La persecución arrecia. Damas ilustres gimen en el destierro, nobles caballeros trabajan en las minas, y diariamente ruedan nuevas cabezas de obispos y doctores. En sus sesiones de magia, Valeriano se había convencido de que los cristianos eran los enemigos del Imperio. Había empezado favoreciéndolos, y terminó declarándoles una guerra sin cuartel. Dios le dio poder por tres años. Después la divina justicia le castigó; el rey de los persas le derrotó, le hizo prisionero, le cargó de cadenas, le utilizó de estribo cuando quería montar en su caballo, y cuando se cansó de él, le degolló y colgó su piel tenida de rojo en el gran templo de Persépolis, su capital.
Entre tanto, corría la sangre cristiana. Los fieles vivían amedrentados, aguardando el momento de su detención, ocultos en lo interior de sus casas. Solamente los más intrépidos osaban, a favor de la oscuridad, reunirse en los cementerios de la orilla izquierda del Tiber. Así en esta plácida noche estival. Llegan envueltos en sus mantos y desaparecen bajo tierra. Caminan luego por subterráneos misteriosos. Las sendas se tuercen y se cruzan. Una galería desemboca en otra galería. De cuando en cuando se abre en la pared un hueco, donde brilla una lámpara, a cuya luz se ven los sepulcros de los mártires abierto en los muros, las lápidas, las inscripciones y las pinturas: el Buen Pastor con la oveja en los hombros, el canastillo lleno de peces y de panes, la orante, el delfín, el áncora, la cruz, el Orteo mitológico amansando las fieras con su lira. Al fin, el pasadizo se ilumina, el corredor se ensancha y aparece una sala más espaciosa. En los muros, pinturas biblicas, y en el fondo, una mesa cubierta de blancos lienzos e iluminada por cirios que arden en candelabros de plata. El sacerdote ocupa una silla ¡unto al altar. Es Sixto, a quien todos designan como el sucesor del Pontifice Esteban, ejecutado poco antes por los perseguidores. Se cantan varios salmos de David, se leen algunos trozos del Evangelio y de los profetas, que el celebrante comenta en una sabia homilía. Después, el diácono Lorenzo pone en la mesa el pan y el vino, y el anciano sacerdote empieza la fórmula de la consagración. Antes de comulgar, los asistentes se dan unos a otros el ósculo de paz.
Al terminar la ceremonia, Sixto recuerda a los hermanos encarcelados, a los confesores de la fe. Es preciso llevarles los misterios, que les sostengan entre los desfallecimientos de la prisión, y hay que encontrar un alma generosa que se ofrezca a afrontar el peligro. Cien miradas se dirigen implorantes hacia él. Ancianos, mujeres, jovencitas cubiertas de blancos velos, todos quieren llevar el pan de la vida a los mártires. Delante del sacerdote hay un niño que, sin atreverse a decir una sola palabra, extiende sus manos en ademán suplicante. Había tanta inocencia, tanto ardor, tan vivo anhelo en aquel rostro, que Sixto no pudo menos de exclamar: « ¿Tú también, hijo mío?» « ¿Y porqué no, Padre?—respondió el niño—. Nadie sospechará en mis pocos años.» Conmovido por aquella fe, el anciano tomó de la mesa el divino manjar, lo envolvió en un lienzo de lino y lo colocó en las manos del pequeñuelo.
