A la figura de Inés, apretando contra su regazo el blanco vellón de su pureza, se junta la de Vicente el Victorioso, cubierto de la dalmática sagrada, ostentando entre sus manos la palma inmarcesible. Es uno de los tres grandes diáconos que confesaron la fe. Con Lorenzo y Esteban forma un triunvirato celeste. Sus nombres, simbólicos y predestinados, Corona, Laurel, Victoria, nos anuncian a los más valientes caballeros de Cristo.
Antes de extenderse la persecución contra todos los cristianos, había aparecido un edicto dirigido contra los jefes de las iglesias. «No hay palabra—dice Eusebio de Cesarea—para contar lo que entonces sucedió: las cárceles reservadas antaño a los ladrones y a los violadores de sepulcros, se llenaron ahora de obispos, de sacerdotes, de diáconos, de exorcistas, de suerte que no había modo de meter en ellas a los criminales de derecho común.» Con esta ocasión fueron detenidos en Zaragoza el obispo Valerio y Vicente, su arcediano. Valerio, que acababa de asistir al Concilio de Ilíberis, era un hombre ilustre por su virtud y su doctrina, pero tenía poca facilidad de expresión. Vicente, al contrario, tenía una elocuencia vigorosa y persuasiva, que se unía en él a un temple de hierro, a una conducta irreprochable, a una belleza varonil y a un gesto aristocrático. Por sus venas corría la sangre de una familia consular, originaria de Huesca, y en su pecho palpitaba todo el ardor bravío de las montañas. Educado desde su adolescencia en los principios de la fe y en el amor a la ciencia eclesiástica, había crecido a la sombra del santuario, llegando a ser en plena juventud, como dice Prudencio, levita de la tribu sagrada, ministro del altar de Dios y una de las siete blancas columnas del templo místico.
Los dos presos fueron llevados a Valencia, antigua colonia romana, muy adicta al culto de los dioses, adonde entonces se dirigía Daciano, el magistrado famoso, encargado de cumplir los edictos. Allí se celebró el primer interrogatorio. Vicente habló con decisión intrépida, en su nombre y en el de su obispo. Irritado por su elocuencia agresiva, Daciano mandó que le aplicasen el tormento, mientras se contentaba con desterrar a su jefe. El primer grado de la tortura era el potro. Atado a él, el cuerpo del diácono era desgarrado por las uñas metálicas. De cuando en cuando el juez intimaba al mártir la abjuración. Vicente rechazaba, indignado, los ofrecimientos sin exhalar una queja. El poeta de Las Coronas pone en sus labios un discurso altivo, efusión sublime del estoicismo cristiano, que si no nos da sus propias palabras, es, sin duda, el reflejo de su alma. «Te engañas, hombre cruel—decía la víctima—, si crees afligirme al destrozar mi cuerpo. Hay alguien dentro de mí que nadie puede violar: un ser libre, sereno, exento de dolor. Lo que tú intentas destruir es una cosa deleznable, un vaso de arcilla, destinado a romperse; en vano te esforzarás por tocar lo que está dentro, lo que pisotea tus cóleras y desprecia tus amenazas, el ser invencido e invencible que se cierne sobre las tempestades y sólo está sujeto a Dios.»
El mismo magistrado parece haberse dejado conmover por este magnífico lenguaje. «Muy bien—dijo, más tranquilo—, renuncio a hacerte sacrificar; pero dame, al menos, los libros sagrados que te sirven para propagar tu secta.» Esta dulzura fingida obtuvo el mismo resultado que la violencia del tormento. Exasperado entonces el juez, pronunció unas palabras que nos descubren todos los horrores del procedimiento criminal de la época: «Que se le someta—dijo—a tortura legítima, y que pase por todos los grados del tormento.» El mártir fue colocado sobre un lecho de hierro incandescente, supremo grado de la tortura, dice Prudencio, que, como antiguo magistrado, conocía bien estos matices jurídicos. Nada puede quebrantar la fortaleza de su espíritu. Quien hubiera visto en aquel momento la serenidad de su rostro, habría dicho que él era el juez y su atormentador el reo. Cansado de sangre y de lucha, Daciano mandó que lo llevasen a la cárcel.
