Patrono de los mendigos, peregrinos, viajeros y enfermeros.
Más allá del Eufrates, en la frontera oriental del Imperio romano, se alzaba la ciudad de Edesa, famosa por sus templos, por sus palacios y por sus leyendas. De todos los pueblos de la tierra iban allí para venerar el sepulcro de Santo Tomás y besar la carta que Cristo había enviado al rey Abgar y beber las aguas milagrosas que brotaban en el patio central de la regia morada. «Creedme—decía Eteria a sus compañeras—, no hay cristiano de los que van a visitar los santos lugares de Jerusalén, que no se decida a llegar a esta ciudad, metrópoli de Mesopotamia.» Los peregrinos cruzaban en grupos compactos por sus calles, llenaban sus pórticos y hormigueaban en torno a sus santuarios. La estatua del rey Abgar, «aquella estatua de mármol que resplandecía como una margarita y parecía el retrato de la nobleza y la prudencia», tenía los pies gastados por los ósculos de millones de devotos. Había extranjeros que no acertaban a separase de allí: la contemplación de aquellas letras, que ingenuamente creían trazadas por la mano del Señor, les hacía felices; parecíales que aquellas piedras, cerca de las cuales descansaba el apóstol que había metido la mano en el pecho de Jesús, olían a fe y a santidad; y cuando bebían de la fuente que brotaba bajo los pórticos del palacio, creían sentir súbitamente extinguido el ardor de sus pasiones. Se hubieran muerto de la pena de morir en otra parte que en Edesa.
Así le sucedía a un occidental que aparecía todas las mañanas a la puerta de la iglesia, «grande, hermosa y nueva, verdaderamente digna de ser casa de Dios», donde descansaba el cuerpo del apóstol. Al principio se había hablado mucho de él, lo mismo en las plazas que en las sacristías. Se le vio vestido de seda y perfumado, distribuyendo monedas de oro por las callejas, presentando ricas ofrendas en los altares, y dejando a los sacerdotes regalos espléndidos. Muy pronto se le agotó el dinero, y desde entonces empezaron a abandonarle los amigos que antes le acompañaban. No obstante, él vivía más alegre que nunca. Diariamente rezaba en la basílica con los brazos extendidos y los ojos humedecidos por las lágrimas. Después se estacionaba a la puerta y tendía la mano a los peregrinos. Así se le pasaban las horas en compañía de otros mendigos, que imploraban como él la caridad pública; hombres de todos países, persas y griegos, orientales y occidentales, que vivían sirviendo a su devoción o ayudando a la devoción de los demás. Ellos se sabían de memoria la carta del Señor, el origen milagroso de las fuentes, la leyenda del apóstol incrédulo, la historia de cada monumento y cada piedra y hasta el nombre del artista que hizo la estatua del rey Abgar. Cuando veían algún compatriota, se acercaban a él, le seguían obstinadamente, y no le dejaban hasta que le hacían aceptar sus servicios.
Este occidental, este joven que llegó cubierto de oro y había tenido que buscar de limosna una capa raída, hacía lo mismo que sus compañeros; pero ni en sus San Alejopalabras hubo nunca grosería, ni avaricia en sus ojos. Un sentimiento de compasión le movía y alentaba. Sabía lo que es encontrarse en una tierra extraña, donde todos hablan una lengua distinta y sólo se ven miradas de indiferencia. Espiaba cualquier palabra latina que se pronunciase bajo los pórticos, para acercarse delicadamente al que la profería y sacarle de sus dudas e inquietudes. Muchas veces rechazó las monedas de oro que le ofrecía el agradecimiento de las damas ilustres venidas de Milán o de Cartago, de Tarragona o de Lyón.
Y había en su gesto un aire aristocrático que dejaba desconcertados a los que le veían.
Y he aquí que una mañana estaba sentado a la puerta de la iglesia, cuando vio a dos jóvenes que departían a su lado con la más pura pronunciación latina. Aparentando un aire distraído, recogía sus palabras entre el murmullo de los que entraban y salían, y la conversación empezaba a intrigarle.
—No es posible encontrarlo—decía uno de los interlocutores—; hemos recorrido todas las ciudades del Asia, y en ninguna parte han podido darnos el menor rayo de luz.
—Si te parece, podemos ir hasta la capital de los persas preguntando por él.
—No tengo valor para tanto; es una tierra desconocida y llena de peligros.
Aquí el mendigo ya no pudo contenerse; dió un salto hacia los dos muchachos, y les dijo:
—Dios os guarde, amigos; veo que andáis preocupados; decidme si en algo puedo serviros, que yo conozco bien esta tierra.
