En Brescia, en la región de la Lombardía, beata María Magdalena Martinengo, abadesa de la Orden de las Clarisas Capuchinas, insigne por su abstinencia.
Pertenecía a una aristocrática familia de Brescia, su padre era conde de Barco y su madre de los Secchi de Aragón. El año 1694, cuando Margarita tenía siete años, fue confiada para su primera formación intelectual y espiritual a la religiosa ursulina Isabel Marazzi, la cual consiguió infundirle un convencido apego a la oración y al estudio. Margarita sacó notable provecho, instruyéndose desde aquel tiempo en el conocimiento de las letras italianas y del latín, de suerte que leía los autores clásicos y el breviario romano con gran dominio. Tenía verdadera pasión por la lectura, que con el pasar de los años le procuró una cultura fuera de lo común.
Según la costumbre de las familias nobles del tiempo, a los once años, en febrero de 1698, fue llevada al internado del monasterio agustino de Santa María de los Ángeles, donde estaban de religiosas dos tías maternas. En agosto de 1699 pidió bruscamente a su padre salir de Santa María de los Ángeles y pasar al internado del monasterio benedictino del Espíritu Santo. No hizo misterio del motivo que la empujaba: las dos tías maternas le resultaban sofocantes.
En los primeros días del adviento del año 1699 entró en el monasterio del Espíritu Santo, donde había otras dos tías maternas que eran religiosas. Le pareció al principio que entraba "en un paraíso terrenal", pero no tardó mucho en invadirla una penosa aridez de espíritu que se prolongó por unos diez años. Tenía trece años cuando pidió a su confesor emitir el voto de virginidad.
En aquel tiempo fue asaltada de tentaciones de toda especie; invadieron su fantasía "abominables imágenes de cosas nefastas", se le inició un sentido "de pereza y de cansancio de las cosas de Dios"; sentía murmullos de palabras blasfemas, de odio contra el Señor, y llegó a tal desesperación que "casi deseba matarse para ir lo más pronto al infierno".
Los confesores no acertaron a dirigirla adecuadamente y más bien contribuyeron a aumentar su turbación. Las tías religiosas la presionaban para que orientase su vida al matrimonio. Para colmo, vinieron sus hermanos a comunicarle que ya "todo estaba preparado para el matrimonio", y le dejaron libros y romances de amor. Era la primera vez que se le presentaban con su poder seductor las lecturas mundanas, y cayó miserablemente en la trampa.
En 1705, ingresó en el monasterio bresciano de las clarisas capuchinas de Santa María de las Nieves. En el monasterio le esperaba la cruz, con pruebas terribles de escrúpulos y de arideces espirituales. El confesor le podía ayudar poco o nada. A estas molestias, escribe María Magdalena en su autobiografía, se añadía la de una maestra de novicias que, si bien era santa, era demasiado austera; y no le inspiraba confianza la novicia, y no la entendía. Y es que la maestra no sabía todo lo que pasaba dentro de su novicia, y las continuas batallas que en tan infeliz estado sostenía. De hecho, a la comunidad reunida para la primera votación sobre la idoneidad de la novicia, la maestra declaró categóricamente que, "si sor Magdalena era admitida a la profesión, sería la ruina de la Orden". En una situación tan crítica e inapelable, no había para la pobre novicia otro refugio que la oración. Contrariamente a lo acostumbrado, las monjas llamadas a votar rechazaron el parecer de la maestra y de manera unánime votaron a favor de la novicia. La maestra fue sustituida por otra más comprensiva. Al año exacto de la toma de hábito, el 8 de septiembre de 1706, sor María Magdalena emitía la profesión religiosa.
