León IX (1048-1054) es, indudablemente, uno de los más insignes papas. Su gloria principal consiste, además de la santidad y virtudes personales que le distinguían desde su juventud, en haber sacado a la Iglesia del estado de decadencia general en que se encontraba a mediados del siglo XI y haber iniciado el movimiento de reforma, que culminó poco después con Gregorio VII (1073-1085) y los papas que le siguieron.
Llamábase Bruno, de la familia de los condes de Alsacia, y estaba emparentado con los emperadores alemanes Conrado II y Enrique III. Nacido en junio de 1002, estudió en la escuela episcopal de Toul al lado de su primo Adalberon, que fue largo tiempo obispo de Metz. Ya en su juventud dio pruebas de las excelentes cualidades de su espíritu, y después de una enfermedad, cuya curación atribuyeron todos a un milagro de San Benito, decidió entregarse de lleno al servicio de Dios en el estado eclesiástico. Cursados brillantemente y con extraordinario fruto los estudios eclesiásticos, bien pronto se ganó la confianza del nuevo obispo Hermann de Toul, y ya desde entonces comenzó a manifestar la gran estima que tenía de la obra reformadora realizada por los cluniacenses y las Ordenes monásticas.
Con el ascendiente de su familia ante el emperador Conrado II se obtuvo sin dificultad para él un alto cargo eclesiástico en la corte imperial; pero él por su parte, lejos de dejarse llevar de ninguna clase de ambiciones, encontraba su complacencia en los empleos más humildes y ansiaba ponerse al servicio de la iglesia más pobre. Su sencillez, amabilidad y virtud le conquistaron rápidamente una gran popularidad, por lo cual era comúnmente llamado el buen Bruno.
Pero Dios le tenía destinado para las más elevadas dignidades. Al morir poco después el obispo Hermann, los eclesiásticos y el pueblo reclamaron a Bruno para sucederle. Así, pues, sin dificultad ninguna fue nombrado obispo de Toul, dignidad que él aceptó por tratarse de una iglesia pobre, donde él podía ejercitar su celo apostólico. Así lo hizo, en efecto, desde un principio, entregándose con su alma joven y ardiente amor de Dios a fomentar en todas partes la reforma eclesiástica. Siendo, como era, hombre de acción y con las excelentes cualidades que le adornaban, ganose rápidamente las simpatías de todos. Su humildad y paciencia, unidas a su energía de carácter y decisión en sus empresas, se manifestaron en multitud de ocasiones. Así supo defender con firmeza, pero sin herir susceptibilidades, los derechos de su iglesia frente a su metropolitano de Worms. Vencer el mal por medio del bien: tal era el secreto que aprendió del divino Maestro, y que él tomó como lema de toda su actuación.
Sobre estas bases se fue desarrollando su gobierno desde el año 1026, en que fue consagrado obispo, hasta el 1048, en que fue elevado al solio pontificio. Sabemos que celebró con gran fruto diversos sínodos diocesanos; que se mantuvo en íntima unión con los obispos vecinos y que asistió a los concilios provinciales de Tréveris de 1030 y 1037; que promovió con energía los estudios eclesiásticos, y, sobre todo, fue en todas partes el más decidido impulsor de la reforma eclesiástica. En íntima relación con esto debe ponerse el interés que mostró siempre en mantener buenas relaciones con las Ordenes monásticas. Así, ya desde el principio de su gobierno, manifestó sus sentimientos favorables a Cluny, procurando que se le agregaran las dos abadías de Saint-Mansuy y Moyenmontier.
De este modo, ya durante estos años mantenía relaciones y trabajaba en íntima colaboración con los prohombres del movimiento reformador de la Iglesia, por lo cual se había conquistado un renombre de gran prelado y gran amigo de la reforma. Por esto no es de sorprender que el año 1048, en momentos bien decisivos para la Iglesia, fuera él escogido para gobernarla desde Roma. En efecto, después de resuelto el cisma que desgarraba a la Iglesia el año 1046, Clemente II (1046-1047) apenas tuvo tiempo para iniciar la obra reformadora que entonces se necesitaba, y su sucesor Dámaso II (1047-1048) fue rápidamente arrebatado por la muerte. En estas circunstancias se presentó ante el emperador Enrique III una embajada de Roma con la súplica de que fuera elevado al solio pontificio el arzobispo Halinard, de Lyon; pero éste rechazó decididamente la propuesta.
