En el año decimoquinto del imperio de Tiberio Cesar... momento ruidoso y solemne en los fastos de Israel, a la manera de los antiguos profetas, vino la palabra de Dios sobre el mayor de ellos, Juan, hijo de Zacarías, en el desierto (Lc. 3,1-2), donde crecía su recia juventud desde que dejara las rientes montañas de Aïn Karim.
Obedeciendo al instante, vino por toda la región cercana al bajo Jordán, frondosa de vastas praderas y estepas, predicando en el despoblado un bautismo de penitencia para la remisión de los pecados (v.3).
Después de varios siglos reanudaba la tradición de los profetas, encarnando el espíritu y las trazas del más austero de ellos, Elías. Avasallaba con su ejemplo. Un vestido de pelos hirsutos de camello, y un ceñidor paupérrimo de cuero alrededor de sus lomos. Cual su indumento, tal su comida: langostas, secadas al sol o al horno y estrujadas luego, manjar de gentes pobres, y miel silvestre, destilación gomosa de ciertos árboles, a falta de la exquisitez de las abejas. Su austeridad de profeta, el tema de su predicación de profeta, que recrimina los vicios sin acepción de personas, y su mensaje de más que profeta sobre el Mesías próximo, junto con el rito inusitado de un bautismo, figurativo de la reforma interior de vida, conciliándole gran autoridad, promovía un fuerte movimiento religioso, que aquellas caravanas orientales se cuidaban de extender hasta los últimos confines.
Las turbas sencillas, los publicanos y soldados, arrepentidos, se inmergían en el baño, confesando sus pecados, con una especie de confiteor general.
Los soñadores de apocalipsis no veían represalias, ni desquites contra los gentiles, sino ejemplos de conversión real y verdadera,
El "juicio" del Mesías estaba próximo: Ya el bieldo está en sus manos para limpiar su era, y meter su trigo en el granero y quemar la paja en un fuego inextinguible (Mt 3.12). Los saduceos, escépticos, y los fariseos, aferrados a sus tradiciones muertas, se mantenían, ciegos, a la expectativa. ¡Raza de víboras! ¿Quién os enseñó a huir de la ira de Dios inminente? Haced, pues, frutos dignos de penitencia. La segur está ya puesta a la raíz del árbol. Así que, todo árbol que no dé buen fruto, será cortado y arrojado al fuego (Mt. 3,7-10).
POR AQUEL TIEMPO, Jesús, que tendría unos treinta años, vino de Galilea al Jordán en busca de Juan para ser de él bautizado (v.13).
Juan, empero, iluminado interiormente, con profundo respeto, se resistía diciendo: Yo he menester ser bautizado por ti, ¿y tú vienes a mí? (v. 14). Y Jesús responde: Déjame hacer ahora, porque así nos conviene cumplir toda justicia.
Juan entonces condescendió con él (v. 15).
Por las mismas razones que en la circuncisión, Jesús, el Santo de los Santos, se somete a toda la Ley. Aquí da autoridad al bautismo de Juan, verdadera preparación y preanuncio del que establecerá, más tarde, el mismo Jesús para que sean los hombres incorporados de verdad en su reino, la Iglesia. Muestra prácticamente la real senda de la penitencia, necesaria a todos; y consagra el agua, comunicándole "la virtud santificadora", para que sea instrumento adecuado de regeneración.
Bautizado, pues, Jesús, al instante que salió del agua se le abrieron los cielos y vio bajar al Espíritu de Dios a manera de paloma (o en forma corporal como de una paloma [Lc. 3,22]) y posar sobre Él. Y oyóse una voz del cielo que decía: Este es mi querido Hijo, en quien tengo puesta mi complacencia (vv. 1 b- 17).
Ante este movimiento religioso, la autoridad teocrática no pudo por más tiempo permanecer indiferente y quiso tomar informes directos del caso. Era su obligación, por otra parte, investigar sobre ritos nuevos, y sobre cuanto tuviera alguna relación con el advenimiento del Mesías.
Y los judíos le enviaron de Jerusalén sacerdotes y levitas, miembros del Sanedrín, para preguntarle: ¿Tú quién eres?
