Es una de las fiestas más antiguas del ciclo litúrgico. Ya en el siglo III nos hablan de ella los Padres orientales. LIamábasela Epifanía, que quiere decir manifestación, y en ella se conmemoraba, sobre todo, la manifestación del Hijo de Dios al mundo por medio de aquella voz que se oyó sobre Él en el momento de ser bautizado por San Juan: «Éste es mi Hijo muy amado, en quien tengo todas mis complacencias.» A la conmemoración de este Misterio se unió pronto la del primer milagro en las bodas de Cana; y no tardó en celebrarse también, bajo el mismo título de Epifanía, la revelación de Jesús a los gentiles por medio de la estrella milagrosa cuya luz alumbró el camino de los Magos. Para los occidentales, que aceptan la fiesta alrededor del año 400, la Epifanía es, ante todo, el día de los Reyes Magos.
La historia de aquellos personajes misteriosos, que adoraron a Jesús pocos días después de su nacimiento, aparece en el Evangelio de San Mateo. Magos los llama el sagrado texto, es decir, sacerdotes, y como tales, hombres respetados en su tierra por el prestigio de la sabiduría y por la influencia de la virtud. No eran reyes, pero eran los consejeros y los señores de los reyes, los que transmitían a los reyes la voluntad de Dios, los que interpretaban los sueños, sacrificaban las víctimas, ofrecían las libaciones, poseían los secretos de la tierra y leían el porvenir en las combinaciones estelares. Todo esto significa la palabra mogh en la lengua de los persas.
Venían de Persia, «de las regiones del Oriente», dice San Mateo; de la Persia de los Sasánidas, de Babilonia o de Persépolis, de las llanuras del Eufrates o de los montes de Ecbatana; de entre aquellos pueblos cuyos sacerdotes examinaban los astros desde sus altos zikurath, con el largo bonete en la cabeza, la túnica ceñida a los riñones, el manto flotando sobre la espalda, y las piernas cubiertas por estrechas calzas. Así representan las pinturas de las Catacumbas a estos generosos peregrinos de la luz. Sacerdotes de una religión superior a los antiguos cultos idolátricos, adoradores de Auramazda, «el grande, el luminoso, el hermoso, el activo, el inteligente», eran los depositarios de las tradiciones primitivas, los portavoces de los anhelos religiosos de su tiempo. Sus antepasados habían vivido en contacto con los profetas de Israel, habían conocido los libros de la revelación judaica, y tal vez en sus cenáculos se repetía con veneración la profecía de Balaam: «He aquí lo que anuncia el hombre que ha oído la palabra de Dios, el hombre que ha conocido el pensamiento divino, el hombre que ha visto las visiones de Dios. Yo le veo en la lejanía; le descubro en los horizontes del porvenir. Una estrella saldrá de Jacob y un cetro se levantará en Israel.» En aquella misma ciudad de Babilonia, centro de los imperios mesopotámicos, había vivido uno de los más grandes videntes, Daniel, el intérprete prodigioso de sueños, el juez supremo de los sabios de Caldea; el que, junto a las aguas del Eufrates, en una visión memorable, había adivinado los años y los meses que faltaban para el advenimiento del Mesías. La vieja profecía del ministro de Nabucodonosor estaba próxima a cumplirse. Así lo decían los sutiles calculadores y descifradores de los ladrillos cúficos y los signos astrológicos. «Por todo el Oriente—dice el historiador de los Césares—corría el rumor de que un gran Rey se iba a levantar en Judea para conquistar el mundo.»
