Capuchinos, sacerdotes, misioneros, mártires. Agatángel nació en Vendôme (Francia) en 1598. En 1619 entró en la Orden de los capuchinos y en 1625 recibió la ordenación sacerdotal. Desde 1629 hasta su muerte pasó su vida en las misiones de Oriente Medio; como superior de la misión de El Cairo, se desvivió por la unión de los cismáticos coptos con Roma. En 1637 lo enviaron como superior de la misión de Etiopía en unión de Casiano que, nacido en Nantes (Francia) el año 1607, había profesado entre los capuchinos en 1623 y había sido ordenado sacerdote en 1631. Ambos sufrieron el martirio en Gondar, ahorcados y apedreados, el 7 de agosto de 1638. Los beatificó Pío X en 1905.
Estamos en la portería del convento de capuchinos de El Cairo, la bella ciudad del Nilo, un día de 1634. El padre superior ha salido a recibir a dos nuevos misioneros que acaban de llegar, después de un viaje larguísimo y lleno de peripecias. Los recién venidos son los padres Benito de Dijón y Casiano de Nantes, ambos franceses, y ambos jóvenes y valerosos. También el superior es joven y francés; se llama Agatángel de Vendôme y tiene treinta y seis años. Es afectuoso y de corteses maneras; en la puerta abraza a los dos viajeros, besa sus mejillas al estilo de su patria, después les da un sabroso refrigerio, y entre tanto les cuenta las dificultades y los éxitos de su misión.
El padre Casiano, con sus veintisiete años escasos, oye la narración de su prelado con no disimulada curiosidad, le interroga y le propone nuevos planes, se ofrece a todos los trabajos, dando a entender que un fuego sagrado devora su alma de apóstol. El padre Agatángel mira con ojos de complacencia a su nuevo súbdito, y queda admirado de su entusiasmo y de sus virtuosos propósitos.
Este encuentro de los dos futuros mártires es definitivo y providencial. Los dos tienen un mismo anhelo y una misma idea: dar su vida, si es preciso, por la conversión de los infieles. Ese será, desde ahora, el tema preferido de sus conversaciones, lo que unirá sus espíritus con el lazo del más puro amor.
Agatángel y Casiano son dos ejemplares trasladados a su tiempo desde los días de Diocleciano o Nerón. Las actas de su martirio hubieran dado un bello motivo de inspiración al poeta Prudencio, cantor de los primeros atletas cristianos. Dos vidas breves y, no obstante, pletóricas de heroísmo y de santidad. Como buenos franceses, tienen una elegancia espiritual y una finura evangélica que no perderán hasta que sus cadáveres queden en el campo de batalla.
Agatángel es el orador elocuente que se impone a todos los públicos con su presencia majestuosa, con su celo amable y con un torrente de afectos y de razones que brotan caudalosamente de su corazón intrépido. Sabe alternar la oración con las investigaciones científicas, y sostiene correspondencia erudita con algunos sabios de su patria, a los que envía con frecuencia el resultado de sus estudios.
Casiano es el lingüista de palabra fácil, políglota de idiomas semibárbaros, que adquieren en su boca una delicadeza y precisión latinas.
Dos vidas paralelas y distintas que sólo al acercarse el fin de su carrera llegarán a ponerse en contacto y a fundirse con la sangre del martirio.
La historia del padre Agatángel es novelesca y variada, y él la cuenta con viveza, ocultando los pormenores honoríficos que se refieren a sus actividades y a su persona. Su compañero escucha la narración con creciente interés; el relato apasionante que el padre Agatángel está haciendo en rápidas frases muestra claramente la idea fija de todas sus aspiraciones: la gloria de Dios y la salvación de las almas.
Nació en Vendôme en 1598. Su padre, Francisco Noury, era un noble y cristiano caballero; su santa madre, Margarita Begon, parecía privilegiada por Dios con dones de perfección; sus hermanitos aprendieron a rezar desde la cuna, y él también. De niño, entraba muchas veces en el recién fundado convento de capuchinos, solo o en compañía de su padre que era el síndico de los religiosos; recorría los claustros, el refectorio, la sacristía y el huerto. Con esta familiaridad, pronto sintió la afición al hábito franciscano, y pidió a Dios la gracia de una firme vocación. Tuvo una infancia alegre, oreada por las brisas del jardín de su casa y por las piadosas lecciones de su madre y de los frailes capuchinos. Los buenos religiosos gustaban de su conversación graciosa e ingenua, le miraban embelesados cuando se acercaba a comulgar y cuando rezaba sus infantiles plegarias ante el altar de la Virgen; y en la mente de todos estaba que el pequeño había sido señalado por Dios para muy altos destinos.
A los veinte años, el joven Noury entraba en el noviciado de Le Mans, dejando las comodidades de su rica familia y aspirando a entregar toda su vida al servicio de Dios. Su nuevo nombre, Agatángel -buen mensajero-, le pareció un título de gloria y una señal de la voluntad divina. Era el nombre de un santo niño que había dado su sangre y su vida por la fe en los primeros tiempos del cristianismo. Aquel nombre, un poco extraño, tenía aires de catacumba y de misterio, sonaba a persecución y a combate, y el animoso novicio lo recibió como señal de un nuevo bautismo.
El año del noviciado fue uno de los más hermosos que recordaba: el padre Agatángel todavía tiene nostalgia de aquellas largas meditaciones en el coro y en la celda, de aquellas pláticas enjundiosas del padre maestro, de la santa emulación de todos los novicios por alcanzar en breve tiempo la madurez de la vida religiosa. Él no cuenta nada de su propia virtud, de sus progresos y ejemplos en la humildad y en la obediencia, de su inmaculada castidad y seráfica pobreza. Pero nosotros sabemos que llegó a ser la admiración de toda la comunidad y que el padre maestro le miraba con especial predilección.
Después de la profesión solemne, pasó al convento de Poitiers para terminar la carrera eclesiástica. Allí encontró un excelente maestro y guía del espíritu en el célebre padre José de Tremblay (de París), que había de ser más tarde la gran figura política que la historia ha inmortalizado con el nombre de la Eminencia Gris, por su amistad e influencia con el altivo cardenal Richelieu, cuyo brazo derecho fue durante muchos años.
El padre José, antes de ser político eminente, es sólo un austero religioso, modelo de virtud y consejero insuperable en las vías del alma. En el convento de Poitiers tiene ahora la delicada tarea de la instrucción mística de los jóvenes profesos de coro, y la preparación de los misioneros que ha de mandar por varias provincias de Francia, Inglaterra y Escocia, para combatir el protestantismo; y proyecta otras más bravas expediciones a las misiones de Oriente, a las tierras sometidas al fanatismo islámico del Gran Sultán.
Al lado de aquel gran organizador, fray Agatángel se formó en la palestra de los apóstoles durante tres años; y luego fue enviado al convento de Rennes, para terminar los estudios teológicos y recibir el sacerdocio.
En 1625 celebraba la primera misa y era considerado como un capuchino perfecto. Humilde, a pesar de su talento y de su brillante carrera; obediente y pobre, como los primeros discípulos de San Francisco; casto, con la inocencia de un niño; y celoso de la salvación de las almas, con deseos de ganar toda la tierra para Jesucristo.