Entretanto, se acercaba una fiesta solemne para todo el Imperio. Era el vigésimo aniversario—los vicennales, como se decía entonces—del reinado de Diocleciano. Los regocijos empezaron en Roma el 20 de noviembre del año 303, en presencia del emperador. Hubo carreras en el circo, combates de gladiadores, distribuciones extraordinarias de dinero, y el complemento obligado de una amnistía general. Al mismo tiempo que los criminales de derecho común, la mayor parte de los cristianos recobraron la libertad. Sólo unos pocos se vieron excluidos del perdón, y entre ellos estaba el arcediano de Zaragoza. El emperador se alejaba de Roma antes de terminar el año, cansado de aquella serie interminable de festejos, procesiones, juegos y banquetes. La libertad del pueblo romano, el aire burlón de aquella plebe privilegiada, que se creía con derecho a osarlo todo, exasperaban su mal humor, acostumbrado a la rígida etiqueta y a las adoraciones silenciosas de una corte oriental. El primero de enero de 304 tomaba en Ravena su noveno consulado; tres semanas después se encaminaba hacia Salona, y al mismo tiempo terminaba su martirio el glorioso prisionero de Valencia.
Prudencio, que parece haber visto su prisión, nos la describe con estas palabras: «Hay en lo más hondo del calabozo un lugar más negro que las mismas tinieblas, cerrado y ahogado por las piedras de una bóveda baja y estrecha. Reina allí una noche eterna, que jamás disipa el astro del día; allí tiene su infierno la prisión horrible.» En este agujero subterráneo yacía Vicente, con los pies hundidos en los cepos. Estaba tendido en tierra, y, por un refinamiento de barbarie, el suelo estaba cubierto de cascos de cerámica y piedras puntiagudas. De pronto, dicen los relatos del siglo IV, la ciega cárcel se ilumina; perfumes extraños reemplazan los vapores fétidos; el suelo se cubre de flores; rómpanse los cepos y cadenas; se oye batir de alas angélicas, y el mártir recibe las alegres embajadas de los bienaventurados. El prodigio conmueve a la ciudad; el mismo Daciano vacila entre la ira, el dolor y la vergüenza de la derrota. Quiere empezar de nuevo la lucha, pero sabe que en aquel cuerpo ya no queda espacio para las heridas. Hay que curarle, para doblegarle con nuevos tormentos. El carcelero obedece con alegría, porque el trato con el mártir le ha dado la fe. Saca a Vicente de la inmunda cripta; le cubre de limpios vestidos y le coloca en un blando lecho. La multitud de los fieles entra en la cárcel y rodea al héroe. Unos le felicitan por su victoria, otros besan los surcos abiertos por los hierros, otros le curan las llagas con ungüentos, ponen sus labios sobre la sangre que mana de ellas o la recogen en lienzos, que llevan a sus casas como reliquias preciosas. Entre estas muestras de amor, el invicto diácono fue a recibir el premio de su combate, burlando las esperanzas del perseguidor.
«Escucha nuestras plegarias, sé ante el trono del Padre el útil abogado de nuestras miserias. Por ti, por aquel calabozo en que se acrecentó tu gloria, por las cadenas, por las llamas, por los garfios de hierro, por el cepo que oprimió tus pies, por los cascos de vidrio que hicieron florecer tus méritos, por el pequeño lecho que nosotros, tus hijos, besamos con santo temblor, ten piedad de nuestras oraciones, a fin de que Cristo, aplacado, nos preste un oído favorable y no nos impute nuestras ofensas.» Así rezaba el cantor de los mártires antes de terminar el siglo que había iluminado las hogueras de la persecución, y algunos años después, San Agustín preguntaba a los pescadores de Hipona: «¿Qué región, qué provincia, en cuanto abarca el Imperio romano o el dominio del nombre de Cristo, no celebra con júbilo la gloria del diácono Vicente? ¿Quién conocería hoy el nombre de Daciano si no hubiera leído la pasión del mártir?»