No acabaron con esto las pruebas interiores. Los escrúpulos, las tentaciones, las noches obscuras del espíritu continuaron y alcanzaron el culmen de la desesperación. En 1708 dio los ejercicios espirituales en el monasterio un padre jesuita, el cual, siguiendo un estilo de tipo jansenista, habló de la justicia divina en tono apocalíptico como para asustar e incluso humillar físicamente a la escrupulosa y ya atormentada sor Magdalena. En la escucha de aquellas predicaciones amenazadoras no resistió por mucho tiempo: cayó desvanecida en medio del coro, fue asaltada de fiebres altísimas y debió alojarse en la enfermería. No obstante el cuidado de los mejores médicos, no hubo remedio a sus males y llegó a una situación límite. Llamado el obispo, el cardenal Juan Badoero, para una bendición "in articulo mortis", éste, creyendo consolarla, le dijo: "ánimo ¡hija querida! Dentro de pocas horas andarás a gozar de vuestro celeste esposo". Pero cual no fue su estupor al sentir responder con tono seco: "¡No, no quiero morir!".
Experimentó en su piel la aspereza del rigorismo jansenista, pero consiguió superarlo con la docilidad a las equilibradas directrices de quien supo comunicarle el pensamiento auténtico de la Iglesia. Se abandonó con confianza filial al Padre de las misericordias, dejándose introducir por el espíritu de amor en la intimidad de la vida trinitaria, a través de una intensa experiencia de oración. En este tipo de oración está ya configurado, en sus líneas esenciales, el camino del amor que a lo largo de su existencia desarrollará en experiencias místicas extraordinarias, como éxtasis, visiones, intercambios de corazones y desposorios con el Señor, celebrados en la liturgia del cielo.
En el monasterio de Santa María de las Nieves, donde la mortificación era personal, pudo dar pleno desahogo a su sed insaciable de penitencia. No es posible hoy relatar el elenco interminable de sus increíbles mortificaciones sin quedar desconcertado.
En la Navidad del 1712, con el sabio consejo del obispo-cardenal Badoero, emitió el voto de hacer siempre aquello que pareciese ser lo más perfecto y más agradable a Dios, voto ya emitido por Teresa de Avila y que Gregorio XV, al canonizarla, alababa como "magnánimo, inaudito y extremadamente arduo". Nuestra beata no se encerró en su castillo interior de contemplación y de penitencias, sino que se abrió generosamente al servicio del prójimo con obras virtuosas de abnegación y caridad.
Sin proponérselo, sor María Magdalena traza aquí su autorretrato espiritual: una contemplativa que da autenticidad a la oración con una ascesis exigente y un incesante servicio al prójimo. Y verdaderamente Magdalena, tuvo que sufrir incluso la afrenta de ser acusada de herejía, "engañada, ilusa de espíritu, toda una mentira". En el monasterio no faltaba el sentimiento de la humana debilidad; hubo cuatro monjas que se le opusieron hasta la muerte e, incluso, más allá de la misma muerte; hubo un confesor, Antonio Sandro, desde 1728 a 1731, que quemó como heréticos sus escritos, y un vicario que le prohibió hablar de cosas espirituales con sus ex novicias. Ella soportó todo en silencio, esperando humildemente y pacientemente que pasase la tempestad.
En los treinta y dos años de clausura, pasó por todos los cargos existentes en el monasterio: fue cocinera, recadera, hortelana, hornera, barrendera, guardarropas, lavandera, lanera, zapatera, cantinera, secretaria, bordadora, ayudante de sacristana, maestra de novicias, portera, vicaria, abadesa.
Ingresó en la enfermería en octubre de 1734. Y en este desbordamiento de caridad se fue consumando hasta el final.
El jueves santo de 1737, no obstante estar al final de sus fuerzas, quiso repetir el gesto del Señor: como abadesa lavó los pies de las hermanas y después, permaneciendo de rodillas, les dirigió una fervorosa exhortación a la humildad y al amor mutuo. La salud ya no le respondía y, después de pascua, puso en manos de la vicaria el gobierno del monasterio. Un cúmulo indescriptible de males la iba llevando al encuentro de la "hermana muerte".
Por obediencia a los confesores María Magdalena redactó numerosas relaciones y escritos. Parte de los autógrafos, si bien incompletos, se encuentra en el archivo de la parroquia del Sagrado Corazón de Brescia, y son precisamente: “L'autobiografia”; “Tratto sull'umiltà”; “Massime spirituali”; “Spiegazione delle costituzioni cappuccine”. Fue beatificada por SS León XIII en 1900.
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