Evitaba yo las miradas de las nobles mujeres de Roma; pero ésta puso tanto empeño, me asedió de una manera tan importuna, que al fin triunfó de mi reserva.» Así cuenta San Jerónimo el origen de sus conferencias en el Aventino. La importuna era Marcela, la iniciadora de aquellas tendencias de la nobleza romana hacia el ascetismo, que había convertido su palacio en un monasterio, y ahora quería hacer de él un liceo cristiano.
Diariamente, a las diez de la mañana, el sabio asceta atravesaba los pórticos y subía la escalinata de mármol. En el tablinum, en el salón central, le esperaba el piadoso auditorio. Y empezaba la charla; charla ascética, teológica, bíblica; bíblica, sobre todo. Con el códice sagrado entre sus manos enflaquecidas por el ayuno, el conferenciante descubre en su bello latín; abundante, erudito, nervioso y satírico, los misterios de Dios y de su Cristo. Cerca de él está Marcela, radiante aún de hermosura, a pesar de sus años; a continuación, la madre de Marcela, Albina, y Ásela, su hermana, asombro de Roma por su vida penitenie; más lejos, otras matronas y doncellas, descendientes de los Julios, los Flavios y los Emilios; cubierta la cabeza de toscos velos, o deslumbrantes con el oro de los collares, con la seda de las túnicas, con el bermellón de los labios y las mejillas, con el gracioso nudo de cabellos que les cuelga sobre la frente.
Con frecuencia, el puesto de honor se lo cede el ama de la casa a una mujer de pequeña estatura, de cara fina, de cuerpo menudo, que es una de las que escuchan con más atención y asisten con más asiduidad. Es Paula, amiga inseparable de Marcela y admiradora incondicional del dálmata. «Imposible—dice Jerónimo—encontrar un espíritu más dócil que el suyo.» Descendiente del clan nobilísimo de los Escipiones y de los antiguos reyes de Micenas, esta linajuda dama lleva en sus venas la sangre más pura de Roma y de Grecia. Tiene tres hijas, que se sientan a su lado en estas conferencias del Aventino; es viuda y se encuentra en plena juventud. Estamos en el año de 383. En su adolescencia leyó los poetas y los filósofos de Roma y de Atenas. Casada a los quince años con un consular, acertó a reproducir en torno suyo el tipo de las romanas de los viejos tiempos, juntando al mismo tiempo la gracia, la distinción, la altivez y el sentido severo del honor. Celosa de la dignidad de su estirpe, esta hija opulenta de los Gracos era, en expresión de San Jerónimo, la mujer más dulce y más clemente para los pequeños, para los plebeyos, para los esclavos.
Viuda a los treinta años, Paula conservaba un amargo recuerdo de lo que ella llamaba el período de su vida mundana. La faltas ligeras llegaban a parecerle grandes crímenes; las frivolidades propias de la alta sociedad de Roma, un vivir lleno de pecados. «Es preciso afear—decía—este rostro que en otro tiempo pinté de rojo, de blanco y de negro; afligir este cuerpo que gustó las delicias del placer; compensar con las lágrimas el reír prolongado de antaño, y reemplazar los finos lienzos por el cilicio. Preocúpeme en otro tiempo de agradar a mi marido y al mundo; ahora sólo quiero agradar a Cristo.» Cuando San Jerónimo la conoció, dos años después de esta transformación, estaba ya consumida por la penitencia, débil a consecuencia del ayuno, ciega casi, por efecto de las lagrimas, y afeada por el tosco sayal monástico.
