Gracia, hermosura, inteligencia, todo parecía haberlo reunido la Naturaleza en aquella criatura privilegiada. «Es la reina de la juventud de Lima», decían las gentes cuando la veían pasar; y su madre, orgullosa de ella, la presentaba en las fiestas y las tertulias, en las iglesias y en los paseos públicos. No era del todo desinteresada aquella conducta. Doña María de Oliva andaba siempre llena de apuros económicos. Madre de once hijos, tenía que luchar diariamente con el problema terrorífico de alimentarlos y vestirlos; pero se consolaba pensando que un yerno rico y espléndido vendría a sacar su casa de aquella situación angustiosa. Entre tanto, concentraba sus mimos en aquella niña, que le prometía la realización de sus más locas esperanzas. La hija de un magnate no hubiera tenido educación más esmerada: maestros de música, de declamación, de toda suerte de habilidades, que podrían realzar los encantos de una mujer. Rosa bordaba, dibujaba en el papel y en el lienzo, cantaba y hacía versos; tocando el arpa y la vihuela, su mano era un prodigio.
Un día llegó el novio soñado, el heredero de una casa opulenta. La alegría no fue tan grande como se hubiera podido esperar. La niña se iba poniendo «algo tonta». Su madre observaba con terror no sé qué tendencias propias, como ella decía, de beatas e iluminadas. Era silenciosa y recogida, muy rezadora, enemiga de juegos y diversiones. Costábale un triunfo sacarla de casa, y llegaba a las mayores extravagancias para encontrar un pretexto que le permitiese quedarse en su retiro. Se machacaba el pie por no calzar los botines de raso que se buscaban para ella en las tiendas más elegantes, se restregaba los ojos con guindilla, ajaba el rostro a fuerza de ayunar y velar. Nada le importaba la hermosura. Asustada por los elogios de las gentes, arreció en sus penitencias, y vio con alborozo que las rosas de su cara empezaban a marchitarse. Pero otro día cogió al vuelo en un corro de beatas esta observación: «Mirad cómo se maltrata la santita.» Cosa rara; ella, que no se conmovía cuando la llamaban bella, se estremeció de espanto cuando la llamaron santa. Antes, para responder a un piropo que un galán hizo a cuenta de sus manos, las destrozó bárbaramente, metiéndolas en cal viva. Ahora cayó de rodillas, y, en su ingenuidad infantil, pidió al Señor que le permitiese entregarse a sus maceraciones sin destruir la belleza del cuerpo. Y el Señor la escuchó. Ni la muerte siquiera pudo afear aquella obra maestra de la Naturaleza.
Entre tanto, la pobre madre seguía defendiendo sus posiciones, y, en el exceso de su amor, no dudaba en llegar hasta la tiranía. Ordenaba iracunda, y la joven no tenia más remedio que tocar la vihuela delante de los invitados o ponerse las mejores galas o asistir a los festines y a las reuniones de sociedad. Cansada al fin de aquella servidumbre, resolvióse a dar el golpe supremo. Para conseguir la protección de la Santísima Virgen, quiso consagrarla lo mejor que tenía, un magnífico rosario de plata y de coral. Y una mañana, llevando en las manos la cascada de oro de su cabellera, cayó de rodillas delante de su madre. «Pero, ¿qué es eso, hija desnaturalizada?, gritó ésta, ciega de furor. «Madre, perdóname—respondió Rosa—; pero no puedo obedecerte. Pertenezco a otro esposo más noble que el que tú quieres darme.» Fueron inútiles las caricias, las amenazas y los golpes. Había hecho una promesa, y estaba dispuesta a cumplirla a costa de la vida. Una vez, uno de sus hermanos, en la confianza del juego, la enlodó y desordenó aquel pelo rubio, largo y sedoso, que admiraban las gentes de Lima. Ella protestó con viveza y se puso triste. Entonces, el pequeño, tomando aire de predicador, le hizo esta solemne advertencia: «Por poca cosa te enojas. ¿No sabes que las trenzas del cabello son cordeles con que arrastráis los corazones al infierno?» Estas palabras fueron como un relámpago en el alma de la niña. Inmediatamente penetró en su casa y, postrada delante del crucifijo, pronunció el voto de virginidad.