Y Juan responde, tajante, que no es el Cristo, ni Elías, ni el profeta legendario esperado; sino simplemente la voz del que clama en el desierto: Enderezad el camino del Señor, como lo tiene dicho el profeta Isaías (Jn. 1,20-23).
- Pues, ¿cómo bautizas...?
Respondió les Juan: Yo bautizo con agua - un rito exterior, extraordinario, que simboliza la remisión de los pecados, y a lo más, excita a penitencia interna, por contraste con el bautismo - en el Espíritu y en el fuego (Mt. 3,11), que conferirá el Mesías.
- Yo bautizo con agua –dice -, pero en medio de vosotros está Aquel a quien no conocéis. Él es el que ha de venir después de mí, el cual ha sido preferido a mí, y a quien yo no soy digno de desatar las agujetas de sus zapatos (vv.26-27).
¡En medio de vosotros está el Rey de los judíos! ¡Qué emocionante revelación oficial a la autoridad teocrática! Un poco más y podrá señalarle con el dedo a sus propios discípulos: ¡Ved ahí el Cordero de Dios!
Al día siguiente de esta embajada, vio Juan a Jesús que venía, victorioso del desierto de la cuarentena, a encontrarle. Y Juan, gozoso, le señala a sus discípulos anhelantes: He aquí el Cordero de Dios; ved aquí el que quita el pecado del mundo. Éste es aquel de quien yo dije: En pos de mí viene un varón, el cual ha sido preferido a mí, por cuanto era ya antes que yo. Yo no le conocía, personalmente; pero yo he venido a bautizar con agua, para que él sea reconocido por Mesías en Israel (vv.29-3 1).
Y dio entonces Juan este testimonio de Jesús, diciendo: Yo he visto al Espíritu Santo descender del cielo en forma de paloma y reposar sobre él. Yo antes no le conocía (de una manera cierta, completa, oficial); más el que me envió a bautizar con agua, me dijo: Aquel sobre quien vieres que baja el Espíritu Santo y reposa sobre él, ése es el que bautiza con el Espíritu Santo. Yo lo he visto y por eso doy testimonio de que él es el Hijo de Dios (vv.32-34).
Tres grandes cosas entraña este nuevo, precioso y más explícito testimonio de Juan, de grandes alcances teológicos y escriturísticos.
Es el Cordero de Dios.
a) El cordero pascual sacrificado por los israelitas antes de salir de la esclavitud de Egipto, significaba que el mundo iba a salir, con la venida del Mesías, de la servidumbre del pecado.
b) El cordero que mañana y tarde se ofrecía en el templo en expiación de los pecados del pueblo, anunciaba que Jesús iba a quitar con su sacrificio el pecado (raíz, suma y carga de todos los) del mundo. ¡Aspecto doloroso y al mismo tiempo el más noble del destino de Jesús! ¡Su vida, pasión y muerte aseguran la universalidad de la Redención!
c) Numerosos textos del Antiguo Testamento presentan al futuro Mesías manso y humilde, como un cordero. Isaías, más claramente que los demás profetas, en su llamada Passio secundum Isaiam, nos descubre el cuadro impresionante del "Siervo de Yahvé". Aquel "Varón de dolores" tomó sobre sí nuestras enfermedades, y le reputamos como leproso y herido de Dios. Llagado por nuestros crímenes, con sus cardenales fuimos sanados. Se ofreció porque quiso, y no abrió su boca como oveja que va al matadero, y como cordero que enmudece delante del que le trasquila. Habiendo Él ofrecido su vida en sacrificio por el pecado, verá una descendencia muy duradera, y la voluntad (redentora) del Señor se cumplirá por su mano (en la Iglesia) hasta el fin de los siglos (Is. cc.49 a 57).
d) La doctrina de la satisfacción substitutiva del verdadero Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, la satisfacción vicaria, ofrecida por el Mesías en vez del hombre pecador y aceptada por Dios - o sea el desagravio, la reparación de los daños y el restablecimiento del orden quebrantado, está aquí tan típicamente perfilada que el Nuevo Testamento no hace más que llenar del nuevo y perfecto contenido las frases correspondientes del profeta.
e) Hemos sido redimidos - dirá San Pedro -, no con oro ni plata, sino con la sangre preciosa de Cristo, como del Cordero inmaculado y sin defectos, predestinado antes de la creación del mundo y manifestado al final de los tiempos en gracia de vosotros (1 Petr. 1,19-20).
