El pueblo donde nació lleva su nombre todavía. Se llama Kilpatrick y está cerca de Dumbarton, en Escocia. En su hogar se hablaba el latín, pero entraba en la adolescencia cuando unos piratas llegaron a su tierra, le robaron y le vendieron en Irlanda. En Irlanda aprendió el celta, que será su lengua de apóstol. Allí también aprendió todos los horrores de la esclavitud: el hambre, el frío, la desnudez y los malos tratamientos. Su amo; sacerdote de los ídolos, druida poderoso, le encargó el cuidado de sus ovejas; y hasta los veinte años Patricio fue pastor. En su Confesión nos dice que, mientras llevaba su ganado por los valles y colinas, le sostenía el pensamiento de Dios, «y su temor—añade—se aumentaba en mí, y la fe crecía dentro de mi alma, y el espíritu se levantaba, de suerte que de sol a sol yo decía más de cien oraciones, y otras tantas durante la noche; cuando clareaba la aurora, sin que me lo impidiesen la nieve o la lluvia, porque el espíritu hervía entonces dentro de mí».
Una noche dejó el rebaño, se alejó del druida, y después de andar doscientas millas, llegó a Westport, donde encontró una nave que le condujo a su tierra. Después viaja por Francia, se detiene en San Martín de Tours, aprende la vida monástica en Lerins, llega hasta Roma, recibe la ordenación sacerdotal de manos de San Germán de Auxerre, y del Papa Celestino la misión de evangelizar la isla de Irlanda. En sus sueños, creía ver a los hijos de los paganos irlandeses extendiendo hacia él sus brazos y diciendo con voz angustiosa: «Vuelve hacia nosotros, discípulo de Jesucristo; ven a traernos la salvación.» Desembarca en la isla durante el verano de 433. Los druidas le reciben con las armas en la mano, pero él no se desalienta. Busca a su amo de otros tiempos para pagarle el rescate de su servidumbre y enriquecerle con la gracia de Cristo a cambio de su antigua dureza. Los milagros brotan a su paso, y un grupo de indígenas empieza a reunirse en torno suyo. Su dueño, el druida, quiere asesinarle, pero su brazo queda inmóvil con la espada en alto, su casa empieza a arder por los cuatro costados, y el infeliz se arroja a las llamas enloquecido por el pensamiento de ser vencido por su antiguo esclavo.
Patricio supo que en Tara se celebraba la reunión general de los guerreros de Irlanda, presididos por el rey Loeghoire y asistidos por el colegio druídico. Allí se dirigió para predicar la fe en el centro político y religioso de la nación. Desde este momento las conversiones se suceden con rapidez. Se convierten los revés, los druidas y los bardos. Aquella Irlanda en que el poder romano no había sentado la planta, se convierte en la isla de los santos. Patricio recorre sus valles con el arpa en una mano y la cruz en la otra, y en el ceñidor de cuero la esquila de bronce que le sirve para llamar a las gentes cuando entra en un pueblo. Organiza parroquias, ordena sacerdotes, forma comunidades, crea escuelas. Por el país, donde en otro tiempo guio sus ganados, camina ahora como conquistador pacífico. No le faltan sufrimientos y persecuciones. Los sacerdotes de los ídolos son siempre sus adversarios. Él mismo nos cuenta que más de diez veces le cogieron preso y le encerraron en la oscuridad del calabozo. Frecuentes eran también los atentados contra su vida. Ya viejo, iba un día de un pueblo a otro montado en un carro de bueyes. Como el carrero estaba cansado y necesitaba dormir, el apóstol tomó la vara y se puso en la delantera. De repente, un hombre llega blandiendo una lanza, atraviesa al carrero, que dormía tranquilamente, y huye. Cree haber asesinado a Patricio, pero ha errado el golpe. Al día siguiente, el misionero aparece en la ciudad, donde todos le creen muerto, predica la fe, y los pueblos se postran ante el hombre invulnerable. Sin embargo, hay algunos más incrédulos, que le dicen:
—Nos anuncias grandes goces y grandes castigos para el otro mundo, y nosotros queremos ver algo de eso desde ahora, si hemos de dar crédito a tus palabras.
—Muy bien—respondió el misionero. Y llevando a sus catecúmenos hasta la boca de una caverna, les deja en el borde de la sima y se pone en oración. Al poco tiempo, del abismo salían aullidos, lamentos, llamaradas, humo espeso y olor de azufre. Esto es lo que se ha llamado el purgatorio de San Patricio.