Llegóse al fin a un arreglo. María de Oliva era madre, y, además, era cristiana. Contentóse con regañar a su hija de cuando en cuando con motivo de sus ayunos y sus vigilias; pero en el fondo no dejaba de sentirse orgullosa cuando sus amigas la detenían al volver de la iglesia para decirla: «Pero, ¿es verdad?, ¿es verdad todo eso que cuentan de tu hija?» Porque Rosa vivía en pleno ambiente de maravillas. Tenía largos coloquios con los bienaventurados; se dejaba llevar por los mares beatíficos del éxtasis, y en medio de sus penitencias y sufrimientos, su vida se prolongaba como de milagro. Amaba la naturaleza como un espejo de Dios, y las aves, lo mismo que las flores, eran para ella mensajeros del Cielo. Una bella mariposa revoloteaba un día en torno suyo y terminó por posarse en su mano. Era blanca y negra, colores simbólicos que hicieron caer a la amable virgen en un profundo arrobamiento. Al despertar, se fue al convento de los Padres dominicos y les pidió el hábito blanco y negro de terciaria dominicana, el hábito de Santa Catalina de Siena. Como Catalina, Rosa tenía especial predilección por las flores y los jardines. «Si queréis encontrar a Rosa—decían sus amigas—, buscadla en el jardín.» Se referían al jardín de su casa. En un rincón se había construido una choza, que era al mismo tiempo dormitorio y panteón. Allí tenía las imágenes de sus santos más venerados entre búcaros de rosas y plumas de brillantes colores. Todo le parecía poco para adornar aquella morada, en que daba audiencia a los celestes visitantes. A veces las ramas de plátano que formaban la techumbre aparecían como iluminadas por un incendio, y luces prodigiosas se filtraban por las hendiduras. Cuando Rosa se presentaba a la puerta, tenía el rostro encendido y llameante, como si acabase de salir de una hoguera. Con la contemplación sabía armonizar el trabajo: cosía y bordaba, legaba los claveles y las azucenas y ayudaba a su madre como podía. En su huerto había un rosal que parecía un símbolo de su corazón abrasado y del olor de su virginidad. Todos querían rosas de aquel rosal que cultivaba Santa Rosa, las rosas milagrosas que cantaban como cuerdas de un arpa, Porque es el caso que cuando la virgen atravesaba su jardín cantando salmos, las rosas del rosal se esponjaban, temblaba el ramaje de los plátanos y las palmeras, se estremecían los frutos con murmullo de campanillas, y de aquel blando movimiento de las plantas y las flores surgía una música suave, que enajenaba el sentido de la extática jardinera. Venían luego los mosquitos y los cínifes que dormían arracimados entre las ramas de su habitación, revoloteaban en torno de su cama, lanzando los sonidos de sus agudas trompetas, y se asociaban a aquella orquesta mágica con el orgullo y alborozo de quien sabe que cumple la voluntad de Dios. De pronto rompían el aire los trinos del quetzal, el ruiseñor de América. Era el mejor amigo de Rosa. Todas las tardes se posaba delante de ella cantando y agitando su bella y larga cola multicolor. Ante aquel gesto provocativo, Rosa cogía el arpa y cantaba también. Y el concierto se convertía en una endecha sublime, palpitante de amor y gratitud.
Como sucede siempre, aquellos fenómenos extraordinarios empezaban a alarmar a los hombres de la ley y a los celadores de la disciplina. Era la primera vez, a juzgar por lo que contaban las historias, que la unión mística, con todo su acompañamiento de oración, de quietud, desposorio espiritual, visiones y apariciones, se realizaba en las vírgenes tierras americanas. Y ¿quién nos asegura, pensaban algunos, que en todo esto no hay más que pura hipocresía y tentación diabólica? Un día Rosa vio que invadía su huerto la turba venerable de los doctores, los escribas y los alguaciles, armados de libros, de plumas y tinteros. Ella les recibió temblorosa y les ofreció sillas bajo los plátanos corpulentos. Después empezó el interrogatorio:
—¿Desde qué edad empezaste a sentir ese espíritu de oración?
—No sabría decirlo; ya en la infancia, mi mayor deleite era pensar en Dios, conversar con Él y ocuparme de las cosas del Cielo.
—¿Has hecho siempre ese ejercicio con el mismo recogimiento?
—Antes de los doce años me sentía a veces inquieta y fatigada; después, nunca me ha sucedido semejante cosa. Desde que me pongo en oración, siento mi alma tan sumergida en sí misma y mis facultades tan enajenadas, que nada interior ni exterior puede turbar mi atención amorosa a la belleza de Dios presente en mí.