—Es una historia muy larga—dijo uno de los muchachos—; llévanos a una posada y allí te la contaremos.
El mendigo recogió los mantos de sus dos compatriotas, y les guió hacia una alberguería que se alzaba enfrente de la basílica. Allí, delante de un jarro de vino claro, criado en las riberas del Eufrates, le contaron una emocionante historia.
—Nosotros—dijo uno de aquellos jóvenes—somos dos esclavos de Eufemiano, ilustre senador de Roma.
Al oír estas palabras, el mendigo palideció, pero logró dominar rápidamente aquella primera impresión. El mancebo continuó su relato.
—Es el caso que, hace tres años, el hijo de nuestro amo desapareció de casa. Fue el mismo día de las bodas; todo había sido preparado: el tálamo resplandecía como un trono, las guirnaldas y las flores llenaban el palacio, y los novios habían recibido ya las coronas de los desposados, en que los jazmines brillaban juntamente con las perlas. ¿Tú conoces a Roma?
—Algo—respondió el mendigo.
—Pues la ceremonia se realizó en la iglesia de San Bonifacio. Muchos años hacía que no se había visto otra semejante. Diez esclavos iban siguiendo el cortejo con canastillos llenos de escudos, sembrando de oro las calles. Al banquete asistió toda la aristocracia de la ciudad. Muchos millones de sextercios derrochó aquel día el senador Eufemiano; pero se trataba de un hijo único, y, además, él nunca fue de esos hombres que dejan apelillarse las riquezas. Ahora bien, toda aquella alegría terminó con una larga tragedia. Ya empezaban a desfilar los convidados, cuando el senador se acercó a su hijo, diciéndole: «Entra en la cámara nupcial, que tu esposa te aguarda.» Entró, efectivamente; pero no sabemos lo que allí debió suceder. Ella cuenta que su joven esposo la echó un sermón, hablándole de la vida de los monjes y de sus ventajas. «Y hablaba tan bellamente —dice—, que me dejó alelada.» Porque, eso sí, el muchacho era la gracia misma. Con los dedos de la mano se podrían contar los jóvenes que había en Roma tan ricos, tan guapos y tan cultos como él. Después que la embobó, se quitó el anillo y la fíbula de oro con que sujetaba el ceñidor, y se lo entregó, diciéndole: «Guarda estos recuerdos hasta que Dios quiera; y que el Señor sea con nosotros.» Luego salió de casa a favor de la oscuridad y ya no se le ha vuelto a ver.
—Es una calaverada—murmuró el mendigo.
—Una calaverada mística, dice su padre el senador, porque él está convencido de que su hijo está en un yermo o en un cenobio; pero si está en alguna parte, debiéramos haberle encontrado ya. Figúrate que a los pocos días de la desaparición nos reúne a cien de sus esclavos, peritos en diversas lenguas y costumbres de pueblos, y nos dice: «Vais a recorrer toda la tierra buscando a mi hijo. Vosotros iréis a las provincias africanas; vosotros, a España y las Galias; vosotros, a Grecia; vosotros, a los desiertos de Egipto; vosotros, a Jerusalén, Antioquía, Capadocia y Mesopotamia. El que encuentre a mi hijo nadará en oro.» Y el pobre hombre nos hablaba con un acento que desgarraba el corazón.
—Y la madre, ¿qué dice? Y la esposa, ¿por qué no habló antes?
—Ni una ni otra cesan de llorar. Sentada sobre un saco en su habitación, la madre se arrancaba los cabellos, gritando: «Vive el Señor, así me quedaré hasta que sepa lo que ha sucedido a mi hijo.» Su nuera se esforzaba por consolarla, y la decía: «Yo estaré a tu lado; seré como la tórtola, que no puede consolarse cuando le han robado a su compañero. No quiero alegrías, no quiero galas hasta que encuentre a mi dulcísimo esposo.»
—Pues yo creo que ya no le encuentra—dijo el esclavo, que hasta ahora había permanecdo silencioso—; por mi parte, renuncio a seguir adelante; no quiero exponer mi vida entre los persas por una recompensa problemática.
—Y harás muy bien—dijo el mendigo—; no creo que el hijo de vuestro amigo haya pasado por aquí; se hubiera traslucido algo. Os aconsejo que deis la vuelta cuanto antes, y tomando un navio en Laodicea o en Esmirna, naveguéis hacia Italia.
—Antes visitaremos lo más interesante que hay en esta ciudad, para que no crea nuestro amo que le hemos engañado.