Inició sus trabajos predicando la cuaresma de 1626 en su ciudad natal, no con balbuceos de principiante, sino con el acento poderoso de los grandes oradores y de los antiguos profetas. Sus conciudadanos recordarán muchos años después la elocuencia del padre Agatángel, sus ejemplos de virtud, y ciertas palabras proféticas en que fustigó a los protestantes y anunció claramente la próxima ruina de su templo parroquial. Más tarde, recorrió el Poitou en una gira de fecundo apostolado.
A pesar de estos buenos comienzos, el futuro mártir no vive satisfecho; una voz interior le llama a otro terreno más amplio y lejano. No busca él la fácil gloria de su tierra, sino la salvación de los pecadores de todo el mundo, aunque para ello sea necesario eclipsarse y alejarse. Un hecho providencial resolvió la situación a gusto del padre Agatángel. Dos condiscípulos suyos debían partir, por aquellos días, para las misiones de Siria, enviados por el padre Tremblay; pero uno de ellos cayó gravemente enfermo algunos días antes de la partida. El padre Agatángel vio los cielos abiertos cuando sospechó la posibilidad de reemplazarle: se presentó a sus superiores y les pidió con insistencia el honor de formar parte de la expedición. Todo le salió a pedir de boca.
Después de un largo viaje de París a Marsella, a través de casi toda Francia, descalzos, sin más provisiones que las limosnas que recogían por el camino, los misioneros se embarcaron en un viejo velero que se hacía a la mar en dirección a Oriente. La navegación fue penosa y llena de molestias y de peligros: varias veces creyeron todos que el navío no podría resistir los embates de las olas y la fuerza huracanada de los vientos.
El padre Agatángel no era sólo un santo religioso y un celoso apóstol de la fe; tenía también amplios conocimientos científicos y un noble espíritu de investigación que había de producir maravillosos resultados. Además del breviario y del crucifijo, llevó a su misión de Siria varios instrumentos astronómicos, con los cuales hizo interesantes observaciones, calculó la dirección de los vientos y de las corrientes marítimas, y se dice que rectificó la antigua ruta de los navíos entre Marsella y Palestina. Esos instrumentos le acompañaban a todas partes: una noche, en El Cairo, se entusiasmó tanto con su pobre telescopio, que logró detalles preciosos sobre un eclipse lunar; pero tuvo que guardar varios días de cama por haberse enfriado en la azotea de su modesto observatorio.
Los misioneros desembarcaron en Alexandretta y se dirigieron inmediatamente a la ciudad de Alepo, la antigua Berea de Siria, centro importante del comercio y de la religión musulmana. Los escasos católicos, entremezclados con los griegos cismáticos, armenios y jacobitas, vivían absorbidos en aquella Babilonia orgullosa, rica y pujante, que no reconocía más Dios que Alá ni más profeta que Mahoma.
El trabajo apostólico de los capuchinos se presentaba erizado de dificultades. Los musulmanes no permitían que nadie osase hablar públicamente contra las enseñanzas de su venerado Alcorán; los europeos, enfrascados en los negocios, no hacían caso de los problemas espirituales y habían abandonado completamente la práctica de la religión que aprendieran en la infancia.
Pero los misioneros no se desanimaron; esas mismas dificultades acuciaban sus deseos y encendían más su fervor y su celo. Comenzaron por estudiar el árabe, la lengua oficial y única que se hablaba en el país. El padre Agatángel consiguió, en poco tiempo, hablar el difícil idioma con soltura y elegancia, teniendo así una preciosa arma para sus futuros combates espirituales. Uno de sus compañeros, en carta dirigida a la Congregación de Propaganda, escribía por aquellos días: «El celo del padre Agatángel es maravilloso. Sabe comunicar su fuego a todo lo que emprende. Visita a los griegos, a los turcos, a los maronitas; y, al paso que se adiestra en el lenguaje, se insinúa en el alma de sus interlocutores y los atrae al amor de Jesucristo. Su conversación sencilla y modesta, sin disputas inútiles o peligrosas, le granjea la confianza de todos los que le conocen. Muchos mahometanos principales le han pedido entrevistas para escuchar sus lecciones sobre el cristianismo. El Dadá de Dervisch, especie de abad de los monasterios musulmanes, no se contenta con estudiar el Evangelio con el padre Agatángel; quiere también hacerse capuchino como él. Actualmente, el Padre trae entre manos la conversión de un obispo cismático, y tenemos firme esperanza de que lo conseguirá».
Los éxitos del gran apóstol se sucedían sin interrupción. Su palabra expresiva y fogosa, la virtud que resplandecía en todas sus obras, le iban abriendo los caminos difíciles. Con perfecto dominio del árabe, atraía a su púlpito a una muchedumbre ávida de escuchar la palabra de Dios en su propio idioma.
Pero muy pronto la contradicción y la envidia hicieron imposible el apostolado de los capuchinos en Alepo. El padre Agatángel y sus compañeros se encontraron con las manos atadas: alguien, que no podía sufrir el entusiasmo que despertaban los humildes hijos de San Francisco, declaró la guerra a nuestros misioneros y esparció un rumor calumnioso e injusto: «Los capuchinos son unos intrusos en Alepo, y pretenden meter la hoz en la mies ajena».
Con el alma destrozada, el padre Agatángel vio todos sus esfuerzos anulados, sus esperanzas fallidas. Estaba de más allí. Y pidió permiso a sus superiores para marchar a otro campo más fértil y más extenso. La obediencia le destinó a las misiones de Egipto.
A través del Monte Líbano, cruzando valles y montañas que todavía conservaban las huellas del Redentor, predicando a los piadosos maronitas y a los fanáticos drusos las mismas palabras que Cristo había pronunciado allí dieciséis siglos antes, el padre Agatángel permaneció ocho meses en Palestina; y fue tan copioso el fruto que recogió que con justicia se le ha llamado el apóstol del Líbano.
En 1633 llegó a El Cairo, donde los capuchinos tenían un hospicio de reciente fundación. Si en Siria había encontrado un montón de ruinas espirituales, en Egipto no era menos desastrosa la situación. Aquella tierra, en cuyos extensos arenales habían brillado las virtudes de los grandes ermitaños, como San Pablo y San Antonio, y donde había lanzado el fulgor de su talento apologético el gran San Cirilo de Alejandría, ahora no era ni sombra de lo que fue. Los monjes coptos estaban separados de la fe de Roma, y habían arrastrado consigo a todo el pueblo sencillo y piadoso.
El padre Agatángel comenzó al punto la dificultosa tarea de someter a los monjes cismáticos a la obediencia de la fe católica, disputando públicamente con el patriarca Mateo, superior del poderoso monasterio de San Macario, convenciéndole de sus errores y consiguiendo de él, si no una abjuración formal del cisma, al menos su apoyo y benevolencia para predicar libremente en el pueblo bajo. Rápidamente, el padre Agatángel se hizo el personaje más popular de El Cairo; las gentes corrían tras él y oían sus bellos discursos y se dejaban subyugar por su virtud extraordinaria. El capuchino era modelo de prudencia y de caridad; monjes y fieles reconocían la bondad de su corazón y los sólidos argumentos de su doctrina; el apóstol recorrió los numerosos monasterios de Egipto, llegando hasta la Tebaida, cuna del monaquismo primitivo, y en todas partes consiguió notables y seguras conversiones.