—Mientras dura esta suspensión de las potencias, ¿haces algún esfuerzo?
—No hago esfuerzo ninguno, ni siento la menor resistencia; mis facultades van a su centro como arrastradas por un imán, y tal suavidad las inunda, que todo sentimiento de malestar es imposible para ellas. Mi corazón hierve bajo la acción de un fuego cuyas operaciones son tan dulces, que nunca podría explicarlo. Tras esto, queda en el fondo del alma una presencia de la divinidad, amable, serena, graciosa; y la felicidad que siento entonces hace que no pueda encontrar consuelo en otra cosa cualquiera.
—¿Has leído libros de teología mística?
—Ni los he tenido, ni los he leído nunca, ni sé que mi oración tenga un nombre entre los sabios.
—¿Has sufrido muchos y muy largos combates contra las malas inclinaciones de la naturaleza?
—Apenas recuerdo haber tenido luchas de esa clase. Por la gracia divina, desde que conocí a Dios, tuve el temor de desagradarle; y si un movimiento contrario a la razón se levantaba dentro de mí, bastábame recordar la presencia de Dios para refrenarle.
—¿No has pasado por alguna tribulación para llegar a ese grado de intimidad con Dios?
Al llegar aquí la joven contó una cosa extraña. Alternando con las dulzuras inefables de la unión, sentíase envuelta en una noche espantosa, que le hacía sufrir los horrores de la agonía. De la cumbre de la luz contemplativa, caía súbitamente en un abismo rayano con la desesperación. Se veía sola, en un desierto sin fronteras, alejada de Dios y como encerrada en los sótanos del infierno.
—Durante quince años—añadió la vidente—no ha pasado un solo día sin que haya sufrido esta crisis por lo menos una hora, que para mí es un siglo.
—Entiendo—repuso el sabio examinador—; se trata de ese purgatorio espiritual que es necesario al alma para adquirir el perfecto conocimiento de sí misma. Y ¿qué es lo que os ha sucedido—anadió—al salir de esa noche infernal?
—Cuando desde el fondo de los infiernos me siento transportada a esa luz de los abrazos del Esposo divino, mi alegría es tan completa como si ya no pudiese experimentar eclipse ninguno. Siento los ímpetus de un amor libre, que se precipita como un río después de haber derribado los obstáculos que se oponían a su curso. Sopla de nuevo el viento suave de la gracia, y el ambiente se embalsama de perfumes inefables; mi alma se sumerge en el mar profundo de la divina bondad y se transforma, por una metamorfosis inexplicable, en su Amado, hasta el punto de hacerse una misma cosa con Él.
Calló Rosa avergonzada y casi asustada de lo que acababa de decir; pero una orden del grave tribunal la obligó a revelar todo su secreto.
—En esos momentos dichosos—dijo—me parece que mi unión con Dios ya no podrá romperse, que ya no podré perder el amor, que estoy confirmada en gracia. Es como si ya no pudiese pecar. Se me figura—añadió con voz débil, reveladora de su turbación—que estoy diciendo herejías, pero eso es lo que siento. Con frecuencia veo la humanidad de Jesucristo en las diferentes edades de su vida, y siempre con un rostro afable, gracioso y sonriente. También la Reina de los Cielos se digna favorecerme con su dulce y amable presencia.
—Y esas visiones—preguntaron los doctores—, ¿son, intelectuales, o imaginarias?
—No sé lo que quieren decir esas palabras—respondió la virgen—; lo único que puedo deciros es que veo pasar cerca de mí a mi Salvador, de una manera clara, aunque fugitiva, que recuerda el estallido de una estrella fugaz.
Habló finalmente de los efectos que estos fenómenos maravillosos dejaban en su alma: una alegría superior a toda alegría imaginable, un concepto sublime de la filiación divina del cristiano, un anhelo irrefrenable de la vida perfecta y un ardor apasionado por llevar las almas a Dios. A veces, Rosa sentía envidia de Santa Catalina de Siena, que había atravesado los pueblos llevando el mensaje divino. «¡Oh!—exclamaba—. ¡Lo que yo daría por la dignidad de anunciar el Evangelio! Iría a través de las ciudades predicando la penitencia, con los pies descalzos, el crucifijo en la mano y el cuerpo cubierto de un cilicio espantoso. Caminaría durante la noche, gritando: Pecadores, arrepentios; abandonad vuestras iniquidades. ¿Hasta cuándo seréis como rebaños atolondrados delante de los demonios? Huid de los eternos castigos; pensad que sólo hay un instante entre la vida y el infierno.»
