Hay santos de biografías espectaculares y otros de una belleza más atenuada, como san Guido de Anderlecht, que fue durante su vida un simple agricultor, sacristán y peregrino.
Guido nació en el ducado belga de Brabante en torno al año 950. Hijo de padres muy humildes, desde niño se dedicó a las labores del campo, mientras crecía en torno a él una leyenda que lo empareja incluso con un santo tan nuestro —y tan lejano a él— como san Isidro. De hecho, igual que del patrono de Madrid, de Guido se decía que mientras rezaba en la iglesia eran unos ángeles los que hacían para él las duras tareas agrícolas. A los 15 años ya lo llamaban «el ángel de Anderlecht», entonces una pequeña localidad a pocos kilómetros al oeste de Bruselas.
Acostumbrado a su presencia silenciosa y callada en el templo de Nuestra Señora de Laken, el párroco decidió un día ofrecer a Guido el puesto de sacristán de la parroquia. Así empezó a cobrar un sueldo fijo que él compartía generosamente con los pobres. Su cometido era simplemente tocar la campana, cuidar y limpiar los ornamentos litúrgicos, barrer y fregar la iglesia, cuidar las flores… Guido se sentía tan cómodo en su nueva tarea que, en ocasiones, el párroco lo sorprendió de noche acostado en el suelo frente al altar después de pasar un largo rato de oración.
Su fama de trabajador bueno y honrado llegó a oídos de un rico comerciante de Bruselas que un día se acercó a Guido para hacerle una propuesta laboral. Se trataba de recoger a lo largo del río Senne los productos de los agricultores de la zona para luego desembarcar con ellos en Bruselas.
Un empleo que hoy parecería muy normal, en aquellos tiempos no estaba exento de controversia. Hasta entonces, los agricultores vendían ellos mismos los frutos en el mercado; pero la aparición de la burguesía en las ciudades dio lugar también a un nuevo estilo de relaciones comerciales: ya no eran los agricultores los protagonistas de todo el proceso, sino que empezaban a entrar en escena los intermediarios. Ello suponía que el precio de venta se encareciera, algo que en términos morales resultaba novedoso —y problemático— en esos años.
Michel de Waha, profesor de Historia de la Universidad de Bruselas, comentando la Vida de san Guido, escrita tras su muerte, asegura que la biografía del santo «demuestra el papel privilegiado que ganaron aquellos que, a través de la tasa señorial, se beneficiaron directamente del desarrollo del campo».
Por entonces, «la ciudad naciente de Bruselas estaba muy identificada con el comercio, una actividad vista con desconfianza por parte de la Iglesia. De hecho, se pensaba que rara vez era posible comerciar durante un período de tiempo prolongado sin cometer un pecado grave». Y si bien se agrega en la biografía del santo que el comercio no era censurable «si se llevaba a cabo con honestidad», sus páginas «son un indicativo de que la Iglesia criticaba el surgimiento de la economía monetaria», por ser «fermento de la economía de lucro».
Así las cosas, Guido se enfrentó al dilema de aceptar o no el trabajo. Para convencerlo, el comerciante argumentó que así podría obtener más dinero para ayudar a los pobres, ganando de este modo el favor del joven. Sin embargo, en su primera expedición río arriba, el barco a cargo de Guido quedó encallado y la mercancía jamás llegó a su destino. El santo vio en ello una señal de Dios y resolvió abandonar para siempre aquel empleo. Con el ánimo por los suelos, volvió a Nuestra Señora de Laken, y allí decidió peregrinar a Roma y a Jerusalén.
Los siguientes años vieron a Guido recorrer los caminos del mundo entonces conocido, al estilo de otro gran santo peregrino como Benito José Labre. Fue a Roma y luego a Jerusalén, y de vuelta de nuevo en Roma se encontró con el decano del cabildo de Anderlecht, que se disponía a ir con un grupo de peregrinos a Tierra Santa. Le pidieron a Guido que fuera su guía en aquel viaje y accedió. Sin embargo, la enfermedad hizo estragos en el grupo y todos fueron muriendo por el camino. Solo Guido pudo volver a su tierra, pero la disentería acabó con su vida el 12 de septiembre de 1012.
Al comentar la sencilla vida de este santo, su biógrafo Francis Xavier Weninger destaca que san Guido «vivió satisfecho con su pobreza», y su ejemplo «nos anima a no paliar la escasez por medios ilícitos, sino a llevar una vida cristiana, trabajar diligentemente y confiar en Dios, quien nunca nos desamparará».
