Se abría el segundo milenio cristiano con una sonrisa de esperanza. La voz de Gerberto, que había dado un crepúsculo bello y tranquilo a aquel siglo X, atormentado y caótico, acababa de extinguirse, «dejando al mundo helado de horror», según la expresión de un cronista de aquel tiempo. Pero el relámpago del genio había roto para siempre la nube de la barbarie. Los discípulos del gran Pontífice recogían solícitos su herencia, surgían nuevos maestros, la tierra se cubría del manto alegre de sus iglesias románicas, y Enrique II, el joven rey de Germania, recogía con entusiasmo aquel gran ideal político-religioso de un Imperio de amor y de paz, realizado por la confederación de los príncipes cristianos bajo la sombra del águila imperial, para la gloria de Cristo y la felicidad de los pueblos.
Sabio, recto y bueno, este nieto de Carlomagno y de Otón el Grande había recibido la educación de un monje más que la de un guerrero. Un monasterio de Hildesheim le protegió, en días aciagos para su familia, contra las suspicacias de Otón II, y allí creció aprendiendo la gramática, traduciendo a Virgilio y cantando los salmos. A los veinte años ya puede empuñar la lanza y montar a caballo y prepararse para ceñir la corona ducal de Baviera. Otón II ha visto su mirada leal, y sabe que no tiene nada que temer de aquel vastago de un competidor de su padre. Es su mejor apoyo, el compañero de sus expediciones guerreras, el ornamento de su corte y el confidente de sus grandes proyectos de dominio universal. Va a ser también su continuador. Orón muere en 1002, cuando se preparaba a realizar sus sueños generosos. «El dolor—dice un cronista de aquellos días—hubiera sido irremediable si no nos hubiera quedado el duque Enrique, que entonces gobernaba el ducado de Baviera, rigiendo al pueblo en la justicia, amplificando la paz, aumentando el prestigio de las iglesias, magnificando la religión y la ley.»
Enrique amaba la paz, pero no temía la guerra. Aunque pertenecía más a la raza de los grandes políticos que a la de los conquistadores, empieza su gobierno humillando a sus competidores en el interior y restableciendo en el exterior el prestigio del Imperio. Triunfa en Italia, fortifica el lazo feudal, que intentaban romper los pueblos eslavos del Este, y aniquila un conato de revuelta en su mismo palacio. Después se consagra de lleno a su programa de restauración social y religiosa. Es un programa heredado de su antecesor; pero mientras que Otón III era un utopista, un sonador, él; dotado de una visión certera y práctica, no obra sino después de una larga reflexión. La fe de Otón se complacía en los procedimientos altivos y en las demostraciones ruidosas; la de Enrique es discreta y sólida a la vez, y sabe encontrar sabias combinaciones para conciliar los intereses de la Iglesia con los del Estado. El celo religioso va en él estrechamente unido a la ambición del poder, y no quiere restablecer el prestigio de la autoridad real sino con la ayuda de una política profundamente cristiana. Se ocupa de liturgia y de estudios, con más competencia que Carlomagno. Con él, la cuestión de la reforma eclesiástica va a ocupar el primer plano; se esforzará sinceramente por regenerar a la Iglesia, no sin hacerla servir para robustecer su propia autoridad.
Empieza fundando, dotando y restaurando los monasterios, donde va a encontrar sus mejores colaboradores. El monacato es, a sus ojos, un organismo maravillosamente apto para realizar su obra de civilización. Veía en cada monasterio una fuerza viva, alrededor de la cual encontraban apoyo y trabajo poblaciones enteras; un foco de oración, de estudio y de actividad bienhechora, un dominio que limitaba las posesiones de los grandes vasallos, siempre propensos a la revuelta. Quiere monasterios ricos e influyentes, pero al mismo tiempo observantes. Busca hospitalidad en ellos mejor aún que en los palacios; asiste a las vigilias monacales como en los días de su infancia, y preside con frecuencia las comidas de los monjes, contento con sus pobres escudillas de legumbres. Pero estas visitas tienen, a la vez, un carácter de piedad y de inspección. Cuando encuentra abusos, no teme arrancarlos con energía. Una estrecha amistad une al emperador con el gran reformador del siglo, con Odilón de Cluny. En aquella obra de reforma monástica, Odilón es la cabeza. Enrique, el brazo derecho. Con la aprobación del abad de Cluny, Enrique depone prelados indignos, quebranta resistencias, destruye la relajación y restablece la disciplina. Enriquece a los monasterios y vela sobre ellos con la solicitud de quien se considera el abad de los abades. Quiere que la tutela imperial garantice su bienestar temporal y espiritual. Cuando llega a Montecasino, hace que los monjes elijan un nuevo abad en su presencia, y le recibe bajo su regio protectorado. Toda elección nueva deberá recibir su aprobación antes que el elegido sea consagrado por el Papa.