La llegada de aquel hombre elocuente, apasionado de los métodos ascéticos a que ella se entregaba, familiarizado con las tradiciones religiosas de Tierra Santa, conocedor como nadie de la literatura de la Iglesia, fue una de las más grandes alegrías de su vida. Desde aquel momento se hace la más abnegada de sus discípulas, la más fiel de sus admiradoras. Le escucha en el Aventino, se entrega a su dirección, se aconseja con él para el gobierno de su casa, le escribe, recibe sus cartas, y le da entrada en su palacio, convertido en convento, como el palacio del Aventino. Entre sus hijas había una, sobre todo, que escuchaba con particular agrado las palabras del sacerdote: era Eustoquia, niña de un carácter dulce, tímido y algo reservado, que no tardó en consagrar a Dios su virginidad, movida por las exhortaciones del asceta. Pero la mayor, Blesila, era mucho más mundana. Viva, inteligente, ingeniosa, Blesila estaba, sobre todo, orgullosa de su espléndida cabellera rubia. ¿Pasábase el día en el tocador—dice Jerónimo—, siempre delante del espejo, consultándole minuciosamente. Tiernas esclavas la pintaban, la peinaban, la frisaban con infinito cuidado, y tan delicada era, que ni aun en un lecho de plumas podía descansar.» Pero a los veinte años acometióla una fiebre maligna, que fue para ella la voz de Dios. Poco después hacía voto de continencia perpetua, ponía el velo sobre su cabeza, rodeaba su cintura con un ceñidor de lana, abrazaba el ascetismo, y se entregaba al estudio del hebreo con tal ardor, que algo más tarde salmodiaba ya en esa lengua, juntamente con su madre y con su hermana. No obstante, la fiebre seguía minando su juventud, y en un año la llevó al sepulcro.
Celebráronse los funerales con gran solemnidad; toda la aristocracia romana acompañaba el féretro, cubierto de un paño de oro, y la población entera se apiñaba en torno de la basílica. La pobre madre, presumiendo demasiado de sus fuerzas, quiso seguir a su hija hasta la última morada; pero el dolor la derribó al borde del mausoleo, y hubo que llevarla de allí medio muerta. Un sordo murmullo se levantó entonces de entre la concurrencia: «He aquí lo que nosotros decíamos: llora a su hija, a quien ha matado a fuerza de ayunos. ¿Cuándo expulsarán de Roma a esa casta insoportable de monjes? ¿Por qué no los echan al Tíber? ¡Pobre señora! Llora a sus hijos como no los ha llorado ninguna mujer pagana; buena prueba de que la han engañado, de que no quería ser monja.»
El primer blanco de estas críticas era, como puede fácilmente adivinarse, el mismo San Jerónimo. Extranjero, secretario del Papa San Dámaso, mimado por la aristocracia de la ciudad, Jerónimo tenía muchos envidiosos entre los individuos del clero, que él nos pinta perfumados, adornados de anillos y cadenas, excesivamente cuidadosos de las uñas y el pelo, andando sobre las puntas de los pies para no manchar sus pequeños zapatos blancos, informándose de los nombres de las matronas y de sus casas. A fines del año 384 muere San Dámaso, y su consejero queda expuesto a la furia de sus enemigos, más irritados que nunca por la acritud temible de su lenguaje. Los intrigantes trabajan en la curia y en el foro: él acata sin acobardarse, pero su gran corazón está herido. Refugiase en la atmósfera de pura y santa afección que se respira en la casa de Paula. Allí se le escucha, se le venera, se le consuela. El les paga aquel bien que le hacen con sus austeros consejos de una dulce gravedad. Después de la muerte de su hija, Paula se niega a comer y beber, enloquecida por el dolor. En aquel trance, su amigo la sostiene y la hace reaccionar en un sentido cristiano. «Te irritas. Paula—le dice en nombre de Dios—, porque tu hija ha llegado a ser mi hija; te indignas de mi proceder y te opones a mi posesión con tus lágrimas rebeldes. Bien sabes lo que pienso de ti y de los tuyos. Rehúsas todo alimento para dar rienda a tu dolor. No amó esa frugalidad. ¿Es esto lo que me habías prometido? Avergüénzate de aquella pagana que se consolaba pensando que su marido había sido trasladado al Cielo, tú que te resistes a que tu hija permanezca a mi lado.»
