».
Por testimonio unánime, fray Bernardo «estaba siempre atento en la oración», no cesaba de orar, «oraba de continuo».
Los frailes advertían que el Señor comunicaba a fray Bernardo «el espíritu de la verdadera devoción», tan «iluminado por Dios» aparecía.
Con todo, aun «consumiendo la mayor parte del tiempo en la oración», «no estaba contento», y así muchas veces «pasaba las noches enteras en la iglesia sin dormir, para meditar las cosas de arriba y los misterios que enseña nuestra santa fe».
Fray Bernardo ponía así en práctica el deseo de las Constituciones de Albacina, de los primeros capuchinos: «Mas los hermanos devotos y fervorosos no se contenten con una, ni con dos o tres horas, más bien empleen todo el tiempo en orar, meditar y contemplar».
Al padre Biagio de Caltanissetta, que fue confesor de fray Bernardo, no le pasó desapercibido el aspecto 'convivial' de la oración del capuchino corleonense: «Cuando iba a la iglesia, banqueteaba laudatoriamente en la oración y unión divina».
Sabedor de que los verdaderos contemplativos adoran al Padre «en espíritu y verdad», fray Bernardo aseguraba que «cuantas veces un religioso llegaba a unirse con el Creador, todos los lugares del mundo eran para él iglesias y oratorios...».
Sensible a la nostalgia de los orígenes, fray Bernardo sentía profundamente la fascinación de la vida eremítica, como los primeros capuchinos. Por eso se le veía con frecuencia «ir al bosque, a la ermita de la Virgen, a hacer oración».
También dentro del convento fray Bernardo conseguía crearse un ambiente aislado para orar, incluso al lado de la cocina, que era su oficina. Entonces preparaba un altarcito, dedicado frecuentemente a la Virgen, y, en los recortes de tiempo libre que su tarea de cocinero le dejaba, se escapaba allí para tener unos momentos intensísimos de oración.
La oración de fray Bernardo seguía la tradición cristiana y abrazaba franciscanamente al Niño, la Madre, la mesa eucarística y la cruz.
La devoción al misterio de la Encarnación llenaba de ternura el corazón del ex-espadachín. Más de un fraile sabía que el «picciruddu» que fray Bernardo estrechaba entre sus brazos, era el «niño Jesús».
Hacia la Virgen santa fray Bernardo sentía un amor filial. Por eso la llamaba «madre». El fraile alto y robusto, de rudos rasgos y manos callosas, que antes había manejado la espada y el trinchete de zapatero, preparaba en su celda un altarcito a la Madre de Dios. Puntualmente lo adornaba «con flores y hierbas olorosas no sólo en las fiestas de la Virgen, sino también los sábados, como si quisiese con aquellos olores recrear a su santísima madre».
Cuando rezaba a la Virgen, fray Bernardo se dejaba ir de alegría, dando a su oración el calor de la devoción siciliana, hecha de fantasía y festividad. Así, una vez, mientras recitaba en la celda la letanía mariana, a la invocación 'Santa María', «disparaba los cohetes con la boca en señal de solemnidad» (es decir, simulaba los juegos pirotécnicos). Hay que decir que los frailes que lo oían, reían divertidos, diciendo: «Fray Bernardo hace como los "piccirilli"».
Fray Bernardino de Corleone recordaba haber visto a su paisano «casi siempre con el rosario en la mano».
Con razón, pues, y con la más grande convicción, fray Bernardo podía exhortar a religiosos y laicos: «Recemos a la Virgen santísima, que tenemos necesidad de ello».
Que la Virgen santísima se le apareciera muchas veces a fray Bernardo, era convicción general, tanto dentro como fuera del convento.
En el misterio eucarístico fray Bernardo probaba la alegría liberadora de la comunión, como señal de amistad y alianza con el Señor de la vida.
Todos los días, fray Bernardo recibía la eucaristía, y era el momento en que se sentía «totalmente» unido a Dios. Se apenaba porque el viernes santo, según la liturgia del tiempo, no podría comulgar, y decía: «Pobre alma mía, esta mañana te quedas en ayunas del pan de los ángeles». Inútil decir que ayudaba todas las misas que se celebraban en la iglesia del convento, e, imitando a san Francisco, rodeaba de veneración todo lo relacionado con el altar, además, naturalmente, «de la reverencia humilde y continuada que tenía por los sacerdotes».
Absorto en la meditación, fray Bernardo olvidaba a veces el correr de las horas. Le parecía que no podía hacer otra cosa que «estar presente con Jesucristo sacramentado». Después de los maitines de medianoche, fray Bernardo se quedaba en la iglesia porque, como explicó una vez a fray Querubín de Palermo, «no estaba bien dejar el santísimo sacramento solo»; por ello, «le hacía compañía hasta que llegaban los demás frailes».
Frecuentemente, aun estando en la cocina, fray Bernardo saludaba a los hermanos con un «Alabado sea el santísimo Sacramento», y a veces le añadía: «Y viva la Virgen santísima concebida sin pecado original». De esta manera, «demostraba tener un gran fuego en el corazón».
