La iniciación de la Cuaresma abrió ante nuestras miradas una perspectiva de lucha y de meditación. La lucha nos ha ido convenciendo de nuestra debilidad, la meditación nos ha descubierto la realidad de nuestra miseria interior; y como remedio de nuestra debilidad y de nuestra miseria, nos acogemos ahora al pensamiento de la Pasión y muerte de Jesucristo. La figura del Salvador se nos ha aparecido ya como el consuelo de nuestra peregrinación. Como el sostén de nuestra flaqueza, como defensa nuestra en la lucha y como el precio de nuestra salud. De sus mismos labios hemos oído con estremecimiento el anuncio de su trágico destino terrestre. Hemos visto encresparse los odios de sus enemigos, y envenenarse su malicia, y agudizarse sus temores. Jesús es ya el indeseado, el excomulgado, el condenado. Sólo se espera un momento propicio para caer sobre Él sin peligro de levantamientos populares. Sus enemigos son los poderosos, los dignatarios, los comerciantes, los sacerdotes; los que tienen el dinero, la enseñanza la autoridad, se irritan con sola su presencia y maquinan ya la venganza en las sombras. Sólo las almas sencillas están de su parte; su bondad y su dulzura las conmueve; la humildad de su vida y la pureza inflexible de su doctrina, al mismo tiempo que exacerban al fariseo orgulloso, que sólo piensa en un Mesías conquistador y en una Jerusalén de cal y canto, agrupan en torno suyo a todos los que buscan sinceramente el reino de Dios.
Él continúa evangelizando y haciendo bien. Una nueva energía vibra en su palabra; su rostro ya no tiene los reflejos gozosos de los días de Galilea; y a veces un dejo de amarga tristeza empaña su voz. No obstante, sus discursos son cada vez más explícitos, sus expresiones más fuertes, su lógica más acerada, y las verdades que revela más sorprendentes. El Evangelio de este día nos le presenta en lucha abierta con sus mayores enemigos, con los fariseos. Es en Jerusalén, en uno de los pórticos del Templo, durante las fiestas de los Tabernáculos. El otoño avanza, se han terminado las cosechas y las vendimias, y miles de campesinos llenan las calles de Jerusalén. Ante la muchedumbre estupefacta, Jesús se ha declarado la fuente de la vida, la luz del mundo y el Juez de las conciencias. Con términos misteriosos ha hablado de su Padre celestial y de la unión perfecta que tiene con Él. Diariamente los sabios de Israel se presentan a discutir con Él, pero cada discusión es una derrota para ellos. No obstante, se ríen de sus palabras, las repiten torcidamente delante de la multitud, acusan al blasfemo y comentan su doctrina rasgando sus vestiduras y llevándose las manos a la cabeza con ojos de espanto y actitud de epilépticos. Jesús apela a todos los argumentos de la razón, a la elocuencia del milagro, al testimonio de su Padre, a la sinceridad de su conducta, a la integridad de su vida. Con la plena conciencia de su santidad inalterable, puede desafiar a sus enemigos lanzándoles este reto magnífico, único en la historia de la Humanidad: « ¿Quién de vosotros me convencerá de pecado?» Un silencio solemne es la réplica de esta pregunta audaz. Nadie se atreve a evocar una sombra sobre la radiante figura del nazareno. Comió con los publicanos, perdonó a las meretrices, entró en las casas de los paganos; pero Él está inmune de toda mancha. A falta de razones, la furia farisaica se desata en insultos; por entre las filas de los oyentes corren cada vez más descaradas estas dos palabras: samaritano, endemoniado. Se le llama loco, se le acusa de impiedad; pero nada puede enturbiar la calma inalterable de su alma. Sin temblor en la voz, sin rencor en la mirada, responde con una verdad nueva, que anuncia a la Humanidad una nueva era: «En verdad, en verdad os digo que quien observare mi doctrina no morirá para siempre.»