El mendigo les guió a través de las calles, plazas e iglesias, enseñándoles las obras artísticas, comentándoles los recuerdos históricos y explicándoles las costumbres de la región. Al anochecer, acompañólos hasta la posada y se despidió de ellos. Ellos le alargaron dos sueldos de plata, y él los recibió con alegría; y al tenderse en su yacija aquella noche, rezaba: «Gracias te doy, Señor, que me llamaste e hiciste que recibiese limosna de estos siervos. Ahora te ruego que completes en mí la obra que comenzaste.»
Durante muchos días el mendigo siguió sentándose en las piedras del pórtico de la basílica y practicando sus obras de devoción y de caridad. Alegre porque nadie le conocía, nadie se interesaba por él, nadie preguntaba por su nombre. Fue el Cielo quien se encargó de delatarle milagrosamente. Era aquel un tiempo en que las estatuas hablaban y los hombres creían las palabras de las estatuas. Pues bien; un día, el sacristán oyó que una imagen de la Virgen le decía: «Haz entrar aquí a ese hombre de Dios, que es digno del reino de los Cielos.» El sacristán salió al atrio, y entre la multitud que allí se agitaba buscó algún monje de barbas de nieve, de sórdido vestido, de ojos fosforescentes, de rostro demacrado, y oliente a penitencia; pero tuvo que entrar sin haber encontrado a nadie. Nuevamente se oyó la voz de la imagen: «El que se sienta todos los días a la puerta mendigando, ése es.» El pobre hombre estaba descubierto: los clérigos empezaron a preguntarle por su historia, los devotos a besar su bastón, los demás pobres a envidiarle. Los muchachos le rodeaban con ademán admirativo, y se decían: «Éste es, éste es.» Y él, que quería vivir desconocido, se despidió un día del apóstol Santo Tomás, besó por última vez el pie marmóreo del rey Abgar y, atravesando las provincias del Asia Menor, llegó hasta la ciudad de Laodicea. En Laodicea subió a una nave que se dirigía a Tarso, donde había un templo famoso consagrado al apóstol San Pablo; pero al poco tiempo se levantó una tempestad furiosa, que la tuvo danzando durante muchos días a merced de las olas, hasta dejarla medio deshecha en las costas de Italia.
Sin darse cuenta siquiera, el mendigo se encontraba de nuevo en tierras de Occidente, en su tierra. Creyó ver en todo aquello un signo de la voluntad de Dios, y en el fondo de su alma oía una voz que le decía: «Vete a Roma. ¿Quién te va a conocer allí?» Nadie le conoció, efectivamente. Iba desde el Foro al Campo de Marte, conversaba también allí con los peregrinos y pedía limosna a la puerta de la basílica de Letrán. Un día, un anciano de barba blanca y túnica de seda dejó en su mano aterida una moneda de oro. «¿Quién es este hombre tan generoso?», preguntó a un pordiosero que estaba junto a él. Y éste le respondió: «Es un senador muy rico y generoso, llamado Eufemiano, a quien estamos agradecidos todos los pobres de Roma.» Y empezaba a contarle la historia que ya sabía, cuando, movido por una idea súbita, echó a correr detrás del senador, diciendo: «Aguárdame, siervo de Dios, y ten compasión de mi. Yo soy un pobre peregrino y tú un hombre lleno de caridad. Recíbeme en tu casa, donde tienes tantos criados, para que el Señor bendiga tu vejez y se compadezca de tu hijo perdido.» Conmovido por este recuerdo, el senador le cogió de la mano y subió con él la pendiente del monte Aventino, donde tenía su palacio. «¿Has corrido muchos países?», le preguntó mientras llegaban. «Sí—respondió él—; conozco el Oriente y el Occidente; he visitado muchos santuarios, y ahora la fatiga me consume.» Ya cerca de su casa, volvió a decir el senador: «Y ¿cómo sabes la historia de mi hijo?» Y el mendigo replicó: «Señor, ¿quién no sabe esa historia en Roma? Yo la he oído contar muy lejos de aquí, en la extremidad del Imperio Todos te llaman un padre desgraciado. Pero yo, señor, creo que eres digno de envidia. Adorabas en tu hijo, pero es casi seguro que Dios le ha querido para Sí. ¿No estás orgulloso de haber podido presentar al Señor esa ofrenda? Resígnate y vive contento, que tu hijo reza y se sacrifica por ti.»
