Rápidamente van desfilando, a través de estos primeros días del ciclo litúrgico los sucesos más importantes de la infancia de Jesús: las alegrías de los pastores, la devoción generosa de los Magos, la sangre de la Circuncisión, los sustos y las fatigas del viaje a Egipto, la vida oculta en las cercanías de Heliópolis, y luego, muerto Heredes, el asesino de los Inocentes, la vuelta a la patria. Y ahora se nos presenta el hogar ideal, la casa predestinada donde viven el más feliz de los hombres, la bienaventurada entre las mujeres y el mejor de los hijos. José trabaja, María trabaja también, y «el Niño crece y se robustece lleno de sabiduría, y la gracia de Dios se manifiesta en Él».
Para unos ojos que saben ver, la vida en el interior de una familia, a pesar de su sencillez rutinaria y monótona, es tan interesante, tan rica, tan emocionante, como la vida en el interior de un imperio. Es el misterioso despertar de seres nuevos; un corazón que se asoma por vez primera a la alegría de sentir, al placer de comprender, a la felicidad de amar; dos ojos que se abren, admirativos, llenos de sorpresa y de interrogación, al mundo que le rodea; unos rasgos que se definen, una nueva obra de arte; una voz nueva, que se revela en la primera palabra, espiada con ansiedad y tanto tiempo aguardada, y después los afanes, los temores, las solicitudes del padre; las miradas, los sobresaltos, las alegrías de una madre; los cantos de cuna, los arrullos, los estremecimientos amorosos, saltando al aire en esos gritos, en esas exclamaciones, en esas palabras tiernas y apasionadas que un corazón materno conoce por ciencia infusa. Así sucedió también en Nazaret. Pero en Nazaret el que pronunció la primera palabra era el Verbo, que «en el principio había creado el Cielo y la tierra»; los ojos que se abrieron eran desde toda eternidad el espejo de Dios; el que aprendía a andar, a hablar, a leer, a manejar el cepillo y la garlopa, era la sabiduría increada, la fuente y causa ejemplar de todas las ideas y de todas las cosas.
Era un paraíso, ciertamente, la casa en que trabajaba San José, pero un paraíso sobre el cual flota el velo del misterio. Sabemos que la vida de Jesús fue, al exterior, idéntica a la vida de los demás niños, y podemos representárnosle sacando los brazos de la cuna, extendiendo; juguetón, sus manilas regordetas, acariciando a su Madre; dando sus primeros pasos, a través del taller, sostenido por el carpintero; lanzando gritos inarticulados, en que la Madre adivinaba el alborozo y el amor. «Yo te adoro—exclama Bossuet—en todos estos progresos de esa tu edad infantil, tomando el pecho de tu Madre, llamando a la que te alimenta con dulces miradas y graciosos balbuceos, durmiendo en su seno y entre sus brazos.» Entonces María contemplaría aquella frente, que aún no habían profanado las manos de los hombres, y adoraría con el corazón en llamas, recordando los requiebros del Cantar de los Cantares: «Blanco y rubicundo es mi Amado, escogido entre millares. Como el manzano entre los árboles de la selva, así es Él entre los hijos de los hombres. Su cabeza, oro acendrado; sus bucles, ramos de palma, negros como el cuervo; sus ojos, como palomas sobre corrientes de agua; sus mejillas, como campos de aromas; sus labios, como lirios que destilan la mirra escogida.»
Los días pasan sin más ruido que el de la lima que gime, la sierra que chirría y el martillo que canta. El Niño empieza a aprender la ley. Aprende, como si no fuese el Maestro divino; tropieza, como si no sostuviese al mundo. Aprende a andar, a leer, a rezar. Un proverbio hebreo decía: «Maldito sea el padre y maldita sea la madre que se olvidan de dar a su hijo el conocimiento de Dios.» José es «un varón justo». A la entrada de su casa, como en la de todo hebreo fervoroso, figura el pergamino sagrado en que aparece escrito el nombre de Yahvé. Cuando sale y cuando entra le toca respetuosamente, y besa la mano callosa, santificada por el contacto del nombre divino. Otro tanto hace María siempre que va por agua a la fuente o viene de pedir lumbre a la vecina. Y el Niño sigue dócilmente el ejemplo de sus padres. Y cuando pregunta el porqué de aquella ceremonia doméstica, José le descifra los cuatro caracteres sagrados y le recuerda las magníficas palabras del Deuteronomio, que todo israelita sabe de memoria: «Escucha, Israel: El Señor nuestro Dios es el Señor único. Amarán al Señor tu Dios con todo corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas. Guardarás sus mandamientos en tu corazón. Les pondrás en práctica. Y cuando los extraños oigan hablar de tus leyes, dirán: «He aquí un pueblo inteligente y bueno; he aquí una gran nación.»