Fray Bernardo «tenía un amor entrañable a la pasión de Jesucristo nuestro Señor». Y en el Crucifijo, como cristiano auténtico, fray Bernardo leía el modelo de su trayectoria existencial, el arquetipo de su autorealización. A quien le exhortaba a aprender a leer, fray Bernardo le respondía: «Las llagas de Cristo nuestro Señor, esto es lo que tenemos que estudiar».
Los conventos cuya iglesia custodiaba un «bello Crucifijo» eran los preferidos de fray Bernardo; esto no era un secreto para nadie: «Estaba gustoso de familia en los lugares o en la iglesia que tenía la imagen del santísimo crucifijo». Decía a los frailes: «Cuando tenéis en el convento un hermoso y devoto crucifijo, no tenéis más que desear». A muchos de los frailes fray Bernardo les aconsejaba recitar el Oficio de las cinco llagas de Cristo, compuesto por san Buenaventura. A fray Lorenzo de Caltanissetta, que fue testigo ocular de un éxtasis del fraile corleonense ante el crucifijo de la escuela flamenca de la iglesia de los capuchinos de Palermo, fray Bernardo le hizo la observación de que llamase al padre guardián, el cual, como era previsible, interrumpió el éxtasis.
A través de la meditación continua fray Bernardo había llegado a la conclusión de que «la pasión del Señor es un mar sin fondo, porque contiene una gran multitud de misterios, los cuales mueven el alma al amor de Dios».
No era infrecuente el caso en que, todavía inmerso en la meditación y en la oración, al entrar en la cocina o al encontrarse con un hermano, fray Bernardo exclamaba: «¡Tiene una cara más alegre que de ordinario!», «¡Paraíso, paraíso!».
Para sus contemporáneos, fray Bernardo en oración, con «el capucho echado hacia la cara», era signo de las realidades eternas. Así, por ejemplo, todos «se admiraban de que un fraile lego discurriera tan profundamente sobre el misterio de la Santísima Trinidad».
El diálogo interpersonal que fray Bernardo tenía con los hombres surgía de su oración. Giuseppe Giacón y Narayes, consejero del rey, refirió lo siguiente: «No había persona que fuese a hablar con él y que no quedara consolado en su alma, enmendado en sus costumbres, aficionado a la confesión y a cambiar de vida... por eso iban a él no solamente los seglares, sino también los sacerdotes, para oírlo hablar de Dios y sacar provecho para el alma». Giuseppe Castelli, cuando se encontraba frente a su amigo fray Bernardo, encontraba en el corazón «una compunción tal y un cambio de vida, que temía acercarse al siervo de Dios aun en pecado venial».
Ciertamente, la oración de fray Bernardo estaba favorecida, además, por una vida muy austera, que aparecía a sus contemporáneos como «la más desesperada vida»; del mismo modo había aparecido la de los primeros capuchinos.
Todos admitían que la vida de fray Bernardo «era más admirable que imitable».
Los mismos frailes capuchinos se asombraban de sus penitencias. Con respecto a su cuerpo fray Bernardo usaba una estrategia de combate, por la supremacía del espíritu.
Las penitencias, las renuncias, las flagelaciones (con frecuencia hasta la sangre), unidas a la pasión del Señor, conseguían el justo valor y la dimensión más auténtica.
Sin embargo, no obstante su vida 'desesperada', fray Bernardo estaba «siempre contento y alegre». Disuadiendo a sus hermanos de la imitación de su tenor de vida, fray Bernardo les decía: «Dejadme a mí hacer penitencia, vosotros estad en alegría».
Sabedor del carácter colérico que llevaba dentro, fray Bernardo era capaz del autocontrol más grande, hasta el punto de ser intransigente consigo mismo cuando se equivocaba. Así, una vez, al dejar escapar una palabra en defensa suya, lo que juzgó dictado por el amor propio, se restregó sobre sus labios un tizón ardiendo, como refirió, aterrorizado, el padre Pacífico de Mesina.
De la austeridad brotaba, purísima, la castidad. «Los dolores -decía a menudo- pasan pronto, pero la pureza del corazón y las virtudes religiosas son los verdaderos adornos del alma».
La pobreza «era su alegría» y la amaba «por amor de Cristo nuestro Señor», llamándola «mi esposa y mi madre». Por eso «vestía ropa vieja, deteriorada y remendada», con «una cuerda más gruesa y burda que las que usaban los demás frailes»; «por amor de Cristo amaba y sostenía con alegría toda clase de penurias».
Era total en la santa obediencia, hasta el punto que el padre Salvatore de Castelvetrano, superior del convento, «estimaba entonces no haber fraile en toda la familia, de alrededor de un centenar, más obediente que este siervo de Dios».
Fray Bernardo y los demás
Aunque vivía retirado en la humildad y el silencio, fray Bernardo vivía plenamente las vicisitudes de los hombres y llevaba, como todo capuchino, los estigmas de la popularidad.
El amor de fray Bernardo por el prójimo comenzaba ante todo en el convento, «estimándose siervo y sirviendo a todos, particularmente ayudando al hermano en las más diversas tareas del convento, como lavar los platos, barrer la cocina...».