f) San Pablo, resumiendo la economía del Cordero pascual, añadirá: Él por medio de la muerte destruyó al que tenía el señorío de la muerte, libró del poder del ángel exterminador infernal a todos aquellos que con el miedo de muerte estaban sujetos a la esclavitud (Hebr. 2,14-15).
g) San Juan Evangelista, en su Apocalipsis, presentará la visión del Cordero ante el trono de Dios, de pie, resucitado, como degollado, por conservar gloriosas sus llagas, digno de abrir los siete sellos del libro misterioso que contiene los destinos escatológicos de la Iglesia, pues que Él fue degollado y nos rescató para Dios en su sangre, de toda tribu y lengua, pueblo y nación, y nos hizo para nuestro Dios reyes y sacerdotes (Apoc. 5,6-9).
2. Otra gran cosa destaca en este último testimonio de Juan. Él es el que bautiza en el Espíritu y en el fuego. El Precursor bautiza con agua, un signo exterior que prepara los ánimos y los estimula a penitencia, solamente. Él, que ha sido preferido a todo profeta, por su dignidad intrínseca y divina, propina, con los dones óptimos, la gracia que nos hará consortes de la divina naturaleza (2 Pet. 1,4).
3. Y, finalmente, da testimonio de que Él es el Mesías esperado de Israel; y este Mesías es el Hijo de Dios, propio, coeterno con su Padre, que imparte a los hombres la adopción de hijos y los hace herederos del cielo.
¡Qué cúmulo de ideas elevadas, de verdades consoladoras, de importantes perspectivas apologéticas, suministra este último testimonio de Juan! El propio Bautista hace resaltar que sus testimonios de la mesianidad y divinidad de Jesús se fundan en una revelación recibida de Dios, y en el prodigio que se obró en el momento del bautismo.
Yo antes no le conocía personalmente; cosa que no es de maravillar, dice el Crisóstomo, porque desde su niñez vivía Juan en el desierto, y quizá nunca había visto a Jesús, que habitaba en Nazaret. Pero el que le envió a bautizar con agua (cosa, por tanto, de lo alto y con un significado de preparación mesiánica), me dijo: Aquel sobre quien vieres que baja el Espíritu Santo y reposa sobre él, ése es el que bautiza con el Espíritu Santo. Yo lo he visto, y por eso doy testimonio de que es el Hijo de Dios.
Sube Jesús del agua, brota el milagro, se abren los cielos, baja el Espíritu de Dios (Mt. 3.16). En forma corporal como de una paloma (Lc. 3,22), y oye la voz del cielo: Este es mi querido Hijo, en quien tengo puestas mis complacencias.
Así, con esta teofanía, de rasgos trinitarios, y con aquella voz misteriosa, quedó Jesús acreditado por Dios como el Mesías prometido, cual le vaticinaron los profetas; ungido con la plenitud del Espíritu Santo, Hijo de Dios verdadero y predilecto del Padre.
No lo fue Jesús por el bautismo, per aquam; pues lo era en su sacratísima humanidad desde el momento de la encarnación, per sanguinem, por la sangre recibida entonces y derramada "a borbotones" en la cruz. Pero Dios lo quiso atestiguar solemnemente en aquella ocasión inaugural del reino de Dios.
En el "gran conflicto" del Martes Santo, la comisión oficial de "los príncipes de los sacerdotes y ancianos del pueblo", arrogantes, ante la multitud del pueblo sencillo, le interrogan: ¿Con qué autoridad haces estas cosas, y quién te ha dado esta potestad? (Mt. 21.23).
Con hábil evasiva les contra pregunta el Maestro: El bautismo de Juan, ¿de dónde era? ¿Del cielo o de los hombres? Mas ellos, desleales siempre, discurrían consigo mismos esta cobardía falsa: Si respondemos: Del cielo, nos dirá: Pues ¿por qué no habéis creído en él? Si respondemos: De los hombres, tememos que el pueblo nos apedree. Porque todos miraban a Juan como a profeta (vv.25-26).