El piadoso emperador recorre todo el Imperio, desde Nápoles hasta el Báltico, imponiendo su programa de reforma. Es un amante de la paz, y se esfuerza por verla reinar en sus dominios. Proclama y favorece «la paz de Dios»; conferencia con Roberto el Piadoso, rey de Francia, para estudiar la manera de extender esta paz a todo el universo; y va de ciudad en ciudad reuniendo asambleas, en que todos, desde el más humilde al más poderoso, juran «mantener la paz, no invadir las iglesias como no sea para arrestar a un malhechor; no asaltar a clérigos y monjes que no lleven armas seculares; no robar ni buey ni vaca, ni ninguna otra bestia de carga; no aprisionar a aldeano, aldeana o mercaderes; no apropiarse caballos o jumentos en los pastos; no destruir ni incendiar las casas; no arrancar ni vendimiar las viñas con pretexto de guerra». Los pueblos reciben con entusiasmo al buen rey, que trabaja de esa manera por el bienestar de su vida. Cuando llega a una población, la multitud le rodea gritando: «¡Paz, paz, paz!», y ese mismo grito se repite en las asambleas, mientras los obispos levantan sus báculos y los guerreros humillan sus espadas.
Al lado del emperador se mueve una multitud de hombres activos, celosos y entusiastas. Los margraves, que se oponían al movimiento, han sido corregidos con severidad o depuestos. El rey interviene en los Concilios, censura la negligencia de los prelados, inspira sus consejos y da a sus decisiones la consagración de la majestad imperial. En pocos años ha logrado renovar completamente el episcopado germánico. Lo mismo que a los abades, depone a los obispos recalcitrantes. Confirma a las iglesias el privilegio tradicional de la libre elección, pero se guarda muy bien de conceder otros nuevos, y nunca se olvida de añadir esta cláusula: «salvo el consentimiento real». Considera la entrega del anillo y del báculo, insignias de la dignidad episcopal, como atributo exclusivo del emperador. Es un derecho que le da la costumbre de aquel tiempo, y del cual usa siempre con rectitud y sabiduría, eligiendo hombres de positivo valor y de vida ejemplar, capaces de secundarle en su acción reformadora.
El cristianismo iba penetrando lentamente en los pueblos de la frontera oriental del Imperio, pero también allí llegaba la influencia del emperador. Consigue la conversión de San Esteban, rey de Hungría, a quien había casado con una hermana suya, y para acelerar la propaganda misionera, restablece al este del Saale y del Elba el episcopado de Meseburg y crea el de Bamberg. Esto era en 1012. Un año más tarde se presentaba de nuevo en Italia, apaciguaba las luchas que ensangrentaban las calles de Roma, y recibía de manos de Benedicto VIII la corona imperial. El Papa le recibió rodeado de un numeroso cortejo de prelados, presentándole un globo de oro adornado de piedras preciosas y rematado en una cruz. Era el símbolo del poder que el soberano debía ejercer sobre el mundo como fiel soldado de Cristo. Enrique le tomó en sus manos, admiró su belleza y dijo:
«Nadie más digno de poseer tal presente que los que, lejos del mundo, se consagran a la práctica de la virtud y gozan de la intimidad de Dios.» Y envió la esfera a los monjes de Cluny. La buena armonía sellada entonces entre el emperador y el Papa no se interrumpió un solo momento mientras vivieron. Ella les permitió trabajar con eficacia por el bien de la cristiandad y proseguir aquel plan de restauración tan generosamente inaugurado. Delante del sucesor de San Pedro, Enrique obraba como el más respetuoso de los fieles, pero conocía los peligros que rodeaban al pontificado, y sabía que en aquellas circunstancias sólo el poder imperial lograría tener a raya las facciones italianas. Esta preocupación palpita en una carta famosa que firmó antes de salir de Roma. Por ella se reservaba el derecho de velar, como defensor de la Iglesia romana, por la seguridad del Vicario de Cristo y la eleción canónica de su sucesor, exigiendo que el nuevo Papa jurase respetar los derechos de todo el mundo.
