Giovanni Tolomei era el ornato de la corte imperial. Los palatinos le llamaban el bravo sienés. Y bravo lo era en la guerra y en la paz; tal vez por eso le había preferido con sus favores el emperador Rodulfo; aunque demasiado sabía que la fidelidad del joven caballero le garantizaba el apoyo de una de las principales familias italianas. Tenía en su trato la gracia meridional; sus compañeros le amaban, a pesar de su carácter fuerte y dominante, y, tratándose de letras, reconocían fácilmente su superioridad. Y lo mismo sucedía en las justas y juegos de armas, donde era vigoroso y de fuerzas hercúleas. Había estudiado mucho y tenía un lenguaje fácil y lleno de luz. Sus compañeros le escuchaban respetuosamente cuando exponía las buenas cosas que le había ensenado su tio, el fraile dominico.
Apasionado, decidor y amable, era el ídolo de las damas. Servía, sobre todo, a una a quien, según la costumbre de la época, llamaba la señora de sus pensamientos. Por ella brindaba en los convites, por ella luchaba en los torneos, y pensando en su belleza caminaba a las empresas guerreras. Cantaba su amorosa esclavitud y las gracias de su dama en versos amatorios como los de Tibulo, o en sonetos exquisitos como los de Petrarca, su contemporáneo. Era de una hermosura varonil: estatura procer, miembros hercúleos, cabeza proporcionada al torso robusto, rostro bello y algo ovalado, color moreno, abrillantado por la luz de dos ojos negrísimos, negro también el cabello que sombreaba la espaciosa frente, nariz poderosa y alargada, labios un tanto salientes, cubriendo una boca menuda. Esto, con la belleza de su alma y la viveza de su inteligencia vibrante, le hicieron el ídolo de la corte germánica.
Es algo extraño observar cómo Dios deja con frecuencia que sus elegidos vivan en medio del hechizo de las frivolidades, entre el bullicio de la superficie, probando y aquilatando hasta dónde llegan las dulzuras que puede ofrecer el mundo, con lo cual quiere convencernos de que, cuando esos santos toman una resolución de desasimiento, saben muy bien lo que dejan, por haberlo visto de cerca y muchas veces por haberlo experimentado personalmente. Tal fue el joven Giovanni, que, como dicen sus biógrafos, llegó a olvidarse casi enteramente de las virtudes, de los estudios y hasta de sí mismo, entre las ligeras preocupaciones cortesanas. Y, sin embargo, había entrado en el mundo como un predestinado. Su madre, Fulvia, sabía por un ángel que aquel hijo sería un hombre extraordinario, y lo consideró como una cosa sagrada.
Pasados los primeros síntomas de la juventud, el afortunado caballero dejó la corte, llevado de más sólidas ambiciones, y volvió a su patria, a Siena; porque era de Siena, de la misma ciudad y del mismo siglo que Santa Catalina, la grande embajadora del Espíritu Santo, y San Bernardino, el apóstol infatigable.
Entonces Giovanni buscó el poder y lo obtuvo. Sus conciudadanos pusieron en él la primera magistratura de la ciudad. Giovanni no se contentó con eso. En torno suyo había muchos hombres ilustres por lo mucho que sabían y por lo bien que lo decían. Unos eran artistas, otros poetas, otros filósofos y pensadores. El dux de Siena quiso ser como ellos y se puso a estudiar los viejos manuscritos con el mismo afán que antes pusiera en los devaneos de la corte. Hízose maestro consumado en ambos derechos; profundizó los más enrevesados problemas de los números, y la filosofía no tenía secretos para él. Era ya un sabio, la gloria le mimaba y los discípulos se reunían a su alrededor y escuchaban con admiración su palabra fogosa y brillante. En Siena y cerca de Siena estaba de moda la filosofía del maestro Giovanni.
Quiso saber si alguien se atrevía a medirse con él. Día de regocijo fue para aquella ciudad, madre de sabios y artistas, aquel en que se supo que Giovanni defendería públicamente su doctrina contra todos los mantenedores de los sistemas contrarios. El reto audaz atrajo a Siena peregrinos ilustres de regiones apartadas que habían oído la fama del valiente profesor.