Y rompen con el pasado y con los profetas, representados en el último y más grande de ellos, fingiendo ignorar una cuestión esencial: No lo sabemos. Pues tampoco yo os diré - replica Jesús - con qué autoridad hago yo estas cosas (vv. 26-27).
Y tomó, a su vez, la ofensiva contra aquellos hipócritas confundidos ya entre el vulgo: En verdad os digo que los pecadores y meretrices os precederán en el reino de Dios. Por cuanto vino Juan por las sendas de justicia, y no vosotros, sino éstos, creyeron en él (vv. 28-32). Su causa estaba ligada con la de Juan. Con su Precursor comenzó Jesús la carrera mesiánica; y ahora, agradeciendo emocionado su testimonio de sangre, va a terminarla también de una manera cruenta.
La manifestación de la Santísima Trinidad que se esbozó, augural, en el bautismo de Jesús, preside la iniciación cristiana.
Instruid - dice el Señor - a todas las naciones en el camino de la salud, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo (Mt. 28,19). El bautismo, eficaz como todo sacramento, producirá en el alma la limpieza y santidad que significa, en virtud de la invocación y confesión de las tres divinas Personas. Ellas presiden el nacimiento espiritual del nuevo cristiano - ese "nacer de nuevo en agua y en el Espíritu Santo para ver el reino de Dios", expuesto por Jesús a Nicodemo (Jn. 3) -, ese nuevo cristiano que se vota, consagra y mancipa, con un compromiso sagrado, al servicio, al nombre, a la esencia vital de la mismísima Trinidad augusta.
En cada bautismo se repite en cierto modo lo que aconteció en el Jordán. Ábrase el cielo, que es la herencia del neófito, el Espíritu se cierne sobre éste, y el Padre celestial le reconoce por hijo suyo, por hermano de Cristo, miembro de su cuerpo, la Iglesia, y coheredero con Cristo de los cielos.
Desde comienzos del siglo II se estableció en torno del 6 de enero la festividad de la triple "manifestación de Dios", en el Nacimiento del Salvador, en la Adoración de los Magos y en el Bautismo de Jesús en el Jordán. Cuando la fiesta romana de la Navidad se impuso en el Oriente, la liturgia de la Epifanía substituyó la conmemoración del Nacimiento del Salvador por la primera "manifestación de Dios" en otro orden de testimonios divinos: los milagros; y escogió el primero de ellos: el de las bodas de Caná. Al introducirse, relativamente tardía, la octava de Epifanía, se reservó para el día octavo la conmemoración del susodicho bautismo de Jesús.
Los herejes gnósticos, con Cerinto a su cabeza, ya desde los días de San Juan Evangelista, propugnaron que Jesús no era el Mesías ni el verdadero Hijo de Dios. Según ellos, Jesús era hijo de José y María. Al ser bautizado en el Jordán, una virtud del Dios supremo descendió sobre Él y permaneció en Él hasta la pasión exclusive. Semejante entidad divina era el Eón Cristo. Por su unión con ella, Jesús se transformó en Jesucristo. Con esto, si se admitía cierta mesianidad de Jesús, se negaba la identidad personal entre Jesús y Cristo. San Juan, no contento con afirmar esta identidad personal, añade que Jesús era no sólo Mesías, sino también Hijo de Dios.
Contra la ruidosa pompa de esta celebración herética clamaban las palabras del discípulo del amor: Jesucristo es el que vino por el agua y por la sangre (1 Jn. 5,6), es decir, en calidad de redentor y de Hijo de Dios, no solamente en las aguas del Jordán, sino en la cruz, derramando la sangre de su cuerpo tomado en la encarnación misma, cuyo espectáculo arrancó a los circunstantes aquel grito: ¡En verdad era el Hijo de Dios! Dos actos exteriores, dos hechos históricos harto significativos, que marcan el comienzo y el final oficiales de su ministerio propiamente dicho, que era establecer el reino de Dios.
En la misma Roma antigua, menos accesible a las exaltaciones místicas del Oriente, se administraba también el bautismo solemne en aquella celebridad de las "Santas Lumbreras" - in Sancta Lumina -, puesto que el bautismo es la iluminación sobrenatural del alma.