Cada día, mañana y tarde, aquellos tres corazones, los más puros, los más nobles que salieron de las manos de Dios, se juntan más íntimamente para ofrecer el homenaje de la oración al Padre que habita en los Cielos; y cuando llega el sábado, el día del descanso, José, con su capa nueva; María, con su velo más limpio, y Jesús en medio de ellos, llevado por ellos, caminan alegres hacia la sinagoga; alegres, porque van a unir su oración con la oración de los buenos israelitas, y van a asistir a la lectura de los libros santos, y van a escuchar la plática del rabino. De cuando en cuando, alguna fiesta mayor, portadora de profundas alegrías y lejanos recuerdos. Seguramente, cuando llegaba el solsticio de invierno, José aprestaría las luces que debían recordar en cada casa la restauración del culto divino por Judas Macabeo, el ultimo héroe de Israel: una luz el primer día, dos el segundo, ocho el octavo. Luego, la fiesta de los Purim, que recordaba la historia deliciosa de la reina Ester; la solemnidad de la Pascua, celebrada con ritos rebosantes de profundo simbolismo; los ritos del nuevo año, que coincidían con la caída de las hojas, y, al terminarse la cosecha, la festividad de los Tabernáculos; que enguirnaldaba las plazas y llenaba las calles de cantos y regocijos y sonidos de trompetas.
Del taller a la sinagoga, y de la sinagoga al campo; al campo nazareno, que es el más bello rincón de toda Palestina. «Por sus vinos, por su miel, por su aceite y por sus frutos, no es inferior al Egipto feraz.» Así decía en el siglo IV y el primero de los peregrinos. Y añadía: «Sus mujeres tienen una gracia incomparable. Superiores en belleza a todas las hijas de Judá, han recibido ese don de María.» Por aquellos olivares, por aquellos viñedos, por aquellas huertas, cercadas de nopales, en que crecían la granada, el naranjo y la higuera, pasearía José llevando de la mano al Niño, mostrándole los racimos maduros y las fuentes cristalinas, diciéndole los nombres de las aves y de las flores o enseñándole el panorama que se descubría desde la colina en que se alzaba Nazaret: al Norte, las cumbres del Líbano y el Hermón, envueltas en nieves eternas; al Oriente, el Tabor, cubierto de verdura, y más lejos, al otro lado del Jordán, las altas parameras de Galaad; al Mediodía, el valle de Esdrelón, que dividía las dos provincias de Judea y Galilea, y al Poniente, el Carmelo, lleno de recuerdos proféticos, y al otro lado del Carmelo, el mar. Y el Niño crecía y se robustecía, y su corazón temblaba al oír hablar de estas regiones, que iban a ser el teatro de sus conquistas, de los triunfos de su palabra, de sus peregrinaciones y de sus milagros.
Para unos ojos que saben ver, la vida en el interior de una familia, a pesar de su sencillez rutinaria y monótona, es tan interesante, tan rica, tan emocionante, como la vida en el interior de un imperio. Es el misterioso despertar de seres nuevos; un corazón que se asoma por vez primera a la alegría de sentir, al placer de comprender, a la felicidad de amar; dos ojos que se abren, admirativos, llenos de sorpresa y de interrogación, al mundo que le rodea; unos rasgos que se definen, una nueva obra de arte; una voz nueva, que se revela en la primera palabra, espiada con ansiedad y tanto tiempo aguardada, y después los afanes, los temores, las solicitudes del padre; las miradas, los sobresaltos, las alegrías de una madre; los cantos de cuna, los arrullos, los estremecimientos amorosos, saltando al aire en esos gritos, en esas exclamaciones, en esas palabras tiernas y apasionadas que un corazón materno conoce por ciencia infusa. Así sucedió también en Nazaret. Pero en Nazaret el que pronunció la primera palabra era el Verbo, que «en el principio había creado el Cielo y la tierra»; los ojos que se abrieron eran desde toda eternidad el espejo de Dios; el que aprendía a andar, a hablar, a leer, a manejar el cepillo y la garlopa, era la sabiduría increada, la fuente y causa ejemplar de todas las ideas y de todas las cosas.
Era un paraíso, ciertamente, la casa en que trabajaba San José, pero un paraíso sobre el cual flota el velo del misterio. Sabemos que la vida de Jesús fue, al exterior, idéntica a la vida de los demás niños, y podemos representárnosle sacando los brazos de la cuna, extendiendo; juguetón, sus manilas regordetas, acariciando a su Madre; dando sus primeros pasos, a través del taller, sostenido por el carpintero; lanzando gritos inarticulados, en que la Madre adivinaba el alborozo y el amor. «Yo te adoro—exclama Bossuet—en todos estos progresos de esa tu edad infantil, tomando el pecho de tu Madre, llamando a la que te alimenta con dulces miradas y graciosos balbuceos, durmiendo en su seno y entre sus brazos.» Entonces María contemplaría aquella frente, que aún no habían profanado las manos de los hombres, y adoraría con el corazón en llamas, recordando los requiebros del Cantar de los Cantares: «Blanco y rubicundo es mi Amado, escogido entre millares. Como el manzano entre los árboles de la selva, así es Él entre los hijos de los hombres. Su cabeza, oro acendrado; sus bucles, ramos de palma, negros como el cuervo; sus ojos, como palomas sobre corrientes de agua; sus mejillas, como campos de aromas; sus labios, como lirios que destilan la mirra escogida.»