En las relaciones fraternas, nunca se le vio «airado con alguien, lamentarse o murmurar del prójimo», ni nunca habló mal de nadie, al contrario, «no conocía nunca defecto alguno en los demás». Cuando llegaban al convento frailes forasteros, fray Bernardo los abrazaba y se apresuraba a lavarles los pies para restablecerles del cansancio del viaje. Diciendo siempre con la más grande alegría: «Por amor de Dios, por amor de Dios».
Una vez, en el refectorio de Palermo, un fraile «de una provincia forastera» había sido castigado, no se sabe por qué motivo. Fray Bernardo abrazó al fraile humillado con tanto afecto, que lo hizo llorar de ternura.
Era sabido que, cuando «alguno tenía alguna tribulación, fray Bernardo lo consolaba».
Abierto al amor universal, fray Bernardo «era caritativo con todos». Cuando podía servir «a los enfermos seglares», «era admirable en confortarlos».
El capuchino de Corleone era buscado a la puerta del convento por todas las categorías de personas, a veces para consejos espirituales, a veces también por curiosidad. Entonces, cuando sospechaba el peligro de exponerse a la disipación, fray Bernardo desaparecía completamente. Al hermano portero, sin embargo, le decía fray Bernardo que «cuando viniesen pobres preguntando por él, lo llamase enseguida».
Entonces, el fraile austero, consumido por las penitencias y absorto en la contemplación, mostraba una ternura maternal, como cuando preparaba aparte la sopa para los pobres, «con gran gusto».
Era feliz cuando podía ayudar a los demás. Así, aseguraba a Giuseppe Giacón que su mujer daría a luz «un hermoso hijo varón», y a Giambattista Massa, preocupado por su mujer que tenía un embarazo difícil, fray Bernardo le daba por cierto el nacimiento de una niña: «La llamará Ana».
A una bienhechora ilustre del convento de capuchinos de Castronovo, doña Virginia, le dijo Bernardo, en señal de amistad, que, si él moría antes, ella distribuiría una «gran cantidad de panes a los pobres». Por lo demás, cuando residía en Castronovo, iba «con un caldero a las espaldas» por las calles para «repartir la sopa a los pobres».
Parafraseando las Constituciones capuchinas que recordaban a los frailes: «Somos peregrinos y comemos los pecados del pueblo», fray Bernardo repetía: «Comemos su sangre», refiriéndose obviamente a las limosnas recibidas.
Sentimientos de fraternidad ligaban a fray Bernardo con los acontecimientos de la ciudad de Palermo, llena de inquietudes sociales, y de su Corleone, la animosa civitas.
Así, una vez fue sorprendido rezando, «con los brazos abiertos y el rostro en tierra ante el altar mayor», por la ciudad de Palermo, sobre la que pendía un pesado castigo. Por lo demás, era archiconocido que el capuchino «lloraba los pecados de la ciudad», como también «oraba y lloraba» por Corleone y sus habitantes: «Rogaba a Dios que los perdonase».
Dos meses antes de morir, fray Bernardo le comunicaba a su amigo fray Antonino de Partana: «Esta mañana he comulgado y cada día me parecen cien años para ir a gozar con Dios». Cada vez exclamaba con más frecuencia: «Paraíso, paraíso, pronto nos veremos en el paraíso», y lo decía con «extraordinaria alegría».
Sólo tenía un temor y no lo escondía: «En la muerte no me asusto de nada más que del padre san Francisco»; pero después se consolaba: «Quien teme y espera en Dios, teniendo una conciencia buena, no teme a nadie».
Con esta profunda convicción la hermana muerte encontró a fray Bernardo en la enfermería de los capuchinos de Palermo. Era el 12 de enero de 1667.
Una multitud de gente, «tanto nobles, como plebeyos y eclesiásticos», corrió a ver por última vez al hermano bueno, y el llanto por la desaparición del capuchino fue general, «principalmente en Corleone».
Los arzobispos de Palermo y Monreale impartieron la absolución al capuchino, y los nobles de la ciudad, escoltados por los «alabarderos de su excelencia», entre un gentío enorme del pueblo, acompañaron el cuerpo del humilde hermano a la iglesia del convento donde se celebraron los funerales.
La Iglesia reconoció la autenticidad de la vida cristiana y religiosa de fray Bernardo de Corleone el 15 de mayo de 1768, cuando Clemente XIII lo declaró «beato».
Con todos sus valores humanos y religiosos, Bernardo de Corleone aparece como figura de capuchino empeñado en aquel siglo XVII religioso italiano que, juzgado injustamente como «insincero, formalístico y constreñido dentro de normas sin vida», estuvo sin embargo influido por una auténtica vena de espiritualidad, de ascetismo sufrido, como también de un potente soplo de mística especulativa y vivida que no olvidaba a los hermanos.
Totalmente comprometido en una vida religiosa coherente, vivió plenamente el carisma de la espiritualidad capuchina que es «la búsqueda del rostro de Dios en Cristo y el descubrimiento del rostro de Dios en san Francisco, para tener a Cristo en el corazón», y todo en favor del pueblo santo de Dios, porque «habitar en Cristo quiere decir habitar en la Iglesia y, por tanto, con los demás».