Entretanto, la campaña arreciaba, el barco se abría, según expresión del mismo Jerónimo. «Muchos que me besaban la mano—añade—, me hubieran desgarrado con sus dientes de víboras: fingían dolerse de lo que les llenaba de placer.» En la primavera del año 385, malas lenguas empezaron a incriminar las visitas del doctor al palacio de Paula. Un miserable se encargó de esparcir la calumnia. Llevado ante los tribunales por Jerónimo, declaró que no sabía nada; pero hay victorias que dejan rastros desagradables. Algunos días después, el perseguido, a punto de embarcarse, escribía a Marcela: «He sufrido horrorosamente; pero esto, ¿qué importa para quien combate bajo el estandarte de Cristo? Me han imputado un crimen infamante, pero sé ir al reino de los Cielos por la infamia y por la buena fama. Saluda a Paula y a Eustoquia, mías en Cristo, que quieran o no quieran. Todos hemos de comparecer ante el tribunal de Cristo, y entonces se verá cómo ha vivido cada uno.»
Unos meses después. Paula y Eustoquia se embarcaron también en dirección a Oriente. En Chipre salió a recibirlas San Epifanio, que algunos años antes había sido su huésped en Roma. En Antioquía las aguardaba San Jerónimo. Proyectóse, ante todo, recorrer en visita minuciosa todos los Santos Lugares y las soledades famosas de los anacoretas egipcios. Fue una peregrinación piadosa y, a la vez, científica, que sirvió mucho a San Jerónimo para sus futuros trabajos. La ilustre patricia, que antaño no salía de casa sino llevada en litera por eunucos, viajaba ahora sobre los lomos de un asnillo. Con ellos iba un rabino de Antioquía, buen conocedor de los lugares bíblicos. Al llegar a Jerusalén, Paula se encontró rodeada de los pajes del procónsul, que venían a ofrecerle habitación en el palacio del pretorio; pero ella rehusó, agradecida, contentándose con un humilde alojamiento. Regó con sus lágrimas los sitios que recordaban la Pasión del Señor; besó las piedras del Calvario, «y lamió—dice San Jerónimo—la del Santo Sepulcro, como si quisiera apagar la sed sobrenatural que la devoraba». En Belén su impresión fue aún más profunda: «Yo te saludo—exclamaba—, te saludo con el rostro inundado de lágrimas; ¡oh Belén!, casa del pan celeste; yo te saludo, Efratá, fértil región cuyo fruto es el mismo Dios. ¡He aquí que he sido juzgada digna, yo, miserable pecadora, de besar el pesebre donde el Dios Niño exhaló sus primeros vagidos y de rezar en la gruta donde la Virgen Madre dio a luz al Redentor. Aquí está el lugar de mi descanso, porque ésta es la patria de Jesús; en ella habitaré, porque el Señor la ha escogido, y en ella prepararé una pequeña lámpara para Cristo.»
Este proyecto, nacido en un momento de exaltación religiosa, realizóse rápidamente. Un año más tarde, terminada la peregrinación a través de Egipto y Palestina, Paula comenzaba a construir dos grandes monasterios junto a la iglesia de la Natividad. Antes de acabarse las obras ya estaba reclutado el personal, y Paula podía escribir a su amiga Marcela rogándole que viniese a ocupar un puesto de honor en la nueva fundación: «¡Oh—exclamaba—, cuándo llegará el día en que el correo venga sin aliento a anunciamos que nuestra Marcela ha pisado las playas de Palestina! ¡Qué alegría entre los monjes y las vírgenes! Correremos, iremos a pie, te cogeremos las manos, veremos tu rostro, y nadie podrá arrebatarnos de tus brazos.» La paz anunciada por los ángeles en aquel mismo lugar, protegía la doble fundación. Paula gobernaba la comunidad de mujeres, Jerónimo la de hombres; mejor dicho, uno y otra intervenían en ambas, poniendo el santo su ciencia, y la santa su dulzura y su intuición femenina. Paula pedía a Jerónimo que ilustrase al mundo con sus escritos. Mujer inteligente, sufría de aquello que Jerónimo llamaba la latina paupertas, la escasez de la exégesis bíblica de los occidentales. A estas solicitudes el doctor oponía siempre las repugnancias de la humildad; pero en estos conflictos—igual le había pasado con Marcela—llevaba las de perder. Aunque muy santa. Paula no dejaba de ser mujer, y de un espíritu muy fino y penetrante. Pues bien: pidióle que, al menos, escribiese alguna cosa sobre la más pequeña de las Epístolas de San Pablo, la dirigida a Filemón, aunque no fuese más que un folio de cuarenta líneas. Jerónimo cayó en el lazo; hizo lo que se le pedía, y el resto vino después. El resto son sus grandes comentarios paulinos. «Para que veas—decía—lo que puede sobre mí tu voluntad.»
