San Cirilo, obispo de Jerusalén y doctor de la Iglesia, que a causa de la fe sufrió muchas injurias por parte de los arrianos y fue expulsado con frecuencia de la sede. Con oraciones y catequesis expuso admirablemente la doctrina ortodoxa, las Escrituras y los sagrados misterios.
Nació en Jerusalén. Nada sabemos de su juventud, pero hay indicios de que la pasó en la vida monástica en estudio y oración. Fue ordenado sacerdote por san Máximo de Jerusalén, hacia el 345, y se dedicó a preparar a los catecúmenos para el bautismo.
Nombrado obispo de Jerusalén en el 350, fue reconocido en esta sede como un primado de honor sobre los demás obispos en el concilio de Nicea, no sin bastantes dudas de los historiadores posteriores (san Jerónimo y Rufino) que lo acusan de filoarriano, y suceder con malas artes a san Máximo, ya que lo eligieron obispos arrianizantes. Tuvo que sufrir las acusaciones de Acacio de Cesarea, obispo arriano, que logró exiliarlo de su iglesia nada menos que dos veces, pero en ningún momento quiso ser fuente de violencia, procuró la paz, y su actitud conciliadora pero al mismo tiempo firme en la fe. En la primera expulsión en 357, la acusación fue que había vendido bienes de la Iglesia para dárselo a los pobres, y algunos de estos meses terminaron en manos de personas de moral poco recomendable. Se refugió en Tarso, donde fue recibido por el obispo Silvano que estaba en la misma línea que él sobre el “Homousios”: El Hijo es semejante al Padre en todo. El sínodo de Seleucia del 359 acogió la apelación de Cirilo y depuso al metropolita Acacio. Pudo volver a su sede tras su exilio (bajo el emperador Constancio, que era arriano) de modo que Acacio fue restituido en su sede y con las mismas acusaciones Cirilo tuvo que sufrir su segundo exilio (360), pero fue breve, porque subió al trono Juliano el Apóstata, que anuló los decretos de su prececesor. El nuevo emperador arriano, Valente, volvió a exiliarlo; no sabemos dónde estuvo, sólo que regresó a su sede a la muerte de Valente en el 378, cuando ocupaba el trono el católico Teodosio; cuando regresó tuvo que reconstruir su sede.
Son admirables su compresión y amor a la paz, sobre todo su santidad y sus celebérrimas "Catequesis", llamadas "mistagógicas" porque nos introducen en los misterios de la fe en Cristo. "En la figura del pan se te da el Cuerpo y en la del vino la sangre; para que tú, recibiendo el cuerpo y la sangre de Cristo, te hagas un cuerpo y una sangre con él; a fin de que seamos cristóforos, portadores de Cristo, al comunicársenos a nuestros miembros su Cuerpo y su Sangre". "Las Catequesis", las pronunció pero no son una obra literaria suya, pues se cree que las escribió otro. Introdujo una norma para comulgar en aquellos tiempos, que en la actualidad reaparece en la liturgia eucarística: "Haced de vuestra mano izquierda como un trono en que se apoya la mano derecha, que ha de recibir al Rey".
Participó en el II Concilio Ecuménico de Constantinopla en el 381, que reconoció la legitimidad de su episcopado, sentándose entre los jefes del partido ortodoxo. Suscribió la condena de los semiarrianos y de los macedonios (que negaban la divinidad de Cristo y del Espíritu Santo). Murió en Jerusalén después de 38 años de episcopado (de ellos dieciséis en el exilio). Sus colegas en el episcopado escribieron grandes elogios al papa san Dámaso. La Iglesia le ha honrado siempre como el príncipe de los catequistas.
Nació en Jerusalén. Nada sabemos de su juventud, pero hay indicios de que la pasó en la vida monástica en estudio y oración. Fue ordenado sacerdote por san Máximo de Jerusalén, hacia el 345, y se dedicó a preparar a los catecúmenos para el bautismo.
Nombrado obispo de Jerusalén en el 350, fue reconocido en esta sede como un primado de honor sobre los demás obispos en el concilio de Nicea, no sin bastantes dudas de los historiadores posteriores (san Jerónimo y Rufino) que lo acusan de filoarriano, y suceder con malas artes a san Máximo, ya que lo eligieron obispos arrianizantes. Tuvo que sufrir las acusaciones de Acacio de Cesarea, obispo arriano, que logró exiliarlo de su iglesia nada menos que dos veces, pero en ningún momento quiso ser fuente de violencia, procuró la paz, y su actitud conciliadora pero al mismo tiempo firme en la fe. En la primera expulsión en 357, la acusación fue que había vendido bienes de la Iglesia para dárselo a los pobres, y algunos de estos meses terminaron en manos de personas de moral poco recomendable. Se refugió en Tarso, donde fue recibido por el obispo Silvano que estaba en la misma línea que él sobre el “Homousios”: El Hijo es semejante al Padre en todo. El sínodo de Seleucia del 359 acogió la apelación de Cirilo y depuso al metropolita Acacio. Pudo volver a su sede tras su exilio (bajo el emperador Constancio, que era arriano) de modo que Acacio fue restituido en su sede y con las mismas acusaciones Cirilo tuvo que sufrir su segundo exilio (360), pero fue breve, porque subió al trono Juliano el Apóstata, que anuló los decretos de su prececesor. El nuevo emperador arriano, Valente, volvió a exiliarlo; no sabemos dónde estuvo, sólo que regresó a su sede a la muerte de Valente en el 378, cuando ocupaba el trono el católico Teodosio; cuando regresó tuvo que reconstruir su sede.
Son admirables su compresión y amor a la paz, sobre todo su santidad y sus celebérrimas "Catequesis", llamadas "mistagógicas" porque nos introducen en los misterios de la fe en Cristo. "En la figura del pan se te da el Cuerpo y en la del vino la sangre; para que tú, recibiendo el cuerpo y la sangre de Cristo, te hagas un cuerpo y una sangre con él; a fin de que seamos cristóforos, portadores de Cristo, al comunicársenos a nuestros miembros su Cuerpo y su Sangre". "Las Catequesis", las pronunció pero no son una obra literaria suya, pues se cree que las escribió otro. Introdujo una norma para comulgar en aquellos tiempos, que en la actualidad reaparece en la liturgia eucarística: "Haced de vuestra mano izquierda como un trono en que se apoya la mano derecha, que ha de recibir al Rey".
Participó en el II Concilio Ecuménico de Constantinopla en el 381, que reconoció la legitimidad de su episcopado, sentándose entre los jefes del partido ortodoxo. Suscribió la condena de los semiarrianos y de los macedonios (que negaban la divinidad de Cristo y del Espíritu Santo). Murió en Jerusalén después de 38 años de episcopado (de ellos dieciséis en el exilio). Sus colegas en el episcopado escribieron grandes elogios al papa san Dámaso. La Iglesia le ha honrado siempre como el príncipe de los catequistas.
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