Por decreto de la Sagrada Congregación de Ritos de 23 de marzo de 1955, una vez suprimida la octava de la Epifanía, el día 13 de enero se hace conmemoración del bautismo de nuestro Señor Jesucristo, con rito doble mayor; el oficio y la misa se dicen como ahora están en la octava de la Epifanía.
Obedeciendo al instante, vino por toda la región cercana al bajo Jordán, frondosa de vastas praderas y estepas, predicando en el despoblado un bautismo de penitencia para la remisión de los pecados (v.3).
Después de varios siglos reanudaba la tradición de los profetas, encarnando el espíritu y las trazas del más austero de ellos, Elías. Avasallaba con su ejemplo. Un vestido de pelos hirsutos de camello, y un ceñidor paupérrimo de cuero alrededor de sus lomos. Cual su indumento, tal su comida: langostas, secadas al sol o al horno y estrujadas luego, manjar de gentes pobres, y miel silvestre, destilación gomosa de ciertos árboles, a falta de la exquisitez de las abejas. Su austeridad de profeta, el tema de su predicación de profeta, que recrimina los vicios sin acepción de personas, y su mensaje de más que profeta sobre el Mesías próximo, junto con el rito inusitado de un bautismo, figurativo de la reforma interior de vida, conciliándole gran autoridad, promovía un fuerte movimiento religioso, que aquellas caravanas orientales se cuidaban de extender hasta los últimos confines.
Las turbas sencillas, los publicanos y soldados, arrepentidos, se inmergían en el baño, confesando sus pecados, con una especie de confiteor general.
Los soñadores de apocalipsis no veían represalias, ni desquites contra los gentiles, sino ejemplos de conversión real y verdadera,
El "juicio" del Mesías estaba próximo: Ya el bieldo está en sus manos para limpiar su era, y meter su trigo en el granero y quemar la paja en un fuego inextinguible (Mt 3.12). Los saduceos, escépticos, y los fariseos, aferrados a sus tradiciones muertas, se mantenían, ciegos, a la expectativa. ¡Raza de víboras! ¿Quién os enseñó a huir de la ira de Dios inminente? Haced, pues, frutos dignos de penitencia. La segur está ya puesta a la raíz del árbol. Así que, todo árbol que no dé buen fruto, será cortado y arrojado al fuego (Mt. 3,7-10).
POR AQUEL TIEMPO, Jesús, que tendría unos treinta años, vino de Galilea al Jordán en busca de Juan para ser de él bautizado (v.13).
Juan, empero, iluminado interiormente, con profundo respeto, se resistía diciendo: Yo he menester ser bautizado por ti, ¿y tú vienes a mí? (v. 14). Y Jesús responde: Déjame hacer ahora, porque así nos conviene cumplir toda justicia.
Juan entonces condescendió con él (v. 15).
Por las mismas razones que en la circuncisión, Jesús, el Santo de los Santos, se somete a toda la Ley. Aquí da autoridad al bautismo de Juan, verdadera preparación y preanuncio del que establecerá, más tarde, el mismo Jesús para que sean los hombres incorporados de verdad en su reino, la Iglesia. Muestra prácticamente la real senda de la penitencia, necesaria a todos; y consagra el agua, comunicándole "la virtud santificadora", para que sea instrumento adecuado de regeneración.
Bautizado, pues, Jesús, al instante que salió del agua se le abrieron los cielos y vio bajar al Espíritu de Dios a manera de paloma (o en forma corporal como de una paloma [Lc. 3,22]) y posar sobre Él. Y oyóse una voz del cielo que decía: Este es mi querido Hijo, en quien tengo puesta mi complacencia (vv. 1 b- 17).
Ante este movimiento religioso, la autoridad teocrática no pudo por más tiempo permanecer indiferente y quiso tomar informes directos del caso. Era su obligación, por otra parte, investigar sobre ritos nuevos, y sobre cuanto tuviera alguna relación con el advenimiento del Mesías.
Y los judíos le enviaron de Jerusalén sacerdotes y levitas, miembros del Sanedrín, para preguntarle: ¿Tú quién eres?
Y Juan responde, tajante, que no es el Cristo, ni Elías, ni el profeta legendario esperado; sino simplemente la voz del que clama en el desierto: Enderezad el camino del Señor, como lo tiene dicho el profeta Isaías (Jn. 1,20-23).
