Tenía la sangre, pero no la ambición pugnaz ni la violencia victoriosa de los Jaguellones. Era un eslavo dulce y sensitivo. Hijo de rey, conoce desde sus primeros años todo el esplendor de las riquezas, todo el orgullo del poder, todos los halagos de la ambición; pero no se deja deslumbrar ni encadenar. Ciñe la espada con garbo, monta a caballo con gentileza, pero de mejor gana escucha las piadosas exhortaciones de su madre, la noble reina Isabel, y las sabias lecciones de su maestro, el ilustre canónigo Juan Dlugloss. Estudia lenguas clásicas, aprende Historia, se entusiasma cuando le cuentan los hechos de San Ladislao y Santa Eduvigis, glorias de su pueblo y de su familia; hace versos latinos, empieza a conocer los principios de la política cristiana y se interna en los campos de la filosofía. También hasta él llegan las ráfagas del humanismo, que entonces atraviesan por toda Europa. Así pasan los años de su infancia, unas veces en el palacio de Vilna, otras en el de Cracovia, o en algún castillo de la Rusia Blanca. Porque su padre, Casimiro IV, además de rey de Polonia, es príncipe de los rutenos y gran duque de Lituania.
A los quince años vienen a ofrecerle un reino. Ladislao, su hermano, es ya rey de Bohemia; él lo va a ser de Hungría. ¿Y qué es un reino?, debía de preguntarse el muchacho. ¿No valían más las lecciones del sabio canónigo y el cariño de su madre? El rey pensaba de manera muy distinta: un reino es la gloria, el poder, la riqueza, la cima de la felicidad humana. Resignado, más que convencido, el adolescente penetró por tierras de Hungría con un ejército poderoso. Pronto se dio cuenta de que no iba a tomar posesión de una corona, sino a conquistarla. Para esto no valía. Hubiera tenido que intrigar, adular, comprar voluntades, derramar el oro, suprimir enemigos, asesinar. Todo esto lo sabía hacer muy bien Matías Corvino; su competidor. Supo ganar a los magnates, prodigando sonrisas, promesas y dineros. Matías Corvino era un gran carácter, un genio de la guerra, un sutil conocedor de los hombres. En cuanto a Casimiro, hubiera sido un buen rey, pero le faltaban las mañas del conquistador. Largos días estuvieron frente a frente los dos rivales sin atreverse a pelear. Casimiro aguardaba que la aristocracia de Hungría viniese a ofrecerle vasallaje; pero aguardaba en vano. Después, sus soldados empezaron a desertar; y él mismo, una noche de nieve y agua, se despidió de sus leales y pasó de nuevo la frontera. Así terminó aquella aventura infantil. Solución providencial, que daba a Hungría un héroe para defenderla contra los turcos, y a la Iglesia un santo.
Casimiro dejó para siempre las empresas guerreras y jamás volvió a pensar en coronas. Ahora todo su anhelo era conquistar un reino mejor. Para eso sí tenía ambición, acometividad y audacia heroica. El palacio se convierte para él en un monasterio. Viste sedas y brocados, pero sobre sus carnes esconde el cilicio; acude a las fiestas y a los banquetes, pero en todos los regocijos pone la gracia divina de su virtud. En la corte de su padre hay estrellas, como las habrá más tarde en la de Segismundo; hay lujo, vanidad y corrupción; se juega con el amor y se comercia con la honra, como en todas las cortes del Renacimiento, y el adolescente crece en aquella atmósfera sin enredar su pensamiento ni mancillar su alma. No es un misántropo, aunque a veces los cortesanos se asusten de su austeridad. Breve en palabras, pero amable con todos; piadoso con los humildes, pero «alma real», como dice su biógrafo; reservado y grave, pero gracioso en su trato. Era un notable ejemplar de hermosura varonil: estatura mediana, ojos negros, cabellera oscura y abundante, color rosado, rasgos perfectos, y en la frente una luz que cautivaba deliciosamente. ¡Cuántas veces las duquesas y las condesitas le lanzaron las flechas de sus miradas a través de los salones de oro y de mármol! Pero él no quiso tener más que una dama: la Virgen María. Para ella guardaba sus ternuras y a ella dedicaba sus madrigales; ritmos latinos de un lirismo apasionado y vibrante, como aquel que empieza: Omni die dic Mariae, que se hizo pronto popular. «Alaba, ¡oh alma mía!—decía el noble príncipe—, sin cesar a María; canta sus fiestas, celebra sus hechos gloriosos, admira su grandeza; ámala y hónrala para que te libre del peso de tus crímenes: invócala, para que no naufragues en la tormenta de los vicios. Ella es la vara de Jesé, la esperanza y el consuelo de los oprimidos, la gloria del inundo, la luz de la vida, el sagrario del Señor, la plenitud de la gracia y el templo de la divinidad.»