En realidad, esto era en él un deber. Paula le había levantado el monasterio, le libraba de toda preocupación material, compraba todos los libros que necesitaba para sus trabajos, le proveía de secretario para aliviar sus ojos, casi ciegos de tanto leer; pagaba a los buenos judíos que le ayudaban en sus tareas bíblicas, y, además, era para él una consejera fiel y abnegada. Dios había puesto junto a él esta influencia dulce y santa, de que se aprovechó para su bien propio y el bien de la Iglesia.
Aquella unión se prolongó aún durante quince años. Paula gobernaba a su gente con disciplina romana. A medianoche, el canto del alleluia despertaba a las vírgenes y las reunía en el coro. Durante el día trabajaban, rezaban y estudiaban. La abstinencia de carne era perpetua. Las tendencias sensuales se maceraban a fuerza de ayunos. «La exquisitez en el vestido—decía la superiora—es una impureza del alma.» Jerónimo decía, satisfecho, escribiendo a Roma: «Las que en otro tiempo gemían bajo el peso de las joyas y brocados, andan ahora miserablemente vestidas, preparan las lámparas, encienden el fuego, barren los pisos, limpian las legumbres, echan en la olla hirviente el perol de hierbas, preparan las mesas y corren de acá para allá disponiéndolo todo.» Estas palabras se refieren a Paula y su hija. Bajo una naturaleza algo taciturna y el exterior de una deferencia respetuosa, llena de suavidad. Santa Paula escondía un carácter enérgico, capaz de los mayores heroísmos. A los que, definiendo su actitud frente a San Jerónimo, la han llamado «oveja modelo», se les podría recordar aquellas palabras que Santa Teresa decía a Gracián: «¡Ay, Padre mío, qué poco sabe de mujeres vuestra reverencia !»
De hecho, la descendiente de los Escipiones había llegado a la cima de la virtud cristiana. «¿Qué cosa más admirable—preguntaba San Jerónimo—que la virtud de esta mujer, opulenta antiguamente y hoy reducida a la última indigencia?» Por su parte, ella decía: «Dios me es testigo que no hago nada sino por su nombre, y que sólo tengo un deseo: morir en la miseria y ser enterrada en un lienzo prestado.» No era menos admirable su mortificación. Habíase prohibido la carne, la miel, el vino, el aceite, los huevos y el pescado. Habiendo caído enferma, vino a visitarla San Epifanio, de cuya influencia quiso aprovecharse San Jerónimo para hacerla tomar un poco de vino. El venerable obispo accedió; pero apenas había empezado a hablar, cuando la enferma le dijo, sonriendo: «Esto viene de Jerónimo.» Todo fue inútil. «¿Qué hay?»—preguntó Jerónimo al prelado al verle salir. « ¡Ah! —respondió el chipriota—, si me quedo un poco más, a esta edad de los noventa años me hubiera convencido de que no hay que beber vino.» Esta mortificación, continuada año tras año, acabó de gastar las fuerzas de aquel cuerpo, no muy vigoroso de suyo. Era lo que ella quería. «He amado tu casa, Señor—decía al tiempo de morir—. ¡Qué hermosos son tus tabernáculos, rey de las virtudes! Yo suspiro y mi alma desfallece en los atrios del Señor.»