San Alejo, mendigoLlegaban al atrio cuando el mendigo terminaba de pronunciar aquellas palabras, que iban enterneciendo el corazón del patricio. Decenas de esclavos salieron al encuentro de su señor. «A ver—dijo Eufemiano—quién va a ser el que va a encargarse de cuidar a este hombre. Le haré rico y será libre.» Desde aquel día el mendigo vivió en el palacio del senador. De la mesa misma del amo le bajaban la comida, y su habitación estaba en un ángulo del patio interior debajo de la escalera principal. Allí ayunaba, allí leía y allí hacía penitencia. Solamente los domingos salía de su agujero para asistir a los sagrados misterios. De noche rezaba constantemente. Con los hombres apenas hablaba. El senador, agobiado por los negocios, se había olvidado de él; el ama de la casa y su nuera sentían un poco de miedo en presencia de aquel hombre sucio y misterioso que se les había colado en casa. La servidumbre se reía de él y le llenaba de insultos. Los esclavos le llamaban vago, vividor, comediante; las criadas dejaban caer sobre el las aguas sucias y le acribillaban con cascaras de naranja y conchas de almejas. Y él callaba y reía; reía siempre.
Pasaron diecisiete años. El mendigo vivía en el palacio como un monje, en la ciudad como un anacoreta. Vida de paciencia heroica y de oración extática, de penitencia y de humildad; vida feliz en el recogimiento y en el olvido de los hombres y en la represión de los más fuertes anhelos de la carne y del espíritu. Y un buen día las estatuas hablaron de nuevo; la ciudad se conmovió, y, presidida por el Pontífice y los cónsules, la multitud rodeó la casa de Eufemiano, diciendo:
—¡Oh avaro senador, qué guardado tenías tu tesoro! Pero el viejo magnate, levantando los hombros, respondía:
—Os aseguro que ni siquiera entiendo lo que decís. Después, llamando a su mayordomo, le dijo:
—¿Sabes tú, acaso, algo de esa gracia celeste que, según dicen, se me ha entrado por las puertas?
Pero como el mayordomo no sabía contestarle, reunió a todos sus esclavos, barrenderos, cocineros, hortelanos, camareros, albañiles y ganaderos.
—Decidme—les preguntó—si vosotros sabéis alguna cosa. Y entre la turba salió esta voz:
—Señor, ¿se referirán acaso a ese hombre que vive bajo mi custodia?
—¿Qué hombre?—preguntó Eufemiano.
—El que duerme bajo la escalera—replicó el esclavo—; a veces he pensado que podría ser un varón de Dios; todas las semanas se acercaba a tomar el cuerpo de Cristo; rezaba y ayunaba mucho, y no conozco un hombre más paciente que él.
Al oír estas palabras, el senador corrió hacia el sótano del mendigo, pero no halló más que un cuerpo inmóvil, envuelto en un sórdido manto. «¡Está muerto, está muerto!», clamaba desolado. Descubrió su rostro y vio que resplandecía como una estrella, y al acercarse para besar su mano, encontró en ella un pergamino cuyos caracteres estaban húmedos todavía. Desenrollólo y empezó a leer: «Señor y padre mío...» No pudo continuar; la carta se cayó de sus manos, y dos siervos tuvieron que sostenerle. Un clérigo recogió la escritura y la leyó con voz emocionada, entre los sollozos de la multitud. El mendigo contaba su historia: su hambre, su sed, sus peregrinaciones, sus humillaciones, sus trabajos, desde que un día, en medio de un banquete nupcial, había oído en el fondo de su alma la voz de Dios, que le decía: «Todo el que dejare a su padre, a su mujer y a sus hijos, con todos sus campos y posesiones, por amor de Mí, recibirá el céntuplo y poseerá la vida eterna.» Era el lenguaje del hijo a sus padres, del esposo a su esposa; era una efusión apasionada, una despedida llorosa y alegre a la vez. Todo el amor contenido durante tantos años vibraba en aquellas palabras, mojadas con lágrimas de fuego. Al fin, el nombre que todo el mundo había adivinado: «Alejo». Al oírle, dos mujeres atravesaron la multitud, agitadas por el frenesí de la desesperación. Eran la madre y la esposa del muerto. «¿Dónde está mi hijo—clamaba la madre—, el hijo de mis entrañas, la lumbre de mis ojos?» Y al llegar delante de él, se arrojó sobre su cuerpo inerte, besándole, abrazándole y cubriéndole con sus lágrimas. Hasta que llegó el Pontífice y mandó recoger los sagrados despojos para llevarlos a la iglesia de San Bonifacio. Fue aquel día de júbilo para Roma. El mismo senador Eufemiano derramaba lágrimas de felicidad, mientras el Papa Inocencio, entre el rumor de los himnos y las espirales del incienso, colocaba bajo el ara el cuerpo de aquel hijo, que había ilustrado su estirpe con una nueva y portentosa hazaña.