Hay que reconocer que San Enrique no siempre tuvo la noción exacta de las atribuciones del poder temporal; pero si alguna vez saltó sus fronteras, fue siempre a impulso de su celo por el bienestar de la Iglesia y de su amor al mejoramiento de la sociedad cristiana. Nadie como él tuvo la conciencia de los males de su tiempo, y nadie trabajó con tanta energía para remediarlos. Y pudo morir tranquilo al ver cómo despertaba en la nueva generación el sentimiento de los intereses comunes; el afán de regeneración, el ardor por combatir los abusos y la inquietud por el exceso de la corrupción. Era una parte de su obra.
San Enrique había empezado por encarnar en su vida aquel alto ideal, que hubiera querido imponer en todos los hogares de su Imperio. Dueño de sí mismo en todas las complicaciones de la política, lo era más aún en el gobierno de sus actos y el dominio de su corazón. Tenía el recato de una virgen, el fervor de un monje y la austeridad de un anacoreta. Más de una vez quiso cambiar el manto imperial por la cogulla monástica; pero los abades no querían recibirle en sus monasterios, convencidos de que su puesto estaba en el trono. Destinado desde su infancia a la clericatura, hizo el propósito de pasar su vida en castidad perfecta; pero tanto le hablaron los príncipes y los mismos obispos de las razones de Estado, que al fin les dijo:
«Sea, me casaré; pero habéis de traerme la mujer más virtuosa, la más bella, la más amable y la más noble del Imperio.» Le trajeron una doncella, hija del conde palatino, que se llamaba Gunegundis y vivía retirada en su castillo de las orillas del Rin. Los obispos bendijeron aquella unión dichosa, y Alemania se alegró—dice un cronista— como se alegran los campos con el rocío de la aurora en un día de estío. Más se alegraron los ángeles del Cielo. Desde la primera noche los dos esposos hicieron votos de vivir como hermanos. «Ahora ya puedo llamarte mi amiga, mi esposa inmaculada—decía Enrique a Gunegundis—. Como a una esposa te amaré siempre, y siempre te tendré como la más querida mitad de mí mismo.»
La historia del mundo nos ofrece pocos rasgos tan bellos. En aquella primera mitad del siglo XI, cuando la concupiscencia había roto vallas y frenos, cuando los señores feudales apresaban en sus castillos las hijas de sus vasallos, y los obispos y los clérigos y los monjes mismos, ante la ley del celibato, intimada por los cánones conciliares, gritaban aguijoneados por la pasión: «No es posible», Dios quiso dar a los hombres aquel ejemplo de dos príncipes que en medio de las delicias de la corte, entre un mundo ávido de satisfacer sus apetitos, de gozar, tienen valor para luchar contra todas las influencias y sobreponerse a todos los prejuicios. Era el cumplimiento de la palabra evangélica:
«Cuando venga el Paráclito, convencerá al mundo de pecado, de justicia y de juicio.»