Antes de extenderse la persecución contra todos los cristianos, había aparecido un edicto dirigido contra los jefes de las iglesias. «No hay palabra—dice Eusebio de Cesarea—para contar lo que entonces sucedió: las cárceles reservadas antaño a los ladrones y a los violadores de sepulcros, se llenaron ahora de obispos, de sacerdotes, de diáconos, de exorcistas, de suerte que no había modo de meter en ellas a los criminales de derecho común.» Con esta ocasión fueron detenidos en Zaragoza el obispo Valerio y Vicente, su arcediano. Valerio, que acababa de asistir al Concilio de Ilíberis, era un hombre ilustre por su virtud y su doctrina, pero tenía poca facilidad de expresión. Vicente, al contrario, tenía una elocuencia vigorosa y persuasiva, que se unía en él a un temple de hierro, a una conducta irreprochable, a una belleza varonil y a un gesto aristocrático. Por sus venas corría la sangre de una familia consular, originaria de Huesca, y en su pecho palpitaba todo el ardor bravío de las montañas. Educado desde su adolescencia en los principios de la fe y en el amor a la ciencia eclesiástica, había crecido a la sombra del santuario, llegando a ser en plena juventud, como dice Prudencio, levita de la tribu sagrada, ministro del altar de Dios y una de las siete blancas columnas del templo místico.
Los dos presos fueron llevados a Valencia, antigua colonia romana, muy adicta al culto de los dioses, adonde entonces se dirigía Daciano, el magistrado famoso, encargado de cumplir los edictos. Allí se celebró el primer interrogatorio. Vicente habló con decisión intrépida, en su nombre y en el de su obispo. Irritado por su elocuencia agresiva, Daciano mandó que le aplicasen el tormento, mientras se contentaba con desterrar a su jefe. El primer grado de la tortura era el potro. Atado a él, el cuerpo del diácono era desgarrado por las uñas metálicas. De cuando en cuando el juez intimaba al mártir la abjuración. Vicente rechazaba, indignado, los ofrecimientos sin exhalar una queja. El poeta de Las Coronas pone en sus labios un discurso altivo, efusión sublime del estoicismo cristiano, que si no nos da sus propias palabras, es, sin duda, el reflejo de su alma. «Te engañas, hombre cruel—decía la víctima—, si crees afligirme al destrozar mi cuerpo. Hay alguien dentro de mí que nadie puede violar: un ser libre, sereno, exento de dolor. Lo que tú intentas destruir es una cosa deleznable, un vaso de arcilla, destinado a romperse; en vano te esforzarás por tocar lo que está dentro, lo que pisotea tus cóleras y desprecia tus amenazas, el ser invencido e invencible que se cierne sobre las tempestades y sólo está sujeto a Dios.»
El mismo magistrado parece haberse dejado conmover por este magnífico lenguaje. «Muy bien—dijo, más tranquilo—, renuncio a hacerte sacrificar; pero dame, al menos, los libros sagrados que te sirven para propagar tu secta.» Esta dulzura fingida obtuvo el mismo resultado que la violencia del tormento. Exasperado entonces el juez, pronunció unas palabras que nos descubren todos los horrores del procedimiento criminal de la época: «Que se le someta—dijo—a tortura legítima, y que pase por todos los grados del tormento.» El mártir fue colocado sobre un lecho de hierro incandescente, supremo grado de la tortura, dice Prudencio, que, como antiguo magistrado, conocía bien estos matices jurídicos. Nada puede quebrantar la fortaleza de su espíritu. Quien hubiera visto en aquel momento la serenidad de su rostro, habría dicho que él era el juez y su atormentador el reo. Cansado de sangre y de lucha, Daciano mandó que lo llevasen a la cárcel.