En los últimos días de su vida, Rosa ya no sentía las angustias del infierno espiritual; pero, en cambio, se sintió atacada por una dolencia que la dejaba convulsa, exánime, temblorosa; y que fue un enigma para todos los que la asistían. «Me parece—decía ella—como si pasasen por todo mi cuerpo un hierro candente, como si atravesasen mi corazón con una espada de fuego, como si un martillo de bronce cayese sin cesar sobre mi cabeza y me rompiese el cráneo. Siento que un incendio me penetra hasta le medula de los huesos, consumiendo lentamente mi vida.» Y añadía: «Herid sin piedad, Señor; cumplid en mí vuestra santa, justa y adorable voluntad. Aumentad el dolor al dolor; pero dadme paciencia.» En realidad, todo aquello no era más que la violencia del amor, el ardor vehemente de los bienes eternos. «Me abraso, me abraso—clamaba la enferma—; hiél y vinagre que me den, será para mí como un refrigerio.» En medio del dolor se sentía locuaz y no podía contener su alegría. De cuando en cuando se dormía en raptos amorosos, y al ver de nuevo a los que la rodeaban, decía: « ¡ Oh, si hubiese tiempo aún! ¡Qué grandes y bellas cosas os diría yo de la suavidad de Dios y de la brillante corte del palacio eterno!» Pero había llegado la última hora. Preparóse a ella, pidiendo la bendición de sus padres para morir. «El peligro no es inminente—decían ellos—: mañana, mañana.» «Mañana —respondió Rosa sonriendo—estaré ya lejos de aquí. Estoy viendo la mesa del eterno banquete; y allí hay un puesto para mí, y esta misma noche debo ir a ocuparle.» Y fijando los ojos en su madre, como si quisiera recordarle aquellas fiestas de sociedad a que asistieron juntas en otro tiempo, añadió: «Debemos ser puntuales. Si no llego a la hora fijada, me cerrarían las puertas como a las vírgenes locas.» Algunos momentos después hizo en su pecho la señal de la cruz, pronunció tres veces con voz temblorosa el nombre del Amado y se fue a cultivar los rosales que no se marchitan. Muerta, aparecía hermosa, radiante, sonriente, como en vida. La ciudad entera desfiló por su casa para ver el prodigio, tocando rosarios a sus carnes virginales, besando sus pies y sus manos y su rostro, cortando su túnica y su velo, y llevándose, como recuerdo suyo, las flores de su jardín. «Esta virgen no está muerta, sino dormida», decía la multitud; y fue preciso enterrarla de noche para contener los ímpetus de la devoción popular.
Un día llegó el novio soñado, el heredero de una casa opulenta. La alegría no fue tan grande como se hubiera podido esperar. La niña se iba poniendo «algo tonta». Su madre observaba con terror no sé qué tendencias propias, como ella decía, de beatas e iluminadas. Era silenciosa y recogida, muy rezadora, enemiga de juegos y diversiones. Costábale un triunfo sacarla de casa, y llegaba a las mayores extravagancias para encontrar un pretexto que le permitiese quedarse en su retiro. Se machacaba el pie por no calzar los botines de raso que se buscaban para ella en las tiendas más elegantes, se restregaba los ojos con guindilla, ajaba el rostro a fuerza de ayunar y velar. Nada le importaba la hermosura. Asustada por los elogios de las gentes, arreció en sus penitencias, y vio con alborozo que las rosas de su cara empezaban a marchitarse. Pero otro día cogió al vuelo en un corro de beatas esta observación: «Mirad cómo se maltrata la santita.» Cosa rara; ella, que no se conmovía cuando la llamaban bella, se estremeció de espanto cuando la llamaron santa. Antes, para responder a un piropo que un galán hizo a cuenta de sus manos, las destrozó bárbaramente, metiéndolas en cal viva. Ahora cayó de rodillas, y, en su ingenuidad infantil, pidió al Señor que le permitiese entregarse a sus maceraciones sin destruir la belleza del cuerpo. Y el Señor la escuchó. Ni la muerte siquiera pudo afear aquella obra maestra de la Naturaleza.