Pero el mundo no perdona fácilmente esa dura lección. Un rumor escandaloso se esparció por la corte, y el pueblo le recogió con avidez. Malas lenguas decían que la emperatriz deshonraba a su marido. Dijéronlo un día y otro día, y el emperador acabó por creerlo, con el mayor desgarramiento de su alma. Fue una tragedia doméstica, sin violencias, pero con algo peor, la frialdad, la separación de dos almas que estaban unidas en Dios. Enrique olvidaba, resignado, en medio de la agitación de los negocios y los consuelos de la oración. Gunegundis rezaba y lloraba; y un día, echándose a los pies de su marido, le dijo: «Señor, creed que soy inocente. No os lo digo por mí, sino por la gloria del Imperio, y estoy dispuesta a probarlo de cualquier manera.» La prueba se realizó, pública, como el maligno rumor. Fue una ordalía, lo que entonces se llamaba el juicio de Dios. Príncipes, obispos y pueblos se reunieron en la ciudad real de Bamberg. En medio de la plaza, una tras otra, brillaban doce rejas de arado largas, humeantes, incandescentes. Suelta la cabellera blonda, vestida de una túnica blanca, símbolo de su inocencia, más bella que nunca, las manos cruzadas, los ojos clavados en el Cielo, Gunegundis empezó a caminar a través del hierro candente. Un estremecimiento de horror agitaba a la muchedumbre. Entre tanto, ella avanzaba, serena, por la senda roja, y en su extremo se detuvo como en un escabel de honor. Miles de voces proclamaban su inocencia; los calumniadores caían de rodillas pidiendo perdón, y Enrique se acercaba a ella, la cogía de la mano, la volvía a colocar en el solio imperial y reanudaba con ella aquella vida santa que perfumaba la corte y regocijaba al Cielo. Al tiempo de morir, podía decir a sus obispos y a sus margraves: «Más de veinte años hace que me confiasteis esta virgen de Cristo; yo la devuelvo al Señor Jesús y a vosotros, con toda la pureza de su virginidad.»
En un monasterio de Bamberg vivió durante catorce años una hermana que vestía la negra cogulla de estameña. Era la sirvienta de todas las monjas y la más humilde. Cuando la preguntaban por sus tiempos de emperatriz, ella respondía: «Dejad eso, hermanas; todas somos esposas de Cristo, y esa es nuestra mayor gloria.» Sin embargo, al tiempo de morir, mandó que la llevasen a dormir el último sueño junto a su señor y hermano, el santo emperador Enrique. Sobre él mármol fúnebre reposan todavía sus figuras, dulces y serenas en la muerte; ella, con el cetro del Imperio en la diestra; él, con la esfera coronada por la cruz. Sobre las cabezas, el brillo de las tiaras imperiales, y a los pies, mordiéndoles rabiosas el manto, las bestias del placer, que subyugaron y pisotearon.
Sabio, recto y bueno, este nieto de Carlomagno y de Otón el Grande había recibido la educación de un monje más que la de un guerrero. Un monasterio de Hildesheim le protegió, en días aciagos para su familia, contra las suspicacias de Otón II, y allí creció aprendiendo la gramática, traduciendo a Virgilio y cantando los salmos. A los veinte años ya puede empuñar la lanza y montar a caballo y prepararse para ceñir la corona ducal de Baviera. Otón II ha visto su mirada leal, y sabe que no tiene nada que temer de aquel vastago de un competidor de su padre. Es su mejor apoyo, el compañero de sus expediciones guerreras, el ornamento de su corte y el confidente de sus grandes proyectos de dominio universal. Va a ser también su continuador. Orón muere en 1002, cuando se preparaba a realizar sus sueños generosos. «El dolor—dice un cronista de aquellos días—hubiera sido irremediable si no nos hubiera quedado el duque Enrique, que entonces gobernaba el ducado de Baviera, rigiendo al pueblo en la justicia, amplificando la paz, aumentando el prestigio de las iglesias, magnificando la religión y la ley.»