El pequeñuelo se llamaba Tarsicio. Tenía apenas once años. Todos en la comunidad cristiana de Roma conocían su fe y su piedad. Era un héroe diminuto, incapaz de acobardarse por la furia de la persecución. Estaba en la catacumba de Lucina cuando los sicarios imperiales entraron en ella y degollaron en su cátedra al Pontifice Esteban mientras comentaba el Evangelio a los fieles. Constantemente veía con los ojos de su imaginación la barba blanca del venerable anciano enrojecida con su propia sangre. Ahora, mientras el sol iluminaba las alturas del Soracte, él caminaba animoso por entre las alamedas del Tiber, sin olvidar ni un momento que era un portador de Cristo, un sagrario viviente. Los transeúntes eran cada vez más numerosos: muchachos que iban al mercado, esclavos que llevaban los niños a la escuela, campesinos que salían a sus labores cotidianas. Pero él coiría sin saludar a nadie; coma gozoso y orgulloso. Ya estaba cerca del Foro, y junto al Foro se abría la cárcel. De pronto, una voz aguda pronuncia su nombre. Y se encuentra rodeado de muchachos. Le sonríen, le saludan, le invitan a jugar. Él rehusa, oprimiendo su tesoro junto al pecho. Y salta en el cono la pregunta temida: « ¿Qué llevas ahí?» Tarsicio, aterrado, quiere echar a correr. Es tarde: los muchachos le agarran, le zarandean, le arrojan por el suelo, gritando: « ¡A ver, a ver! ¿Qué es lo que llevas?» Muchos curiosos se detienen atraídos pollos gritos, y el espectáculo de aquel niño, que resiste con los brazos cruzados sobre el pecho la acometida de sus compañeros, como si estuviese dotado de una fuerza sobrenatural. Llueven pescozones, injurias, puntapiés; corre la sangre, y de entre la sangre salen siempre la misma palabra: « ¡Jamás, jamás!» Los espectadores se hacían cada vez más numerosos. La escena despertaba la curiosidad de unos y la compasión de otros. «Pero, ¿qué es lo que guarda ese niño con tanto tesón?», debió de preguntar uno de los presentes. Y de entre la multitud salió la palabra odiosa: «Es un cristiano, un cristiano que lleva un sortilegio a los prisioneros.» Entonces la multitud se arrojó con nueva furia contra el pobre niño, con ánimo de arrebatarle los misterios. « ¡Jamás, jamás!», seguía repitiendo él, y su voz quedó apagada con el golpe de un palo que un herrero descargó sobre su cabeza. Después cayó otro golpe, y otro y otros muchos...
Manos piadosas recogieron el cuerpo destrozado del mártir y le enterraron en las catacumbas. Fue en la catacumba de San Calixto, la más famosa de todas y una de las más antiguas. Su entrada se abría entre viñas y jardines y monumentos sepulcrales, al lado de la Vía Appia. Allí condujeron a Tarsicio a favor de las sombras de la noche, cerca de la virgen Santa Cecilia y del Pontifice Urbano. Los cristianos guardaron con amor los santos despojos, y un día, cuando pasó la era de las persecuciones, los sacaron a la luz del día, los pusieron bajo un altar de mármol, y, entre huertos floridos, erigieron en su honor un oratorio. Allí le visitaron durante siglos los peregrinos, y devotos, leyendo con admiración estos versos que el Pontifice Dámaso mandó poner en el túmulo:
Queriendo a San Tarsicio almas brutales de Cristo el Sacramento arrebatar, su tierna vida prefirió entregar antes que los misterios celestiales.
Entre tanto, corría la sangre cristiana. Los fieles vivían amedrentados, aguardando el momento de su detención, ocultos en lo interior de sus casas. Solamente los más intrépidos osaban, a favor de la oscuridad, reunirse en los cementerios de la orilla izquierda del Tiber. Así en esta plácida noche estival. Llegan envueltos en sus mantos y desaparecen bajo tierra. Caminan luego por subterráneos misteriosos. Las sendas se tuercen y se cruzan. Una galería desemboca en otra galería. De cuando en cuando se abre en la pared un hueco, donde brilla una lámpara, a cuya luz se ven los sepulcros de los mártires abierto en los muros, las lápidas, las inscripciones y las pinturas: el Buen Pastor con la oveja en los hombros, el canastillo lleno de peces y de panes, la orante, el delfín, el áncora, la cruz, el Orteo mitológico amansando las fieras con su lira. Al fin, el pasadizo se ilumina, el corredor se ensancha y aparece una sala más espaciosa. En los muros, pinturas biblicas, y en el fondo, una mesa cubierta de blancos lienzos e iluminada por cirios que arden en candelabros de plata. El sacerdote ocupa una silla ¡unto al altar. Es Sixto, a quien todos designan como el sucesor del Pontifice Esteban, ejecutado poco antes por los perseguidores. Se cantan varios salmos de David, se leen algunos trozos del Evangelio y de los profetas, que el celebrante comenta en una sabia homilía. Después, el diácono Lorenzo pone en la mesa el pan y el vino, y el anciano sacerdote empieza la fórmula de la consagración. Antes de comulgar, los asistentes se dan unos a otros el ósculo de paz.