La literatura y el cine contemporáneos han contribuido a hacer de Corleone, lugar de la provincia de Palermo (Sicilia), la tierra santa de la lupara y de la P. 38. Sin embargo, pocos saben que la ciudad de Corleone tiene una tradición religiosa que resiste el proceso secularizador extendido por todas partes. Corleone, recordada por la dulzura de su paisaje y el carácter fuerte de sus habitantes, vio nacer en ella a Filippo Latino, es decir, al fraile capuchino Bernardo, hoy «beato».
Una juventud comprometida
La ciudad de Corleone, en la que Filippo Latino nació el 6 de febrero de 1605 y vivió durante su juventud, estaba dentro del contexto de las ciudades sicilianas con una tradición de ferocidad. La vida ciudadana, que transcurría bajo la dominación española, estaba llena de fermentos políticos y religiosos, de tal manera que Corleone mereció el título de «animosa civitas», como se puede ver en los primeros papeles de los procesos de beatificación del capuchino corleonense. El escudo de la ciudad, un león que desgarra un corazón, es muy emblemático y denso de significados.
Hay que decir que los corleonenses tuvieron siempre vivo el sentimiento de una ciudad que quería huir de la resignación y del papel del país dominado. Corleone tenía, como Lecco en I Promessi Sposi de Manzoni, «el honor de albergar un comandante, y la ventaja de poseer una guarnición estable de soldados españoles, que enseñaban la modestia a las muchachas y a las mujeres del país, acariciaban de tiempo en tiempo las espaldas de algún marido o padre; y, al terminar el verano, no dejaban nunca de hacer acto de presencia en los viñedos, para aclarar las uvas, y quitarles a los campesinos el trabajo de la vendimia».
Esta situación influyó bastante en el carácter de Filippo Latino y le dio la ocasión de manifestar la energía de su carácter generoso en favor de los oprimidos.
La familia de Filippo era conocida en el pueblo como la «casa de los santos». La hermana, Domenica, decía de su madre que «era de vida pura e inocente». El padre, Leonardo, «maestro consarioto» (zapatero y artesano en peletería), tenía una gran caridad con los pobres y era capaz, cuando encontraba algún andrajoso, de llevarlo a casa, lavarlo y darle vestidos limpios y de comer.
Los procesos de beatificación hablan de otros dos hermanos de Filippo: Giuliano, sacerdote diocesano, muerto en fama de santidad, y Lucas, ciudadano ejemplarísimo, «virgen», al decir del mismo Filippo; además de dos hermanas, una de las cuales, Domenica, era considerada por sus paisanos como «sierva de Dios». En un ambiente familiar tan favorable, es fácil imaginar como le era sencillo a Filippo vivir su vida religiosa con coherencia.
Sobre la integridad religiosa y moral del joven Filippo no existían dudas. Consta que era muy devoto del Crucifijo y de la Virgen, a la que todos los sábados le rendía el homenaje de una lámpara votiva. Frecuentaba mucho los sacramentos y no se avergonzaba de que lo encontraran en oración en las iglesias del pueblo y, según el testimonio de Giuseppe Lupo, «cada vez que tenía algún disgusto o pena, iba inmediatamente a confesarse».
A esta religiosidad «vertical» correspondía la prueba de una religiosidad «horizontal», hecha de obras y verdad, lo que hacía de Filippo Latino un «joven comprometido» en todos los sentidos. Son muchos los que testificaron haber visto al joven «yendo con los bártulos al cuello pidiendo limosna por la ciudad, en tiempo de invierno, para los pobres encarcelados» y esto «sin avergonzarse». El maestro Filippo, cuando después dirigió un taller de zapatero, trataba bien a sus dependientes.
A quien le hablaba de matrimonio, el maestro Filippo le mostraba, enfadado, el cordón franciscano que habitualmente tenía en el taller y «respondía que su esposa era el cordón de san Francisco».
Cuando se trataba de defender a los pobres y oprimidos, Filippo no dudaba en servirse de su habilidad en manejar la espada. Así, defendió a una muchacha acosada por dos soldadotes y protegió a los segadores y vendimiadores a los que la soldadesca estacionada en Corleone les había robado el fruto de su trabajo, después de una jornada de sudores.
El manejo de la espada ha contribuido a mitificar las empresas juveniles de Filippo Latino, habiéndolo convertido en un pendenciero de plaza. Ello es falso.
Que el maestro Filippo se encendía como una cerilla, si lo provocaban, no era un secreto en Corleone. Dos testigos precisaron en los procesos que «no habían notado ningún defecto, a excepción del calor con que echaba mano de la espada cuando era provocado».
Este «calor» produjo no pocas preocupaciones y temores a los padres de Filippo. Con todo, los testigos fueron concordes en decir que cuando el maestro Filippo echaba mano de la espada era «para defender cualquier vejación del prójimo» y «para ayudar a alguna persona». En todo caso, «no provocó nunca a nadie, sino que siempre fue provocado», «cuando era hostigado por alguno, entonces cogía la espada».
El episodio del duelo con Vito Canino fue ciertamente decisivo en la juventud del beato Bernardo, aunque haya sido coloreado con detalles novelescos. No han faltado intentos por identificar con Filippo Latino el espadachín Lodovico de I Promessi Sposi, conocido en la literatura como el padre Cristóforo, capuchino defensor de los pobres y oprimidos.