Aun después que el tiempo había borrado la primera impresión, podía preguntar San Jerónimo: «¿Quién podrá hablar con los ojos secos de aquella muerte bienaventurada?»
Diariamente, a las diez de la mañana, el sabio asceta atravesaba los pórticos y subía la escalinata de mármol. En el tablinum, en el salón central, le esperaba el piadoso auditorio. Y empezaba la charla; charla ascética, teológica, bíblica; bíblica, sobre todo. Con el códice sagrado entre sus manos enflaquecidas por el ayuno, el conferenciante descubre en su bello latín; abundante, erudito, nervioso y satírico, los misterios de Dios y de su Cristo. Cerca de él está Marcela, radiante aún de hermosura, a pesar de sus años; a continuación, la madre de Marcela, Albina, y Ásela, su hermana, asombro de Roma por su vida penitenie; más lejos, otras matronas y doncellas, descendientes de los Julios, los Flavios y los Emilios; cubierta la cabeza de toscos velos, o deslumbrantes con el oro de los collares, con la seda de las túnicas, con el bermellón de los labios y las mejillas, con el gracioso nudo de cabellos que les cuelga sobre la frente.
Con frecuencia, el puesto de honor se lo cede el ama de la casa a una mujer de pequeña estatura, de cara fina, de cuerpo menudo, que es una de las que escuchan con más atención y asisten con más asiduidad. Es Paula, amiga inseparable de Marcela y admiradora incondicional del dálmata. «Imposible—dice Jerónimo—encontrar un espíritu más dócil que el suyo.» Descendiente del clan nobilísimo de los Escipiones y de los antiguos reyes de Micenas, esta linajuda dama lleva en sus venas la sangre más pura de Roma y de Grecia. Tiene tres hijas, que se sientan a su lado en estas conferencias del Aventino; es viuda y se encuentra en plena juventud. Estamos en el año de 383. En su adolescencia leyó los poetas y los filósofos de Roma y de Atenas. Casada a los quince años con un consular, acertó a reproducir en torno suyo el tipo de las romanas de los viejos tiempos, juntando al mismo tiempo la gracia, la distinción, la altivez y el sentido severo del honor. Celosa de la dignidad de su estirpe, esta hija opulenta de los Gracos era, en expresión de San Jerónimo, la mujer más dulce y más clemente para los pequeños, para los plebeyos, para los esclavos.
Viuda a los treinta años, Paula conservaba un amargo recuerdo de lo que ella llamaba el período de su vida mundana. La faltas ligeras llegaban a parecerle grandes crímenes; las frivolidades propias de la alta sociedad de Roma, un vivir lleno de pecados. «Es preciso afear—decía—este rostro que en otro tiempo pinté de rojo, de blanco y de negro; afligir este cuerpo que gustó las delicias del placer; compensar con las lágrimas el reír prolongado de antaño, y reemplazar los finos lienzos por el cilicio. Preocúpeme en otro tiempo de agradar a mi marido y al mundo; ahora sólo quiero agradar a Cristo.» Cuando San Jerónimo la conoció, dos años después de esta transformación, estaba ya consumida por la penitencia, débil a consecuencia del ayuno, ciega casi, por efecto de las lagrimas, y afeada por el tosco sayal monástico.
