Su historia nos es conocida por la pluma de San Eulogio de Córdoba (-9 de enero). Su familia era originaria de Sevilla, según dice el santo, y hermana de los Santos Adolfo y Juan, que padecieron martirio al comienzo del reinado de Abderramán II. Los tres eran hijos de padre musulmán y de madre cristiana y santa, Artemia, la cual en su viudedad ingresaría en un monasterio —al igual que le siguió su hija Áurea—, llegaría a ser superiora del mismo y daría ejemplo insigne de todas las virtudes. Pertenecía por parte de padre a una familia de raza árabe y de posición social elevada. La familia vivía en Córdoba.
El martirio de Áurea tuvo dos actos: en el primero, la fortaleza de la monja cristiana salió malparada; en el segundo, recuperado el ánimo, confesó a Cristo hasta el martirio.
Ambos actos sucedieron así:
El primero dura desde que la madre queda viuda y decide retirarse a un convento. Seguramente por la muerte del padre e influencia de la madre, Áurea, como había sucedido con Adolfo y Juan, en vez de profesar la religión islámica, que era lo conforme a la ley, profesaba el cristianismo. Esto no era legal. Los hijos de matrimonios mixtos tenían que ser necesariamente musulmanes y como a tales los miraba el Estado, de forma que si algún hijo de matrimonio mixto era cristiano se le reputaba por apóstata. Áurea, al parecer, no había escarmentado con la muerte de sus hermanos. Ella seguía la religión materna y vivía con su madre en el monasterio de Santa Marta de Cuteclara. Pero en sus apariciones en público vestía el traje árabe, no delatando su vestimenta la religión que profesaba, y además usaba vestidos correspondientes a su alcurnia.
Pero el disimulo no debió ser tanto como para que algunos parientes paternos no sospecharan que Áurea no era musulmana. La verdad es que sabían que vivía con su madre, cristiana desde siempre, y además en una casa religiosa cristiana. Era normal que todo ello les oliera a que ella profesaba el cristianismo. Estos parientes se presentaron a visitarla sin advertirle que lo que buscaban era la verdad de su religiosidad. Y hallaron que, en efecto, Áurea vivía como cristiana. Más aún: pudieron ver que ella también, igual que su madre, había profesado como monja en el monasterio. Era cristiana y era monja. Los parientes no dudaron sobre lo que tenían que hacer: la denunciaron al juez.
El juez llamó a Áurea, que se vio obligada a comparecer ante él y reconocer que se había hecho cristiana y que era monja. El juez le indicó que estaba en situación ilegal y que esta situación traía consigo castigos muy severos. Pero, teniendo en cuenta su alcurnia quizás, si ella volvía al Islam, olvidaría el asunto y todo quedaría en nada.
Áurea entonces prometió al juez que haría lo que se le pedía. Éste fue el hecho escueto. San Eulogio se plantea acerca de la verdadera causa y duda si fue porque se aterrorizó Áurea o porque, sabiendo que le confiscarían todos sus bienes en caso de ser condenada por apostasía, prefirió dar una respuesta que tranquilizara al juez y disponer de su patrimonio con el fin de salvarlo. Pero fuera cual fuera la causa, el hecho es que el juez oyó de labios de Áurea que iba a obedecerle, es decir, que iba a volver al Islam. Áurea no confesó a Cristo en aquella ocasión.
Viene ahora el segundo acto. ¿Con qué sinceridad prometió Áurea obedecer al juez? Al parecer con ninguna. Ella misma dijo más tarde que jamás había tomado en su corazón la decisión de volver al Islam, abandonando el cristianismo. Fue, pues, la suya una promesa meramente exterior, lo que no impedía que ella hubiera faltado gravemente. Vuelta al monasterio, ella siguió practicando el cristianismo, pero en su corazón empezaron los remordimientos y cada día vio más claro que había actuado mal. Lloró entonces amargamente su debilidad y decidió compensarla con una confesión abierta y espontánea. Salió a las calles con hábito de monja cristiana y comenzó a visitar sin recato alguno las iglesias de la ciudad cordobesa.
Ello no podía menos que traer consigo una segunda delación. Bien sabía Áurea lo que le esperaba cuando el juez la hizo, por segunda vez, comparecer ante él. Le recordó el cadí su promesa de volver al Islam y Áurea reconoció que aquella promesa se la había hecho con los labios y no con el corazón, pero que ahora la retiraba y confesaba abiertamente a Cristo, advirtiéndole que era cristiana y que no pensaba dejar de serlo.
El juez procedió con discreción. Teniendo en cuenta la alta alcurnia de Áurea no procedió a condenarla a muerte, sino que la envió a la cárcel, y dio seguidamente cuenta al emir Mohamed I de que una mujer de clase alta se negaba a volver al Islam a tenor de la ley. Bien sabido es que Mohamed I profesaba gran odio al cristianismo y que los cristianos tuvieron muchos problemas con él, especialmente en los comienzos de su reinado, según el mismo San Eulogio nos cuenta. Por ello no puede extrañar que mandara que se diera sobre Áurea la condena correspondiente a la ley y ésta no era otra que la pena de muerte. El día 19 de julio del año 856, un verdugo separó el tronco de la cabeza de Áurea, yendo su alma a encontrarse con Cristo, al que al fin valientemente había confesado.