Entonces, pues, Enrique III el Negro reunió una Dieta en Worms en diciembre de 1048, donde fue proclamado Bruno de Toul, que había acudido a la misma. Sorprendido y profundamente contrariado ante esta elección, pidió Bruno que se le concedieran tres días para dar su respuesta definitiva; pero, una vez transcurridos éstos, viendo en ello claramente expresada la voluntad de Dios, aceptó aquella dignidad, que él consideraba como la mayor carga que podían imponerle, pero añadiendo como expresa condición, que no consideraría como válida aquella elección hasta que fuera confirmada por el clero y pueblo de Roma. En efecto, llegado a Roma y presentado en la basílica de San Pedro por el metropolitano de Tréveris como el candidato del emperador, fue aclamado de nuevo por el clero y pueblo allí presentes. Ante una manifestación tan evidente de la voluntad divina Bruno se inclinó humildemente y tomó el nombre de León IX.
Y, en verdad, León IX, hombre de eminentes cualidades personales, dotado de gran energía de voluntad, partidario decidido de la reforma e inflamado en todos sus actos del más vivo amor de Dios y de la Iglesia, era, indudablemente, el Papa que ésta necesitaba en aquellos momentos. Uno de sus principales méritos fue el haberse mantenido desde el principio en contacto con los más insignes promotores de la reforma y haber llamado junto a sí a los más significados entre ellos. Así se mantuvo siempre unido con San Hugo de Cluny y con él tuvo a su disposición el vigoroso movimiento cluniacense. Asimismo, con el poderoso arzobispo Halinard, de Lyon, uno de los mejores representantes de las corrientes reformadoras de Francia, y ,con San Pedro Damiano, que, aunque se hallaba en el retiro de Fonte-Avellana, ya había comenzado a llamar la atención por sus valientes escritos polémicos y sus exhortaciones a la reforma, dirigidas a Clemente II.
Pero no contento con esto, teniendo presente que en la curia romana hacían falta hombres eminentes y decididos, rodeóse rápidamente de los que con más eficacia le podían servir. Así, llamó ante todo al valiente y decidido Hildebrando, quien desde la muerte de Gregorio VI, cuyo secretario había sido, quedaba enteramente libre. León IX le consagró como archidiácono y le elevó al rango de secretario pontificio. Igualmente creó cardenal obispo de Silva Cándida al monje borgoñón Humberto, al monje Hugo Cándido, procedente del monasterio de Remiremont, de la Lorena, y asimismo a otros varios. De este modo el Colegio Cardenalicio alcanzó un carácter universal y fue en adelante un instrumento eficaz y dócil en manos del Papa.
Apoyado en estas fuerzas y en estos hombres eminentes, desarrolló León IX una maravillosa actividad, enderezada a sanar a la Iglesia de las dos llagas que la corroían: la simonía y el concubinato de los eclesiásticos. El primer medio que empleó fue el que le ofrecía la costumbre eclesiástica entonces en uso, es decir, los sínodos y concilios. Comenzando por la Pascua de 1049, comenzó a celebrar en Roma con gran solemnidad los sínodos cuaresmales, y rápidamente procuró que se celebraran otros semejantes en diversas provincias eclesiásticas. En todos ellos se renovaban y proclamaban con la mayor decisión las disposiciones contra la simonía y el concubinato de los eclesiásticos, señalándolos como los abusos fundamentales, de los que dependían los demás. Movido del mas ardiente celo de la gloria de Dios y del bien de las almas, emprendió una vida de peregrinación de un territorio a otro, por Italia, Alemania y Francia, celebrando sínodos y alentando en todas partes a las fuerzas de reforma. De esta manera se ha podido afirmar que León IX llegó a hacer comprender prácticamente a todo el mundo cristiano que el Papa era quien gobernaba la Iglesia. El Papado, que hasta entonces era sólo un concepto más o menos elevado, se convirtió en una fuerza eficaz y tangible.