Más allá del Eufrates, en la frontera oriental del Imperio romano, se alzaba la ciudad de Edesa, famosa por sus templos, por sus palacios y por sus leyendas. De todos los pueblos de la tierra iban allí para venerar el sepulcro de Santo Tomás y besar la carta que Cristo había enviado al rey Abgar y beber las aguas milagrosas que brotaban en el patio central de la regia morada. «Creedme—decía Eteria a sus compañeras—, no hay cristiano de los que van a visitar los santos lugares de Jerusalén, que no se decida a llegar a esta ciudad, metrópoli de Mesopotamia.» Los peregrinos cruzaban en grupos compactos por sus calles, llenaban sus pórticos y hormigueaban en torno a sus santuarios. La estatua del rey Abgar, «aquella estatua de mármol que resplandecía como una margarita y parecía el retrato de la nobleza y la prudencia», tenía los pies gastados por los ósculos de millones de devotos. Había extranjeros que no acertaban a separase de allí: la contemplación de aquellas letras, que ingenuamente creían trazadas por la mano del Señor, les hacía felices; parecíales que aquellas piedras, cerca de las cuales descansaba el apóstol que había metido la mano en el pecho de Jesús, olían a fe y a santidad; y cuando bebían de la fuente que brotaba bajo los pórticos del palacio, creían sentir súbitamente extinguido el ardor de sus pasiones. Se hubieran muerto de la pena de morir en otra parte que en Edesa.
Así le sucedía a un occidental que aparecía todas las mañanas a la puerta de la iglesia, «grande, hermosa y nueva, verdaderamente digna de ser casa de Dios», donde descansaba el cuerpo del apóstol. Al principio se había hablado mucho de él, lo mismo en las plazas que en las sacristías. Se le vio vestido de seda y perfumado, distribuyendo monedas de oro por las callejas, presentando ricas ofrendas en los altares, y dejando a los sacerdotes regalos espléndidos. Muy pronto se le agotó el dinero, y desde entonces empezaron a abandonarle los amigos que antes le acompañaban. No obstante, él vivía más alegre que nunca. Diariamente rezaba en la basílica con los brazos extendidos y los ojos humedecidos por las lágrimas. Después se estacionaba a la puerta y tendía la mano a los peregrinos. Así se le pasaban las horas en compañía de otros mendigos, que imploraban como él la caridad pública; hombres de todos países, persas y griegos, orientales y occidentales, que vivían sirviendo a su devoción o ayudando a la devoción de los demás. Ellos se sabían de memoria la carta del Señor, el origen milagroso de las fuentes, la leyenda del apóstol incrédulo, la historia de cada monumento y cada piedra y hasta el nombre del artista que hizo la estatua del rey Abgar. Cuando veían algún compatriota, se acercaban a él, le seguían obstinadamente, y no le dejaban hasta que le hacían aceptar sus servicios.
Este occidental, este joven que llegó cubierto de oro y había tenido que buscar de limosna una capa raída, hacía lo mismo que sus compañeros; pero ni en sus San Alejopalabras hubo nunca grosería, ni avaricia en sus ojos. Un sentimiento de compasión le movía y alentaba. Sabía lo que es encontrarse en una tierra extraña, donde todos hablan una lengua distinta y sólo se ven miradas de indiferencia. Espiaba cualquier palabra latina que se pronunciase bajo los pórticos, para acercarse delicadamente al que la profería y sacarle de sus dudas e inquietudes. Muchas veces rechazó las monedas de oro que le ofrecía el agradecimiento de las damas ilustres venidas de Milán o de Cartago, de Tarragona o de Lyón.
Y había en su gesto un aire aristocrático que dejaba desconcertados a los que le veían.
Y he aquí que una mañana estaba sentado a la puerta de la iglesia, cuando vio a dos jóvenes que departían a su lado con la más pura pronunciación latina. Aparentando un aire distraído, recogía sus palabras entre el murmullo de los que entraban y salían, y la conversación empezaba a intrigarle.
—No es posible encontrarlo—decía uno de los interlocutores—; hemos recorrido todas las ciudades del Asia, y en ninguna parte han podido darnos el menor rayo de luz.
—Si te parece, podemos ir hasta la capital de los persas preguntando por él.
—No tengo valor para tanto; es una tierra desconocida y llena de peligros.
Aquí el mendigo ya no pudo contenerse; dió un salto hacia los dos muchachos, y les dijo:
—Dios os guarde, amigos; veo que andáis preocupados; decidme si en algo puedo serviros, que yo conozco bien esta tierra.