La llegada de aquel hombre elocuente, apasionado de los métodos ascéticos a que ella se entregaba, familiarizado con las tradiciones religiosas de Tierra Santa, conocedor como nadie de la literatura de la Iglesia, fue una de las más grandes alegrías de su vida. Desde aquel momento se hace la más abnegada de sus discípulas, la más fiel de sus admiradoras. Le escucha en el Aventino, se entrega a su dirección, se aconseja con él para el gobierno de su casa, le escribe, recibe sus cartas, y le da entrada en su palacio, convertido en convento, como el palacio del Aventino. Entre sus hijas había una, sobre todo, que escuchaba con particular agrado las palabras del sacerdote: era Eustoquia, niña de un carácter dulce, tímido y algo reservado, que no tardó en consagrar a Dios su virginidad, movida por las exhortaciones del asceta. Pero la mayor, Blesila, era mucho más mundana. Viva, inteligente, ingeniosa, Blesila estaba, sobre todo, orgullosa de su espléndida cabellera rubia. ¿Pasábase el día en el tocador—dice Jerónimo—, siempre delante del espejo, consultándole minuciosamente. Tiernas esclavas la pintaban, la peinaban, la frisaban con infinito cuidado, y tan delicada era, que ni aun en un lecho de plumas podía descansar.» Pero a los veinte años acometióla una fiebre maligna, que fue para ella la voz de Dios. Poco después hacía voto de continencia perpetua, ponía el velo sobre su cabeza, rodeaba su cintura con un ceñidor de lana, abrazaba el ascetismo, y se entregaba al estudio del hebreo con tal ardor, que algo más tarde salmodiaba ya en esa lengua, juntamente con su madre y con su hermana. No obstante, la fiebre seguía minando su juventud, y en un año la llevó al sepulcro.
Celebráronse los funerales con gran solemnidad; toda la aristocracia romana acompañaba el féretro, cubierto de un paño de oro, y la población entera se apiñaba en torno de la basílica. La pobre madre, presumiendo demasiado de sus fuerzas, quiso seguir a su hija hasta la última morada; pero el dolor la derribó al borde del mausoleo, y hubo que llevarla de allí medio muerta. Un sordo murmullo se levantó entonces de entre la concurrencia: «He aquí lo que nosotros decíamos: llora a su hija, a quien ha matado a fuerza de ayunos. ¿Cuándo expulsarán de Roma a esa casta insoportable de monjes? ¿Por qué no los echan al Tíber? ¡Pobre señora! Llora a sus hijos como no los ha llorado ninguna mujer pagana; buena prueba de que la han engañado, de que no quería ser monja.»
El primer blanco de estas críticas era, como puede fácilmente adivinarse, el mismo San Jerónimo. Extranjero, secretario del Papa San Dámaso, mimado por la aristocracia de la ciudad, Jerónimo tenía muchos envidiosos entre los individuos del clero, que él nos pinta perfumados, adornados de anillos y cadenas, excesivamente cuidadosos de las uñas y el pelo, andando sobre las puntas de los pies para no manchar sus pequeños zapatos blancos, informándose de los nombres de las matronas y de sus casas. A fines del año 384 muere San Dámaso, y su consejero queda expuesto a la furia de sus enemigos, más irritados que nunca por la acritud temible de su lenguaje. Los intrigantes trabajan en la curia y en el foro: él acata sin acobardarse, pero su gran corazón está herido. Refugiase en la atmósfera de pura y santa afección que se respira en la casa de Paula. Allí se le escucha, se le venera, se le consuela. El les paga aquel bien que le hacen con sus austeros consejos de una dulce gravedad. Después de la muerte de su hija, Paula se niega a comer y beber, enloquecida por el dolor. En aquel trance, su amigo la sostiene y la hace reaccionar en un sentido cristiano. «Te irritas. Paula—le dice en nombre de Dios—, porque tu hija ha llegado a ser mi hija; te indignas de mi proceder y te opones a mi posesión con tus lágrimas rebeldes. Bien sabes lo que pienso de ti y de los tuyos. Rehúsas todo alimento para dar rienda a tu dolor. No amó esa frugalidad. ¿Es esto lo que me habías prometido? Avergüénzate de aquella pagana que se consolaba pensando que su marido había sido trasladado al Cielo, tú que te resistes a que tu hija permanezca a mi lado.»