El maestro Giovanni presentóse en público prodigando amables sonrisas en que se adivinaba su íntima satisfacción. Estaba entonces en la plenitud de su varonil belleza, y de su inteligencia brotaban raudales de luz. Iba a cumplir cuarenta años. Una turba bulliciosa de discípulos le acompañaba vitoreándole y levantando al aire los ramos de laurel que traían para celebrar su triunfo. El maestro empezó a hablar. Uno a uno, iba confundiendo a sus adversarios. Éstos enrojecían. Hubo un instante en que Giovanni citó un texto antiguo. Los adversarios se lo negaron, tratándole de falsario. Giovanni tomó un códice. Iba a buscar la cita. Pasaba folios y folios...., pero nada veía. Solamente sentia un peso en su mano. Levantó los ojos y no pudo ver a aquella muchedumbre que esperaba ansiosa. Los abrió y los cerró una y otra vez; se los frotó fuertemente con las manos .., y entonces se dio cuenta de que se había muerto la luz de su mirada. Un drama negro pasó por su alma. Pálido y desfallecido, dejóse caer en el asiento.
Aquello no fue más que un segundo de desmayo. Al quedarse ciego, otro mundo se había iluminado en su interior. Se levantó más tranquilo, y dijo: «A casa.» Los discípulos le ayudaron a llegar hasta ella. Los demás se retiraron llenos de confusión, y los adversarios, dueños del campo, le declararon vencido. Era un vencido de Dios.
A diez millas de Siena se levanta un altisimo monte, mirando al ocaso. Su superficie puede tener un estadio de diámetro, aunque se extiende algo más por uno de los lados, describiendo la forma de una hoja de castaño... Por cualquier parte que se mire, no se encuentran más que rocas enormes y profundos precipicios. En una punta se alza una torre de ladrillo, y cerca un foso que recoge las aguas de las alturas. Sobre el foso hay un puente tendido. Cuando lo levantan, el lugar es inaccesible. En aquel lugar tenían los Ptolomei una villa de recreo.
Pero han pasado algunos años. En lugar de la villa hay un templo magnífico, y al lado un claustro hermoso, celdas, oficinas: todos los elementos que componen un gran monasterio. En torno, verdes olivos que dan al lugar el nombre de Olívete. Más lejos, bosques de encinas corpulentas y jardines de olorosas flores, porque las aguas brotan abundantes en la misma altura.
Habitan aquella soledad unos hombres hechos al silencio, que visten hábitos blanquísimos, que un día les pusiera el obispo de Arezzo por mandato de una Señora muy hermosa que se dijo Reina del Cielo. Siguen la Regla de San Benito, pero nunca prueban la carne ni el vino. En medio de ellos estaba el antiguo maestro de Siena. Nadie le reconocería. La negra cabellera ha desaparecido; en cuanto que le quedan los mechones suficientes para hacer resaltar el cerquillo monacal. La piel, pegada a los huesos, es indicio de grandes penitencias. El color, pálido. Grandes arrugas cercan su frente. Hasta el nombre ha cambiado: se llama Bernardo, y su maestro ya no es Platón, sino el suavísimo abad de Claraval. Tiene los ojos encendidos e hinchados por las lágrimas; pero, aunque hundidos en las órbitas profundas, ven como en los mejores días. Él mismo cuenta, con una voz que el amor hace vibrar, cómo poco tiempo después de aquella dolorosa escena en que Dios había querido confundir su vanidad, recobró la vista a los pies de una imagen de la Virgen, a quien desde entonces escogió para siempre por única Señora de sus pensamientos, Luego se recogió en aquel desierto; hizo durísimas penitencias, levantó aquella abadía de Monte Olívete, y tras ella, otras y otras en diversas partes de Italia.
Ya no se acordaba de las antiguas vanidades. Sólo pensaba en la muerte, y la buscaba y la llamaba como a su liberadora. La muerte le vino, al fin, mientras estaba cuidando a los apestados. Sus últimas palabras fueron: «Ya llega el instante deseado. Recíbeme, Jesús, dulcísimo amor de mi alma, dentro de esas tus entrañas.» Y se durmió en el Señor con el crucifijo en las manos. En su cara había, una sonrisa que parecía un reflejo de la felicidad de la gloria.