—Es una historia muy larga—dijo uno de los muchachos—; llévanos a una posada y allí te la contaremos.
El mendigo recogió los mantos de sus dos compatriotas, y les guió hacia una alberguería que se alzaba enfrente de la basílica. Allí, delante de un jarro de vino claro, criado en las riberas del Eufrates, le contaron una emocionante historia.
—Nosotros—dijo uno de aquellos jóvenes—somos dos esclavos de Eufemiano, ilustre senador de Roma.
Al oír estas palabras, el mendigo palideció, pero logró dominar rápidamente aquella primera impresión. El mancebo continuó su relato.
—Es el caso que, hace tres años, el hijo de nuestro amo desapareció de casa. Fue el mismo día de las bodas; todo había sido preparado: el tálamo resplandecía como un trono, las guirnaldas y las flores llenaban el palacio, y los novios habían recibido ya las coronas de los desposados, en que los jazmines brillaban juntamente con las perlas. ¿Tú conoces a Roma?
—Algo—respondió el mendigo.
—Pues la ceremonia se realizó en la iglesia de San Bonifacio. Muchos años hacía que no se había visto otra semejante. Diez esclavos iban siguiendo el cortejo con canastillos llenos de escudos, sembrando de oro las calles. Al banquete asistió toda la aristocracia de la ciudad. Muchos millones de sextercios derrochó aquel día el senador Eufemiano; pero se trataba de un hijo único, y, además, él nunca fue de esos hombres que dejan apelillarse las riquezas. Ahora bien, toda aquella alegría terminó con una larga tragedia. Ya empezaban a desfilar los convidados, cuando el senador se acercó a su hijo, diciéndole: «Entra en la cámara nupcial, que tu esposa te aguarda.» Entró, efectivamente; pero no sabemos lo que allí debió suceder. Ella cuenta que su joven esposo la echó un sermón, hablándole de la vida de los monjes y de sus ventajas. «Y hablaba tan bellamente —dice—, que me dejó alelada.» Porque, eso sí, el muchacho era la gracia misma. Con los dedos de la mano se podrían contar los jóvenes que había en Roma tan ricos, tan guapos y tan cultos como él. Después que la embobó, se quitó el anillo y la fíbula de oro con que sujetaba el ceñidor, y se lo entregó, diciéndole: «Guarda estos recuerdos hasta que Dios quiera; y que el Señor sea con nosotros.» Luego salió de casa a favor de la oscuridad y ya no se le ha vuelto a ver.
—Es una calaverada—murmuró el mendigo.
—Una calaverada mística, dice su padre el senador, porque él está convencido de que su hijo está en un yermo o en un cenobio; pero si está en alguna parte, debiéramos haberle encontrado ya. Figúrate que a los pocos días de la desaparición nos reúne a cien de sus esclavos, peritos en diversas lenguas y costumbres de pueblos, y nos dice: «Vais a recorrer toda la tierra buscando a mi hijo. Vosotros iréis a las provincias africanas; vosotros, a España y las Galias; vosotros, a Grecia; vosotros, a los desiertos de Egipto; vosotros, a Jerusalén, Antioquía, Capadocia y Mesopotamia. El que encuentre a mi hijo nadará en oro.» Y el pobre hombre nos hablaba con un acento que desgarraba el corazón.
—Y la madre, ¿qué dice? Y la esposa, ¿por qué no habló antes?
—Ni una ni otra cesan de llorar. Sentada sobre un saco en su habitación, la madre se arrancaba los cabellos, gritando: «Vive el Señor, así me quedaré hasta que sepa lo que ha sucedido a mi hijo.» Su nuera se esforzaba por consolarla, y la decía: «Yo estaré a tu lado; seré como la tórtola, que no puede consolarse cuando le han robado a su compañero. No quiero alegrías, no quiero galas hasta que encuentre a mi dulcísimo esposo.»
—Pues yo creo que ya no le encuentra—dijo el esclavo, que hasta ahora había permanecdo silencioso—; por mi parte, renuncio a seguir adelante; no quiero exponer mi vida entre los persas por una recompensa problemática.
—Y harás muy bien—dijo el mendigo—; no creo que el hijo de vuestro amigo haya pasado por aquí; se hubiera traslucido algo. Os aconsejo que deis la vuelta cuanto antes, y tomando un navio en Laodicea o en Esmirna, naveguéis hacia Italia.
—Antes visitaremos lo más interesante que hay en esta ciudad, para que no crea nuestro amo que le hemos engañado.