Enrique amaba la paz, pero no temía la guerra. Aunque pertenecía más a la raza de los grandes políticos que a la de los conquistadores, empieza su gobierno humillando a sus competidores en el interior y restableciendo en el exterior el prestigio del Imperio. Triunfa en Italia, fortifica el lazo feudal, que intentaban romper los pueblos eslavos del Este, y aniquila un conato de revuelta en su mismo palacio. Después se consagra de lleno a su programa de restauración social y religiosa. Es un programa heredado de su antecesor; pero mientras que Otón III era un utopista, un sonador, él; dotado de una visión certera y práctica, no obra sino después de una larga reflexión. La fe de Otón se complacía en los procedimientos altivos y en las demostraciones ruidosas; la de Enrique es discreta y sólida a la vez, y sabe encontrar sabias combinaciones para conciliar los intereses de la Iglesia con los del Estado. El celo religioso va en él estrechamente unido a la ambición del poder, y no quiere restablecer el prestigio de la autoridad real sino con la ayuda de una política profundamente cristiana. Se ocupa de liturgia y de estudios, con más competencia que Carlomagno. Con él, la cuestión de la reforma eclesiástica va a ocupar el primer plano; se esforzará sinceramente por regenerar a la Iglesia, no sin hacerla servir para robustecer su propia autoridad.
Empieza fundando, dotando y restaurando los monasterios, donde va a encontrar sus mejores colaboradores. El monacato es, a sus ojos, un organismo maravillosamente apto para realizar su obra de civilización. Veía en cada monasterio una fuerza viva, alrededor de la cual encontraban apoyo y trabajo poblaciones enteras; un foco de oración, de estudio y de actividad bienhechora, un dominio que limitaba las posesiones de los grandes vasallos, siempre propensos a la revuelta. Quiere monasterios ricos e influyentes, pero al mismo tiempo observantes. Busca hospitalidad en ellos mejor aún que en los palacios; asiste a las vigilias monacales como en los días de su infancia, y preside con frecuencia las comidas de los monjes, contento con sus pobres escudillas de legumbres. Pero estas visitas tienen, a la vez, un carácter de piedad y de inspección. Cuando encuentra abusos, no teme arrancarlos con energía. Una estrecha amistad une al emperador con el gran reformador del siglo, con Odilón de Cluny. En aquella obra de reforma monástica, Odilón es la cabeza. Enrique, el brazo derecho. Con la aprobación del abad de Cluny, Enrique depone prelados indignos, quebranta resistencias, destruye la relajación y restablece la disciplina. Enriquece a los monasterios y vela sobre ellos con la solicitud de quien se considera el abad de los abades. Quiere que la tutela imperial garantice su bienestar temporal y espiritual. Cuando llega a Montecasino, hace que los monjes elijan un nuevo abad en su presencia, y le recibe bajo su regio protectorado. Toda elección nueva deberá recibir su aprobación antes que el elegido sea consagrado por el Papa.
El piadoso emperador recorre todo el Imperio, desde Nápoles hasta el Báltico, imponiendo su programa de reforma. Es un amante de la paz, y se esfuerza por verla reinar en sus dominios. Proclama y favorece «la paz de Dios»; conferencia con Roberto el Piadoso, rey de Francia, para estudiar la manera de extender esta paz a todo el universo; y va de ciudad en ciudad reuniendo asambleas, en que todos, desde el más humilde al más poderoso, juran «mantener la paz, no invadir las iglesias como no sea para arrestar a un malhechor; no asaltar a clérigos y monjes que no lleven armas seculares; no robar ni buey ni vaca, ni ninguna otra bestia de carga; no aprisionar a aldeano, aldeana o mercaderes; no apropiarse caballos o jumentos en los pastos; no destruir ni incendiar las casas; no arrancar ni vendimiar las viñas con pretexto de guerra». Los pueblos reciben con entusiasmo al buen rey, que trabaja de esa manera por el bienestar de su vida. Cuando llega a una población, la multitud le rodea gritando: «¡Paz, paz, paz!», y ese mismo grito se repite en las asambleas, mientras los obispos levantan sus báculos y los guerreros humillan sus espadas.