Antes del encuentro fatal con Vito Canino, que tuvo una amplia resonancia popular, el maestro Filippo había tenido escaramuzas con uno no tan identificado, «Vinuiacitu», a quien hirió en dos dedos.
Vito Canino, el «comisario», venido de Palermo a Corleone para quitar al maestro Filippo la primacía de la esgrima, era en realidad un matón mandado por «Vinuiacitu» con el fin de asesinar al zapatero y vengarse de la humillación sufrida.
Fray Bernardino de Corleone, testigo ocular del duelo, lo contó en los procesos con detalles tan precisos que casi le hacen a uno asistir al choque. Al tiempo del duelo Filippo tenía alrededor de 19 años y debía hacer mucho calor aquel día, ya que estaba en su taller «spitturinatu», cuando llegó el provocador:
-- ¿Sois vos el maestro Filippo?
-- ¿Por qué me buscáis?
-- Te busco para bien: si eres hombre de bien, ve, coge la espada.
-- Yo no he tenido nada con vuestra señoría: ¿qué motivo tengo para tomar la espada?
Canino continuó provocándole, y debió caer en vulgaridades, porque finalmente el maestro Filippo montó en cólera: «¡Contigo no tengo necesidad de espada!» Y salió fuera sólo con el puñal. El duelo se desarrolló en dos tiempos. Canino se esforzaba por eliminar al maestro Filippo, porque «atacaba ante todo a la cabeza».
Fue entonces cuando el zapatero volvió al taller y se armó como debía, para combatir contra un sicario; desenvainó la espada, mutilando para siempre el brazo de Canino, dejándolo inútil. No obstante que el maestro Filippo había actuado en legítima defensa, sintió un grandísimo dolor y disgusto por haber herido a Canino. La «primera espada de Sicilia» pidió perdón al herido y, aun después de ser capuchino, ayudó a Canino económicamente, a través de los bienhechores, y moralmente, convirtiéndose en íntimos amigos.
La dolorosa experiencia del duelo influyó muchísimo en la crisis existencial que maduró en el maestro Filippo la vocación capuchina. Fray Bernardino admitió: «El arrepentimiento del hecho fue causa determinante de que fray Bernardo se hiciese capuchino, como él mismo me dijo en Conigliuni». Y Giuseppe Castelli refirió recordar «que, hablando un día con el siervo de Dios, le dijo semejantes palabras: "cuando herí a aquel pobrecillo me retiré a la iglesia y, pensando en mis cosas, resolví hacerme capuchino", lo que sucedió cuando tenía unos 27 años de edad». Su vocación fue, pues, madurada largamente y no una iluminación en el camino de Damasco.
Hacerse capuchino podía significar también para Filippo Latino una opción de clase, adecuada a su recio carácter sensible a las necesidades y a las esperanzas de las clases populares. Antes de marchar al noviciado capuchino de Caltanissetta, Filippo pidió la bendición materna y el beneplácito a los hermanos y hermanas, una de las cuales, Domenica, refirió el episodio en los procesos.
Cristiano verdadero y capuchino bueno
El 13 de diciembre de 1631 el ex-espadachín, junto con el sayal capuchino, recibió un nombre nuevo que significaba la nueva vida abrazada con libertad y madurez. Se llamó fray Bernardo de Corleone.
Emitida la profesión religiosa, fray Bernardo se orientó expeditamente por el camino de la perfección cristiana. Por lo demás, era consciente de que la elección de la vida capuchina llevaba consigo el asumir un empeño ascético riguroso.
Los hermanos que vivían con él notaban el ansia religiosa del hombre comprometido. Tienen su valor testimonios como éstos: «Siempre hizo una vida de cristiano y continuamente iba perfeccionándose»; «Siempre llevó una vida cristiana». La coherencia era lo que le empujaba a «llevar una vida cristiana» y a comportarse «como buen capuchino». Sin tener la pretensión de dar lecciones, fray Bernardo, que «decía ser el asno de la religión y de los hermanos» y se preocupaba «por lavar los platos y por ayudar misas», quería abarcar todo el camino hacia la salvación a través del amor.
A fray Hilario de Palermo el capuchino de Corleone le explicaba los motivos más profundos de la vida religiosa: «Procuremos salvarnos y amar a Dios, porque para eso hemos venido a la religión»; y concluía: «Todos debemos salvarnos».
A fray Pacífico de Marsala, fray Bernardo le recordaba: «Hagamos penitencia si queremos salvarnos». El padre Ilarione de Palermo refería: «Siempre nos exhortaba a amar a Dios y a hacer penitencia por nuestros pecados».
Justamente fray Bernardo, aún «viviendo como buen cristiano, quiso hacerse capuchino como medio más fuerte para conseguir la bienaventuranza».
No por casualidad, pues, el maestro Filippo había escogido la Orden de los capuchinos.
En oración y penitencia
En la oración aparecía la imagen más bella y auténtica de fray Bernardo de Corleone. «Quien lo veía -depuso el padre Salvador de Castelvetrano-, juzgaba con seguridad que había conversado con Dios dirigiéndole los pensamientos y afectos, y, al mismo tiempo, se le veía misericordioso con todos y pacífico; solitario y callado, su vida aparecía como un servicio continuo a Dios».