El mendigo les guió a través de las calles, plazas e iglesias, enseñándoles las obras artísticas, comentándoles los recuerdos históricos y explicándoles las costumbres de la región. Al anochecer, acompañólos hasta la posada y se despidió de ellos. Ellos le alargaron dos sueldos de plata, y él los recibió con alegría; y al tenderse en su yacija aquella noche, rezaba: «Gracias te doy, Señor, que me llamaste e hiciste que recibiese limosna de estos siervos. Ahora te ruego que completes en mí la obra que comenzaste.»
Durante muchos días el mendigo siguió sentándose en las piedras del pórtico de la basílica y practicando sus obras de devoción y de caridad. Alegre porque nadie le conocía, nadie se interesaba por él, nadie preguntaba por su nombre. Fue el Cielo quien se encargó de delatarle milagrosamente. Era aquel un tiempo en que las estatuas hablaban y los hombres creían las palabras de las estatuas. Pues bien; un día, el sacristán oyó que una imagen de la Virgen le decía: «Haz entrar aquí a ese hombre de Dios, que es digno del reino de los Cielos.» El sacristán salió al atrio, y entre la multitud que allí se agitaba buscó algún monje de barbas de nieve, de sórdido vestido, de ojos fosforescentes, de rostro demacrado, y oliente a penitencia; pero tuvo que entrar sin haber encontrado a nadie. Nuevamente se oyó la voz de la imagen: «El que se sienta todos los días a la puerta mendigando, ése es.» El pobre hombre estaba descubierto: los clérigos empezaron a preguntarle por su historia, los devotos a besar su bastón, los demás pobres a envidiarle. Los muchachos le rodeaban con ademán admirativo, y se decían: «Éste es, éste es.» Y él, que quería vivir desconocido, se despidió un día del apóstol Santo Tomás, besó por última vez el pie marmóreo del rey Abgar y, atravesando las provincias del Asia Menor, llegó hasta la ciudad de Laodicea. En Laodicea subió a una nave que se dirigía a Tarso, donde había un templo famoso consagrado al apóstol San Pablo; pero al poco tiempo se levantó una tempestad furiosa, que la tuvo danzando durante muchos días a merced de las olas, hasta dejarla medio deshecha en las costas de Italia.
Sin darse cuenta siquiera, el mendigo se encontraba de nuevo en tierras de Occidente, en su tierra. Creyó ver en todo aquello un signo de la voluntad de Dios, y en el fondo de su alma oía una voz que le decía: «Vete a Roma. ¿Quién te va a conocer allí?» Nadie le conoció, efectivamente. Iba desde el Foro al Campo de Marte, conversaba también allí con los peregrinos y pedía limosna a la puerta de la basílica de Letrán. Un día, un anciano de barba blanca y túnica de seda dejó en su mano aterida una moneda de oro. «¿Quién es este hombre tan generoso?», preguntó a un pordiosero que estaba junto a él. Y éste le respondió: «Es un senador muy rico y generoso, llamado Eufemiano, a quien estamos agradecidos todos los pobres de Roma.» Y empezaba a contarle la historia que ya sabía, cuando, movido por una idea súbita, echó a correr detrás del senador, diciendo: «Aguárdame, siervo de Dios, y ten compasión de mi. Yo soy un pobre peregrino y tú un hombre lleno de caridad. Recíbeme en tu casa, donde tienes tantos criados, para que el Señor bendiga tu vejez y se compadezca de tu hijo perdido.» Conmovido por este recuerdo, el senador le cogió de la mano y subió con él la pendiente del monte Aventino, donde tenía su palacio. «¿Has corrido muchos países?», le preguntó mientras llegaban. «Sí—respondió él—; conozco el Oriente y el Occidente; he visitado muchos santuarios, y ahora la fatiga me consume.» Ya cerca de su casa, volvió a decir el senador: «Y ¿cómo sabes la historia de mi hijo?» Y el mendigo replicó: «Señor, ¿quién no sabe esa historia en Roma? Yo la he oído contar muy lejos de aquí, en la extremidad del Imperio Todos te llaman un padre desgraciado. Pero yo, señor, creo que eres digno de envidia. Adorabas en tu hijo, pero es casi seguro que Dios le ha querido para Sí. ¿No estás orgulloso de haber podido presentar al Señor esa ofrenda? Resígnate y vive contento, que tu hijo reza y se sacrifica por ti.»