El pueblo miraba con amor a aquel joven piadoso y amable, que no le prometía trofeos de guerra, pero que sabía comprender su miseria y secar sus lágrimas. Cuando iba de iglesia en iglesia haciendo sus devociones, las gentes le bendecían y los mendigos le rodeaban.
—Ten piedad de mí, príncipe bondadoso—le decía un viejo comido de úlceras.
—Acuérdate de mi marido, que está en la cárcel y es inocente—clamaba una mujer vestida de harapos.
— ¡Justicia, señor, justicia!—decía otra voz—. El conde se ha llevado mi vaca, y no tengo con qué cultivar mi tierra.
Casimiro sonreía, escuchando a todos pacientemente y consolándolos benignamente. Al poco tiempo aquellos desgraciados empezaban a sentir los efectos de su caridad y su misericordia. Pero un día ya no se le volvió a ver en la calle. « ¿Qué le pasa a nuestro joven príncipe?—se preguntaban los habitantes de Vilna, consternados—. ¿Por qué se ha olvidado de nosotros?» No se había olvidado; estaba enfermo de una enfermedad incurable. Su madre pasaba las noches a su cabecera, la fiebre le consumía, las viejas rezaban por él, los médicos susurraban en el palacio discutiendo doctoralmente, excogitando remedios, recetando pócimas. Todo inútil. Al fin los doctores tuvieron una ocurrencia peregrina: «El joven está enfermo de tristeza, vive en un mundo sombrío; le han robado la alegría de la vida; ha refrenado con exceso los instintos de su naturaleza, y nadie puede despreciar a la naturaleza impunemente. Sólo una cosa le puede curar: los besos y las caricias de una mujer.» «Que la traigan—dijo el rey—; todo hay que sacrificarlo a la vida.» Y, buscando la mujer más hermosa de su reino, se la trajo al príncipe: «Gracias—dijo el enfermo con una sonrisa indulgente—; pero mi única vida es Cristo.» Y dejó este mundo en la florida primavera de los veinticuatro años.
A los quince años vienen a ofrecerle un reino. Ladislao, su hermano, es ya rey de Bohemia; él lo va a ser de Hungría. ¿Y qué es un reino?, debía de preguntarse el muchacho. ¿No valían más las lecciones del sabio canónigo y el cariño de su madre? El rey pensaba de manera muy distinta: un reino es la gloria, el poder, la riqueza, la cima de la felicidad humana. Resignado, más que convencido, el adolescente penetró por tierras de Hungría con un ejército poderoso. Pronto se dio cuenta de que no iba a tomar posesión de una corona, sino a conquistarla. Para esto no valía. Hubiera tenido que intrigar, adular, comprar voluntades, derramar el oro, suprimir enemigos, asesinar. Todo esto lo sabía hacer muy bien Matías Corvino; su competidor. Supo ganar a los magnates, prodigando sonrisas, promesas y dineros. Matías Corvino era un gran carácter, un genio de la guerra, un sutil conocedor de los hombres. En cuanto a Casimiro, hubiera sido un buen rey, pero le faltaban las mañas del conquistador. Largos días estuvieron frente a frente los dos rivales sin atreverse a pelear. Casimiro aguardaba que la aristocracia de Hungría viniese a ofrecerle vasallaje; pero aguardaba en vano. Después, sus soldados empezaron a desertar; y él mismo, una noche de nieve y agua, se despidió de sus leales y pasó de nuevo la frontera. Así terminó aquella aventura infantil. Solución providencial, que daba a Hungría un héroe para defenderla contra los turcos, y a la Iglesia un santo.