La memoria de Santa Áurea se celebra en el propio de los santos del arzobispado de Sevilla.
El martirio de Áurea tuvo dos actos: en el primero, la fortaleza de la monja cristiana salió malparada; en el segundo, recuperado el ánimo, confesó a Cristo hasta el martirio.
Ambos actos sucedieron así:
El primero dura desde que la madre queda viuda y decide retirarse a un convento. Seguramente por la muerte del padre e influencia de la madre, Áurea, como había sucedido con Adolfo y Juan, en vez de profesar la religión islámica, que era lo conforme a la ley, profesaba el cristianismo. Esto no era legal. Los hijos de matrimonios mixtos tenían que ser necesariamente musulmanes y como a tales los miraba el Estado, de forma que si algún hijo de matrimonio mixto era cristiano se le reputaba por apóstata. Áurea, al parecer, no había escarmentado con la muerte de sus hermanos. Ella seguía la religión materna y vivía con su madre en el monasterio de Santa Marta de Cuteclara. Pero en sus apariciones en público vestía el traje árabe, no delatando su vestimenta la religión que profesaba, y además usaba vestidos correspondientes a su alcurnia.
Pero el disimulo no debió ser tanto como para que algunos parientes paternos no sospecharan que Áurea no era musulmana. La verdad es que sabían que vivía con su madre, cristiana desde siempre, y además en una casa religiosa cristiana. Era normal que todo ello les oliera a que ella profesaba el cristianismo. Estos parientes se presentaron a visitarla sin advertirle que lo que buscaban era la verdad de su religiosidad. Y hallaron que, en efecto, Áurea vivía como cristiana. Más aún: pudieron ver que ella también, igual que su madre, había profesado como monja en el monasterio. Era cristiana y era monja. Los parientes no dudaron sobre lo que tenían que hacer: la denunciaron al juez.
El juez llamó a Áurea, que se vio obligada a comparecer ante él y reconocer que se había hecho cristiana y que era monja. El juez le indicó que estaba en situación ilegal y que esta situación traía consigo castigos muy severos. Pero, teniendo en cuenta su alcurnia quizás, si ella volvía al Islam, olvidaría el asunto y todo quedaría en nada.
Áurea entonces prometió al juez que haría lo que se le pedía. Éste fue el hecho escueto. San Eulogio se plantea acerca de la verdadera causa y duda si fue porque se aterrorizó Áurea o porque, sabiendo que le confiscarían todos sus bienes en caso de ser condenada por apostasía, prefirió dar una respuesta que tranquilizara al juez y disponer de su patrimonio con el fin de salvarlo. Pero fuera cual fuera la causa, el hecho es que el juez oyó de labios de Áurea que iba a obedecerle, es decir, que iba a volver al Islam. Áurea no confesó a Cristo en aquella ocasión.
Viene ahora el segundo acto. ¿Con qué sinceridad prometió Áurea obedecer al juez? Al parecer con ninguna. Ella misma dijo más tarde que jamás había tomado en su corazón la decisión de volver al Islam, abandonando el cristianismo. Fue, pues, la suya una promesa meramente exterior, lo que no impedía que ella hubiera faltado gravemente. Vuelta al monasterio, ella siguió practicando el cristianismo, pero en su corazón empezaron los remordimientos y cada día vio más claro que había actuado mal. Lloró entonces amargamente su debilidad y decidió compensarla con una confesión abierta y espontánea. Salió a las calles con hábito de monja cristiana y comenzó a visitar sin recato alguno las iglesias de la ciudad cordobesa.
Ello no podía menos que traer consigo una segunda delación. Bien sabía Áurea lo que le esperaba cuando el juez la hizo, por segunda vez, comparecer ante él. Le recordó el cadí su promesa de volver al Islam y Áurea reconoció que aquella promesa se la había hecho con los labios y no con el corazón, pero que ahora la retiraba y confesaba abiertamente a Cristo, advirtiéndole que era cristiana y que no pensaba dejar de serlo.
El juez procedió con discreción. Teniendo en cuenta la alta alcurnia de Áurea no procedió a condenarla a muerte, sino que la envió a la cárcel, y dio seguidamente cuenta al emir Mohamed I de que una mujer de clase alta se negaba a volver al Islam a tenor de la ley. Bien sabido es que Mohamed I profesaba gran odio al cristianismo y que los cristianos tuvieron muchos problemas con él, especialmente en los comienzos de su reinado, según el mismo San Eulogio nos cuenta. Por ello no puede extrañar que mandara que se diera sobre Áurea la condena correspondiente a la ley y ésta no era otra que la pena de muerte. El día 19 de julio del año 856, un verdugo separó el tronco de la cabeza de Áurea, yendo su alma a encontrarse con Cristo, al que al fin valientemente había confesado.
La memoria de Santa Áurea se celebra en el propio de los santos del arzobispado de Sevilla.
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