Su doctrina es verdadera; nadie ha podido cogerle en contradicción, ni en mentira, ni en error; pero además de verdadera, su doctrina es vivificante. El que la guarda no gustará la muerte; germen de vida, ella, le librará del pecado, le protegerá en los trances difíciles y le introducirá en una eternidad bienaventurada. La afirmación era de un atrevimiento inaudito; ningún rabbí se había dejado decir cosa semejante; ni el más arrogante filósofo había prometido nada parecido a sus discípulos. ¿Dónde estaban Abraham y los profetas? ¿Acaso no habían cumplido ellos la ley de Jehová, y, sin embargo, tuvieron que andar el camino de toda carne? Jesús recoge la objeción, y ella le va a servir para avanzar un paso más en la revelación de su pensamiento. Su palabra es verdadera, es vivificante, y es además, divina, y por ser divina es verdadera y vivificante. «Cierto, nadie dijo lo que Yo os digo en este momento, pero es que ha llegado la hora que esperaban los siglos. Todo va a ser regenerado, todo va a ser restablecido. Nace un reino que no lograron soñar los hombres en medio de sus más locos desvaríos; estas palabras mías abren la era del triunfo y la alegría para el universo, realizan todas las esperanzas de los patriarcas, llenan todos los votos de la humanidad caída. Abraham, vuestro padre, ardió en deseos de ver este día mío; viole y se llenó de gozo.» Otra afirmación extraña, digna de un loco, de un samaritano … o de un Dios. Entre el público se oyen carcajadas, silbidos y pateos; algunas manos se levantan amenazadoras por entre el mar de cabezas; y los más atrevidos gritan sarcásticos: «Aún no tienes cincuenta años, ¿y viste a Abraham?» Y Jesús, mirando fijamente a sus contradictores, con una solemnidad correspondiente a la importancia de sus palabras, termina: «En verdad, en verdad os digo que antes que Abraham fuera hecho, Yo soy.» Al fin, todo estaba claro, Abraham empezó a ser, como toda criatura. Él no fue ni será; su existencia sólo conoce un tiempo expresivo de su eterna actualidad: Él es. Cuando Moisés preguntó a Jehová por su nombre, Jehová le contestó con esta definición: «Yo soy el que soy.» Y otro tanto puede decir Jesús: Yo soy. He aquí su nombre, el secreto de su naturaleza, la causa de su superioridad sobre Abraham, y sobre los profetas, y sobre los ángeles, y sobre todo lo que fue y será y hubo un tiempo en que no fue.
Decididamente, aquel galileo era un impío, o era un Dios; un loco no parecía, porque razonaba maravillosamente. Sólo quedaba un dilema: o caer de rodillas delante de Él, o castigar sus blasfemias. Hubo, sin duda, entre los oyentes quienes recibieron aquellas palabras con una actitud en que se mezclaban el respeto y el terror, el asombro y la incertidumbre; pero los más fanáticos se impusieron. En los ángulos del patio encontraron montones de piedras destinadas a las obras del templo; echaron mano de ellas y corrieron hacia Jesús con intención de acabar con Él. Pero Él, confundiéndose con la multitud, desapareció. Su hora no ha llegado todavía; todavía no se han cumplido todas las cosas que anunciaron los profetas; todavía no ha dicho todas las palabras que tiene que decir. Cuando llegue el momento, dará su sangre hasta la última gota. Ha hecho demasiados beneficios a los hombres para salir de este mundo sin sufrir la última pena; ha dicho verdades demasiado altas para que no tengan que ser suscritas con sangre. Bien sabía lo que le esperaba en Jerusalén; se lo había anunciado a sus discípulos, lo había meditado muchas veces, y tiempo hacía que en todos sus pensamientos llevaba esculpida la muerte.
En la liturgia, el recuerdo de este alentado es como el prólogo del drama sangriento. Entramos en una nueva etapa de la Cuaresma, entramos en el tiempo que se llama propiamente de Pasión. Una luz sombría se derrama sobre la escena; un triste presentimiento invade las almas, un ambiente de tragedia nos sobrecoge. La Iglesia sabe que los hombres buscan a su Esposo, que conspiran contra Él, que no acabarán hasta hacerle perecer. Llena de dolor, reúne a sus hijos para llorar con ellos el espantoso crimen de la ingratitud y prorrumpir en acentos de indignación contra los deicidas. David y los profetas ponen en su boca las exclamaciones más conmovedoras; se oyen imprecaciones terribles contra los verdugos, y de cuando en cuando se alza la voz del mismo Cristo, revelándonos las angustias mortales de su alma. La escena se cubre también de luto: en el altar, las imágenes de los santos quedan ocultas a nuestras miradas; se diría que renuncian a consolarnos en nuestro duelo. La misma cruz desaparece bajo un velo oscuro. Antes ella nos sostenía, hablándonos de luz, de fuerza, de amor; y he aquí que ahora se aparta, por decirlo así, de nosotros para hacer más viva nuestra esperanza y más sincera nuestra contrición. Porque no es una compasión estéril lo que se nos pide; las lágrimas son inútiles, las mismas oraciones sirven de poco cuando no las acompaña una conmoción profunda del corazón. Las terribles escenas que durante estos días van a pasar delante de nuestros ojos deben ser enseñanzas vivas para nuestras inteligencias, llamaradas de fuego para nuestras almas. «No lloréis por Mi—nos dice el Redentor en medio del desamparo—, llorad por vosotros y por vuestros hijos.» En esta hora de la justicia inexorable contra el pecado, debemos recordar que no son Judas, ni Pílalos, ni el odio de los fariseos, ni la cobardía de los discípulos el objeto de nuestras cóleras, sino esa serpiente de mil cabezas que se enrosca en nuestros corazones, y envenena nuestra vida, y pone sombras en nuestro camino, y hace correr ríos de sangre por el rostro de nuestro divino Salvador.