- Pues, ¿cómo bautizas...?
Respondió les Juan: Yo bautizo con agua - un rito exterior, extraordinario, que simboliza la remisión de los pecados, y a lo más, excita a penitencia interna, por contraste con el bautismo - en el Espíritu y en el fuego (Mt. 3,11), que conferirá el Mesías.
- Yo bautizo con agua –dice -, pero en medio de vosotros está Aquel a quien no conocéis. Él es el que ha de venir después de mí, el cual ha sido preferido a mí, y a quien yo no soy digno de desatar las agujetas de sus zapatos (vv.26-27).
¡En medio de vosotros está el Rey de los judíos! ¡Qué emocionante revelación oficial a la autoridad teocrática! Un poco más y podrá señalarle con el dedo a sus propios discípulos: ¡Ved ahí el Cordero de Dios!
Al día siguiente de esta embajada, vio Juan a Jesús que venía, victorioso del desierto de la cuarentena, a encontrarle. Y Juan, gozoso, le señala a sus discípulos anhelantes: He aquí el Cordero de Dios; ved aquí el que quita el pecado del mundo. Éste es aquel de quien yo dije: En pos de mí viene un varón, el cual ha sido preferido a mí, por cuanto era ya antes que yo. Yo no le conocía, personalmente; pero yo he venido a bautizar con agua, para que él sea reconocido por Mesías en Israel (vv.29-3 1).
Y dio entonces Juan este testimonio de Jesús, diciendo: Yo he visto al Espíritu Santo descender del cielo en forma de paloma y reposar sobre él. Yo antes no le conocía (de una manera cierta, completa, oficial); más el que me envió a bautizar con agua, me dijo: Aquel sobre quien vieres que baja el Espíritu Santo y reposa sobre él, ése es el que bautiza con el Espíritu Santo. Yo lo he visto y por eso doy testimonio de que él es el Hijo de Dios (vv.32-34).
Tres grandes cosas entraña este nuevo, precioso y más explícito testimonio de Juan, de grandes alcances teológicos y escriturísticos.
Es el Cordero de Dios.
a) El cordero pascual sacrificado por los israelitas antes de salir de la esclavitud de Egipto, significaba que el mundo iba a salir, con la venida del Mesías, de la servidumbre del pecado.
b) El cordero que mañana y tarde se ofrecía en el templo en expiación de los pecados del pueblo, anunciaba que Jesús iba a quitar con su sacrificio el pecado (raíz, suma y carga de todos los) del mundo. ¡Aspecto doloroso y al mismo tiempo el más noble del destino de Jesús! ¡Su vida, pasión y muerte aseguran la universalidad de la Redención!
c) Numerosos textos del Antiguo Testamento presentan al futuro Mesías manso y humilde, como un cordero. Isaías, más claramente que los demás profetas, en su llamada Passio secundum Isaiam, nos descubre el cuadro impresionante del "Siervo de Yahvé". Aquel "Varón de dolores" tomó sobre sí nuestras enfermedades, y le reputamos como leproso y herido de Dios. Llagado por nuestros crímenes, con sus cardenales fuimos sanados. Se ofreció porque quiso, y no abrió su boca como oveja que va al matadero, y como cordero que enmudece delante del que le trasquila. Habiendo Él ofrecido su vida en sacrificio por el pecado, verá una descendencia muy duradera, y la voluntad (redentora) del Señor se cumplirá por su mano (en la Iglesia) hasta el fin de los siglos (Is. cc.49 a 57).
d) La doctrina de la satisfacción substitutiva del verdadero Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, la satisfacción vicaria, ofrecida por el Mesías en vez del hombre pecador y aceptada por Dios - o sea el desagravio, la reparación de los daños y el restablecimiento del orden quebrantado, está aquí tan típicamente perfilada que el Nuevo Testamento no hace más que llenar del nuevo y perfecto contenido las frases correspondientes del profeta.
e) Hemos sido redimidos - dirá San Pedro -, no con oro ni plata, sino con la sangre preciosa de Cristo, como del Cordero inmaculado y sin defectos, predestinado antes de la creación del mundo y manifestado al final de los tiempos en gracia de vosotros (1 Petr. 1,19-20).