Particularmente significativa fue la campaña o peregrinación emprendida por León IX el primer año, 1049, de su pontificado, que tuvo como coronamiento los dos grandes concilios presididos por él, en Reims y en Maguncia. Después de celebrar el sínodo de Roma en la dominica de Quasimodo, y otro en Pavía por Pentecostés, donde proclamó las bases de la reforma, atravesó Ios Alpes y se reunió con el emperador Enrique III, pariente e íntimo amigo suyo, y junto con él se dirigió a Colonia, donde celebró la fiesta de San Pedro y San Pablo. De allí pasó, con el mismo Enrique III, a Aquisgrán y Maguncia, y luego se detuvo en su amada diócesis de Toul, donde fue objeto de la más cariñosa acogida, El 14 de septiembre celebró en su catedral la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz.
Entretanto se había anunciado el gran sínodo que debía celebrarse próximamente en Reims, y, no obstante las dificultades que fue oponiendo el rey de Francia Enrique I, el 14 de septiembre publicaba desde Toul una encíclica, por la que convocaba el gran concilio. Efectivamente, el 29 de septiembre llegaba el Papa a Reims: el 1º de octubre consagraba la iglesia abacial de San Remigio, y al día siguiente daba comienzo al gran concilio, uno de los más célebres en la historia de la Iglesia de Francia y de Europa. En nombre del Papa, su canciller, Hildebrando, anunciaba a Francia y al mundo que la intención del Papa era procurar un remedio eficaz a los males de la Iglesia: "a la simonía, a la usurpación por los laicos de los cargos y rentas eclesiásticas, al desprecio de las más sagradas leyes del matrimonio, etc. El invitaba a todos a reflexionar delante de Dios acerca de los diversos artículos del programa que les proponía". El efecto de esta intimación pontificia fue, en realidad, grandioso. Naturalmente, ya en el concilio, y sobre todo después de él, tropezó con la enconada oposición de muchos, que no se avenían a entrar por el camino de la reforma. Pero el Papa, uniendo la energía con la habilidad y prudencia, y contando siempre con la ayuda de Dios, cuya causa sostenía, logró en este concilio y después de él innumerables éxitos.
Terminado el concilio de Reims, se encaminó de nuevo a Alemania, pasando por Verdún y Metz, donde consagró sendas iglesias, y llegó a Maguncia, donde celebró otro gran sínodo, en que renovó la proclamación realizada en Reims. Hecho esto, atravesando de nuevo la Alsacia y luego Ausburgo y Constanza, celebró las Navidades en Verona. A primeros de 1050 se hallaba de vuelta en Roma. Semejantes peregrinaciones por el sur y norte de Italia y por el centro de Europa las repitió durante los años siguientes.
Indudablemente, la actividad eclesiástica de León IX fue beneficiosa y muy significativa para la iglesia, en la que se observa durante su pontificado un principio de resurgimiento. Y, aunque es verdad que debe atribuirse una parte importante del cambio iniciado a su archidiácono Hildebrando y a los demás colaboradores del Papa, debe reconocerse que el mérito principal recae sobre la egregia figura de León IX.
Sin embargo, no fue tan afortunado en los asuntos temporales y en el desarrollo de la cuestión oriental. Efectivamente, a principios del siglo XI, los normandos se habían fijado en el sur de Italia, y en sus luchas contra los griegos y los musulmanes habían ido extendiendo progresivamente el área de sus dominios, destruyendo en su avance iglesias y monasterios y devastando los territorios eclesiásticos. El Papa intentó primero entenderse con los griegos para oponerse al avance de tan terribles enemigos; mas, como fracasara en este intento, acudió entonces a Enrique III en demanda de socorro. Este exigió algunas concesiones del Papa, y, en efecto, envió un fuerte socorro, mas, por diversas circunstancias, la mayor parte de las tropas auxiliares enviadas por Enrique III se vieron obligadas a retirarse y volver a Alemania.
Esto no obstante, decidióse el Papa a proseguir su campaña contra los normandos; pero bien pronto, el 18 de junio de 1053, sus fuerzas fueron completamente aniquiladas en Civitate, y el mismo León IX quedaba prisionero. El resultado fue que, para resolver tan delicada situación, el Papa entregó a los normandos aquellos territorios en calidad de feudos y obtuvo su libertad; pero, consumido de tantos trabajos y emociones, murió poco después en Roma, en abril de 1054.