Nos hallamos en el mundo mágico de la hagiografía irlandesa. La leyenda se junta a la historia; la aureola la embellece. Un relato dice que cuando el misionero llegaba a la isla, los demonios, en forma de buitres, formaron un círculo en torno para impedirle la entrada; pero él levantó la mano, tocó la esquila que llevaba al cinto y las alimañas huyeron despavoridas. Nada más lleno de poesía que su encuentro con la casta hereditaria y sacerdotal de los bardos. Él, que es un bardo cristiano, que siente todos los sueños y saudades de aquella raza, va a cristianizar el alma irlandesa. Sus discípulos más fieles van a ser los cantores de los antiguos héroes. Un día, al entrar en un castillo, se encuentra con un viejo venerable, sobre cuyos cabellos blancos verdeaban las hojas de la encina.
—Tú quieres oscurecer las glorias de nuestra tierra—le dice el desconocido.
—Yo vengo a traeros otra gloria mejor—responde el apóstol.
—Será buena la gloria que tú predicas, pero mis héroes son buenos también. Si tu Dios estuviese en el infierno, mis héroes le sacarían de allí.
Así decía Ossián, el Hornero de Hibernia; hablaba sollozando y humedeciendo el arpa con sus lágrimas. Amaba ya a Cristo, pero no tenía valor para renunciar a lo que había cantado toda su vida.
—Canta, poeta—le dijo el apóstol, conmovido por aquella actitud—, repite las historias de Finn y de Sigur, pero adora al Verbo, que les dio el amor de la justicia y de la gloria.
La verdad triunfante había traído la reconciliación entre la poesía y la fe. En adelante, la poesía céltica encontrará una sombra hospitalaria junto a las iglesias, y los futuros bardos serán los convertidos de Patricio, los alumnos de sus escuelas, los monjes de sus monasterios.
Acogedor con los poetas, Patricio era inflexible con los tiranos. Un jefe de clan escocés llegó un día con sus naves a las costas irlandesas, y después de robar cuanto pudo, se llevó prisioneros a muchos mancebos y doncellas. La trata de mercancía humana se hacía entonces entre las naciones célticas como un siglo antes en la costa de áfrica. Patricio, que había sido esclavo, que conocía la historia de Brígida, la bella virgen hija de un bardo, a quien él había dado a conocer la libertad de Cristo, protestó enérgicamente. He aquí el principio de la epístola que escribió a los piratas: «Patricio, ignorante pecador, pero coronado obispo de Hibernia y refugiado entre naciones bárbaras por el amor de Dios, al tirano Corótico y sus soldados, a los compatriotas del diablo, a los apóstatas de Bretaña, que viven en la muerte y vienen a engordar con la sangre de los cristianos inocentes, que yo he engendrado a mi Dios.» Predice luego el fin desastroso de aquellos malhechores, y añade: «La divina misericordia, que yo amo, ¿no me obliga, por ventura, a obrar así para defender a aquellos mismos que me hicieron a mí cautivo y mataron a los siervos y las siervas de mi padre? Y en presencia de Jesús os lo digo, lo que acabo de profetizaros se cumplirá hasta la última tilde.» Corótico se rió de estas amenazas, pero a las pocas semanas moría de un acceso de locura. La vida y la muerte, la tierra y el infierno, parecían ahora esclavos del prodigioso misionero.
Una noche dejó el rebaño, se alejó del druida, y después de andar doscientas millas, llegó a Westport, donde encontró una nave que le condujo a su tierra. Después viaja por Francia, se detiene en San Martín de Tours, aprende la vida monástica en Lerins, llega hasta Roma, recibe la ordenación sacerdotal de manos de San Germán de Auxerre, y del Papa Celestino la misión de evangelizar la isla de Irlanda. En sus sueños, creía ver a los hijos de los paganos irlandeses extendiendo hacia él sus brazos y diciendo con voz angustiosa: «Vuelve hacia nosotros, discípulo de Jesucristo; ven a traernos la salvación.» Desembarca en la isla durante el verano de 433. Los druidas le reciben con las armas en la mano, pero él no se desalienta. Busca a su amo de otros tiempos para pagarle el rescate de su servidumbre y enriquecerle con la gracia de Cristo a cambio de su antigua dureza. Los milagros brotan a su paso, y un grupo de indígenas empieza a reunirse en torno suyo. Su dueño, el druida, quiere asesinarle, pero su brazo queda inmóvil con la espada en alto, su casa empieza a arder por los cuatro costados, y el infeliz se arroja a las llamas enloquecido por el pensamiento de ser vencido por su antiguo esclavo.