Hasta aquí el relato del padre Agatángel. Nosotros hemos tenido que llenar, con los documentos y noticias de la época, las frecuentes lagunas debidas a la humildad del narrador. El padre Casiano, sentado junto a él, ha seguido el discurso con creciente interés; y ahora deberá contarnos su propia odisea, siquiera sea más breve y no tenga tantas aventuras como la del padre Agatángel. También aquí tendremos que suplir lo que no pueda declararnos la modestia del padre Casiano.
Casiano nació en Nantes, no muy lejos de Vendôme, en 1607. Sus padres eran portugueses: así lo atestiguan sus apellidos López-Netto y Almeras. En el bautismo, su padrino y tío le puso por nombre Gonzalo Vaz, y después los niños, haciendo un juego de palabras (Vaz-Netto), comenzaron a llamarle Vasenet.
Infancia piadosa y angelical, no exenta de precoces penitencias, según el testimonio de los historiadores. También en Nantes hay un convento de capuchinos al cual Vasenet suele ir con frecuencia a rezar el rosario y a conversar con los frailes. A los nueve años, pide el hábito: pero tiene que crecer y estudiar mucho, antes de conseguir lo que pretende.
Sigue los cursos de literatura en el colegio de San Clemente, interviene con aplauso en público certamen de retórica, y antes de los quince años se hace querer y admirar de toda la ciudad. Los padres Cordígeros franciscanos de Nantes son sus maestros de hebreo, lengua que muy pronto no tendrá secretos para él. Su inteligencia y su memoria son portentosas: los idiomas más extraños y difíciles parecen cosa natural en sus labios; repite en su casa los sermones que oye en la iglesia, con exactitud admirable; estudia al mismo tiempo Filosofía y Ética y otras muchas asignaturas, y en todas demuestra agudeza de ingenio y profundidad de raciocinio.
A los diecisiete años, abandona el mundo y sus quimeras, y toma el hábito capuchino en el noviciado de Angers, con el nombre de fray Casiano de Nantes. Los clásicos fervores del año de prueba no pudieron hallar un alma mejor dispuesta que la de nuestro joven. Es humilde, sin acordarse de sus brillantes triunfos pasados; es mortificado y obediente, como lo sabe muy bien el padre maestro que le ha sometido a tremendas contradicciones.
El acto de su profesión solemne es un momento decisivo para esta alma noble y ansiosa: es el comienzo de un largo camino de espinas y de renunciamientos, a imagen y semejanza del Seráfico Pobrecillo de Asís.
Tres años más tarde, sigue sus estudios de Filosofía y Teología en el convento de Rennes, el mismo que, dos años antes, había presenciado la partida del padre Agatángel para las misiones de Siria. Los dos capuchinos han vivido cerca, han estado sucesivamente en el mismo convento, han tenido los mismos maestros; pero no se han conocido en la patria.
En 1631, el padre Casiano termina sus estudios y es ordenado de sacerdote. Sus primeros pasos en el nuevo estado son los de un héroe de la caridad. Casi toda Francia fue azotada por una feroz epidemia que hizo estragos en algunas de las mejores y más ricas provincias. Los capuchinos escribieron entonces una página inmortal de abnegación, sirviendo a los enfermos, desafiando todos los peligros. Con razón el duque de Orleans les llamaba los hombres del fuego y de la peste. En Rennes tomaron la dirección material y espiritual del lazareto, y el padre Casiano hizo verdaderos prodigios de sacrificio en favor de los apestados. Después de varios días de incesante trabajo, la epidemia cayó sobre él con toda su violencia. Pero Dios, que quería hacer de él un mártir de la fe, no permitió que fuera entonces mártir de la caridad.
Por aquellos días, el padre José de Tremblay, como hemos dicho, andaba en sus afanes por buscar misioneros de sólida formación espiritual y científica para la evangelización del Oriente. Avezado a distinguir el oro fino de sus imitaciones falsas, eligió a los padres Casiano de Nantes y Benito de Dijón, para las misiones de Egipto. Son los dos jóvenes religiosos que acaban de llegar a El Cairo y que están en animada charla con el padre Agatángel. Han desembarcado en el vecino puerto de Alejandría hace medio mes, y han dado ya los primeros frutos de apostolado, predicando a los comerciantes del trayecto.
Los dos futuros mártires, Agatángel y Casiano, se entienden perfectamente: un mismo celo devora sus almas, una misma Providencia les ilumina y les guía. Al padre Casiano, eximio políglota, le cuesta poco aprender con perfección el árabe, teniendo por maestro a su santo compañero y superior. Juntos los dos, o separados, predican sin descanso a los indígenas y a los extranjeros, avivan la piedad mortecina del pueblo, corrigen los abusos y los errores dogmáticos, refutan a los teólogos monofisitas, recorren los monasterios y los barrios, penetran en los hospitales y en las cárceles.
Estaban ambos misioneros dedicados con alma y vida a su intensa labor, cuando llegaron a El Cairo las noticias dolorosas de una sangrienta persecución contra los católicos en el vecino reino de Etiopía o Abisinia. Los viajeros que llegaban de allá, pintaban las más espeluznantes escenas: los misioneros jesuitas habían sido asesinados o expulsados del país; algunos consiguieron ocultarse en las montañas casi inaccesibles; el emperador Susinnio, que era católico, había muerto; y su hijo Basílides, con muchos de sus íntimos amigos, había abrazado la religión cismática de los coptos. Uno de los principales promotores de la persecución era un tal Riscalla, que se declaró a sí mismo representante del patriarca de Alejandría con plenos poderes para regir las iglesias coptas de Abisinia, depuso a todos los sacerdotes católicos y, en pocos días, ordenó in sacris a más de veinte mil coptos, siendo él un simple lego. El impostor fue por fin desenmascarado, después de cometer toda suerte de sacrílegos desmanes.
Agatángel y Casiano sintieron un mismo pesar e idénticos deseos al oír las tristes nuevas de Etiopía. Sin pérdida de tiempo, escribieron al padre José de Tremblay pidiéndole licencia para dirigirse al teatro de tan lamentables sucesos; y mientras llegaba la respuesta, el padre Agatángel consiguió, gracias a su hábil intervención en el asunto, que la lucha religiosa de Abisinia cesara momentáneamente. Hizo consagrar obispo de aquel país al monje copto semiconvertido Arminio, que tomó el nombre de Marcos, y con ese nombramiento se calmaron un tanto las pasiones.
Y aquí debe aparecer, como una mancha, el nombre fatídico de Pedro León, personaje diabólico y canallesco, que hará cambiar la faz de los sucesos y derramará torrentes de sangre cristiana en las montañas y llanuras etiópicas. Es un joven luterano alemán, cuyo verdadero nombre es Pedro Heyling; astuto, erudito, habla varios idiomas, entre ellos el árabe y el latín, con elegancia y facilidad; tiene, además, algunos conocimientos teológicos, y se precia de médico caritativo y desinteresado. Llegó a El Cairo con fines aparentemente comerciales; pero es un formidable propagandista de sus errores y un temible enemigo del cristianismo.