Entretanto, la campaña arreciaba, el barco se abría, según expresión del mismo Jerónimo. «Muchos que me besaban la mano—añade—, me hubieran desgarrado con sus dientes de víboras: fingían dolerse de lo que les llenaba de placer.» En la primavera del año 385, malas lenguas empezaron a incriminar las visitas del doctor al palacio de Paula. Un miserable se encargó de esparcir la calumnia. Llevado ante los tribunales por Jerónimo, declaró que no sabía nada; pero hay victorias que dejan rastros desagradables. Algunos días después, el perseguido, a punto de embarcarse, escribía a Marcela: «He sufrido horrorosamente; pero esto, ¿qué importa para quien combate bajo el estandarte de Cristo? Me han imputado un crimen infamante, pero sé ir al reino de los Cielos por la infamia y por la buena fama. Saluda a Paula y a Eustoquia, mías en Cristo, que quieran o no quieran. Todos hemos de comparecer ante el tribunal de Cristo, y entonces se verá cómo ha vivido cada uno.»
Unos meses después. Paula y Eustoquia se embarcaron también en dirección a Oriente. En Chipre salió a recibirlas San Epifanio, que algunos años antes había sido su huésped en Roma. En Antioquía las aguardaba San Jerónimo. Proyectóse, ante todo, recorrer en visita minuciosa todos los Santos Lugares y las soledades famosas de los anacoretas egipcios. Fue una peregrinación piadosa y, a la vez, científica, que sirvió mucho a San Jerónimo para sus futuros trabajos. La ilustre patricia, que antaño no salía de casa sino llevada en litera por eunucos, viajaba ahora sobre los lomos de un asnillo. Con ellos iba un rabino de Antioquía, buen conocedor de los lugares bíblicos. Al llegar a Jerusalén, Paula se encontró rodeada de los pajes del procónsul, que venían a ofrecerle habitación en el palacio del pretorio; pero ella rehusó, agradecida, contentándose con un humilde alojamiento. Regó con sus lágrimas los sitios que recordaban la Pasión del Señor; besó las piedras del Calvario, «y lamió—dice San Jerónimo—la del Santo Sepulcro, como si quisiera apagar la sed sobrenatural que la devoraba». En Belén su impresión fue aún más profunda: «Yo te saludo—exclamaba—, te saludo con el rostro inundado de lágrimas; ¡oh Belén!, casa del pan celeste; yo te saludo, Efratá, fértil región cuyo fruto es el mismo Dios. ¡He aquí que he sido juzgada digna, yo, miserable pecadora, de besar el pesebre donde el Dios Niño exhaló sus primeros vagidos y de rezar en la gruta donde la Virgen Madre dio a luz al Redentor. Aquí está el lugar de mi descanso, porque ésta es la patria de Jesús; en ella habitaré, porque el Señor la ha escogido, y en ella prepararé una pequeña lámpara para Cristo.»
Este proyecto, nacido en un momento de exaltación religiosa, realizóse rápidamente. Un año más tarde, terminada la peregrinación a través de Egipto y Palestina, Paula comenzaba a construir dos grandes monasterios junto a la iglesia de la Natividad. Antes de acabarse las obras ya estaba reclutado el personal, y Paula podía escribir a su amiga Marcela rogándole que viniese a ocupar un puesto de honor en la nueva fundación: «¡Oh—exclamaba—, cuándo llegará el día en que el correo venga sin aliento a anunciamos que nuestra Marcela ha pisado las playas de Palestina! ¡Qué alegría entre los monjes y las vírgenes! Correremos, iremos a pie, te cogeremos las manos, veremos tu rostro, y nadie podrá arrebatarnos de tus brazos.» La paz anunciada por los ángeles en aquel mismo lugar, protegía la doble fundación. Paula gobernaba la comunidad de mujeres, Jerónimo la de hombres; mejor dicho, uno y otra intervenían en ambas, poniendo el santo su ciencia, y la santa su dulzura y su intuición femenina. Paula pedía a Jerónimo que ilustrase al mundo con sus escritos. Mujer inteligente, sufría de aquello que Jerónimo llamaba la latina paupertas, la escasez de la exégesis bíblica de los occidentales. A estas solicitudes el doctor oponía siempre las repugnancias de la humildad; pero en estos conflictos—igual le había pasado con Marcela—llevaba las de perder. Aunque muy santa. Paula no dejaba de ser mujer, y de un espíritu muy fino y penetrante. Pues bien: pidióle que, al menos, escribiese alguna cosa sobre la más pequeña de las Epístolas de San Pablo, la dirigida a Filemón, aunque no fuese más que un folio de cuarenta líneas. Jerónimo cayó en el lazo; hizo lo que se le pedía, y el resto vino después. El resto son sus grandes comentarios paulinos. «Para que veas—decía—lo que puede sobre mí tu voluntad.»