Patricio supo que en Tara se celebraba la reunión general de los guerreros de Irlanda, presididos por el rey Loeghoire y asistidos por el colegio druídico. Allí se dirigió para predicar la fe en el centro político y religioso de la nación. Desde este momento las conversiones se suceden con rapidez. Se convierten los revés, los druidas y los bardos. Aquella Irlanda en que el poder romano no había sentado la planta, se convierte en la isla de los santos. Patricio recorre sus valles con el arpa en una mano y la cruz en la otra, y en el ceñidor de cuero la esquila de bronce que le sirve para llamar a las gentes cuando entra en un pueblo. Organiza parroquias, ordena sacerdotes, forma comunidades, crea escuelas. Por el país, donde en otro tiempo guio sus ganados, camina ahora como conquistador pacífico. No le faltan sufrimientos y persecuciones. Los sacerdotes de los ídolos son siempre sus adversarios. Él mismo nos cuenta que más de diez veces le cogieron preso y le encerraron en la oscuridad del calabozo. Frecuentes eran también los atentados contra su vida. Ya viejo, iba un día de un pueblo a otro montado en un carro de bueyes. Como el carrero estaba cansado y necesitaba dormir, el apóstol tomó la vara y se puso en la delantera. De repente, un hombre llega blandiendo una lanza, atraviesa al carrero, que dormía tranquilamente, y huye. Cree haber asesinado a Patricio, pero ha errado el golpe. Al día siguiente, el misionero aparece en la ciudad, donde todos le creen muerto, predica la fe, y los pueblos se postran ante el hombre invulnerable. Sin embargo, hay algunos más incrédulos, que le dicen:
—Nos anuncias grandes goces y grandes castigos para el otro mundo, y nosotros queremos ver algo de eso desde ahora, si hemos de dar crédito a tus palabras.
—Muy bien—respondió el misionero. Y llevando a sus catecúmenos hasta la boca de una caverna, les deja en el borde de la sima y se pone en oración. Al poco tiempo, del abismo salían aullidos, lamentos, llamaradas, humo espeso y olor de azufre. Esto es lo que se ha llamado el purgatorio de San Patricio.
Nos hallamos en el mundo mágico de la hagiografía irlandesa. La leyenda se junta a la historia; la aureola la embellece. Un relato dice que cuando el misionero llegaba a la isla, los demonios, en forma de buitres, formaron un círculo en torno para impedirle la entrada; pero él levantó la mano, tocó la esquila que llevaba al cinto y las alimañas huyeron despavoridas. Nada más lleno de poesía que su encuentro con la casta hereditaria y sacerdotal de los bardos. Él, que es un bardo cristiano, que siente todos los sueños y saudades de aquella raza, va a cristianizar el alma irlandesa. Sus discípulos más fieles van a ser los cantores de los antiguos héroes. Un día, al entrar en un castillo, se encuentra con un viejo venerable, sobre cuyos cabellos blancos verdeaban las hojas de la encina.
—Tú quieres oscurecer las glorias de nuestra tierra—le dice el desconocido.
—Yo vengo a traeros otra gloria mejor—responde el apóstol.
—Será buena la gloria que tú predicas, pero mis héroes son buenos también. Si tu Dios estuviese en el infierno, mis héroes le sacarían de allí.
Así decía Ossián, el Hornero de Hibernia; hablaba sollozando y humedeciendo el arpa con sus lágrimas. Amaba ya a Cristo, pero no tenía valor para renunciar a lo que había cantado toda su vida.
—Canta, poeta—le dijo el apóstol, conmovido por aquella actitud—, repite las historias de Finn y de Sigur, pero adora al Verbo, que les dio el amor de la justicia y de la gloria.
La verdad triunfante había traído la reconciliación entre la poesía y la fe. En adelante, la poesía céltica encontrará una sombra hospitalaria junto a las iglesias, y los futuros bardos serán los convertidos de Patricio, los alumnos de sus escuelas, los monjes de sus monasterios.
Acogedor con los poetas, Patricio era inflexible con los tiranos. Un jefe de clan escocés llegó un día con sus naves a las costas irlandesas, y después de robar cuanto pudo, se llevó prisioneros a muchos mancebos y doncellas. La trata de mercancía humana se hacía entonces entre las naciones célticas como un siglo antes en la costa de áfrica. Patricio, que había sido esclavo, que conocía la historia de Brígida, la bella virgen hija de un bardo, a quien él había dado a conocer la libertad de Cristo, protestó enérgicamente. He aquí el principio de la epístola que escribió a los piratas: «Patricio, ignorante pecador, pero coronado obispo de Hibernia y refugiado entre naciones bárbaras por el amor de Dios, al tirano Corótico y sus soldados, a los compatriotas del diablo, a los apóstatas de Bretaña, que viven en la muerte y vienen a engordar con la sangre de los cristianos inocentes, que yo he engendrado a mi Dios.» Predice luego el fin desastroso de aquellos malhechores, y añade: «La divina misericordia, que yo amo, ¿no me obliga, por ventura, a obrar así para defender a aquellos mismos que me hicieron a mí cautivo y mataron a los siervos y las siervas de mi padre? Y en presencia de Jesús os lo digo, lo que acabo de profetizaros se cumplirá hasta la última tilde.» Corótico se rió de estas amenazas, pero a las pocas semanas moría de un acceso de locura. La vida y la muerte, la tierra y el infierno, parecían ahora esclavos del prodigioso misionero.
No hay comentarios:
Publicar un comentario