El padre Agatángel conoció al momento qué clase de actividades desarrollaba Pedro León, y lamentó la popularidad que iba adquiriendo en todos los sectores de la ciudad, gracias a su lengua expedita y a sus obras de fingida virtud. El capuchino le declaró una guerra tenaz. Pedro León le contestó con un acto de suprema hipocresía: se hizo monje en el monasterio de San Macario, con la secreta intención de ir más tarde a Etiopía acompañando al nuevo obispo de aquella agitada región. A los pocos meses, el falso monje conseguía ser admitido en la comitiva del prelado y llegar a Etiopía, campo propicio para sus nefandas intenciones.
Nuestros dos misioneros, impacientes por la tardanza del permiso para ir a Abisinia, se dedicaron a perfeccionarse en el bárbaro idioma de su futuro destino. El padre Casiano hizo tales progresos, que pudo traducir a la lengua de los etíopes varias obritas de apologética y el catecismo católico.
Antes de emprender el anhelado viaje, los dos santos capuchinos se prepararon para la lucha que les esperaba, con una fervorosa peregrinación a Tierra Santa. Y al volver de aquellas regiones santificadas con la vida de Cristo y regadas con su sangre, hallaron en El Cairo la orden tanto tiempo esperada de ir a Etiopía.
En los últimos días de diciembre de 1637, Agatángel y Casiano salieron de El Cairo llenos de celo apostólico y con la certeza de que el martirio coronaría todas sus fatigas. Quince días de navegación por el Nilo, entre manadas de cocodrilos y nubes de insectos, hasta la localidad de Gorges; largo caminar sobre el lomo de los camellos en una caravana que atravesó el Alto Egipto, hasta llegar a Suakim. En esta ciudad, aconsejados por el Pachá, tuvieron que disfrazarse de sacerdotes coptos para poder penetrar en territorio abisinio. Con gusto hubieran comenzado inmediatamente sus predicaciones; pero Dios había dispuesto las cosas de muy distinta manera.
Apenas se internaron algunos kilómetros, fueron apresados como sospechosos y enemigos de la fe. Su antiguo rival, Pedro León, había preparado astutamente la emboscada, después de hábiles manejos que le hicieron dueño de la situación. Hizo creer al obispo Marcos que el padre Agatángel venía a desposeerle de su título y de sus derechos episcopales, y consiguió que el Negus Basílides se pusiera en guardia contra una posible revolución provocada por los dos capuchinos.
La cárcel y las cadenas, con las cuales habían soñado tantas veces, eran ahora una realidad que les llenaba de gozo y de santo orgullo, al mismo tiempo que lloraban por la catástrofe espiritual de Abisinia. Ser mártires de Cristo y de su fe, dar su sangre por tan sublimes ideales, ofrecerse como víctimas expiatorias por los católicos abisinios, había sido el anhelo más intenso de los dos héroes, y ahora preveían que la corona triunfal estaba ya sobre sus cabezas. Cuando al padre Casiano le pusieron las cadenas en el cuello y en las manos, no pudo contener su felicidad y exclamó en lengua etíope: «Estas son las preciosas joyas que veníamos a buscar en tan lejanas tierras».
Después de un mes de cárcel, una orden del Negus los llamó a la ciudad de Gondar para ser juzgados por el supuesto delito de lesa majestad. El viaje fue horroroso: a través de los infernales desiertos del norte de Etiopía, atados los misioneros a la cola de los caballos de sus verdugos, expuestos a las burlas y pedradas de las turbas salvajes, medio desnudos, y muriendo a cada paso por el tormento del hambre, de la sed y del vertiginoso correr, sin más descanso que el que se concedía a los caballos, llegaron a Gondar el 5 de agosto de 1638.
Allí se encontraron con un nuevo y más terrible tormento: el obispo Marcos, su antiguo protector y amigo, dominado ahora por el infame Pedro León, se declaraba abiertamente adversario de la fe católica y juez inexorable de los dos misioneros. Vestidos con su hábito capuchino, fueron presentados al emperador, que había caído también en las pérfidas redes del malvado e intruso Pedro León. Únicamente podrían verse libres y ser colmados de honores si renegaban de Cristo y de la Iglesia de Roma. Los capuchinos contestaron que no renegarían jamás de su fe.
La muerte, decretada de antemano por el obispo y por su consejero, se retrasó hasta que los jueces supremos dieran su fallo. Los mártires, encerrados en una repugnante mazmorra, convirtieron la prisión en templo y la estrecha ventana de férreos barrotes en púlpito. Los católicos se agolpaban al pie de aquella ventana, de donde salían sin cesar las palabras apostólicas de los prisioneros.
El juicio, en presencia del emperador y del obispo, ofreció un espectáculo de intenso contraste: de una parte, los dos acusados, cargados de cadenas, demacrados, enfermos, pero llenos de serenidad y de inmutable alegría; enfrente de ellos, el obispo acusador, estallando de cólera en cada palabra, enfurecido hasta la locura, temblando de despecho y de rabia.
Mientras tanto, Pedro León no perdía el tiempo: con violentos discursos ante la multitud que esperaba impaciente el resultado del juicio, consiguió que el pueblo se amotinase tumultuosamente y que pidiese a gritos la cabeza del emperador o los cuerpos de los capuchinos.
La sentencia vino a calmar la excitación popular: los dos misioneros habían sido condenados a la horca, por el delito de intentar convertir al pueblo etíope a la fe católica. Agatángel y Casiano, iluminados por una radiante alegría, cayeron de rodillas abrazados y se dieron mutuamente la absolución sacramental.
El patíbulo estaba ya preparado: eran dos árboles de las afueras de la ciudad; y los mártires fueron arrastrados por el populacho frenético, que hervía en un clamoreo de injurias.
Al pie de los árboles que habían de servir de horcas, fueron despojados de sus hábitos, quedando medio desnudos y expuestos a las burlas de la multitud. Entonces sucedió un pequeño contratiempo: a los verdugos se les habían olvidado las cuerdas de la horca. Los capuchinos lo notaron, y en un sublime acto de cortesía, ofrecieron sus blancos cordones franciscanos... ¡y con ellos fueron suspendidos de los árboles!
No murieron tan rápidamente como esperaban los verdugos; y la espantosa agonía pudo embellecerse con las flores del apostolado: los mártires siguieron bendiciendo a Dios y predicando la fe de la Iglesia Romana.
Aquello pareció demasiado al obispo Marcos que estaba presente, y tomando del suelo una piedra, hizo que enmudecieran para siempre aquellas lenguas incansables. Volviéndose después al pueblo, amenazó con la excomunión a todos los que no tiraran por lo menos una piedra contra los cuerpos de los capuchinos. La multitud, como movida por un resorte, obedeció; y en breves momentos, un montón de guijarros fue la sepultura de los dos cadáveres gloriosos.
Era el día 7 de agosto de 1638. Pedro León había satisfecho sus deseos de venganza; pero Dios le esperaba con su justicia. Pocos meses más tarde, el sanguinario monje moría degollado por orden del Pachá de Suakim.