No fue más afortunado en el asunto de las Iglesias orientales, pues en su tiempo se maduró y realizó la separación definitiva de Roma de aquellas Iglesias.
Indudablemente, el odio a los occidentales del patriarca Miguel Cerulario y la falta de táctica de los legados pontificios, sobre todo del cardenal Humberto, tuvieron una culpa decisiva en la separación definitiva, pero ciertamente no puede decirse que la debilidad del Romano Pontífice o la situación de decadencia de los papas hubiera sido la causa u ocasión del cisma. Porque, siendo así que durante todo el siglo X y principios del XI, en que llegó el Papado Y la Iglesia occidental a su mayor depresión y abatimiento, no se verificó tal separación; vino ésta a realizarse cuando, en el pontificado de León IX, la Iglesia y el Papado habían realizado ya un avance notabilísimo en su reforma y rehabilitación.
La verdadera causa fue la oposición latente desde antiguo de la Iglesia oriental frente a la occidental, que fue constantemente en aumento, y así bastó una ocasión para que estallara en la forma violenta del cisma. El mismo resurgimiento de la Iglesia occidental, promovido por la reforma cluniacense y la enérgica actividad de León IX, aumentó la oposición existente, de la que se aprovechó el patriarca Miguel Cerulario para realizar aquella separación, que le colocaba a él a la cabeza de la Iglesia griega. León IX no pudo impedir el curso de los acontecimientos, que entristecieron los últimos momentos de su vida, y tres meses después de su muerte se realizó la separación definitiva (16 de julio de 1054).
Durante los últimos meses de su vida, sintiéndose herido de muerte, dio los más insignes ejemplos de piedad y de resignación cristiana. El pueblo romano, que le profesaba un amor entrañable, sintió profundamente su muerte, ocurrida en la plenitud de su edad viril, contando cincuenta y dos años. Sobre su tumba se esculpió este epitafio:
Roma vencedora está dolida al quedar viuda de León IX, segura de que, entre muchos, no tendrá un padre como él.
Su pontificado fue realmente lleno. Por su celo infatigable y su incesante actividad, movida por el más puro amor de Dios, inició eficazmente aquel movimiento de reforma que luego continuó hasta llegar a su más perfecto desarrollo.
Llamábase Bruno, de la familia de los condes de Alsacia, y estaba emparentado con los emperadores alemanes Conrado II y Enrique III. Nacido en junio de 1002, estudió en la escuela episcopal de Toul al lado de su primo Adalberon, que fue largo tiempo obispo de Metz. Ya en su juventud dio pruebas de las excelentes cualidades de su espíritu, y después de una enfermedad, cuya curación atribuyeron todos a un milagro de San Benito, decidió entregarse de lleno al servicio de Dios en el estado eclesiástico. Cursados brillantemente y con extraordinario fruto los estudios eclesiásticos, bien pronto se ganó la confianza del nuevo obispo Hermann de Toul, y ya desde entonces comenzó a manifestar la gran estima que tenía de la obra reformadora realizada por los cluniacenses y las Ordenes monásticas.
Con el ascendiente de su familia ante el emperador Conrado II se obtuvo sin dificultad para él un alto cargo eclesiástico en la corte imperial; pero él por su parte, lejos de dejarse llevar de ninguna clase de ambiciones, encontraba su complacencia en los empleos más humildes y ansiaba ponerse al servicio de la iglesia más pobre. Su sencillez, amabilidad y virtud le conquistaron rápidamente una gran popularidad, por lo cual era comúnmente llamado el buen Bruno.
Pero Dios le tenía destinado para las más elevadas dignidades. Al morir poco después el obispo Hermann, los eclesiásticos y el pueblo reclamaron a Bruno para sucederle. Así, pues, sin dificultad ninguna fue nombrado obispo de Toul, dignidad que él aceptó por tratarse de una iglesia pobre, donde él podía ejercitar su celo apostólico. Así lo hizo, en efecto, desde un principio, entregándose con su alma joven y ardiente amor de Dios a fomentar en todas partes la reforma eclesiástica. Siendo, como era, hombre de acción y con las excelentes cualidades que le adornaban, ganose rápidamente las simpatías de todos. Su humildad y paciencia, unidas a su energía de carácter y decisión en sus empresas, se manifestaron en multitud de ocasiones. Así supo defender con firmeza, pero sin herir susceptibilidades, los derechos de su iglesia frente a su metropolitano de Worms. Vencer el mal por medio del bien: tal era el secreto que aprendió del divino Maestro, y que él tomó como lema de toda su actuación.