Por testimonio unánime, fray Bernardo «estaba siempre atento en la oración», no cesaba de orar, «oraba de continuo».
Los frailes advertían que el Señor comunicaba a fray Bernardo «el espíritu de la verdadera devoción», tan «iluminado por Dios» aparecía.
Con todo, aun «consumiendo la mayor parte del tiempo en la oración», «no estaba contento», y así muchas veces «pasaba las noches enteras en la iglesia sin dormir, para meditar las cosas de arriba y los misterios que enseña nuestra santa fe».
Fray Bernardo ponía así en práctica el deseo de las Constituciones de Albacina, de los primeros capuchinos: «Mas los hermanos devotos y fervorosos no se contenten con una, ni con dos o tres horas, más bien empleen todo el tiempo en orar, meditar y contemplar».
Al padre Biagio de Caltanissetta, que fue confesor de fray Bernardo, no le pasó desapercibido el aspecto 'convivial' de la oración del capuchino corleonense: «Cuando iba a la iglesia, banqueteaba laudatoriamente en la oración y unión divina».
Sabedor de que los verdaderos contemplativos adoran al Padre «en espíritu y verdad», fray Bernardo aseguraba que «cuantas veces un religioso llegaba a unirse con el Creador, todos los lugares del mundo eran para él iglesias y oratorios...».
Sensible a la nostalgia de los orígenes, fray Bernardo sentía profundamente la fascinación de la vida eremítica, como los primeros capuchinos. Por eso se le veía con frecuencia «ir al bosque, a la ermita de la Virgen, a hacer oración».
También dentro del convento fray Bernardo conseguía crearse un ambiente aislado para orar, incluso al lado de la cocina, que era su oficina. Entonces preparaba un altarcito, dedicado frecuentemente a la Virgen, y, en los recortes de tiempo libre que su tarea de cocinero le dejaba, se escapaba allí para tener unos momentos intensísimos de oración.
La oración de fray Bernardo seguía la tradición cristiana y abrazaba franciscanamente al Niño, la Madre, la mesa eucarística y la cruz.
La devoción al misterio de la Encarnación llenaba de ternura el corazón del ex-espadachín. Más de un fraile sabía que el «picciruddu» que fray Bernardo estrechaba entre sus brazos, era el «niño Jesús».
Hacia la Virgen santa fray Bernardo sentía un amor filial. Por eso la llamaba «madre». El fraile alto y robusto, de rudos rasgos y manos callosas, que antes había manejado la espada y el trinchete de zapatero, preparaba en su celda un altarcito a la Madre de Dios. Puntualmente lo adornaba «con flores y hierbas olorosas no sólo en las fiestas de la Virgen, sino también los sábados, como si quisiese con aquellos olores recrear a su santísima madre».
Cuando rezaba a la Virgen, fray Bernardo se dejaba ir de alegría, dando a su oración el calor de la devoción siciliana, hecha de fantasía y festividad. Así, una vez, mientras recitaba en la celda la letanía mariana, a la invocación 'Santa María', «disparaba los cohetes con la boca en señal de solemnidad» (es decir, simulaba los juegos pirotécnicos). Hay que decir que los frailes que lo oían, reían divertidos, diciendo: «Fray Bernardo hace como los "piccirilli"».
Fray Bernardino de Corleone recordaba haber visto a su paisano «casi siempre con el rosario en la mano».
Con razón, pues, y con la más grande convicción, fray Bernardo podía exhortar a religiosos y laicos: «Recemos a la Virgen santísima, que tenemos necesidad de ello».
Que la Virgen santísima se le apareciera muchas veces a fray Bernardo, era convicción general, tanto dentro como fuera del convento.
En el misterio eucarístico fray Bernardo probaba la alegría liberadora de la comunión, como señal de amistad y alianza con el Señor de la vida.
Todos los días, fray Bernardo recibía la eucaristía, y era el momento en que se sentía «totalmente» unido a Dios. Se apenaba porque el viernes santo, según la liturgia del tiempo, no podría comulgar, y decía: «Pobre alma mía, esta mañana te quedas en ayunas del pan de los ángeles». Inútil decir que ayudaba todas las misas que se celebraban en la iglesia del convento, e, imitando a san Francisco, rodeaba de veneración todo lo relacionado con el altar, además, naturalmente, «de la reverencia humilde y continuada que tenía por los sacerdotes».
Absorto en la meditación, fray Bernardo olvidaba a veces el correr de las horas. Le parecía que no podía hacer otra cosa que «estar presente con Jesucristo sacramentado». Después de los maitines de medianoche, fray Bernardo se quedaba en la iglesia porque, como explicó una vez a fray Querubín de Palermo, «no estaba bien dejar el santísimo sacramento solo»; por ello, «le hacía compañía hasta que llegaban los demás frailes».
Frecuentemente, aun estando en la cocina, fray Bernardo saludaba a los hermanos con un «Alabado sea el santísimo Sacramento», y a veces le añadía: «Y viva la Virgen santísima concebida sin pecado original». De esta manera, «demostraba tener un gran fuego en el corazón».