El informe sepulcro de los mártires capuchinos comenzó a ser, desde el primer día, un lugar de gloria y un manantial de milagros. Sobre el montón de piedras teñidas de sangre, un vivo y misterioso resplandor atraía las miradas de los cristianos y la curiosidad de los incrédulos. Las autoridades de Gondar empezaron a preocuparse seriamente de aquella milagrosa claridad que irradiaba la tumba de los héroes; y decidieron destruir todos los vestigios del crimen. Pero una furiosa y repentina tempestad impidió que los cismáticos se acercaran al lugar del prodigio; y mientras tanto, los católicos pudieron trasladar los sagrados restos a un sepulcro lejano, donde todavía se conserva el recuerdo de los invictos defensores de la fe.
Estamos en la portería del convento de capuchinos de El Cairo, la bella ciudad del Nilo, un día de 1634. El padre superior ha salido a recibir a dos nuevos misioneros que acaban de llegar, después de un viaje larguísimo y lleno de peripecias. Los recién venidos son los padres Benito de Dijón y Casiano de Nantes, ambos franceses, y ambos jóvenes y valerosos. También el superior es joven y francés; se llama Agatángel de Vendôme y tiene treinta y seis años. Es afectuoso y de corteses maneras; en la puerta abraza a los dos viajeros, besa sus mejillas al estilo de su patria, después les da un sabroso refrigerio, y entre tanto les cuenta las dificultades y los éxitos de su misión.
El padre Casiano, con sus veintisiete años escasos, oye la narración de su prelado con no disimulada curiosidad, le interroga y le propone nuevos planes, se ofrece a todos los trabajos, dando a entender que un fuego sagrado devora su alma de apóstol. El padre Agatángel mira con ojos de complacencia a su nuevo súbdito, y queda admirado de su entusiasmo y de sus virtuosos propósitos.
Este encuentro de los dos futuros mártires es definitivo y providencial. Los dos tienen un mismo anhelo y una misma idea: dar su vida, si es preciso, por la conversión de los infieles. Ese será, desde ahora, el tema preferido de sus conversaciones, lo que unirá sus espíritus con el lazo del más puro amor.
Agatángel y Casiano son dos ejemplares trasladados a su tiempo desde los días de Diocleciano o Nerón. Las actas de su martirio hubieran dado un bello motivo de inspiración al poeta Prudencio, cantor de los primeros atletas cristianos. Dos vidas breves y, no obstante, pletóricas de heroísmo y de santidad. Como buenos franceses, tienen una elegancia espiritual y una finura evangélica que no perderán hasta que sus cadáveres queden en el campo de batalla.
Agatángel es el orador elocuente que se impone a todos los públicos con su presencia majestuosa, con su celo amable y con un torrente de afectos y de razones que brotan caudalosamente de su corazón intrépido. Sabe alternar la oración con las investigaciones científicas, y sostiene correspondencia erudita con algunos sabios de su patria, a los que envía con frecuencia el resultado de sus estudios.
Casiano es el lingüista de palabra fácil, políglota de idiomas semibárbaros, que adquieren en su boca una delicadeza y precisión latinas.
Dos vidas paralelas y distintas que sólo al acercarse el fin de su carrera llegarán a ponerse en contacto y a fundirse con la sangre del martirio.
La historia del padre Agatángel es novelesca y variada, y él la cuenta con viveza, ocultando los pormenores honoríficos que se refieren a sus actividades y a su persona. Su compañero escucha la narración con creciente interés; el relato apasionante que el padre Agatángel está haciendo en rápidas frases muestra claramente la idea fija de todas sus aspiraciones: la gloria de Dios y la salvación de las almas.
Nació en Vendôme en 1598. Su padre, Francisco Noury, era un noble y cristiano caballero; su santa madre, Margarita Begon, parecía privilegiada por Dios con dones de perfección; sus hermanitos aprendieron a rezar desde la cuna, y él también. De niño, entraba muchas veces en el recién fundado convento de capuchinos, solo o en compañía de su padre que era el síndico de los religiosos; recorría los claustros, el refectorio, la sacristía y el huerto. Con esta familiaridad, pronto sintió la afición al hábito franciscano, y pidió a Dios la gracia de una firme vocación. Tuvo una infancia alegre, oreada por las brisas del jardín de su casa y por las piadosas lecciones de su madre y de los frailes capuchinos. Los buenos religiosos gustaban de su conversación graciosa e ingenua, le miraban embelesados cuando se acercaba a comulgar y cuando rezaba sus infantiles plegarias ante el altar de la Virgen; y en la mente de todos estaba que el pequeño había sido señalado por Dios para muy altos destinos.
A los veinte años, el joven Noury entraba en el noviciado de Le Mans, dejando las comodidades de su rica familia y aspirando a entregar toda su vida al servicio de Dios. Su nuevo nombre, Agatángel -buen mensajero-, le pareció un título de gloria y una señal de la voluntad divina. Era el nombre de un santo niño que había dado su sangre y su vida por la fe en los primeros tiempos del cristianismo. Aquel nombre, un poco extraño, tenía aires de catacumba y de misterio, sonaba a persecución y a combate, y el animoso novicio lo recibió como señal de un nuevo bautismo.
El año del noviciado fue uno de los más hermosos que recordaba: el padre Agatángel todavía tiene nostalgia de aquellas largas meditaciones en el coro y en la celda, de aquellas pláticas enjundiosas del padre maestro, de la santa emulación de todos los novicios por alcanzar en breve tiempo la madurez de la vida religiosa. Él no cuenta nada de su propia virtud, de sus progresos y ejemplos en la humildad y en la obediencia, de su inmaculada castidad y seráfica pobreza. Pero nosotros sabemos que llegó a ser la admiración de toda la comunidad y que el padre maestro le miraba con especial predilección.
Después de la profesión solemne, pasó al convento de Poitiers para terminar la carrera eclesiástica. Allí encontró un excelente maestro y guía del espíritu en el célebre padre José de Tremblay (de París), que había de ser más tarde la gran figura política que la historia ha inmortalizado con el nombre de la Eminencia Gris, por su amistad e influencia con el altivo cardenal Richelieu, cuyo brazo derecho fue durante muchos años.
El padre José, antes de ser político eminente, es sólo un austero religioso, modelo de virtud y consejero insuperable en las vías del alma. En el convento de Poitiers tiene ahora la delicada tarea de la instrucción mística de los jóvenes profesos de coro, y la preparación de los misioneros que ha de mandar por varias provincias de Francia, Inglaterra y Escocia, para combatir el protestantismo; y proyecta otras más bravas expediciones a las misiones de Oriente, a las tierras sometidas al fanatismo islámico del Gran Sultán.
Al lado de aquel gran organizador, fray Agatángel se formó en la palestra de los apóstoles durante tres años; y luego fue enviado al convento de Rennes, para terminar los estudios teológicos y recibir el sacerdocio.
En 1625 celebraba la primera misa y era considerado como un capuchino perfecto. Humilde, a pesar de su talento y de su brillante carrera; obediente y pobre, como los primeros discípulos de San Francisco; casto, con la inocencia de un niño; y celoso de la salvación de las almas, con deseos de ganar toda la tierra para Jesucristo.
Inició sus trabajos predicando la cuaresma de 1626 en su ciudad natal, no con balbuceos de principiante, sino con el acento poderoso de los grandes oradores y de los antiguos profetas. Sus conciudadanos recordarán muchos años después la elocuencia del padre Agatángel, sus ejemplos de virtud, y ciertas palabras proféticas en que fustigó a los protestantes y anunció claramente la próxima ruina de su templo parroquial. Más tarde, recorrió el Poitou en una gira de fecundo apostolado.
