En el monasterio de Frauenwörth, junto al lago Chiemsee, en Baviera, beata Irmengard, abadesa, que desde su más tierna infancia, despreciando el esplendor de la corte, se entregó al servicio de Dios, consiguiendo que otras muchas vírgenes siguieran al Cordero (866).
Las siguientes consideranciones sobre la Beata Ermengarda (Irmengard, en alemán), están tomadas de J. Ratzinger, De la mano de Cristo. Homilías sobre la Virgen y algunos Santos, Eunsa, Pamplona 1997, pp. 69-76.
La Beata Ermengarda, fundadora del monasterio de Frauenwörth, junto al Chiemsee, nació en Ratisbona (Regensburg) el año 833 y murió a los 33 años de edad, el 866. Fue hija de Luis II "el Germánico" y Emma von Altdorf. Bisabuelos suyos fueron: Carlomagno, Hildegarda de Vintzgau, el duque Ingerman de Hesbaye, el duque Isembart II von Altdorf, Ermengarda de Francia (hermana de Carlomagno), el duque Widukind "el Grande" de Sajonia y Svetana de Sajonia.
Ermengarda tuvo tres hermanas y dos hermanos. Junto con sus hermanas, fue educada en el monastrio de Buchau (Suabia). Mas tarde, se hizo benedictina y se fue a vivir a la abadía de Frauenwörth, situada en una isla en el lago de Chiemsee (Baviera, cerca de Salzburgo). Fue la primera abadesa y se distinguió por su piedad de vida. Sus restos reposan en la capilla del monasterio. Fue beatificada por Pio XI en 1928. La pequeña isla llamada Fraueninsel ("isla de las mujeres") es un lugar de peregrinación al que acude toda Alemania. Se invoca a Ermengarda para superar la esterilidad y también como protectora en los partos múltiples. Se celebra el día de la Virgen del Carmen, 16 de julio.
Gisela, una de sus hermanas, casó con el duque Bertoldo de Suabia y tuvo dos hijas antepasadas nuestras: Bertilde de Suabia y Cunegunda de Suabia (ver descedencia de Luis "el Germánico").
El 18 de julio de 1993, el Card. Ratzinger pronunció una homilía en el monasterio de la abadía de Frauenwörth, comentando el texto de Mt 13, 24-33 (parábolas del Reino de los Cielos).
Jesús dice que "los justos brillarán como estrellas en el Reino de mi Padre. "Son los santos, personas que habiendo abierto sus ojos a la luz de Dios, despiden a su vez destellos luminosos. A la manera de estrellas suspendidas en el horizonte de la Historia, penetran con sus rayos los nubarrones y oscuridades de los tiempos, e inciden sobre el mundo para dejarnos ver algo de la santidad de Dios" (p. 69). Hay que fijarse en ellos, en los tiempos de crisis. Ellos nos darán luces nuevas para conocer mejor a Dios y a su Iglesia.
La Beata Ermengarda ha dejado en el curso de los siglos una estela continua que las múltiples tinieblas de las épocas no han podido sofocar. Durante la secularización, cuando las puertas del convento se cerraron, las gentes de Chiemgau creyeron ver luces que se movían por las inmediaciones del lugar. Decían que fue una procesión de la Beata Ermengarda. Actualmente, sólo se conserva de una parte la portada de doble planta de el convento que ella fundo, con sus pinturas de ángeles y, de otra, los huesos de la Beata. Esas dos cosas tangibles que nos quedan nos dicen muchas otras.
Ermengarda, al fundar su convento, lo dispuso como un lugar al servicio de la fe. Quería que se extendiera el Reino de Dios por el mundo.
Los frescos de los ángeles nos recuerdan que desde sus mismos orígenes remotos, la vida monacal ha respondido a la idea del angelikos bios, la vida de los ángeles como modelo: mirar la faz de Dios, , estar en diálogo con Él y glorificarle con cantos armoniosos de alabanza. Los ángeles se distinguen porque vuelan y porque cantan.
Vuelan porque son ágiles y pueden alcanzar las alturas porque están desentendidos de su peso y su importancia. Y cantan porque de suyo son diáfanos y rebosan de una alegría que, al integrarse en toda la armonía de la Creación, es un reflejo de la belleza de su Autor.
"Coram angelis psallam tibi, Domine" (Ps 138,1). Ante la faz de tus ángeles he de alabarte, Señor. "Esto nos dice que, en la Liturgia, no sólo estamos reunidos unos con otros, sino que hay alguien más. Nos encontramos asociados a los ángeles mirando la faz de Dios. Con nuestras voces nos unimos a sus coros, y las suyas se juntan con los nuestros. De aquí viene la grandeza de la Liturgia: porque en ésta elevamos nuestros ojos hacia los ángeles y, con ellos, nos ponemos ante la faz del Creador. Si comprendemos esto significa que la Liturgia será para nosotros una fuente de alegría que jamás podrá ser parangonada con todas esas fiestas que nosotros hemos inventado, y en las cuales no se hermanan los Cielos y la tierra. Y, al tener la certeza de que estamos ante los ángeles de Dios, y que ellos mismos están entre nosotros, brotará con nuestro gozo el espíritu de adoración hacia la inmensa Presencia que nos envuelve" (p. 71-72).