f) San Pablo, resumiendo la economía del Cordero pascual, añadirá: Él por medio de la muerte destruyó al que tenía el señorío de la muerte, libró del poder del ángel exterminador infernal a todos aquellos que con el miedo de muerte estaban sujetos a la esclavitud (Hebr. 2,14-15).
g) San Juan Evangelista, en su Apocalipsis, presentará la visión del Cordero ante el trono de Dios, de pie, resucitado, como degollado, por conservar gloriosas sus llagas, digno de abrir los siete sellos del libro misterioso que contiene los destinos escatológicos de la Iglesia, pues que Él fue degollado y nos rescató para Dios en su sangre, de toda tribu y lengua, pueblo y nación, y nos hizo para nuestro Dios reyes y sacerdotes (Apoc. 5,6-9).
2. Otra gran cosa destaca en este último testimonio de Juan. Él es el que bautiza en el Espíritu y en el fuego. El Precursor bautiza con agua, un signo exterior que prepara los ánimos y los estimula a penitencia, solamente. Él, que ha sido preferido a todo profeta, por su dignidad intrínseca y divina, propina, con los dones óptimos, la gracia que nos hará consortes de la divina naturaleza (2 Pet. 1,4).
3. Y, finalmente, da testimonio de que Él es el Mesías esperado de Israel; y este Mesías es el Hijo de Dios, propio, coeterno con su Padre, que imparte a los hombres la adopción de hijos y los hace herederos del cielo.
¡Qué cúmulo de ideas elevadas, de verdades consoladoras, de importantes perspectivas apologéticas, suministra este último testimonio de Juan! El propio Bautista hace resaltar que sus testimonios de la mesianidad y divinidad de Jesús se fundan en una revelación recibida de Dios, y en el prodigio que se obró en el momento del bautismo.
Yo antes no le conocía personalmente; cosa que no es de maravillar, dice el Crisóstomo, porque desde su niñez vivía Juan en el desierto, y quizá nunca había visto a Jesús, que habitaba en Nazaret. Pero el que le envió a bautizar con agua (cosa, por tanto, de lo alto y con un significado de preparación mesiánica), me dijo: Aquel sobre quien vieres que baja el Espíritu Santo y reposa sobre él, ése es el que bautiza con el Espíritu Santo. Yo lo he visto, y por eso doy testimonio de que es el Hijo de Dios.
Sube Jesús del agua, brota el milagro, se abren los cielos, baja el Espíritu de Dios (Mt. 3.16). En forma corporal como de una paloma (Lc. 3,22), y oye la voz del cielo: Este es mi querido Hijo, en quien tengo puestas mis complacencias.
Así, con esta teofanía, de rasgos trinitarios, y con aquella voz misteriosa, quedó Jesús acreditado por Dios como el Mesías prometido, cual le vaticinaron los profetas; ungido con la plenitud del Espíritu Santo, Hijo de Dios verdadero y predilecto del Padre.
No lo fue Jesús por el bautismo, per aquam; pues lo era en su sacratísima humanidad desde el momento de la encarnación, per sanguinem, por la sangre recibida entonces y derramada "a borbotones" en la cruz. Pero Dios lo quiso atestiguar solemnemente en aquella ocasión inaugural del reino de Dios.
En el "gran conflicto" del Martes Santo, la comisión oficial de "los príncipes de los sacerdotes y ancianos del pueblo", arrogantes, ante la multitud del pueblo sencillo, le interrogan: ¿Con qué autoridad haces estas cosas, y quién te ha dado esta potestad? (Mt. 21.23).
Con hábil evasiva les contra pregunta el Maestro: El bautismo de Juan, ¿de dónde era? ¿Del cielo o de los hombres? Mas ellos, desleales siempre, discurrían consigo mismos esta cobardía falsa: Si respondemos: Del cielo, nos dirá: Pues ¿por qué no habéis creído en él? Si respondemos: De los hombres, tememos que el pueblo nos apedree. Porque todos miraban a Juan como a profeta (vv.25-26).
Y rompen con el pasado y con los profetas, representados en el último y más grande de ellos, fingiendo ignorar una cuestión esencial: No lo sabemos. Pues tampoco yo os diré - replica Jesús - con qué autoridad hago yo estas cosas (vv. 26-27).