A pesar de estos buenos comienzos, el futuro mártir no vive satisfecho; una voz interior le llama a otro terreno más amplio y lejano. No busca él la fácil gloria de su tierra, sino la salvación de los pecadores de todo el mundo, aunque para ello sea necesario eclipsarse y alejarse. Un hecho providencial resolvió la situación a gusto del padre Agatángel. Dos condiscípulos suyos debían partir, por aquellos días, para las misiones de Siria, enviados por el padre Tremblay; pero uno de ellos cayó gravemente enfermo algunos días antes de la partida. El padre Agatángel vio los cielos abiertos cuando sospechó la posibilidad de reemplazarle: se presentó a sus superiores y les pidió con insistencia el honor de formar parte de la expedición. Todo le salió a pedir de boca.
Después de un largo viaje de París a Marsella, a través de casi toda Francia, descalzos, sin más provisiones que las limosnas que recogían por el camino, los misioneros se embarcaron en un viejo velero que se hacía a la mar en dirección a Oriente. La navegación fue penosa y llena de molestias y de peligros: varias veces creyeron todos que el navío no podría resistir los embates de las olas y la fuerza huracanada de los vientos.
El padre Agatángel no era sólo un santo religioso y un celoso apóstol de la fe; tenía también amplios conocimientos científicos y un noble espíritu de investigación que había de producir maravillosos resultados. Además del breviario y del crucifijo, llevó a su misión de Siria varios instrumentos astronómicos, con los cuales hizo interesantes observaciones, calculó la dirección de los vientos y de las corrientes marítimas, y se dice que rectificó la antigua ruta de los navíos entre Marsella y Palestina. Esos instrumentos le acompañaban a todas partes: una noche, en El Cairo, se entusiasmó tanto con su pobre telescopio, que logró detalles preciosos sobre un eclipse lunar; pero tuvo que guardar varios días de cama por haberse enfriado en la azotea de su modesto observatorio.
Los misioneros desembarcaron en Alexandretta y se dirigieron inmediatamente a la ciudad de Alepo, la antigua Berea de Siria, centro importante del comercio y de la religión musulmana. Los escasos católicos, entremezclados con los griegos cismáticos, armenios y jacobitas, vivían absorbidos en aquella Babilonia orgullosa, rica y pujante, que no reconocía más Dios que Alá ni más profeta que Mahoma.
El trabajo apostólico de los capuchinos se presentaba erizado de dificultades. Los musulmanes no permitían que nadie osase hablar públicamente contra las enseñanzas de su venerado Alcorán; los europeos, enfrascados en los negocios, no hacían caso de los problemas espirituales y habían abandonado completamente la práctica de la religión que aprendieran en la infancia.
Pero los misioneros no se desanimaron; esas mismas dificultades acuciaban sus deseos y encendían más su fervor y su celo. Comenzaron por estudiar el árabe, la lengua oficial y única que se hablaba en el país. El padre Agatángel consiguió, en poco tiempo, hablar el difícil idioma con soltura y elegancia, teniendo así una preciosa arma para sus futuros combates espirituales. Uno de sus compañeros, en carta dirigida a la Congregación de Propaganda, escribía por aquellos días: «El celo del padre Agatángel es maravilloso. Sabe comunicar su fuego a todo lo que emprende. Visita a los griegos, a los turcos, a los maronitas; y, al paso que se adiestra en el lenguaje, se insinúa en el alma de sus interlocutores y los atrae al amor de Jesucristo. Su conversación sencilla y modesta, sin disputas inútiles o peligrosas, le granjea la confianza de todos los que le conocen. Muchos mahometanos principales le han pedido entrevistas para escuchar sus lecciones sobre el cristianismo. El Dadá de Dervisch, especie de abad de los monasterios musulmanes, no se contenta con estudiar el Evangelio con el padre Agatángel; quiere también hacerse capuchino como él. Actualmente, el Padre trae entre manos la conversión de un obispo cismático, y tenemos firme esperanza de que lo conseguirá».
Los éxitos del gran apóstol se sucedían sin interrupción. Su palabra expresiva y fogosa, la virtud que resplandecía en todas sus obras, le iban abriendo los caminos difíciles. Con perfecto dominio del árabe, atraía a su púlpito a una muchedumbre ávida de escuchar la palabra de Dios en su propio idioma.
Pero muy pronto la contradicción y la envidia hicieron imposible el apostolado de los capuchinos en Alepo. El padre Agatángel y sus compañeros se encontraron con las manos atadas: alguien, que no podía sufrir el entusiasmo que despertaban los humildes hijos de San Francisco, declaró la guerra a nuestros misioneros y esparció un rumor calumnioso e injusto: «Los capuchinos son unos intrusos en Alepo, y pretenden meter la hoz en la mies ajena».
Con el alma destrozada, el padre Agatángel vio todos sus esfuerzos anulados, sus esperanzas fallidas. Estaba de más allí. Y pidió permiso a sus superiores para marchar a otro campo más fértil y más extenso. La obediencia le destinó a las misiones de Egipto.
A través del Monte Líbano, cruzando valles y montañas que todavía conservaban las huellas del Redentor, predicando a los piadosos maronitas y a los fanáticos drusos las mismas palabras que Cristo había pronunciado allí dieciséis siglos antes, el padre Agatángel permaneció ocho meses en Palestina; y fue tan copioso el fruto que recogió que con justicia se le ha llamado el apóstol del Líbano.
En 1633 llegó a El Cairo, donde los capuchinos tenían un hospicio de reciente fundación. Si en Siria había encontrado un montón de ruinas espirituales, en Egipto no era menos desastrosa la situación. Aquella tierra, en cuyos extensos arenales habían brillado las virtudes de los grandes ermitaños, como San Pablo y San Antonio, y donde había lanzado el fulgor de su talento apologético el gran San Cirilo de Alejandría, ahora no era ni sombra de lo que fue. Los monjes coptos estaban separados de la fe de Roma, y habían arrastrado consigo a todo el pueblo sencillo y piadoso.
El padre Agatángel comenzó al punto la dificultosa tarea de someter a los monjes cismáticos a la obediencia de la fe católica, disputando públicamente con el patriarca Mateo, superior del poderoso monasterio de San Macario, convenciéndole de sus errores y consiguiendo de él, si no una abjuración formal del cisma, al menos su apoyo y benevolencia para predicar libremente en el pueblo bajo. Rápidamente, el padre Agatángel se hizo el personaje más popular de El Cairo; las gentes corrían tras él y oían sus bellos discursos y se dejaban subyugar por su virtud extraordinaria. El capuchino era modelo de prudencia y de caridad; monjes y fieles reconocían la bondad de su corazón y los sólidos argumentos de su doctrina; el apóstol recorrió los numerosos monasterios de Egipto, llegando hasta la Tebaida, cuna del monaquismo primitivo, y en todas partes consiguió notables y seguras conversiones.
Hasta aquí el relato del padre Agatángel. Nosotros hemos tenido que llenar, con los documentos y noticias de la época, las frecuentes lagunas debidas a la humildad del narrador. El padre Casiano, sentado junto a él, ha seguido el discurso con creciente interés; y ahora deberá contarnos su propia odisea, siquiera sea más breve y no tenga tantas aventuras como la del padre Agatángel. También aquí tendremos que suplir lo que no pueda declararnos la modestia del padre Casiano.