Sobre estas bases se fue desarrollando su gobierno desde el año 1026, en que fue consagrado obispo, hasta el 1048, en que fue elevado al solio pontificio. Sabemos que celebró con gran fruto diversos sínodos diocesanos; que se mantuvo en íntima unión con los obispos vecinos y que asistió a los concilios provinciales de Tréveris de 1030 y 1037; que promovió con energía los estudios eclesiásticos, y, sobre todo, fue en todas partes el más decidido impulsor de la reforma eclesiástica. En íntima relación con esto debe ponerse el interés que mostró siempre en mantener buenas relaciones con las Ordenes monásticas. Así, ya desde el principio de su gobierno, manifestó sus sentimientos favorables a Cluny, procurando que se le agregaran las dos abadías de Saint-Mansuy y Moyenmontier.
De este modo, ya durante estos años mantenía relaciones y trabajaba en íntima colaboración con los prohombres del movimiento reformador de la Iglesia, por lo cual se había conquistado un renombre de gran prelado y gran amigo de la reforma. Por esto no es de sorprender que el año 1048, en momentos bien decisivos para la Iglesia, fuera él escogido para gobernarla desde Roma. En efecto, después de resuelto el cisma que desgarraba a la Iglesia el año 1046, Clemente II (1046-1047) apenas tuvo tiempo para iniciar la obra reformadora que entonces se necesitaba, y su sucesor Dámaso II (1047-1048) fue rápidamente arrebatado por la muerte. En estas circunstancias se presentó ante el emperador Enrique III una embajada de Roma con la súplica de que fuera elevado al solio pontificio el arzobispo Halinard, de Lyon; pero éste rechazó decididamente la propuesta.
Entonces, pues, Enrique III el Negro reunió una Dieta en Worms en diciembre de 1048, donde fue proclamado Bruno de Toul, que había acudido a la misma. Sorprendido y profundamente contrariado ante esta elección, pidió Bruno que se le concedieran tres días para dar su respuesta definitiva; pero, una vez transcurridos éstos, viendo en ello claramente expresada la voluntad de Dios, aceptó aquella dignidad, que él consideraba como la mayor carga que podían imponerle, pero añadiendo como expresa condición, que no consideraría como válida aquella elección hasta que fuera confirmada por el clero y pueblo de Roma. En efecto, llegado a Roma y presentado en la basílica de San Pedro por el metropolitano de Tréveris como el candidato del emperador, fue aclamado de nuevo por el clero y pueblo allí presentes. Ante una manifestación tan evidente de la voluntad divina Bruno se inclinó humildemente y tomó el nombre de León IX.
Y, en verdad, León IX, hombre de eminentes cualidades personales, dotado de gran energía de voluntad, partidario decidido de la reforma e inflamado en todos sus actos del más vivo amor de Dios y de la Iglesia, era, indudablemente, el Papa que ésta necesitaba en aquellos momentos. Uno de sus principales méritos fue el haberse mantenido desde el principio en contacto con los más insignes promotores de la reforma y haber llamado junto a sí a los más significados entre ellos. Así se mantuvo siempre unido con San Hugo de Cluny y con él tuvo a su disposición el vigoroso movimiento cluniacense. Asimismo, con el poderoso arzobispo Halinard, de Lyon, uno de los mejores representantes de las corrientes reformadoras de Francia, y ,con San Pedro Damiano, que, aunque se hallaba en el retiro de Fonte-Avellana, ya había comenzado a llamar la atención por sus valientes escritos polémicos y sus exhortaciones a la reforma, dirigidas a Clemente II.
