Mesopotamia era dualista, nestoriana; Egipto era unitario, monofisita. El Nilo era un elemento de unidad, una cadena, un lazo; al otro lado, el Éufrates y el Tigris dividían la inmensa llanura. Aun hoy el Nilo es monofisita; el Éufrates y el Tigris son nestorianos. El error asiático había sido destruido en Éfeso por un egipcio; el error egipcio había sido aniquilado en Calcedonia por los doctores asiáticos. Pero una vez más Alejandría protestaba contra Constantinopla. Mientras Dióscoro, el vencido de Calcedonia, caminaba al desierto, el fermento unitario, amasado en las aguas del río sagrado, hervía en los egipcios rebeldes. Hervía, sobre todo, entre las legiones de monjes que vivían cerca de Menfis y de Tebas, en los desiertos de la Libia y en las cercanías del mar Rojo, que, como decía Eteria, no es rojo ni es mar.
En estas circunstancias sube Proterio a ocupar la sede patriarcal de Alejandría. Es un hombre ecuánime, ama la paz, se esfuerza por tranquilizar aquella iglesia, agitada por tantos vendavales de ambiciones y codicias desde hacía medio siglo; San León aprueba su fe, y en Bizancio admiran su virtud. Pero él no es unitario: predica, defiende e impone la doctrina de las dos naturalezas, con disgusto de los enemigos de Calcedonia, con rabiosa protesta de los solitarios. Los discípulos de San Antonio se habían convertido en un peligro para la Iglesia y para el Imperio. Seguían ayunando semanas enteras y rezando noches enteras, pero eran fanáticos, soberbios, agitadores, y muchos de ellos ignorantes. De cuando en cuando aparecían en Alejandría con sus barbas revueltas, con sus rostros demacrados, con sus túnicas rotas, con sus gruesos bastones, provocando alborotos y haciendo temblar a los gobernadores.
Ahora, en las lauras y en los monasterios, sucedía un fenómeno extraño. Todas las noches, cuando los monjes estaban en sus oraciones, un día en las afueras de Alejandría, otro en el fondo de Scete, aparecía una figura vestida de negro, con el capuchón hundido sobre la frente, que, sirviéndose de una cana vacía, o lanzando agudos gritos, que parecían maullidos de gato, decía a los solitarios, llamando a cada uno por su nombre: «Despojad a ese maldito, arrojad a Proterio de su sede, elegid a Timoteo el asceta. Soy un ángel de Dios que vengo a traeros el mandato divino.» Una maravilla más, unida a las muchas que contaban las vidas de los antiguos anacoretas. Los monjes dieron gracias a Dios de que se dignaba manifestarles su santa voluntad, y se presentaron tumultuosamente en la celda del asceta Timoteo, intimándole las órdenes del Cielo. Resistióse él, como convenía a un hombre que hacía profesión de humildad; pero acabó por ceder en bien de la paz. Observaron entonces que el ángel del Señor que hacía aquellas excursiones nocturnas por los desiertos, se parecía como un huevo a otro al asceta Timoteo. Nada tiene de particular, pensaban algunos, que el espíritu celeste, debiendo tratar con los hombres, hubiera tomado la forma de aquel santo varón; pero otros, menos crédulos, soltaron la carcajada al constatar el caso, y empezaron a dar al asceta el sobrenombre de Ailuro, que quiere decir «Timoteo el Gato». En realidad, decían, no es el ángel quien ha tomado la forma del asceta, sino el asceta quien ha tomado la forma del ángel.
El hecho es que Timoteo, resignándose a la voluntad divina, dejó su celda y se dirigió camino de Alejandría, escoltado por el ejército de sus raptores. En los arrabales agregó a su escolta una tropa de sediciosos, gente maleante, armadores del puerto, remeros y cargadores, los parabolanos que tan fielmente habían servido a Dióscoro en el latrocinio de Éfeso, y entre los aullidos de estos hombres, unos cargados de vino y otros que no habían bebido vino en toda su vida, penetró triunfalmente en la ciudad, se hizo consagrar por dos obispos excomulgados, y, poniéndose luego al frente de sus tropas, salió en busca del patriarca anatematizado por la voz nocturna que bajando del Cielo había atravesado las soledades egipcias. Proterio estaba en la basílica rezando e instruyendo a sus catecúmenos. La entrada de aquellos forajidos, que venían blandiendo espadas y bastones, le asustó al principio. Buscó un refugio en el baptisterio, pero hasta allí le siguieron los asaltantes. Viendo inútil todo intento de fuga, cayó de rodillas, ofreciendo su vida por la integridad de la fe. Su cuerpo fue arrastrado por las calles, ultrajado, abrasado. El Gato arañaba, y siguió arañando y mordiendo, hasta que un concilio le declaró hereje, ambicioso, homicida y alborotador, y un piquete de pretorianos le llevó esposado al Quersoneso.