Y tomó, a su vez, la ofensiva contra aquellos hipócritas confundidos ya entre el vulgo: En verdad os digo que los pecadores y meretrices os precederán en el reino de Dios. Por cuanto vino Juan por las sendas de justicia, y no vosotros, sino éstos, creyeron en él (vv. 28-32). Su causa estaba ligada con la de Juan. Con su Precursor comenzó Jesús la carrera mesiánica; y ahora, agradeciendo emocionado su testimonio de sangre, va a terminarla también de una manera cruenta.
La manifestación de la Santísima Trinidad que se esbozó, augural, en el bautismo de Jesús, preside la iniciación cristiana.
Instruid - dice el Señor - a todas las naciones en el camino de la salud, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo (Mt. 28,19). El bautismo, eficaz como todo sacramento, producirá en el alma la limpieza y santidad que significa, en virtud de la invocación y confesión de las tres divinas Personas. Ellas presiden el nacimiento espiritual del nuevo cristiano - ese "nacer de nuevo en agua y en el Espíritu Santo para ver el reino de Dios", expuesto por Jesús a Nicodemo (Jn. 3) -, ese nuevo cristiano que se vota, consagra y mancipa, con un compromiso sagrado, al servicio, al nombre, a la esencia vital de la mismísima Trinidad augusta.
En cada bautismo se repite en cierto modo lo que aconteció en el Jordán. Ábrase el cielo, que es la herencia del neófito, el Espíritu se cierne sobre éste, y el Padre celestial le reconoce por hijo suyo, por hermano de Cristo, miembro de su cuerpo, la Iglesia, y coheredero con Cristo de los cielos.
Desde comienzos del siglo II se estableció en torno del 6 de enero la festividad de la triple "manifestación de Dios", en el Nacimiento del Salvador, en la Adoración de los Magos y en el Bautismo de Jesús en el Jordán. Cuando la fiesta romana de la Navidad se impuso en el Oriente, la liturgia de la Epifanía substituyó la conmemoración del Nacimiento del Salvador por la primera "manifestación de Dios" en otro orden de testimonios divinos: los milagros; y escogió el primero de ellos: el de las bodas de Caná. Al introducirse, relativamente tardía, la octava de Epifanía, se reservó para el día octavo la conmemoración del susodicho bautismo de Jesús.
Los herejes gnósticos, con Cerinto a su cabeza, ya desde los días de San Juan Evangelista, propugnaron que Jesús no era el Mesías ni el verdadero Hijo de Dios. Según ellos, Jesús era hijo de José y María. Al ser bautizado en el Jordán, una virtud del Dios supremo descendió sobre Él y permaneció en Él hasta la pasión exclusive. Semejante entidad divina era el Eón Cristo. Por su unión con ella, Jesús se transformó en Jesucristo. Con esto, si se admitía cierta mesianidad de Jesús, se negaba la identidad personal entre Jesús y Cristo. San Juan, no contento con afirmar esta identidad personal, añade que Jesús era no sólo Mesías, sino también Hijo de Dios.
Contra la ruidosa pompa de esta celebración herética clamaban las palabras del discípulo del amor: Jesucristo es el que vino por el agua y por la sangre (1 Jn. 5,6), es decir, en calidad de redentor y de Hijo de Dios, no solamente en las aguas del Jordán, sino en la cruz, derramando la sangre de su cuerpo tomado en la encarnación misma, cuyo espectáculo arrancó a los circunstantes aquel grito: ¡En verdad era el Hijo de Dios! Dos actos exteriores, dos hechos históricos harto significativos, que marcan el comienzo y el final oficiales de su ministerio propiamente dicho, que era establecer el reino de Dios.
En la misma Roma antigua, menos accesible a las exaltaciones místicas del Oriente, se administraba también el bautismo solemne en aquella celebridad de las "Santas Lumbreras" - in Sancta Lumina -, puesto que el bautismo es la iluminación sobrenatural del alma.
Por decreto de la Sagrada Congregación de Ritos de 23 de marzo de 1955, una vez suprimida la octava de la Epifanía, el día 13 de enero se hace conmemoración del bautismo de nuestro Señor Jesucristo, con rito doble mayor; el oficio y la misa se dicen como ahora están en la octava de la Epifanía.
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