Él continúa evangelizando y haciendo bien. Una nueva energía vibra en su palabra; su rostro ya no tiene los reflejos gozosos de los días de Galilea; y a veces un dejo de amarga tristeza empaña su voz. No obstante, sus discursos son cada vez más explícitos, sus expresiones más fuertes, su lógica más acerada, y las verdades que revela más sorprendentes. El Evangelio de este día nos le presenta en lucha abierta con sus mayores enemigos, con los fariseos. Es en Jerusalén, en uno de los pórticos del Templo, durante las fiestas de los Tabernáculos. El otoño avanza, se han terminado las cosechas y las vendimias, y miles de campesinos llenan las calles de Jerusalén. Ante la muchedumbre estupefacta, Jesús se ha declarado la fuente de la vida, la luz del mundo y el Juez de las conciencias. Con términos misteriosos ha hablado de su Padre celestial y de la unión perfecta que tiene con Él. Diariamente los sabios de Israel se presentan a discutir con Él, pero cada discusión es una derrota para ellos. No obstante, se ríen de sus palabras, las repiten torcidamente delante de la multitud, acusan al blasfemo y comentan su doctrina rasgando sus vestiduras y llevándose las manos a la cabeza con ojos de espanto y actitud de epilépticos. Jesús apela a todos los argumentos de la razón, a la elocuencia del milagro, al testimonio de su Padre, a la sinceridad de su conducta, a la integridad de su vida. Con la plena conciencia de su santidad inalterable, puede desafiar a sus enemigos lanzándoles este reto magnífico, único en la historia de la Humanidad: « ¿Quién de vosotros me convencerá de pecado?» Un silencio solemne es la réplica de esta pregunta audaz. Nadie se atreve a evocar una sombra sobre la radiante figura del nazareno. Comió con los publicanos, perdonó a las meretrices, entró en las casas de los paganos; pero Él está inmune de toda mancha. A falta de razones, la furia farisaica se desata en insultos; por entre las filas de los oyentes corren cada vez más descaradas estas dos palabras: samaritano, endemoniado. Se le llama loco, se le acusa de impiedad; pero nada puede enturbiar la calma inalterable de su alma. Sin temblor en la voz, sin rencor en la mirada, responde con una verdad nueva, que anuncia a la Humanidad una nueva era: «En verdad, en verdad os digo que quien observare mi doctrina no morirá para siempre.»
Su doctrina es verdadera; nadie ha podido cogerle en contradicción, ni en mentira, ni en error; pero además de verdadera, su doctrina es vivificante. El que la guarda no gustará la muerte; germen de vida, ella, le librará del pecado, le protegerá en los trances difíciles y le introducirá en una eternidad bienaventurada. La afirmación era de un atrevimiento inaudito; ningún rabbí se había dejado decir cosa semejante; ni el más arrogante filósofo había prometido nada parecido a sus discípulos. ¿Dónde estaban Abraham y los profetas? ¿Acaso no habían cumplido ellos la ley de Jehová, y, sin embargo, tuvieron que andar el camino de toda carne? Jesús recoge la objeción, y ella le va a servir para avanzar un paso más en la revelación de su pensamiento. Su palabra es verdadera, es vivificante, y es además, divina, y por ser divina es verdadera y vivificante. «Cierto, nadie dijo lo que Yo os digo en este momento, pero es que ha llegado la hora que esperaban los siglos. Todo va a ser regenerado, todo va a ser restablecido. Nace un reino que no lograron soñar los hombres en medio de sus más locos desvaríos; estas palabras mías abren la era del triunfo y la alegría para el universo, realizan todas las esperanzas de los patriarcas, llenan todos los votos de la humanidad caída. Abraham, vuestro padre, ardió en deseos de ver este día mío; viole y se llenó de gozo.» Otra afirmación extraña, digna de un loco, de un samaritano … o de un Dios. Entre el público se oyen carcajadas, silbidos y pateos; algunas manos se levantan amenazadoras por entre el mar de cabezas; y los más atrevidos gritan sarcásticos: «Aún no tienes cincuenta años, ¿y viste a Abraham?» Y Jesús, mirando fijamente a sus contradictores, con una solemnidad correspondiente a la importancia de sus palabras, termina: «En verdad, en verdad os digo que antes que Abraham fuera hecho, Yo soy.» Al fin, todo estaba claro, Abraham empezó a ser, como toda criatura. Él no fue ni será; su existencia sólo conoce un tiempo expresivo de su eterna actualidad: Él es. Cuando Moisés preguntó a Jehová por su nombre, Jehová le contestó con esta definición: «Yo soy el que soy.» Y otro tanto puede decir Jesús: Yo soy. He aquí su nombre, el secreto de su naturaleza, la causa de su superioridad sobre Abraham, y sobre los profetas, y sobre los ángeles, y sobre todo lo que fue y será y hubo un tiempo en que no fue.