Fray Bernardo «tenía un amor entrañable a la pasión de Jesucristo nuestro Señor». Y en el Crucifijo, como cristiano auténtico, fray Bernardo leía el modelo de su trayectoria existencial, el arquetipo de su autorealización. A quien le exhortaba a aprender a leer, fray Bernardo le respondía: «Las llagas de Cristo nuestro Señor, esto es lo que tenemos que estudiar».
Los conventos cuya iglesia custodiaba un «bello Crucifijo» eran los preferidos de fray Bernardo; esto no era un secreto para nadie: «Estaba gustoso de familia en los lugares o en la iglesia que tenía la imagen del santísimo crucifijo». Decía a los frailes: «Cuando tenéis en el convento un hermoso y devoto crucifijo, no tenéis más que desear». A muchos de los frailes fray Bernardo les aconsejaba recitar el Oficio de las cinco llagas de Cristo, compuesto por san Buenaventura. A fray Lorenzo de Caltanissetta, que fue testigo ocular de un éxtasis del fraile corleonense ante el crucifijo de la escuela flamenca de la iglesia de los capuchinos de Palermo, fray Bernardo le hizo la observación de que llamase al padre guardián, el cual, como era previsible, interrumpió el éxtasis.
A través de la meditación continua fray Bernardo había llegado a la conclusión de que «la pasión del Señor es un mar sin fondo, porque contiene una gran multitud de misterios, los cuales mueven el alma al amor de Dios».
No era infrecuente el caso en que, todavía inmerso en la meditación y en la oración, al entrar en la cocina o al encontrarse con un hermano, fray Bernardo exclamaba: «¡Tiene una cara más alegre que de ordinario!», «¡Paraíso, paraíso!».
Para sus contemporáneos, fray Bernardo en oración, con «el capucho echado hacia la cara», era signo de las realidades eternas. Así, por ejemplo, todos «se admiraban de que un fraile lego discurriera tan profundamente sobre el misterio de la Santísima Trinidad».
El diálogo interpersonal que fray Bernardo tenía con los hombres surgía de su oración. Giuseppe Giacón y Narayes, consejero del rey, refirió lo siguiente: «No había persona que fuese a hablar con él y que no quedara consolado en su alma, enmendado en sus costumbres, aficionado a la confesión y a cambiar de vida... por eso iban a él no solamente los seglares, sino también los sacerdotes, para oírlo hablar de Dios y sacar provecho para el alma». Giuseppe Castelli, cuando se encontraba frente a su amigo fray Bernardo, encontraba en el corazón «una compunción tal y un cambio de vida, que temía acercarse al siervo de Dios aun en pecado venial».
Ciertamente, la oración de fray Bernardo estaba favorecida, además, por una vida muy austera, que aparecía a sus contemporáneos como «la más desesperada vida»; del mismo modo había aparecido la de los primeros capuchinos.
Todos admitían que la vida de fray Bernardo «era más admirable que imitable».
Los mismos frailes capuchinos se asombraban de sus penitencias. Con respecto a su cuerpo fray Bernardo usaba una estrategia de combate, por la supremacía del espíritu.
Las penitencias, las renuncias, las flagelaciones (con frecuencia hasta la sangre), unidas a la pasión del Señor, conseguían el justo valor y la dimensión más auténtica.
Sin embargo, no obstante su vida 'desesperada', fray Bernardo estaba «siempre contento y alegre». Disuadiendo a sus hermanos de la imitación de su tenor de vida, fray Bernardo les decía: «Dejadme a mí hacer penitencia, vosotros estad en alegría».
Sabedor del carácter colérico que llevaba dentro, fray Bernardo era capaz del autocontrol más grande, hasta el punto de ser intransigente consigo mismo cuando se equivocaba. Así, una vez, al dejar escapar una palabra en defensa suya, lo que juzgó dictado por el amor propio, se restregó sobre sus labios un tizón ardiendo, como refirió, aterrorizado, el padre Pacífico de Mesina.
De la austeridad brotaba, purísima, la castidad. «Los dolores -decía a menudo- pasan pronto, pero la pureza del corazón y las virtudes religiosas son los verdaderos adornos del alma».
La pobreza «era su alegría» y la amaba «por amor de Cristo nuestro Señor», llamándola «mi esposa y mi madre». Por eso «vestía ropa vieja, deteriorada y remendada», con «una cuerda más gruesa y burda que las que usaban los demás frailes»; «por amor de Cristo amaba y sostenía con alegría toda clase de penurias».
Era total en la santa obediencia, hasta el punto que el padre Salvatore de Castelvetrano, superior del convento, «estimaba entonces no haber fraile en toda la familia, de alrededor de un centenar, más obediente que este siervo de Dios».
Fray Bernardo y los demás
Aunque vivía retirado en la humildad y el silencio, fray Bernardo vivía plenamente las vicisitudes de los hombres y llevaba, como todo capuchino, los estigmas de la popularidad.
El amor de fray Bernardo por el prójimo comenzaba ante todo en el convento, «estimándose siervo y sirviendo a todos, particularmente ayudando al hermano en las más diversas tareas del convento, como lavar los platos, barrer la cocina...».