Entre tanto, la pobre madre seguía defendiendo sus posiciones, y, en el exceso de su amor, no dudaba en llegar hasta la tiranía. Ordenaba iracunda, y la joven no tenia más remedio que tocar la vihuela delante de los invitados o ponerse las mejores galas o asistir a los festines y a las reuniones de sociedad. Cansada al fin de aquella servidumbre, resolvióse a dar el golpe supremo. Para conseguir la protección de la Santísima Virgen, quiso consagrarla lo mejor que tenía, un magnífico rosario de plata y de coral. Y una mañana, llevando en las manos la cascada de oro de su cabellera, cayó de rodillas delante de su madre. «Pero, ¿qué es eso, hija desnaturalizada?, gritó ésta, ciega de furor. «Madre, perdóname—respondió Rosa—; pero no puedo obedecerte. Pertenezco a otro esposo más noble que el que tú quieres darme.» Fueron inútiles las caricias, las amenazas y los golpes. Había hecho una promesa, y estaba dispuesta a cumplirla a costa de la vida. Una vez, uno de sus hermanos, en la confianza del juego, la enlodó y desordenó aquel pelo rubio, largo y sedoso, que admiraban las gentes de Lima. Ella protestó con viveza y se puso triste. Entonces, el pequeño, tomando aire de predicador, le hizo esta solemne advertencia: «Por poca cosa te enojas. ¿No sabes que las trenzas del cabello son cordeles con que arrastráis los corazones al infierno?» Estas palabras fueron como un relámpago en el alma de la niña. Inmediatamente penetró en su casa y, postrada delante del crucifijo, pronunció el voto de virginidad.
Llegóse al fin a un arreglo. María de Oliva era madre, y, además, era cristiana. Contentóse con regañar a su hija de cuando en cuando con motivo de sus ayunos y sus vigilias; pero en el fondo no dejaba de sentirse orgullosa cuando sus amigas la detenían al volver de la iglesia para decirla: «Pero, ¿es verdad?, ¿es verdad todo eso que cuentan de tu hija?» Porque Rosa vivía en pleno ambiente de maravillas. Tenía largos coloquios con los bienaventurados; se dejaba llevar por los mares beatíficos del éxtasis, y en medio de sus penitencias y sufrimientos, su vida se prolongaba como de milagro. Amaba la naturaleza como un espejo de Dios, y las aves, lo mismo que las flores, eran para ella mensajeros del Cielo. Una bella mariposa revoloteaba un día en torno suyo y terminó por posarse en su mano. Era blanca y negra, colores simbólicos que hicieron caer a la amable virgen en un profundo arrobamiento. Al despertar, se fue al convento de los Padres dominicos y les pidió el hábito blanco y negro de terciaria dominicana, el hábito de Santa Catalina de Siena. Como Catalina, Rosa tenía especial predilección por las flores y los jardines. «Si queréis encontrar a Rosa—decían sus amigas—, buscadla en el jardín.» Se referían al jardín de su casa. En un rincón se había construido una choza, que era al mismo tiempo dormitorio y panteón. Allí tenía las imágenes de sus santos más venerados entre búcaros de rosas y plumas de brillantes colores. Todo le parecía poco para adornar aquella morada, en que daba audiencia a los celestes visitantes. A veces las ramas de plátano que formaban la techumbre aparecían como iluminadas por un incendio, y luces prodigiosas se filtraban por las hendiduras. Cuando Rosa se presentaba a la puerta, tenía el rostro encendido y llameante, como si acabase de salir de una hoguera. Con la contemplación sabía armonizar el trabajo: cosía y bordaba, legaba los claveles y las azucenas y ayudaba a su madre como podía. En su huerto había un rosal que parecía un símbolo de su corazón abrasado y del olor de su virginidad. Todos querían rosas de aquel rosal que cultivaba Santa Rosa, las rosas milagrosas que cantaban como cuerdas de un arpa, Porque es el caso que cuando la virgen atravesaba su jardín cantando salmos, las rosas del rosal se esponjaban, temblaba el ramaje de los plátanos y las palmeras, se estremecían los frutos con murmullo de campanillas, y de aquel blando movimiento de las plantas y las flores surgía una música suave, que enajenaba el sentido de la extática jardinera. Venían luego los mosquitos y los cínifes que dormían arracimados entre las ramas de su habitación, revoloteaban en torno de su cama, lanzando los sonidos de sus agudas trompetas, y se asociaban a aquella orquesta mágica con el orgullo y alborozo de quien sabe que cumple la voluntad de Dios. De pronto rompían el aire los trinos del quetzal, el ruiseñor de América. Era el mejor amigo de Rosa. Todas las tardes se posaba delante de ella cantando y agitando su bella y larga cola multicolor. Ante aquel gesto provocativo, Rosa cogía el arpa y cantaba también. Y el concierto se convertía en una endecha sublime, palpitante de amor y gratitud.