Decididamente, aquel galileo era un impío, o era un Dios; un loco no parecía, porque razonaba maravillosamente. Sólo quedaba un dilema: o caer de rodillas delante de Él, o castigar sus blasfemias. Hubo, sin duda, entre los oyentes quienes recibieron aquellas palabras con una actitud en que se mezclaban el respeto y el terror, el asombro y la incertidumbre; pero los más fanáticos se impusieron. En los ángulos del patio encontraron montones de piedras destinadas a las obras del templo; echaron mano de ellas y corrieron hacia Jesús con intención de acabar con Él. Pero Él, confundiéndose con la multitud, desapareció. Su hora no ha llegado todavía; todavía no se han cumplido todas las cosas que anunciaron los profetas; todavía no ha dicho todas las palabras que tiene que decir. Cuando llegue el momento, dará su sangre hasta la última gota. Ha hecho demasiados beneficios a los hombres para salir de este mundo sin sufrir la última pena; ha dicho verdades demasiado altas para que no tengan que ser suscritas con sangre. Bien sabía lo que le esperaba en Jerusalén; se lo había anunciado a sus discípulos, lo había meditado muchas veces, y tiempo hacía que en todos sus pensamientos llevaba esculpida la muerte.
En la liturgia, el recuerdo de este alentado es como el prólogo del drama sangriento. Entramos en una nueva etapa de la Cuaresma, entramos en el tiempo que se llama propiamente de Pasión. Una luz sombría se derrama sobre la escena; un triste presentimiento invade las almas, un ambiente de tragedia nos sobrecoge. La Iglesia sabe que los hombres buscan a su Esposo, que conspiran contra Él, que no acabarán hasta hacerle perecer. Llena de dolor, reúne a sus hijos para llorar con ellos el espantoso crimen de la ingratitud y prorrumpir en acentos de indignación contra los deicidas. David y los profetas ponen en su boca las exclamaciones más conmovedoras; se oyen imprecaciones terribles contra los verdugos, y de cuando en cuando se alza la voz del mismo Cristo, revelándonos las angustias mortales de su alma. La escena se cubre también de luto: en el altar, las imágenes de los santos quedan ocultas a nuestras miradas; se diría que renuncian a consolarnos en nuestro duelo. La misma cruz desaparece bajo un velo oscuro. Antes ella nos sostenía, hablándonos de luz, de fuerza, de amor; y he aquí que ahora se aparta, por decirlo así, de nosotros para hacer más viva nuestra esperanza y más sincera nuestra contrición. Porque no es una compasión estéril lo que se nos pide; las lágrimas son inútiles, las mismas oraciones sirven de poco cuando no las acompaña una conmoción profunda del corazón. Las terribles escenas que durante estos días van a pasar delante de nuestros ojos deben ser enseñanzas vivas para nuestras inteligencias, llamaradas de fuego para nuestras almas. «No lloréis por Mi—nos dice el Redentor en medio del desamparo—, llorad por vosotros y por vuestros hijos.» En esta hora de la justicia inexorable contra el pecado, debemos recordar que no son Judas, ni Pílalos, ni el odio de los fariseos, ni la cobardía de los discípulos el objeto de nuestras cóleras, sino esa serpiente de mil cabezas que se enrosca en nuestros corazones, y envenena nuestra vida, y pone sombras en nuestro camino, y hace correr ríos de sangre por el rostro de nuestro divino Salvador.
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