Casiano nació en Nantes, no muy lejos de Vendôme, en 1607. Sus padres eran portugueses: así lo atestiguan sus apellidos López-Netto y Almeras. En el bautismo, su padrino y tío le puso por nombre Gonzalo Vaz, y después los niños, haciendo un juego de palabras (Vaz-Netto), comenzaron a llamarle Vasenet.
Infancia piadosa y angelical, no exenta de precoces penitencias, según el testimonio de los historiadores. También en Nantes hay un convento de capuchinos al cual Vasenet suele ir con frecuencia a rezar el rosario y a conversar con los frailes. A los nueve años, pide el hábito: pero tiene que crecer y estudiar mucho, antes de conseguir lo que pretende.
Sigue los cursos de literatura en el colegio de San Clemente, interviene con aplauso en público certamen de retórica, y antes de los quince años se hace querer y admirar de toda la ciudad. Los padres Cordígeros franciscanos de Nantes son sus maestros de hebreo, lengua que muy pronto no tendrá secretos para él. Su inteligencia y su memoria son portentosas: los idiomas más extraños y difíciles parecen cosa natural en sus labios; repite en su casa los sermones que oye en la iglesia, con exactitud admirable; estudia al mismo tiempo Filosofía y Ética y otras muchas asignaturas, y en todas demuestra agudeza de ingenio y profundidad de raciocinio.
A los diecisiete años, abandona el mundo y sus quimeras, y toma el hábito capuchino en el noviciado de Angers, con el nombre de fray Casiano de Nantes. Los clásicos fervores del año de prueba no pudieron hallar un alma mejor dispuesta que la de nuestro joven. Es humilde, sin acordarse de sus brillantes triunfos pasados; es mortificado y obediente, como lo sabe muy bien el padre maestro que le ha sometido a tremendas contradicciones.
El acto de su profesión solemne es un momento decisivo para esta alma noble y ansiosa: es el comienzo de un largo camino de espinas y de renunciamientos, a imagen y semejanza del Seráfico Pobrecillo de Asís.
Tres años más tarde, sigue sus estudios de Filosofía y Teología en el convento de Rennes, el mismo que, dos años antes, había presenciado la partida del padre Agatángel para las misiones de Siria. Los dos capuchinos han vivido cerca, han estado sucesivamente en el mismo convento, han tenido los mismos maestros; pero no se han conocido en la patria.
En 1631, el padre Casiano termina sus estudios y es ordenado de sacerdote. Sus primeros pasos en el nuevo estado son los de un héroe de la caridad. Casi toda Francia fue azotada por una feroz epidemia que hizo estragos en algunas de las mejores y más ricas provincias. Los capuchinos escribieron entonces una página inmortal de abnegación, sirviendo a los enfermos, desafiando todos los peligros. Con razón el duque de Orleans les llamaba los hombres del fuego y de la peste. En Rennes tomaron la dirección material y espiritual del lazareto, y el padre Casiano hizo verdaderos prodigios de sacrificio en favor de los apestados. Después de varios días de incesante trabajo, la epidemia cayó sobre él con toda su violencia. Pero Dios, que quería hacer de él un mártir de la fe, no permitió que fuera entonces mártir de la caridad.
Por aquellos días, el padre José de Tremblay, como hemos dicho, andaba en sus afanes por buscar misioneros de sólida formación espiritual y científica para la evangelización del Oriente. Avezado a distinguir el oro fino de sus imitaciones falsas, eligió a los padres Casiano de Nantes y Benito de Dijón, para las misiones de Egipto. Son los dos jóvenes religiosos que acaban de llegar a El Cairo y que están en animada charla con el padre Agatángel. Han desembarcado en el vecino puerto de Alejandría hace medio mes, y han dado ya los primeros frutos de apostolado, predicando a los comerciantes del trayecto.
Los dos futuros mártires, Agatángel y Casiano, se entienden perfectamente: un mismo celo devora sus almas, una misma Providencia les ilumina y les guía. Al padre Casiano, eximio políglota, le cuesta poco aprender con perfección el árabe, teniendo por maestro a su santo compañero y superior. Juntos los dos, o separados, predican sin descanso a los indígenas y a los extranjeros, avivan la piedad mortecina del pueblo, corrigen los abusos y los errores dogmáticos, refutan a los teólogos monofisitas, recorren los monasterios y los barrios, penetran en los hospitales y en las cárceles.
Estaban ambos misioneros dedicados con alma y vida a su intensa labor, cuando llegaron a El Cairo las noticias dolorosas de una sangrienta persecución contra los católicos en el vecino reino de Etiopía o Abisinia. Los viajeros que llegaban de allá, pintaban las más espeluznantes escenas: los misioneros jesuitas habían sido asesinados o expulsados del país; algunos consiguieron ocultarse en las montañas casi inaccesibles; el emperador Susinnio, que era católico, había muerto; y su hijo Basílides, con muchos de sus íntimos amigos, había abrazado la religión cismática de los coptos. Uno de los principales promotores de la persecución era un tal Riscalla, que se declaró a sí mismo representante del patriarca de Alejandría con plenos poderes para regir las iglesias coptas de Abisinia, depuso a todos los sacerdotes católicos y, en pocos días, ordenó in sacris a más de veinte mil coptos, siendo él un simple lego. El impostor fue por fin desenmascarado, después de cometer toda suerte de sacrílegos desmanes.
Agatángel y Casiano sintieron un mismo pesar e idénticos deseos al oír las tristes nuevas de Etiopía. Sin pérdida de tiempo, escribieron al padre José de Tremblay pidiéndole licencia para dirigirse al teatro de tan lamentables sucesos; y mientras llegaba la respuesta, el padre Agatángel consiguió, gracias a su hábil intervención en el asunto, que la lucha religiosa de Abisinia cesara momentáneamente. Hizo consagrar obispo de aquel país al monje copto semiconvertido Arminio, que tomó el nombre de Marcos, y con ese nombramiento se calmaron un tanto las pasiones.
Y aquí debe aparecer, como una mancha, el nombre fatídico de Pedro León, personaje diabólico y canallesco, que hará cambiar la faz de los sucesos y derramará torrentes de sangre cristiana en las montañas y llanuras etiópicas. Es un joven luterano alemán, cuyo verdadero nombre es Pedro Heyling; astuto, erudito, habla varios idiomas, entre ellos el árabe y el latín, con elegancia y facilidad; tiene, además, algunos conocimientos teológicos, y se precia de médico caritativo y desinteresado. Llegó a El Cairo con fines aparentemente comerciales; pero es un formidable propagandista de sus errores y un temible enemigo del cristianismo.
El padre Agatángel conoció al momento qué clase de actividades desarrollaba Pedro León, y lamentó la popularidad que iba adquiriendo en todos los sectores de la ciudad, gracias a su lengua expedita y a sus obras de fingida virtud. El capuchino le declaró una guerra tenaz. Pedro León le contestó con un acto de suprema hipocresía: se hizo monje en el monasterio de San Macario, con la secreta intención de ir más tarde a Etiopía acompañando al nuevo obispo de aquella agitada región. A los pocos meses, el falso monje conseguía ser admitido en la comitiva del prelado y llegar a Etiopía, campo propicio para sus nefandas intenciones.