Pero no contento con esto, teniendo presente que en la curia romana hacían falta hombres eminentes y decididos, rodeóse rápidamente de los que con más eficacia le podían servir. Así, llamó ante todo al valiente y decidido Hildebrando, quien desde la muerte de Gregorio VI, cuyo secretario había sido, quedaba enteramente libre. León IX le consagró como archidiácono y le elevó al rango de secretario pontificio. Igualmente creó cardenal obispo de Silva Cándida al monje borgoñón Humberto, al monje Hugo Cándido, procedente del monasterio de Remiremont, de la Lorena, y asimismo a otros varios. De este modo el Colegio Cardenalicio alcanzó un carácter universal y fue en adelante un instrumento eficaz y dócil en manos del Papa.
Apoyado en estas fuerzas y en estos hombres eminentes, desarrolló León IX una maravillosa actividad, enderezada a sanar a la Iglesia de las dos llagas que la corroían: la simonía y el concubinato de los eclesiásticos. El primer medio que empleó fue el que le ofrecía la costumbre eclesiástica entonces en uso, es decir, los sínodos y concilios. Comenzando por la Pascua de 1049, comenzó a celebrar en Roma con gran solemnidad los sínodos cuaresmales, y rápidamente procuró que se celebraran otros semejantes en diversas provincias eclesiásticas. En todos ellos se renovaban y proclamaban con la mayor decisión las disposiciones contra la simonía y el concubinato de los eclesiásticos, señalándolos como los abusos fundamentales, de los que dependían los demás. Movido del mas ardiente celo de la gloria de Dios y del bien de las almas, emprendió una vida de peregrinación de un territorio a otro, por Italia, Alemania y Francia, celebrando sínodos y alentando en todas partes a las fuerzas de reforma. De esta manera se ha podido afirmar que León IX llegó a hacer comprender prácticamente a todo el mundo cristiano que el Papa era quien gobernaba la Iglesia. El Papado, que hasta entonces era sólo un concepto más o menos elevado, se convirtió en una fuerza eficaz y tangible.
Particularmente significativa fue la campaña o peregrinación emprendida por León IX el primer año, 1049, de su pontificado, que tuvo como coronamiento los dos grandes concilios presididos por él, en Reims y en Maguncia. Después de celebrar el sínodo de Roma en la dominica de Quasimodo, y otro en Pavía por Pentecostés, donde proclamó las bases de la reforma, atravesó Ios Alpes y se reunió con el emperador Enrique III, pariente e íntimo amigo suyo, y junto con él se dirigió a Colonia, donde celebró la fiesta de San Pedro y San Pablo. De allí pasó, con el mismo Enrique III, a Aquisgrán y Maguncia, y luego se detuvo en su amada diócesis de Toul, donde fue objeto de la más cariñosa acogida, El 14 de septiembre celebró en su catedral la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz.
Entretanto se había anunciado el gran sínodo que debía celebrarse próximamente en Reims, y, no obstante las dificultades que fue oponiendo el rey de Francia Enrique I, el 14 de septiembre publicaba desde Toul una encíclica, por la que convocaba el gran concilio. Efectivamente, el 29 de septiembre llegaba el Papa a Reims: el 1º de octubre consagraba la iglesia abacial de San Remigio, y al día siguiente daba comienzo al gran concilio, uno de los más célebres en la historia de la Iglesia de Francia y de Europa. En nombre del Papa, su canciller, Hildebrando, anunciaba a Francia y al mundo que la intención del Papa era procurar un remedio eficaz a los males de la Iglesia: "a la simonía, a la usurpación por los laicos de los cargos y rentas eclesiásticas, al desprecio de las más sagradas leyes del matrimonio, etc. El invitaba a todos a reflexionar delante de Dios acerca de los diversos artículos del programa que les proponía". El efecto de esta intimación pontificia fue, en realidad, grandioso. Naturalmente, ya en el concilio, y sobre todo después de él, tropezó con la enconada oposición de muchos, que no se avenían a entrar por el camino de la reforma. Pero el Papa, uniendo la energía con la habilidad y prudencia, y contando siempre con la ayuda de Dios, cuya causa sostenía, logró en este concilio y después de él innumerables éxitos.