Al terminar la ceremonia, Sixto recuerda a los hermanos encarcelados, a los confesores de la fe. Es preciso llevarles los misterios, que les sostengan entre los desfallecimientos de la prisión, y hay que encontrar un alma generosa que se ofrezca a afrontar el peligro. Cien miradas se dirigen implorantes hacia él. Ancianos, mujeres, jovencitas cubiertas de blancos velos, todos quieren llevar el pan de la vida a los mártires. Delante del sacerdote hay un niño que, sin atreverse a decir una sola palabra, extiende sus manos en ademán suplicante. Había tanta inocencia, tanto ardor, tan vivo anhelo en aquel rostro, que Sixto no pudo menos de exclamar: « ¿Tú también, hijo mío?» « ¿Y porqué no, Padre?—respondió el niño—. Nadie sospechará en mis pocos años.» Conmovido por aquella fe, el anciano tomó de la mesa el divino manjar, lo envolvió en un lienzo de lino y lo colocó en las manos del pequeñuelo.
El pequeñuelo se llamaba Tarsicio. Tenía apenas once años. Todos en la comunidad cristiana de Roma conocían su fe y su piedad. Era un héroe diminuto, incapaz de acobardarse por la furia de la persecución. Estaba en la catacumba de Lucina cuando los sicarios imperiales entraron en ella y degollaron en su cátedra al Pontifice Esteban mientras comentaba el Evangelio a los fieles. Constantemente veía con los ojos de su imaginación la barba blanca del venerable anciano enrojecida con su propia sangre. Ahora, mientras el sol iluminaba las alturas del Soracte, él caminaba animoso por entre las alamedas del Tiber, sin olvidar ni un momento que era un portador de Cristo, un sagrario viviente. Los transeúntes eran cada vez más numerosos: muchachos que iban al mercado, esclavos que llevaban los niños a la escuela, campesinos que salían a sus labores cotidianas. Pero él coiría sin saludar a nadie; coma gozoso y orgulloso. Ya estaba cerca del Foro, y junto al Foro se abría la cárcel. De pronto, una voz aguda pronuncia su nombre. Y se encuentra rodeado de muchachos. Le sonríen, le saludan, le invitan a jugar. Él rehusa, oprimiendo su tesoro junto al pecho. Y salta en el cono la pregunta temida: « ¿Qué llevas ahí?» Tarsicio, aterrado, quiere echar a correr. Es tarde: los muchachos le agarran, le zarandean, le arrojan por el suelo, gritando: « ¡A ver, a ver! ¿Qué es lo que llevas?» Muchos curiosos se detienen atraídos pollos gritos, y el espectáculo de aquel niño, que resiste con los brazos cruzados sobre el pecho la acometida de sus compañeros, como si estuviese dotado de una fuerza sobrenatural. Llueven pescozones, injurias, puntapiés; corre la sangre, y de entre la sangre salen siempre la misma palabra: « ¡Jamás, jamás!» Los espectadores se hacían cada vez más numerosos. La escena despertaba la curiosidad de unos y la compasión de otros. «Pero, ¿qué es lo que guarda ese niño con tanto tesón?», debió de preguntar uno de los presentes. Y de entre la multitud salió la palabra odiosa: «Es un cristiano, un cristiano que lleva un sortilegio a los prisioneros.» Entonces la multitud se arrojó con nueva furia contra el pobre niño, con ánimo de arrebatarle los misterios. « ¡Jamás, jamás!», seguía repitiendo él, y su voz quedó apagada con el golpe de un palo que un herrero descargó sobre su cabeza. Después cayó otro golpe, y otro y otros muchos...
Manos piadosas recogieron el cuerpo destrozado del mártir y le enterraron en las catacumbas. Fue en la catacumba de San Calixto, la más famosa de todas y una de las más antiguas. Su entrada se abría entre viñas y jardines y monumentos sepulcrales, al lado de la Vía Appia. Allí condujeron a Tarsicio a favor de las sombras de la noche, cerca de la virgen Santa Cecilia y del Pontifice Urbano. Los cristianos guardaron con amor los santos despojos, y un día, cuando pasó la era de las persecuciones, los sacaron a la luz del día, los pusieron bajo un altar de mármol, y, entre huertos floridos, erigieron en su honor un oratorio. Allí le visitaron durante siglos los peregrinos, y devotos, leyendo con admiración estos versos que el Pontifice Dámaso mandó poner en el túmulo:
Queriendo a San Tarsicio almas brutales de Cristo el Sacramento arrebatar, su tierna vida prefirió entregar antes que los misterios celestiales.
No hay comentarios:
Publicar un comentario