Nuestros dos misioneros, impacientes por la tardanza del permiso para ir a Abisinia, se dedicaron a perfeccionarse en el bárbaro idioma de su futuro destino. El padre Casiano hizo tales progresos, que pudo traducir a la lengua de los etíopes varias obritas de apologética y el catecismo católico.
Antes de emprender el anhelado viaje, los dos santos capuchinos se prepararon para la lucha que les esperaba, con una fervorosa peregrinación a Tierra Santa. Y al volver de aquellas regiones santificadas con la vida de Cristo y regadas con su sangre, hallaron en El Cairo la orden tanto tiempo esperada de ir a Etiopía.
En los últimos días de diciembre de 1637, Agatángel y Casiano salieron de El Cairo llenos de celo apostólico y con la certeza de que el martirio coronaría todas sus fatigas. Quince días de navegación por el Nilo, entre manadas de cocodrilos y nubes de insectos, hasta la localidad de Gorges; largo caminar sobre el lomo de los camellos en una caravana que atravesó el Alto Egipto, hasta llegar a Suakim. En esta ciudad, aconsejados por el Pachá, tuvieron que disfrazarse de sacerdotes coptos para poder penetrar en territorio abisinio. Con gusto hubieran comenzado inmediatamente sus predicaciones; pero Dios había dispuesto las cosas de muy distinta manera.
Apenas se internaron algunos kilómetros, fueron apresados como sospechosos y enemigos de la fe. Su antiguo rival, Pedro León, había preparado astutamente la emboscada, después de hábiles manejos que le hicieron dueño de la situación. Hizo creer al obispo Marcos que el padre Agatángel venía a desposeerle de su título y de sus derechos episcopales, y consiguió que el Negus Basílides se pusiera en guardia contra una posible revolución provocada por los dos capuchinos.
La cárcel y las cadenas, con las cuales habían soñado tantas veces, eran ahora una realidad que les llenaba de gozo y de santo orgullo, al mismo tiempo que lloraban por la catástrofe espiritual de Abisinia. Ser mártires de Cristo y de su fe, dar su sangre por tan sublimes ideales, ofrecerse como víctimas expiatorias por los católicos abisinios, había sido el anhelo más intenso de los dos héroes, y ahora preveían que la corona triunfal estaba ya sobre sus cabezas. Cuando al padre Casiano le pusieron las cadenas en el cuello y en las manos, no pudo contener su felicidad y exclamó en lengua etíope: «Estas son las preciosas joyas que veníamos a buscar en tan lejanas tierras».
Después de un mes de cárcel, una orden del Negus los llamó a la ciudad de Gondar para ser juzgados por el supuesto delito de lesa majestad. El viaje fue horroroso: a través de los infernales desiertos del norte de Etiopía, atados los misioneros a la cola de los caballos de sus verdugos, expuestos a las burlas y pedradas de las turbas salvajes, medio desnudos, y muriendo a cada paso por el tormento del hambre, de la sed y del vertiginoso correr, sin más descanso que el que se concedía a los caballos, llegaron a Gondar el 5 de agosto de 1638.
Allí se encontraron con un nuevo y más terrible tormento: el obispo Marcos, su antiguo protector y amigo, dominado ahora por el infame Pedro León, se declaraba abiertamente adversario de la fe católica y juez inexorable de los dos misioneros. Vestidos con su hábito capuchino, fueron presentados al emperador, que había caído también en las pérfidas redes del malvado e intruso Pedro León. Únicamente podrían verse libres y ser colmados de honores si renegaban de Cristo y de la Iglesia de Roma. Los capuchinos contestaron que no renegarían jamás de su fe.
La muerte, decretada de antemano por el obispo y por su consejero, se retrasó hasta que los jueces supremos dieran su fallo. Los mártires, encerrados en una repugnante mazmorra, convirtieron la prisión en templo y la estrecha ventana de férreos barrotes en púlpito. Los católicos se agolpaban al pie de aquella ventana, de donde salían sin cesar las palabras apostólicas de los prisioneros.
El juicio, en presencia del emperador y del obispo, ofreció un espectáculo de intenso contraste: de una parte, los dos acusados, cargados de cadenas, demacrados, enfermos, pero llenos de serenidad y de inmutable alegría; enfrente de ellos, el obispo acusador, estallando de cólera en cada palabra, enfurecido hasta la locura, temblando de despecho y de rabia.
Mientras tanto, Pedro León no perdía el tiempo: con violentos discursos ante la multitud que esperaba impaciente el resultado del juicio, consiguió que el pueblo se amotinase tumultuosamente y que pidiese a gritos la cabeza del emperador o los cuerpos de los capuchinos.
La sentencia vino a calmar la excitación popular: los dos misioneros habían sido condenados a la horca, por el delito de intentar convertir al pueblo etíope a la fe católica. Agatángel y Casiano, iluminados por una radiante alegría, cayeron de rodillas abrazados y se dieron mutuamente la absolución sacramental.
El patíbulo estaba ya preparado: eran dos árboles de las afueras de la ciudad; y los mártires fueron arrastrados por el populacho frenético, que hervía en un clamoreo de injurias.
Al pie de los árboles que habían de servir de horcas, fueron despojados de sus hábitos, quedando medio desnudos y expuestos a las burlas de la multitud. Entonces sucedió un pequeño contratiempo: a los verdugos se les habían olvidado las cuerdas de la horca. Los capuchinos lo notaron, y en un sublime acto de cortesía, ofrecieron sus blancos cordones franciscanos... ¡y con ellos fueron suspendidos de los árboles!
No murieron tan rápidamente como esperaban los verdugos; y la espantosa agonía pudo embellecerse con las flores del apostolado: los mártires siguieron bendiciendo a Dios y predicando la fe de la Iglesia Romana.
Aquello pareció demasiado al obispo Marcos que estaba presente, y tomando del suelo una piedra, hizo que enmudecieran para siempre aquellas lenguas incansables. Volviéndose después al pueblo, amenazó con la excomunión a todos los que no tiraran por lo menos una piedra contra los cuerpos de los capuchinos. La multitud, como movida por un resorte, obedeció; y en breves momentos, un montón de guijarros fue la sepultura de los dos cadáveres gloriosos.
Era el día 7 de agosto de 1638. Pedro León había satisfecho sus deseos de venganza; pero Dios le esperaba con su justicia. Pocos meses más tarde, el sanguinario monje moría degollado por orden del Pachá de Suakim.
El informe sepulcro de los mártires capuchinos comenzó a ser, desde el primer día, un lugar de gloria y un manantial de milagros. Sobre el montón de piedras teñidas de sangre, un vivo y misterioso resplandor atraía las miradas de los cristianos y la curiosidad de los incrédulos. Las autoridades de Gondar empezaron a preocuparse seriamente de aquella milagrosa claridad que irradiaba la tumba de los héroes; y decidieron destruir todos los vestigios del crimen. Pero una furiosa y repentina tempestad impidió que los cismáticos se acercaran al lugar del prodigio; y mientras tanto, los católicos pudieron trasladar los sagrados restos a un sepulcro lejano, donde todavía se conserva el recuerdo de los invictos defensores de la fe.
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