Como sucede siempre, aquellos fenómenos extraordinarios empezaban a alarmar a los hombres de la ley y a los celadores de la disciplina. Era la primera vez, a juzgar por lo que contaban las historias, que la unión mística, con todo su acompañamiento de oración, de quietud, desposorio espiritual, visiones y apariciones, se realizaba en las vírgenes tierras americanas. Y ¿quién nos asegura, pensaban algunos, que en todo esto no hay más que pura hipocresía y tentación diabólica? Un día Rosa vio que invadía su huerto la turba venerable de los doctores, los escribas y los alguaciles, armados de libros, de plumas y tinteros. Ella les recibió temblorosa y les ofreció sillas bajo los plátanos corpulentos. Después empezó el interrogatorio:
—¿Desde qué edad empezaste a sentir ese espíritu de oración?
—No sabría decirlo; ya en la infancia, mi mayor deleite era pensar en Dios, conversar con Él y ocuparme de las cosas del Cielo.
—¿Has hecho siempre ese ejercicio con el mismo recogimiento?
—Antes de los doce años me sentía a veces inquieta y fatigada; después, nunca me ha sucedido semejante cosa. Desde que me pongo en oración, siento mi alma tan sumergida en sí misma y mis facultades tan enajenadas, que nada interior ni exterior puede turbar mi atención amorosa a la belleza de Dios presente en mí.
—Mientras dura esta suspensión de las potencias, ¿haces algún esfuerzo?
—No hago esfuerzo ninguno, ni siento la menor resistencia; mis facultades van a su centro como arrastradas por un imán, y tal suavidad las inunda, que todo sentimiento de malestar es imposible para ellas. Mi corazón hierve bajo la acción de un fuego cuyas operaciones son tan dulces, que nunca podría explicarlo. Tras esto, queda en el fondo del alma una presencia de la divinidad, amable, serena, graciosa; y la felicidad que siento entonces hace que no pueda encontrar consuelo en otra cosa cualquiera.
—¿Has leído libros de teología mística?
—Ni los he tenido, ni los he leído nunca, ni sé que mi oración tenga un nombre entre los sabios.
—¿Has sufrido muchos y muy largos combates contra las malas inclinaciones de la naturaleza?
—Apenas recuerdo haber tenido luchas de esa clase. Por la gracia divina, desde que conocí a Dios, tuve el temor de desagradarle; y si un movimiento contrario a la razón se levantaba dentro de mí, bastábame recordar la presencia de Dios para refrenarle.
—¿No has pasado por alguna tribulación para llegar a ese grado de intimidad con Dios?
Al llegar aquí la joven contó una cosa extraña. Alternando con las dulzuras inefables de la unión, sentíase envuelta en una noche espantosa, que le hacía sufrir los horrores de la agonía. De la cumbre de la luz contemplativa, caía súbitamente en un abismo rayano con la desesperación. Se veía sola, en un desierto sin fronteras, alejada de Dios y como encerrada en los sótanos del infierno.
—Durante quince años—añadió la vidente—no ha pasado un solo día sin que haya sufrido esta crisis por lo menos una hora, que para mí es un siglo.
—Entiendo—repuso el sabio examinador—; se trata de ese purgatorio espiritual que es necesario al alma para adquirir el perfecto conocimiento de sí misma. Y ¿qué es lo que os ha sucedido—anadió—al salir de esa noche infernal?
—Cuando desde el fondo de los infiernos me siento transportada a esa luz de los abrazos del Esposo divino, mi alegría es tan completa como si ya no pudiese experimentar eclipse ninguno. Siento los ímpetus de un amor libre, que se precipita como un río después de haber derribado los obstáculos que se oponían a su curso. Sopla de nuevo el viento suave de la gracia, y el ambiente se embalsama de perfumes inefables; mi alma se sumerge en el mar profundo de la divina bondad y se transforma, por una metamorfosis inexplicable, en su Amado, hasta el punto de hacerse una misma cosa con Él.
Calló Rosa avergonzada y casi asustada de lo que acababa de decir; pero una orden del grave tribunal la obligó a revelar todo su secreto.