Entretanto, se acercaba una fiesta solemne para todo el Imperio. Era el vigésimo aniversario—los vicennales, como se decía entonces—del reinado de Diocleciano. Los regocijos empezaron en Roma el 20 de noviembre del año 303, en presencia del emperador. Hubo carreras en el circo, combates de gladiadores, distribuciones extraordinarias de dinero, y el complemento obligado de una amnistía general. Al mismo tiempo que los criminales de derecho común, la mayor parte de los cristianos recobraron la libertad. Sólo unos pocos se vieron excluidos del perdón, y entre ellos estaba el arcediano de Zaragoza. El emperador se alejaba de Roma antes de terminar el año, cansado de aquella serie interminable de festejos, procesiones, juegos y banquetes. La libertad del pueblo romano, el aire burlón de aquella plebe privilegiada, que se creía con derecho a osarlo todo, exasperaban su mal humor, acostumbrado a la rígida etiqueta y a las adoraciones silenciosas de una corte oriental. El primero de enero de 304 tomaba en Ravena su noveno consulado; tres semanas después se encaminaba hacia Salona, y al mismo tiempo terminaba su martirio el glorioso prisionero de Valencia.
Prudencio, que parece haber visto su prisión, nos la describe con estas palabras: «Hay en lo más hondo del calabozo un lugar más negro que las mismas tinieblas, cerrado y ahogado por las piedras de una bóveda baja y estrecha. Reina allí una noche eterna, que jamás disipa el astro del día; allí tiene su infierno la prisión horrible.» En este agujero subterráneo yacía Vicente, con los pies hundidos en los cepos. Estaba tendido en tierra, y, por un refinamiento de barbarie, el suelo estaba cubierto de cascos de cerámica y piedras puntiagudas. De pronto, dicen los relatos del siglo IV, la ciega cárcel se ilumina; perfumes extraños reemplazan los vapores fétidos; el suelo se cubre de flores; rómpanse los cepos y cadenas; se oye batir de alas angélicas, y el mártir recibe las alegres embajadas de los bienaventurados. El prodigio conmueve a la ciudad; el mismo Daciano vacila entre la ira, el dolor y la vergüenza de la derrota. Quiere empezar de nuevo la lucha, pero sabe que en aquel cuerpo ya no queda espacio para las heridas. Hay que curarle, para doblegarle con nuevos tormentos. El carcelero obedece con alegría, porque el trato con el mártir le ha dado la fe. Saca a Vicente de la inmunda cripta; le cubre de limpios vestidos y le coloca en un blando lecho. La multitud de los fieles entra en la cárcel y rodea al héroe. Unos le felicitan por su victoria, otros besan los surcos abiertos por los hierros, otros le curan las llagas con ungüentos, ponen sus labios sobre la sangre que mana de ellas o la recogen en lienzos, que llevan a sus casas como reliquias preciosas. Entre estas muestras de amor, el invicto diácono fue a recibir el premio de su combate, burlando las esperanzas del perseguidor.
«Escucha nuestras plegarias, sé ante el trono del Padre el útil abogado de nuestras miserias. Por ti, por aquel calabozo en que se acrecentó tu gloria, por las cadenas, por las llamas, por los garfios de hierro, por el cepo que oprimió tus pies, por los cascos de vidrio que hicieron florecer tus méritos, por el pequeño lecho que nosotros, tus hijos, besamos con santo temblor, ten piedad de nuestras oraciones, a fin de que Cristo, aplacado, nos preste un oído favorable y no nos impute nuestras ofensas.» Así rezaba el cantor de los mártires antes de terminar el siglo que había iluminado las hogueras de la persecución, y algunos años después, San Agustín preguntaba a los pescadores de Hipona: «¿Qué región, qué provincia, en cuanto abarca el Imperio romano o el dominio del nombre de Cristo, no celebra con júbilo la gloria del diácono Vicente? ¿Quién conocería hoy el nombre de Daciano si no hubiera leído la pasión del mártir?»
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