Hoy, en Monte Olívete y en otros monasterios italianos, se guarda, como guarda el avaro su tesoro, la memoria y los consejos del bienaventurado fundador sienes.
Apasionado, decidor y amable, era el ídolo de las damas. Servía, sobre todo, a una a quien, según la costumbre de la época, llamaba la señora de sus pensamientos. Por ella brindaba en los convites, por ella luchaba en los torneos, y pensando en su belleza caminaba a las empresas guerreras. Cantaba su amorosa esclavitud y las gracias de su dama en versos amatorios como los de Tibulo, o en sonetos exquisitos como los de Petrarca, su contemporáneo. Era de una hermosura varonil: estatura procer, miembros hercúleos, cabeza proporcionada al torso robusto, rostro bello y algo ovalado, color moreno, abrillantado por la luz de dos ojos negrísimos, negro también el cabello que sombreaba la espaciosa frente, nariz poderosa y alargada, labios un tanto salientes, cubriendo una boca menuda. Esto, con la belleza de su alma y la viveza de su inteligencia vibrante, le hicieron el ídolo de la corte germánica.
Es algo extraño observar cómo Dios deja con frecuencia que sus elegidos vivan en medio del hechizo de las frivolidades, entre el bullicio de la superficie, probando y aquilatando hasta dónde llegan las dulzuras que puede ofrecer el mundo, con lo cual quiere convencernos de que, cuando esos santos toman una resolución de desasimiento, saben muy bien lo que dejan, por haberlo visto de cerca y muchas veces por haberlo experimentado personalmente. Tal fue el joven Giovanni, que, como dicen sus biógrafos, llegó a olvidarse casi enteramente de las virtudes, de los estudios y hasta de sí mismo, entre las ligeras preocupaciones cortesanas. Y, sin embargo, había entrado en el mundo como un predestinado. Su madre, Fulvia, sabía por un ángel que aquel hijo sería un hombre extraordinario, y lo consideró como una cosa sagrada.
Pasados los primeros síntomas de la juventud, el afortunado caballero dejó la corte, llevado de más sólidas ambiciones, y volvió a su patria, a Siena; porque era de Siena, de la misma ciudad y del mismo siglo que Santa Catalina, la grande embajadora del Espíritu Santo, y San Bernardino, el apóstol infatigable.
Entonces Giovanni buscó el poder y lo obtuvo. Sus conciudadanos pusieron en él la primera magistratura de la ciudad. Giovanni no se contentó con eso. En torno suyo había muchos hombres ilustres por lo mucho que sabían y por lo bien que lo decían. Unos eran artistas, otros poetas, otros filósofos y pensadores. El dux de Siena quiso ser como ellos y se puso a estudiar los viejos manuscritos con el mismo afán que antes pusiera en los devaneos de la corte. Hízose maestro consumado en ambos derechos; profundizó los más enrevesados problemas de los números, y la filosofía no tenía secretos para él. Era ya un sabio, la gloria le mimaba y los discípulos se reunían a su alrededor y escuchaban con admiración su palabra fogosa y brillante. En Siena y cerca de Siena estaba de moda la filosofía del maestro Giovanni.
Quiso saber si alguien se atrevía a medirse con él. Día de regocijo fue para aquella ciudad, madre de sabios y artistas, aquel en que se supo que Giovanni defendería públicamente su doctrina contra todos los mantenedores de los sistemas contrarios. El reto audaz atrajo a Siena peregrinos ilustres de regiones apartadas que habían oído la fama del valiente profesor.