En estas circunstancias sube Proterio a ocupar la sede patriarcal de Alejandría. Es un hombre ecuánime, ama la paz, se esfuerza por tranquilizar aquella iglesia, agitada por tantos vendavales de ambiciones y codicias desde hacía medio siglo; San León aprueba su fe, y en Bizancio admiran su virtud. Pero él no es unitario: predica, defiende e impone la doctrina de las dos naturalezas, con disgusto de los enemigos de Calcedonia, con rabiosa protesta de los solitarios. Los discípulos de San Antonio se habían convertido en un peligro para la Iglesia y para el Imperio. Seguían ayunando semanas enteras y rezando noches enteras, pero eran fanáticos, soberbios, agitadores, y muchos de ellos ignorantes. De cuando en cuando aparecían en Alejandría con sus barbas revueltas, con sus rostros demacrados, con sus túnicas rotas, con sus gruesos bastones, provocando alborotos y haciendo temblar a los gobernadores.
Ahora, en las lauras y en los monasterios, sucedía un fenómeno extraño. Todas las noches, cuando los monjes estaban en sus oraciones, un día en las afueras de Alejandría, otro en el fondo de Scete, aparecía una figura vestida de negro, con el capuchón hundido sobre la frente, que, sirviéndose de una cana vacía, o lanzando agudos gritos, que parecían maullidos de gato, decía a los solitarios, llamando a cada uno por su nombre: «Despojad a ese maldito, arrojad a Proterio de su sede, elegid a Timoteo el asceta. Soy un ángel de Dios que vengo a traeros el mandato divino.» Una maravilla más, unida a las muchas que contaban las vidas de los antiguos anacoretas. Los monjes dieron gracias a Dios de que se dignaba manifestarles su santa voluntad, y se presentaron tumultuosamente en la celda del asceta Timoteo, intimándole las órdenes del Cielo. Resistióse él, como convenía a un hombre que hacía profesión de humildad; pero acabó por ceder en bien de la paz. Observaron entonces que el ángel del Señor que hacía aquellas excursiones nocturnas por los desiertos, se parecía como un huevo a otro al asceta Timoteo. Nada tiene de particular, pensaban algunos, que el espíritu celeste, debiendo tratar con los hombres, hubiera tomado la forma de aquel santo varón; pero otros, menos crédulos, soltaron la carcajada al constatar el caso, y empezaron a dar al asceta el sobrenombre de Ailuro, que quiere decir «Timoteo el Gato». En realidad, decían, no es el ángel quien ha tomado la forma del asceta, sino el asceta quien ha tomado la forma del ángel.
El hecho es que Timoteo, resignándose a la voluntad divina, dejó su celda y se dirigió camino de Alejandría, escoltado por el ejército de sus raptores. En los arrabales agregó a su escolta una tropa de sediciosos, gente maleante, armadores del puerto, remeros y cargadores, los parabolanos que tan fielmente habían servido a Dióscoro en el latrocinio de Éfeso, y entre los aullidos de estos hombres, unos cargados de vino y otros que no habían bebido vino en toda su vida, penetró triunfalmente en la ciudad, se hizo consagrar por dos obispos excomulgados, y, poniéndose luego al frente de sus tropas, salió en busca del patriarca anatematizado por la voz nocturna que bajando del Cielo había atravesado las soledades egipcias. Proterio estaba en la basílica rezando e instruyendo a sus catecúmenos. La entrada de aquellos forajidos, que venían blandiendo espadas y bastones, le asustó al principio. Buscó un refugio en el baptisterio, pero hasta allí le siguieron los asaltantes. Viendo inútil todo intento de fuga, cayó de rodillas, ofreciendo su vida por la integridad de la fe. Su cuerpo fue arrastrado por las calles, ultrajado, abrasado. El Gato arañaba, y siguió arañando y mordiendo, hasta que un concilio le declaró hereje, ambicioso, homicida y alborotador, y un piquete de pretorianos le llevó esposado al Quersoneso.
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