Al lado del emperador se mueve una multitud de hombres activos, celosos y entusiastas. Los margraves, que se oponían al movimiento, han sido corregidos con severidad o depuestos. El rey interviene en los Concilios, censura la negligencia de los prelados, inspira sus consejos y da a sus decisiones la consagración de la majestad imperial. En pocos años ha logrado renovar completamente el episcopado germánico. Lo mismo que a los abades, depone a los obispos recalcitrantes. Confirma a las iglesias el privilegio tradicional de la libre elección, pero se guarda muy bien de conceder otros nuevos, y nunca se olvida de añadir esta cláusula: «salvo el consentimiento real». Considera la entrega del anillo y del báculo, insignias de la dignidad episcopal, como atributo exclusivo del emperador. Es un derecho que le da la costumbre de aquel tiempo, y del cual usa siempre con rectitud y sabiduría, eligiendo hombres de positivo valor y de vida ejemplar, capaces de secundarle en su acción reformadora.
El cristianismo iba penetrando lentamente en los pueblos de la frontera oriental del Imperio, pero también allí llegaba la influencia del emperador. Consigue la conversión de San Esteban, rey de Hungría, a quien había casado con una hermana suya, y para acelerar la propaganda misionera, restablece al este del Saale y del Elba el episcopado de Meseburg y crea el de Bamberg. Esto era en 1012. Un año más tarde se presentaba de nuevo en Italia, apaciguaba las luchas que ensangrentaban las calles de Roma, y recibía de manos de Benedicto VIII la corona imperial. El Papa le recibió rodeado de un numeroso cortejo de prelados, presentándole un globo de oro adornado de piedras preciosas y rematado en una cruz. Era el símbolo del poder que el soberano debía ejercer sobre el mundo como fiel soldado de Cristo. Enrique le tomó en sus manos, admiró su belleza y dijo:
«Nadie más digno de poseer tal presente que los que, lejos del mundo, se consagran a la práctica de la virtud y gozan de la intimidad de Dios.» Y envió la esfera a los monjes de Cluny. La buena armonía sellada entonces entre el emperador y el Papa no se interrumpió un solo momento mientras vivieron. Ella les permitió trabajar con eficacia por el bien de la cristiandad y proseguir aquel plan de restauración tan generosamente inaugurado. Delante del sucesor de San Pedro, Enrique obraba como el más respetuoso de los fieles, pero conocía los peligros que rodeaban al pontificado, y sabía que en aquellas circunstancias sólo el poder imperial lograría tener a raya las facciones italianas. Esta preocupación palpita en una carta famosa que firmó antes de salir de Roma. Por ella se reservaba el derecho de velar, como defensor de la Iglesia romana, por la seguridad del Vicario de Cristo y la eleción canónica de su sucesor, exigiendo que el nuevo Papa jurase respetar los derechos de todo el mundo.
Hay que reconocer que San Enrique no siempre tuvo la noción exacta de las atribuciones del poder temporal; pero si alguna vez saltó sus fronteras, fue siempre a impulso de su celo por el bienestar de la Iglesia y de su amor al mejoramiento de la sociedad cristiana. Nadie como él tuvo la conciencia de los males de su tiempo, y nadie trabajó con tanta energía para remediarlos. Y pudo morir tranquilo al ver cómo despertaba en la nueva generación el sentimiento de los intereses comunes; el afán de regeneración, el ardor por combatir los abusos y la inquietud por el exceso de la corrupción. Era una parte de su obra.
San Enrique había empezado por encarnar en su vida aquel alto ideal, que hubiera querido imponer en todos los hogares de su Imperio. Dueño de sí mismo en todas las complicaciones de la política, lo era más aún en el gobierno de sus actos y el dominio de su corazón. Tenía el recato de una virgen, el fervor de un monje y la austeridad de un anacoreta. Más de una vez quiso cambiar el manto imperial por la cogulla monástica; pero los abades no querían recibirle en sus monasterios, convencidos de que su puesto estaba en el trono. Destinado desde su infancia a la clericatura, hizo el propósito de pasar su vida en castidad perfecta; pero tanto le hablaron los príncipes y los mismos obispos de las razones de Estado, que al fin les dijo:
«Sea, me casaré; pero habéis de traerme la mujer más virtuosa, la más bella, la más amable y la más noble del Imperio.» Le trajeron una doncella, hija del conde palatino, que se llamaba Gunegundis y vivía retirada en su castillo de las orillas del Rin. Los obispos bendijeron aquella unión dichosa, y Alemania se alegró—dice un cronista— como se alegran los campos con el rocío de la aurora en un día de estío. Más se alegraron los ángeles del Cielo. Desde la primera noche los dos esposos hicieron votos de vivir como hermanos. «Ahora ya puedo llamarte mi amiga, mi esposa inmaculada—decía Enrique a Gunegundis—. Como a una esposa te amaré siempre, y siempre te tendré como la más querida mitad de mí mismo.»