Casimiro dejó para siempre las empresas guerreras y jamás volvió a pensar en coronas. Ahora todo su anhelo era conquistar un reino mejor. Para eso sí tenía ambición, acometividad y audacia heroica. El palacio se convierte para él en un monasterio. Viste sedas y brocados, pero sobre sus carnes esconde el cilicio; acude a las fiestas y a los banquetes, pero en todos los regocijos pone la gracia divina de su virtud. En la corte de su padre hay estrellas, como las habrá más tarde en la de Segismundo; hay lujo, vanidad y corrupción; se juega con el amor y se comercia con la honra, como en todas las cortes del Renacimiento, y el adolescente crece en aquella atmósfera sin enredar su pensamiento ni mancillar su alma. No es un misántropo, aunque a veces los cortesanos se asusten de su austeridad. Breve en palabras, pero amable con todos; piadoso con los humildes, pero «alma real», como dice su biógrafo; reservado y grave, pero gracioso en su trato. Era un notable ejemplar de hermosura varonil: estatura mediana, ojos negros, cabellera oscura y abundante, color rosado, rasgos perfectos, y en la frente una luz que cautivaba deliciosamente. ¡Cuántas veces las duquesas y las condesitas le lanzaron las flechas de sus miradas a través de los salones de oro y de mármol! Pero él no quiso tener más que una dama: la Virgen María. Para ella guardaba sus ternuras y a ella dedicaba sus madrigales; ritmos latinos de un lirismo apasionado y vibrante, como aquel que empieza: Omni die dic Mariae, que se hizo pronto popular. «Alaba, ¡oh alma mía!—decía el noble príncipe—, sin cesar a María; canta sus fiestas, celebra sus hechos gloriosos, admira su grandeza; ámala y hónrala para que te libre del peso de tus crímenes: invócala, para que no naufragues en la tormenta de los vicios. Ella es la vara de Jesé, la esperanza y el consuelo de los oprimidos, la gloria del inundo, la luz de la vida, el sagrario del Señor, la plenitud de la gracia y el templo de la divinidad.»
El pueblo miraba con amor a aquel joven piadoso y amable, que no le prometía trofeos de guerra, pero que sabía comprender su miseria y secar sus lágrimas. Cuando iba de iglesia en iglesia haciendo sus devociones, las gentes le bendecían y los mendigos le rodeaban.
—Ten piedad de mí, príncipe bondadoso—le decía un viejo comido de úlceras.
—Acuérdate de mi marido, que está en la cárcel y es inocente—clamaba una mujer vestida de harapos.
— ¡Justicia, señor, justicia!—decía otra voz—. El conde se ha llevado mi vaca, y no tengo con qué cultivar mi tierra.
Casimiro sonreía, escuchando a todos pacientemente y consolándolos benignamente. Al poco tiempo aquellos desgraciados empezaban a sentir los efectos de su caridad y su misericordia. Pero un día ya no se le volvió a ver en la calle. « ¿Qué le pasa a nuestro joven príncipe?—se preguntaban los habitantes de Vilna, consternados—. ¿Por qué se ha olvidado de nosotros?» No se había olvidado; estaba enfermo de una enfermedad incurable. Su madre pasaba las noches a su cabecera, la fiebre le consumía, las viejas rezaban por él, los médicos susurraban en el palacio discutiendo doctoralmente, excogitando remedios, recetando pócimas. Todo inútil. Al fin los doctores tuvieron una ocurrencia peregrina: «El joven está enfermo de tristeza, vive en un mundo sombrío; le han robado la alegría de la vida; ha refrenado con exceso los instintos de su naturaleza, y nadie puede despreciar a la naturaleza impunemente. Sólo una cosa le puede curar: los besos y las caricias de una mujer.» «Que la traigan—dijo el rey—; todo hay que sacrificarlo a la vida.» Y, buscando la mujer más hermosa de su reino, se la trajo al príncipe: «Gracias—dijo el enfermo con una sonrisa indulgente—; pero mi única vida es Cristo.» Y dejó este mundo en la florida primavera de los veinticuatro años.
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