El maestro Giovanni presentóse en público prodigando amables sonrisas en que se adivinaba su íntima satisfacción. Estaba entonces en la plenitud de su varonil belleza, y de su inteligencia brotaban raudales de luz. Iba a cumplir cuarenta años. Una turba bulliciosa de discípulos le acompañaba vitoreándole y levantando al aire los ramos de laurel que traían para celebrar su triunfo. El maestro empezó a hablar. Uno a uno, iba confundiendo a sus adversarios. Éstos enrojecían. Hubo un instante en que Giovanni citó un texto antiguo. Los adversarios se lo negaron, tratándole de falsario. Giovanni tomó un códice. Iba a buscar la cita. Pasaba folios y folios...., pero nada veía. Solamente sentia un peso en su mano. Levantó los ojos y no pudo ver a aquella muchedumbre que esperaba ansiosa. Los abrió y los cerró una y otra vez; se los frotó fuertemente con las manos .., y entonces se dio cuenta de que se había muerto la luz de su mirada. Un drama negro pasó por su alma. Pálido y desfallecido, dejóse caer en el asiento.
Aquello no fue más que un segundo de desmayo. Al quedarse ciego, otro mundo se había iluminado en su interior. Se levantó más tranquilo, y dijo: «A casa.» Los discípulos le ayudaron a llegar hasta ella. Los demás se retiraron llenos de confusión, y los adversarios, dueños del campo, le declararon vencido. Era un vencido de Dios.
A diez millas de Siena se levanta un altisimo monte, mirando al ocaso. Su superficie puede tener un estadio de diámetro, aunque se extiende algo más por uno de los lados, describiendo la forma de una hoja de castaño... Por cualquier parte que se mire, no se encuentran más que rocas enormes y profundos precipicios. En una punta se alza una torre de ladrillo, y cerca un foso que recoge las aguas de las alturas. Sobre el foso hay un puente tendido. Cuando lo levantan, el lugar es inaccesible. En aquel lugar tenían los Ptolomei una villa de recreo.
Pero han pasado algunos años. En lugar de la villa hay un templo magnífico, y al lado un claustro hermoso, celdas, oficinas: todos los elementos que componen un gran monasterio. En torno, verdes olivos que dan al lugar el nombre de Olívete. Más lejos, bosques de encinas corpulentas y jardines de olorosas flores, porque las aguas brotan abundantes en la misma altura.
Habitan aquella soledad unos hombres hechos al silencio, que visten hábitos blanquísimos, que un día les pusiera el obispo de Arezzo por mandato de una Señora muy hermosa que se dijo Reina del Cielo. Siguen la Regla de San Benito, pero nunca prueban la carne ni el vino. En medio de ellos estaba el antiguo maestro de Siena. Nadie le reconocería. La negra cabellera ha desaparecido; en cuanto que le quedan los mechones suficientes para hacer resaltar el cerquillo monacal. La piel, pegada a los huesos, es indicio de grandes penitencias. El color, pálido. Grandes arrugas cercan su frente. Hasta el nombre ha cambiado: se llama Bernardo, y su maestro ya no es Platón, sino el suavísimo abad de Claraval. Tiene los ojos encendidos e hinchados por las lágrimas; pero, aunque hundidos en las órbitas profundas, ven como en los mejores días. Él mismo cuenta, con una voz que el amor hace vibrar, cómo poco tiempo después de aquella dolorosa escena en que Dios había querido confundir su vanidad, recobró la vista a los pies de una imagen de la Virgen, a quien desde entonces escogió para siempre por única Señora de sus pensamientos, Luego se recogió en aquel desierto; hizo durísimas penitencias, levantó aquella abadía de Monte Olívete, y tras ella, otras y otras en diversas partes de Italia.
Ya no se acordaba de las antiguas vanidades. Sólo pensaba en la muerte, y la buscaba y la llamaba como a su liberadora. La muerte le vino, al fin, mientras estaba cuidando a los apestados. Sus últimas palabras fueron: «Ya llega el instante deseado. Recíbeme, Jesús, dulcísimo amor de mi alma, dentro de esas tus entrañas.» Y se durmió en el Señor con el crucifijo en las manos. En su cara había, una sonrisa que parecía un reflejo de la felicidad de la gloria.
Hoy, en Monte Olívete y en otros monasterios italianos, se guarda, como guarda el avaro su tesoro, la memoria y los consejos del bienaventurado fundador sienes.
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