La historia del mundo nos ofrece pocos rasgos tan bellos. En aquella primera mitad del siglo XI, cuando la concupiscencia había roto vallas y frenos, cuando los señores feudales apresaban en sus castillos las hijas de sus vasallos, y los obispos y los clérigos y los monjes mismos, ante la ley del celibato, intimada por los cánones conciliares, gritaban aguijoneados por la pasión: «No es posible», Dios quiso dar a los hombres aquel ejemplo de dos príncipes que en medio de las delicias de la corte, entre un mundo ávido de satisfacer sus apetitos, de gozar, tienen valor para luchar contra todas las influencias y sobreponerse a todos los prejuicios. Era el cumplimiento de la palabra evangélica:
«Cuando venga el Paráclito, convencerá al mundo de pecado, de justicia y de juicio.»
Pero el mundo no perdona fácilmente esa dura lección. Un rumor escandaloso se esparció por la corte, y el pueblo le recogió con avidez. Malas lenguas decían que la emperatriz deshonraba a su marido. Dijéronlo un día y otro día, y el emperador acabó por creerlo, con el mayor desgarramiento de su alma. Fue una tragedia doméstica, sin violencias, pero con algo peor, la frialdad, la separación de dos almas que estaban unidas en Dios. Enrique olvidaba, resignado, en medio de la agitación de los negocios y los consuelos de la oración. Gunegundis rezaba y lloraba; y un día, echándose a los pies de su marido, le dijo: «Señor, creed que soy inocente. No os lo digo por mí, sino por la gloria del Imperio, y estoy dispuesta a probarlo de cualquier manera.» La prueba se realizó, pública, como el maligno rumor. Fue una ordalía, lo que entonces se llamaba el juicio de Dios. Príncipes, obispos y pueblos se reunieron en la ciudad real de Bamberg. En medio de la plaza, una tras otra, brillaban doce rejas de arado largas, humeantes, incandescentes. Suelta la cabellera blonda, vestida de una túnica blanca, símbolo de su inocencia, más bella que nunca, las manos cruzadas, los ojos clavados en el Cielo, Gunegundis empezó a caminar a través del hierro candente. Un estremecimiento de horror agitaba a la muchedumbre. Entre tanto, ella avanzaba, serena, por la senda roja, y en su extremo se detuvo como en un escabel de honor. Miles de voces proclamaban su inocencia; los calumniadores caían de rodillas pidiendo perdón, y Enrique se acercaba a ella, la cogía de la mano, la volvía a colocar en el solio imperial y reanudaba con ella aquella vida santa que perfumaba la corte y regocijaba al Cielo. Al tiempo de morir, podía decir a sus obispos y a sus margraves: «Más de veinte años hace que me confiasteis esta virgen de Cristo; yo la devuelvo al Señor Jesús y a vosotros, con toda la pureza de su virginidad.»
En un monasterio de Bamberg vivió durante catorce años una hermana que vestía la negra cogulla de estameña. Era la sirvienta de todas las monjas y la más humilde. Cuando la preguntaban por sus tiempos de emperatriz, ella respondía: «Dejad eso, hermanas; todas somos esposas de Cristo, y esa es nuestra mayor gloria.» Sin embargo, al tiempo de morir, mandó que la llevasen a dormir el último sueño junto a su señor y hermano, el santo emperador Enrique. Sobre él mármol fúnebre reposan todavía sus figuras, dulces y serenas en la muerte; ella, con el cetro del Imperio en la diestra; él, con la esfera coronada por la cruz. Sobre las cabezas, el brillo de las tiaras imperiales, y a los pies, mordiéndoles rabiosas el manto, las bestias del placer, que subyugaron y pisotearon.
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