En las relaciones fraternas, nunca se le vio «airado con alguien, lamentarse o murmurar del prójimo», ni nunca habló mal de nadie, al contrario, «no conocía nunca defecto alguno en los demás». Cuando llegaban al convento frailes forasteros, fray Bernardo los abrazaba y se apresuraba a lavarles los pies para restablecerles del cansancio del viaje. Diciendo siempre con la más grande alegría: «Por amor de Dios, por amor de Dios».
Una vez, en el refectorio de Palermo, un fraile «de una provincia forastera» había sido castigado, no se sabe por qué motivo. Fray Bernardo abrazó al fraile humillado con tanto afecto, que lo hizo llorar de ternura.
Era sabido que, cuando «alguno tenía alguna tribulación, fray Bernardo lo consolaba».
Abierto al amor universal, fray Bernardo «era caritativo con todos». Cuando podía servir «a los enfermos seglares», «era admirable en confortarlos».
El capuchino de Corleone era buscado a la puerta del convento por todas las categorías de personas, a veces para consejos espirituales, a veces también por curiosidad. Entonces, cuando sospechaba el peligro de exponerse a la disipación, fray Bernardo desaparecía completamente. Al hermano portero, sin embargo, le decía fray Bernardo que «cuando viniesen pobres preguntando por él, lo llamase enseguida».
Entonces, el fraile austero, consumido por las penitencias y absorto en la contemplación, mostraba una ternura maternal, como cuando preparaba aparte la sopa para los pobres, «con gran gusto».
Era feliz cuando podía ayudar a los demás. Así, aseguraba a Giuseppe Giacón que su mujer daría a luz «un hermoso hijo varón», y a Giambattista Massa, preocupado por su mujer que tenía un embarazo difícil, fray Bernardo le daba por cierto el nacimiento de una niña: «La llamará Ana».
A una bienhechora ilustre del convento de capuchinos de Castronovo, doña Virginia, le dijo Bernardo, en señal de amistad, que, si él moría antes, ella distribuiría una «gran cantidad de panes a los pobres». Por lo demás, cuando residía en Castronovo, iba «con un caldero a las espaldas» por las calles para «repartir la sopa a los pobres».
Parafraseando las Constituciones capuchinas que recordaban a los frailes: «Somos peregrinos y comemos los pecados del pueblo», fray Bernardo repetía: «Comemos su sangre», refiriéndose obviamente a las limosnas recibidas.
Sentimientos de fraternidad ligaban a fray Bernardo con los acontecimientos de la ciudad de Palermo, llena de inquietudes sociales, y de su Corleone, la animosa civitas.
Así, una vez fue sorprendido rezando, «con los brazos abiertos y el rostro en tierra ante el altar mayor», por la ciudad de Palermo, sobre la que pendía un pesado castigo. Por lo demás, era archiconocido que el capuchino «lloraba los pecados de la ciudad», como también «oraba y lloraba» por Corleone y sus habitantes: «Rogaba a Dios que los perdonase».
Dos meses antes de morir, fray Bernardo le comunicaba a su amigo fray Antonino de Partana: «Esta mañana he comulgado y cada día me parecen cien años para ir a gozar con Dios». Cada vez exclamaba con más frecuencia: «Paraíso, paraíso, pronto nos veremos en el paraíso», y lo decía con «extraordinaria alegría».
Sólo tenía un temor y no lo escondía: «En la muerte no me asusto de nada más que del padre san Francisco»; pero después se consolaba: «Quien teme y espera en Dios, teniendo una conciencia buena, no teme a nadie».
Con esta profunda convicción la hermana muerte encontró a fray Bernardo en la enfermería de los capuchinos de Palermo. Era el 12 de enero de 1667.
Una multitud de gente, «tanto nobles, como plebeyos y eclesiásticos», corrió a ver por última vez al hermano bueno, y el llanto por la desaparición del capuchino fue general, «principalmente en Corleone».
Los arzobispos de Palermo y Monreale impartieron la absolución al capuchino, y los nobles de la ciudad, escoltados por los «alabarderos de su excelencia», entre un gentío enorme del pueblo, acompañaron el cuerpo del humilde hermano a la iglesia del convento donde se celebraron los funerales.
La Iglesia reconoció la autenticidad de la vida cristiana y religiosa de fray Bernardo de Corleone el 15 de mayo de 1768, cuando Clemente XIII lo declaró «beato».
Con todos sus valores humanos y religiosos, Bernardo de Corleone aparece como figura de capuchino empeñado en aquel siglo XVII religioso italiano que, juzgado injustamente como «insincero, formalístico y constreñido dentro de normas sin vida», estuvo sin embargo influido por una auténtica vena de espiritualidad, de ascetismo sufrido, como también de un potente soplo de mística especulativa y vivida que no olvidaba a los hermanos.
Totalmente comprometido en una vida religiosa coherente, vivió plenamente el carisma de la espiritualidad capuchina que es «la búsqueda del rostro de Dios en Cristo y el descubrimiento del rostro de Dios en san Francisco, para tener a Cristo en el corazón», y todo en favor del pueblo santo de Dios, porque «habitar en Cristo quiere decir habitar en la Iglesia y, por tanto, con los demás».
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