—En esos momentos dichosos—dijo—me parece que mi unión con Dios ya no podrá romperse, que ya no podré perder el amor, que estoy confirmada en gracia. Es como si ya no pudiese pecar. Se me figura—añadió con voz débil, reveladora de su turbación—que estoy diciendo herejías, pero eso es lo que siento. Con frecuencia veo la humanidad de Jesucristo en las diferentes edades de su vida, y siempre con un rostro afable, gracioso y sonriente. También la Reina de los Cielos se digna favorecerme con su dulce y amable presencia.
—Y esas visiones—preguntaron los doctores—, ¿son, intelectuales, o imaginarias?
—No sé lo que quieren decir esas palabras—respondió la virgen—; lo único que puedo deciros es que veo pasar cerca de mí a mi Salvador, de una manera clara, aunque fugitiva, que recuerda el estallido de una estrella fugaz.
Habló finalmente de los efectos que estos fenómenos maravillosos dejaban en su alma: una alegría superior a toda alegría imaginable, un concepto sublime de la filiación divina del cristiano, un anhelo irrefrenable de la vida perfecta y un ardor apasionado por llevar las almas a Dios. A veces, Rosa sentía envidia de Santa Catalina de Siena, que había atravesado los pueblos llevando el mensaje divino. «¡Oh!—exclamaba—. ¡Lo que yo daría por la dignidad de anunciar el Evangelio! Iría a través de las ciudades predicando la penitencia, con los pies descalzos, el crucifijo en la mano y el cuerpo cubierto de un cilicio espantoso. Caminaría durante la noche, gritando: Pecadores, arrepentios; abandonad vuestras iniquidades. ¿Hasta cuándo seréis como rebaños atolondrados delante de los demonios? Huid de los eternos castigos; pensad que sólo hay un instante entre la vida y el infierno.»
En los últimos días de su vida, Rosa ya no sentía las angustias del infierno espiritual; pero, en cambio, se sintió atacada por una dolencia que la dejaba convulsa, exánime, temblorosa; y que fue un enigma para todos los que la asistían. «Me parece—decía ella—como si pasasen por todo mi cuerpo un hierro candente, como si atravesasen mi corazón con una espada de fuego, como si un martillo de bronce cayese sin cesar sobre mi cabeza y me rompiese el cráneo. Siento que un incendio me penetra hasta le medula de los huesos, consumiendo lentamente mi vida.» Y añadía: «Herid sin piedad, Señor; cumplid en mí vuestra santa, justa y adorable voluntad. Aumentad el dolor al dolor; pero dadme paciencia.» En realidad, todo aquello no era más que la violencia del amor, el ardor vehemente de los bienes eternos. «Me abraso, me abraso—clamaba la enferma—; hiél y vinagre que me den, será para mí como un refrigerio.» En medio del dolor se sentía locuaz y no podía contener su alegría. De cuando en cuando se dormía en raptos amorosos, y al ver de nuevo a los que la rodeaban, decía: « ¡ Oh, si hubiese tiempo aún! ¡Qué grandes y bellas cosas os diría yo de la suavidad de Dios y de la brillante corte del palacio eterno!» Pero había llegado la última hora. Preparóse a ella, pidiendo la bendición de sus padres para morir. «El peligro no es inminente—decían ellos—: mañana, mañana.» «Mañana —respondió Rosa sonriendo—estaré ya lejos de aquí. Estoy viendo la mesa del eterno banquete; y allí hay un puesto para mí, y esta misma noche debo ir a ocuparle.» Y fijando los ojos en su madre, como si quisiera recordarle aquellas fiestas de sociedad a que asistieron juntas en otro tiempo, añadió: «Debemos ser puntuales. Si no llego a la hora fijada, me cerrarían las puertas como a las vírgenes locas.» Algunos momentos después hizo en su pecho la señal de la cruz, pronunció tres veces con voz temblorosa el nombre del Amado y se fue a cultivar los rosales que no se marchitan. Muerta, aparecía hermosa, radiante, sonriente, como en vida. La ciudad entera desfiló por su casa para ver el prodigio, tocando rosarios a sus carnes virginales, besando sus pies y sus manos y su rostro, cortando su túnica y su velo, y llevándose, como recuerdo suyo, las flores de su jardín. «Esta virgen no está muerta, sino dormida», decía la multitud; y fue preciso enterrarla de noche para contener los ímpetus de la devoción popular.
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