"A la vista de este sitio y del estilo de vida que la Beata Ermengarda implantara en esta isla, nos viene a la memoria la frase en que San Benito condensó la quintaesencia de su Regla: «Operi Dei nihil praeponatur» (Antepóngase a todas las cosas, el servicio de Dios). Ha de ser siempre lo principalísimo. A ello se suma lo mismo que el Señor nos ha dejado dicho: «Buscad primeramente el Reino de Dios, y lo demás se os dará por añadidura» (Mt 6, 33). En el espíritu de San Benito, la idea es además una idea completamente práctica para los casos en que puedan surgir dudas. Podríamos preguntarnos: ¿No habrá acaso algo que sea más prioritario? Su respuesta será siempre: no. Jamás podrá surgir alguna cosa que sea más urgente que dedicar tiempo a Dios y disponerse para servirle. Lo demás tomará de ahí su ritmo justo. Tener tiempo para Dios ha de ser siempre criterio de preferencia frente a todo lo restante.
La regla de este mundo es la opuesta: «Operi Dei quaecumque res praeponatur» (Todas las otras cosas son más importantes, y se han de hacer primero: los pendientes, los apuros, etc.; luego viene Dios). El problema es que siempre se va relegando a Dios al final y nunca tenemos tiempo para Él.
"Nuestro tiempo, al quedar huero de Dios, se ha convertido sin más en tiempo vano. Con él vamos flotando en el vacío y, al perder la noción de nuestro fin, ya no sabemos el sentido, la magnitud y la densidad de nuestra vida: porque hemos invertido el orden de las cosas al estimar superfluo lo importante, y hacer de nosotros mismos lo primero sin caer en cuenta de que nuestra importancia verdadera viene sólo de Dios. Busquemos pues su Reino con total preferencia. Dios primero: tal es el llamamiento que esta obra de Irmengarda, su convento y su monasterio, continúan dirigiendo a nuestro mundo" (p. 73).
Los restos de Ermengarda
"¿Y qué nos dicen los restos de Ermengarda? Que murió a los 34 años, y que según han declarado los expertos tras haber analizado los huesos, padecía de artritis, a pesar de su juventud, como la mayoría de sus parientes. Al saber de una muerte tan temprana, y de aquella enfermedad que había venido soportando, nos hacemos cierta idea de su vida, sus fatigas y sus dolores. Nos podemos imaginar cuánto debió de sufrir entre unos muros tan fríos, y en el coro de las horas nocturnas durante unos inviernos largos, oscuros, gélidos y húmedos".
Sus dolores fueron también morales. Supo de la sublevación de su hermano Carlomán contra el padre (Luis "el Germánico"), en 862, que se unió al dux eslavo Ratislav (846-869), guía de checos y moravos y constructor del gran imperio eslavo.
El movimiento coincidió con una nueva agitación de los abodritas (eslavos) y una incursión normanda en Sajonia, a las que se debió hacer frente, así como a la primera aparición de jinetes magiares en los confines de Baviera, que será asolada por las sagitae hungarorum entre 910 y 955 (resonante triunfo de Otón I en Lechfeld, sobre los magiares).
En consecuencia, si fue una mujer de amor, fue al mismo tiempo una mujer de sufrimiento. Ambas cosas van unidas en la vida. "Podemos afirmar que quien se niega a sufrir no puede amar de verdad, pues el amor implica siempre alguna forma de morir a sí mismo, de sentirse arrancado y, con ello, liberado de sí mismo" (p. 74).
Nuestro tiempo ignora la idea de sufrimiento. Queremos "hacer", pero no "padecer". Nuestra vida no es únicamente actividad, sino también "pasividad", estado de pasión. Hemos nacido, y tendremos que morir. Entre la hora del nacimiento y esa otra en la que seremos despojados de la vida, nuestros días son un continuo decaer hacia la muerte. Sólo si unos y otros acertamos a entenderlo y asumirlo, volveremos a comprender la forma verdadera de amarnos mutuamente: porque esto implica siempre que sepamos aceptarnos y sobrellevarnos unos a otros, aunque a veces los demás no sean «de nuestro agrado», nos fastidien y nos «alteren los nervios». Y sólo cuando aceptemos hondamente lo pasivo de nuestra existencia y sus padecimientos, podremos recobrar el sentimiento de la alegría de vivir" (p.74).
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