Terminado el concilio de Reims, se encaminó de nuevo a Alemania, pasando por Verdún y Metz, donde consagró sendas iglesias, y llegó a Maguncia, donde celebró otro gran sínodo, en que renovó la proclamación realizada en Reims. Hecho esto, atravesando de nuevo la Alsacia y luego Ausburgo y Constanza, celebró las Navidades en Verona. A primeros de 1050 se hallaba de vuelta en Roma. Semejantes peregrinaciones por el sur y norte de Italia y por el centro de Europa las repitió durante los años siguientes.
Indudablemente, la actividad eclesiástica de León IX fue beneficiosa y muy significativa para la iglesia, en la que se observa durante su pontificado un principio de resurgimiento. Y, aunque es verdad que debe atribuirse una parte importante del cambio iniciado a su archidiácono Hildebrando y a los demás colaboradores del Papa, debe reconocerse que el mérito principal recae sobre la egregia figura de León IX.
Sin embargo, no fue tan afortunado en los asuntos temporales y en el desarrollo de la cuestión oriental. Efectivamente, a principios del siglo XI, los normandos se habían fijado en el sur de Italia, y en sus luchas contra los griegos y los musulmanes habían ido extendiendo progresivamente el área de sus dominios, destruyendo en su avance iglesias y monasterios y devastando los territorios eclesiásticos. El Papa intentó primero entenderse con los griegos para oponerse al avance de tan terribles enemigos; mas, como fracasara en este intento, acudió entonces a Enrique III en demanda de socorro. Este exigió algunas concesiones del Papa, y, en efecto, envió un fuerte socorro, mas, por diversas circunstancias, la mayor parte de las tropas auxiliares enviadas por Enrique III se vieron obligadas a retirarse y volver a Alemania.
Esto no obstante, decidióse el Papa a proseguir su campaña contra los normandos; pero bien pronto, el 18 de junio de 1053, sus fuerzas fueron completamente aniquiladas en Civitate, y el mismo León IX quedaba prisionero. El resultado fue que, para resolver tan delicada situación, el Papa entregó a los normandos aquellos territorios en calidad de feudos y obtuvo su libertad; pero, consumido de tantos trabajos y emociones, murió poco después en Roma, en abril de 1054.
No fue más afortunado en el asunto de las Iglesias orientales, pues en su tiempo se maduró y realizó la separación definitiva de Roma de aquellas Iglesias.
Indudablemente, el odio a los occidentales del patriarca Miguel Cerulario y la falta de táctica de los legados pontificios, sobre todo del cardenal Humberto, tuvieron una culpa decisiva en la separación definitiva, pero ciertamente no puede decirse que la debilidad del Romano Pontífice o la situación de decadencia de los papas hubiera sido la causa u ocasión del cisma. Porque, siendo así que durante todo el siglo X y principios del XI, en que llegó el Papado Y la Iglesia occidental a su mayor depresión y abatimiento, no se verificó tal separación; vino ésta a realizarse cuando, en el pontificado de León IX, la Iglesia y el Papado habían realizado ya un avance notabilísimo en su reforma y rehabilitación.
La verdadera causa fue la oposición latente desde antiguo de la Iglesia oriental frente a la occidental, que fue constantemente en aumento, y así bastó una ocasión para que estallara en la forma violenta del cisma. El mismo resurgimiento de la Iglesia occidental, promovido por la reforma cluniacense y la enérgica actividad de León IX, aumentó la oposición existente, de la que se aprovechó el patriarca Miguel Cerulario para realizar aquella separación, que le colocaba a él a la cabeza de la Iglesia griega. León IX no pudo impedir el curso de los acontecimientos, que entristecieron los últimos momentos de su vida, y tres meses después de su muerte se realizó la separación definitiva (16 de julio de 1054).
Durante los últimos meses de su vida, sintiéndose herido de muerte, dio los más insignes ejemplos de piedad y de resignación cristiana. El pueblo romano, que le profesaba un amor entrañable, sintió profundamente su muerte, ocurrida en la plenitud de su edad viril, contando cincuenta y dos años. Sobre su tumba se esculpió este epitafio:
Roma vencedora está dolida al quedar viuda de León IX, segura de que, entre muchos, no tendrá un padre como él.
Su pontificado fue realmente lleno. Por su celo infatigable y su incesante actividad, movida por el más puro amor de Dios, inició eficazmente aquel movimiento de reforma que luego continuó hasta llegar a su más perfecto desarrollo.
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