En realidad, esto era en él un deber. Paula le había levantado el monasterio, le libraba de toda preocupación material, compraba todos los libros que necesitaba para sus trabajos, le proveía de secretario para aliviar sus ojos, casi ciegos de tanto leer; pagaba a los buenos judíos que le ayudaban en sus tareas bíblicas, y, además, era para él una consejera fiel y abnegada. Dios había puesto junto a él esta influencia dulce y santa, de que se aprovechó para su bien propio y el bien de la Iglesia.
Aquella unión se prolongó aún durante quince años. Paula gobernaba a su gente con disciplina romana. A medianoche, el canto del alleluia despertaba a las vírgenes y las reunía en el coro. Durante el día trabajaban, rezaban y estudiaban. La abstinencia de carne era perpetua. Las tendencias sensuales se maceraban a fuerza de ayunos. «La exquisitez en el vestido—decía la superiora—es una impureza del alma.» Jerónimo decía, satisfecho, escribiendo a Roma: «Las que en otro tiempo gemían bajo el peso de las joyas y brocados, andan ahora miserablemente vestidas, preparan las lámparas, encienden el fuego, barren los pisos, limpian las legumbres, echan en la olla hirviente el perol de hierbas, preparan las mesas y corren de acá para allá disponiéndolo todo.» Estas palabras se refieren a Paula y su hija. Bajo una naturaleza algo taciturna y el exterior de una deferencia respetuosa, llena de suavidad. Santa Paula escondía un carácter enérgico, capaz de los mayores heroísmos. A los que, definiendo su actitud frente a San Jerónimo, la han llamado «oveja modelo», se les podría recordar aquellas palabras que Santa Teresa decía a Gracián: «¡Ay, Padre mío, qué poco sabe de mujeres vuestra reverencia !»
De hecho, la descendiente de los Escipiones había llegado a la cima de la virtud cristiana. «¿Qué cosa más admirable—preguntaba San Jerónimo—que la virtud de esta mujer, opulenta antiguamente y hoy reducida a la última indigencia?» Por su parte, ella decía: «Dios me es testigo que no hago nada sino por su nombre, y que sólo tengo un deseo: morir en la miseria y ser enterrada en un lienzo prestado.» No era menos admirable su mortificación. Habíase prohibido la carne, la miel, el vino, el aceite, los huevos y el pescado. Habiendo caído enferma, vino a visitarla San Epifanio, de cuya influencia quiso aprovecharse San Jerónimo para hacerla tomar un poco de vino. El venerable obispo accedió; pero apenas había empezado a hablar, cuando la enferma le dijo, sonriendo: «Esto viene de Jerónimo.» Todo fue inútil. «¿Qué hay?»—preguntó Jerónimo al prelado al verle salir. « ¡Ah! —respondió el chipriota—, si me quedo un poco más, a esta edad de los noventa años me hubiera convencido de que no hay que beber vino.» Esta mortificación, continuada año tras año, acabó de gastar las fuerzas de aquel cuerpo, no muy vigoroso de suyo. Era lo que ella quería. «He amado tu casa, Señor—decía al tiempo de morir—. ¡Qué hermosos son tus tabernáculos, rey de las virtudes! Yo suspiro y mi alma desfallece en los atrios del Señor.»
Aun después que el tiempo había borrado la primera impresión, podía preguntar San Jerónimo: «¿Quién podrá hablar con los ojos secos de aquella muerte bienaventurada?»
No hay comentarios:
Publicar un comentario