Los días pasan sin más ruido que el de la lima que gime, la sierra que chirría y el martillo que canta. El Niño empieza a aprender la ley. Aprende, como si no fuese el Maestro divino; tropieza, como si no sostuviese al mundo. Aprende a andar, a leer, a rezar. Un proverbio hebreo decía: «Maldito sea el padre y maldita sea la madre que se olvidan de dar a su hijo el conocimiento de Dios.» José es «un varón justo». A la entrada de su casa, como en la de todo hebreo fervoroso, figura el pergamino sagrado en que aparece escrito el nombre de Yahvé. Cuando sale y cuando entra le toca respetuosamente, y besa la mano callosa, santificada por el contacto del nombre divino. Otro tanto hace María siempre que va por agua a la fuente o viene de pedir lumbre a la vecina. Y el Niño sigue dócilmente el ejemplo de sus padres. Y cuando pregunta el porqué de aquella ceremonia doméstica, José le descifra los cuatro caracteres sagrados y le recuerda las magníficas palabras del Deuteronomio, que todo israelita sabe de memoria: «Escucha, Israel: El Señor nuestro Dios es el Señor único. Amarán al Señor tu Dios con todo corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas. Guardarás sus mandamientos en tu corazón. Les pondrás en práctica. Y cuando los extraños oigan hablar de tus leyes, dirán: «He aquí un pueblo inteligente y bueno; he aquí una gran nación.»
Cada día, mañana y tarde, aquellos tres corazones, los más puros, los más nobles que salieron de las manos de Dios, se juntan más íntimamente para ofrecer el homenaje de la oración al Padre que habita en los Cielos; y cuando llega el sábado, el día del descanso, José, con su capa nueva; María, con su velo más limpio, y Jesús en medio de ellos, llevado por ellos, caminan alegres hacia la sinagoga; alegres, porque van a unir su oración con la oración de los buenos israelitas, y van a asistir a la lectura de los libros santos, y van a escuchar la plática del rabino. De cuando en cuando, alguna fiesta mayor, portadora de profundas alegrías y lejanos recuerdos. Seguramente, cuando llegaba el solsticio de invierno, José aprestaría las luces que debían recordar en cada casa la restauración del culto divino por Judas Macabeo, el ultimo héroe de Israel: una luz el primer día, dos el segundo, ocho el octavo. Luego, la fiesta de los Purim, que recordaba la historia deliciosa de la reina Ester; la solemnidad de la Pascua, celebrada con ritos rebosantes de profundo simbolismo; los ritos del nuevo año, que coincidían con la caída de las hojas, y, al terminarse la cosecha, la festividad de los Tabernáculos; que enguirnaldaba las plazas y llenaba las calles de cantos y regocijos y sonidos de trompetas.
Del taller a la sinagoga, y de la sinagoga al campo; al campo nazareno, que es el más bello rincón de toda Palestina. «Por sus vinos, por su miel, por su aceite y por sus frutos, no es inferior al Egipto feraz.» Así decía en el siglo IV y el primero de los peregrinos. Y añadía: «Sus mujeres tienen una gracia incomparable. Superiores en belleza a todas las hijas de Judá, han recibido ese don de María.» Por aquellos olivares, por aquellos viñedos, por aquellas huertas, cercadas de nopales, en que crecían la granada, el naranjo y la higuera, pasearía José llevando de la mano al Niño, mostrándole los racimos maduros y las fuentes cristalinas, diciéndole los nombres de las aves y de las flores o enseñándole el panorama que se descubría desde la colina en que se alzaba Nazaret: al Norte, las cumbres del Líbano y el Hermón, envueltas en nieves eternas; al Oriente, el Tabor, cubierto de verdura, y más lejos, al otro lado del Jordán, las altas parameras de Galaad; al Mediodía, el valle de Esdrelón, que dividía las dos provincias de Judea y Galilea, y al Poniente, el Carmelo, lleno de recuerdos proféticos, y al otro lado del Carmelo, el mar. Y el Niño crecía y se robustecía, y su corazón temblaba al oír hablar de estas regiones, que iban a ser el teatro de sus conquistas, de los triunfos de su palabra, de sus peregrinaciones y de sus milagros.
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