Guido nació en el ducado belga de Brabante en torno al año 950. Hijo de padres muy humildes, desde niño se dedicó a las labores del campo, mientras crecía en torno a él una leyenda que lo empareja incluso con un santo tan nuestro —y tan lejano a él— como san Isidro. De hecho, igual que del patrono de Madrid, de Guido se decía que mientras rezaba en la iglesia eran unos ángeles los que hacían para él las duras tareas agrícolas. A los 15 años ya lo llamaban «el ángel de Anderlecht», entonces una pequeña localidad a pocos kilómetros al oeste de Bruselas.
Acostumbrado a su presencia silenciosa y callada en el templo de Nuestra Señora de Laken, el párroco decidió un día ofrecer a Guido el puesto de sacristán de la parroquia. Así empezó a cobrar un sueldo fijo que él compartía generosamente con los pobres. Su cometido era simplemente tocar la campana, cuidar y limpiar los ornamentos litúrgicos, barrer y fregar la iglesia, cuidar las flores… Guido se sentía tan cómodo en su nueva tarea que, en ocasiones, el párroco lo sorprendió de noche acostado en el suelo frente al altar después de pasar un largo rato de oración.
Su fama de trabajador bueno y honrado llegó a oídos de un rico comerciante de Bruselas que un día se acercó a Guido para hacerle una propuesta laboral. Se trataba de recoger a lo largo del río Senne los productos de los agricultores de la zona para luego desembarcar con ellos en Bruselas.
Un empleo que hoy parecería muy normal, en aquellos tiempos no estaba exento de controversia. Hasta entonces, los agricultores vendían ellos mismos los frutos en el mercado; pero la aparición de la burguesía en las ciudades dio lugar también a un nuevo estilo de relaciones comerciales: ya no eran los agricultores los protagonistas de todo el proceso, sino que empezaban a entrar en escena los intermediarios. Ello suponía que el precio de venta se encareciera, algo que en términos morales resultaba novedoso —y problemático— en esos años.
Michel de Waha, profesor de Historia de la Universidad de Bruselas, comentando la Vida de san Guido, escrita tras su muerte, asegura que la biografía del santo «demuestra el papel privilegiado que ganaron aquellos que, a través de la tasa señorial, se beneficiaron directamente del desarrollo del campo».
Por entonces, «la ciudad naciente de Bruselas estaba muy identificada con el comercio, una actividad vista con desconfianza por parte de la Iglesia. De hecho, se pensaba que rara vez era posible comerciar durante un período de tiempo prolongado sin cometer un pecado grave». Y si bien se agrega en la biografía del santo que el comercio no era censurable «si se llevaba a cabo con honestidad», sus páginas «son un indicativo de que la Iglesia criticaba el surgimiento de la economía monetaria», por ser «fermento de la economía de lucro».
Así las cosas, Guido se enfrentó al dilema de aceptar o no el trabajo. Para convencerlo, el comerciante argumentó que así podría obtener más dinero para ayudar a los pobres, ganando de este modo el favor del joven. Sin embargo, en su primera expedición río arriba, el barco a cargo de Guido quedó encallado y la mercancía jamás llegó a su destino. El santo vio en ello una señal de Dios y resolvió abandonar para siempre aquel empleo. Con el ánimo por los suelos, volvió a Nuestra Señora de Laken, y allí decidió peregrinar a Roma y a Jerusalén.
Los siguientes años vieron a Guido recorrer los caminos del mundo entonces conocido, al estilo de otro gran santo peregrino como Benito José Labre. Fue a Roma y luego a Jerusalén, y de vuelta de nuevo en Roma se encontró con el decano del cabildo de Anderlecht, que se disponía a ir con un grupo de peregrinos a Tierra Santa. Le pidieron a Guido que fuera su guía en aquel viaje y accedió. Sin embargo, la enfermedad hizo estragos en el grupo y todos fueron muriendo por el camino. Solo Guido pudo volver a su tierra, pero la disentería acabó con su vida el 12 de septiembre de 1012.
Al comentar la sencilla vida de este santo, su biógrafo Francis Xavier Weninger destaca que san Guido «vivió satisfecho con su pobreza», y su ejemplo «nos anima a no paliar la escasez por medios ilícitos, sino a llevar una vida cristiana, trabajar diligentemente y confiar en Dios, quien nunca nos desamparará».
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