San Alejo, mendigoLlegaban al atrio cuando el mendigo terminaba de pronunciar aquellas palabras, que iban enterneciendo el corazón del patricio. Decenas de esclavos salieron al encuentro de su señor. «A ver—dijo Eufemiano—quién va a ser el que va a encargarse de cuidar a este hombre. Le haré rico y será libre.» Desde aquel día el mendigo vivió en el palacio del senador. De la mesa misma del amo le bajaban la comida, y su habitación estaba en un ángulo del patio interior debajo de la escalera principal. Allí ayunaba, allí leía y allí hacía penitencia. Solamente los domingos salía de su agujero para asistir a los sagrados misterios. De noche rezaba constantemente. Con los hombres apenas hablaba. El senador, agobiado por los negocios, se había olvidado de él; el ama de la casa y su nuera sentían un poco de miedo en presencia de aquel hombre sucio y misterioso que se les había colado en casa. La servidumbre se reía de él y le llenaba de insultos. Los esclavos le llamaban vago, vividor, comediante; las criadas dejaban caer sobre el las aguas sucias y le acribillaban con cascaras de naranja y conchas de almejas. Y él callaba y reía; reía siempre.
Pasaron diecisiete años. El mendigo vivía en el palacio como un monje, en la ciudad como un anacoreta. Vida de paciencia heroica y de oración extática, de penitencia y de humildad; vida feliz en el recogimiento y en el olvido de los hombres y en la represión de los más fuertes anhelos de la carne y del espíritu. Y un buen día las estatuas hablaron de nuevo; la ciudad se conmovió, y, presidida por el Pontífice y los cónsules, la multitud rodeó la casa de Eufemiano, diciendo:
—¡Oh avaro senador, qué guardado tenías tu tesoro! Pero el viejo magnate, levantando los hombros, respondía:
—Os aseguro que ni siquiera entiendo lo que decís. Después, llamando a su mayordomo, le dijo:
—¿Sabes tú, acaso, algo de esa gracia celeste que, según dicen, se me ha entrado por las puertas?
Pero como el mayordomo no sabía contestarle, reunió a todos sus esclavos, barrenderos, cocineros, hortelanos, camareros, albañiles y ganaderos.
—Decidme—les preguntó—si vosotros sabéis alguna cosa. Y entre la turba salió esta voz:
—Señor, ¿se referirán acaso a ese hombre que vive bajo mi custodia?
—¿Qué hombre?—preguntó Eufemiano.
—El que duerme bajo la escalera—replicó el esclavo—; a veces he pensado que podría ser un varón de Dios; todas las semanas se acercaba a tomar el cuerpo de Cristo; rezaba y ayunaba mucho, y no conozco un hombre más paciente que él.
Al oír estas palabras, el senador corrió hacia el sótano del mendigo, pero no halló más que un cuerpo inmóvil, envuelto en un sórdido manto. «¡Está muerto, está muerto!», clamaba desolado. Descubrió su rostro y vio que resplandecía como una estrella, y al acercarse para besar su mano, encontró en ella un pergamino cuyos caracteres estaban húmedos todavía. Desenrollólo y empezó a leer: «Señor y padre mío...» No pudo continuar; la carta se cayó de sus manos, y dos siervos tuvieron que sostenerle. Un clérigo recogió la escritura y la leyó con voz emocionada, entre los sollozos de la multitud. El mendigo contaba su historia: su hambre, su sed, sus peregrinaciones, sus humillaciones, sus trabajos, desde que un día, en medio de un banquete nupcial, había oído en el fondo de su alma la voz de Dios, que le decía: «Todo el que dejare a su padre, a su mujer y a sus hijos, con todos sus campos y posesiones, por amor de Mí, recibirá el céntuplo y poseerá la vida eterna.» Era el lenguaje del hijo a sus padres, del esposo a su esposa; era una efusión apasionada, una despedida llorosa y alegre a la vez. Todo el amor contenido durante tantos años vibraba en aquellas palabras, mojadas con lágrimas de fuego. Al fin, el nombre que todo el mundo había adivinado: «Alejo». Al oírle, dos mujeres atravesaron la multitud, agitadas por el frenesí de la desesperación. Eran la madre y la esposa del muerto. «¿Dónde está mi hijo—clamaba la madre—, el hijo de mis entrañas, la lumbre de mis ojos?» Y al llegar delante de él, se arrojó sobre su cuerpo inerte, besándole, abrazándole y cubriéndole con sus lágrimas. Hasta que llegó el Pontífice y mandó recoger los sagrados despojos para llevarlos a la iglesia de San Bonifacio. Fue aquel día de júbilo para Roma. El mismo senador Eufemiano derramaba lágrimas de felicidad, mientras el Papa Inocencio, entre el rumor de los himnos y las espirales del incienso, colocaba bajo el ara el cuerpo de aquel hijo, que había ilustrado su estirpe con una nueva y portentosa hazaña.
No hay comentarios:
Publicar un comentario