En medio de esta expectación, tres de aquellos sabios descubrieron una estrella desconocida. «He aquí el signo del gran Rey—se dijeron mutuamente, recordando las antiguas profecías—; vayamos en su busca, y ofrezcámosle nuestras más ricas ofrendas.» Otra luz más misteriosa, la de la fe, empezaba a brillar en su corazón. Ella les lanzó a una aventura que debió hacer reír a muchos de sus compañeros. Se vistieron de sus brillantes clámides de seda, reunieron sus esclavos del Cáucaso y de Etiopía, cargaron en sus camellos los más ricos presentes, y con las alforjas bien provistas caminaron en dirección a la tierra de que había hablado el adivino de Moab. Fue un viaje de meses, primero por las llanuras polvorientas de la Mesopotamia, después por el desierto interminable de los nómadas, hasta llegar a Edesa, frontera del mundo romano; a Palmira, la del oasis, que se convertirá en una gran ciudad; a las áridas riberas del mar Muerto. En los puestos de las guarniciones, entre los grupos de los mercaderes y en medio de las caravanas espían cualquier noticia que pueda referirse a lo que es el objeto de su viaje. Pero nadie habla de aquella estrella que ellos han visto, ni de aquel Rey que buscan. A veces se deciden a preguntar claramente; pero las gentes levantan los hombros y los miran con ojos burlones. Mas he aquí la ciudad torreada de los ungidos de Dios: al fin van a salir de dudas. Jerusalén estaba acostumbrada a ver pasar por sus calles las recuas de los camellos de Oriente, montados por príncipes y comerciantes, relucientes con sus cadenas de oro y sus policromas vestiduras. Pero ahora fue grande la sorpresa cuando por las plazas y mercados corrió de boca en boca la pregunta de aquellos extranjeros: «¿Dónde está el Rey de los judíos que acaba de nacer? Hemos visto su estrella en el Oriente, y venimos a adorarle.»
Los judíos tenían su viejo rey en Herodes el Grande. Durante treinta años, el astuto idumeo se había sostenido en el trono haciendo esfuerzos desesperados. En vano intentaba hacer olvidar su origen; en vano encarcelaba y asesinaba para suprimir a los últimos descendientes de Judas Macabeo; en vano derramaba torrentes de sangre en su misma familia. Su carácter suspicaz veía peligros por todas partes. Como todo usurpador, se asustaba de una sombra. Y he aquí que súbitamente llega a sus oídos la noticia de aquellos extranjeros, que hablan de un recién nacido destinado al trono donde le han puesto las legiones de Roma. Siempre diplomático, disimula el terror que le agita, reúne a los principales miembros del Sanedrín y les propone la gran cuestión: ¿Dónde ha de nacer el Mesías? El Consejo delibera, se revuelven los libros santos, y algunos de los sacerdotes más ilustrados recuerdan el texto de Micheas: «Y tú, Belén, tierra de Judá, no serás la última entre las principales de Judá, porque de ti ha de salir el Jefe que apacentará a mi pueblo.» «Sí, es en Belén», deciden unánimemente, y transmiten la respuesta al soberano.
Herodes ha tomado su resolución. Dispuesto a alejar cuanto antes a los Magos, para evitar rumores en la ciudad, se entrevista con ellos, finge entrar en sus miras, les interroga minuciosamente acerca del astro que les guía, y cuando lo sabe ya todo, les habla de esta manera: «Id a Belén, buscad con cuidado ese niño, y cuando le hayáis encontrado, enviadme la nueva, pues también yo quiero ir a adorarle.» Era el lenguaje de la prudencia y a la vez el de la ironía. Para el viejo zorro, aquellos orientales eran unos pobres visionarios; pero, por lo que pudiese suceder, no estaba de más tomar las medidas convenientes. En estas pesquisas había pasado la mayor parte del día, y ya empezaba a anochecer cuando los Magos se disponían a dejar la Ciudad Santa. A los pocos pasos la estrella milagrosa aparece de nuevo ante ellos, invitándoles a proseguir su viaje, y llenándoles de grande alegría, hasta que una hora más tarde se detuvo repentinamente. Lo que a su vista se ofrecía no era un palacio deslumbrante, sino una casa baja y pobre. Entraron sin vacilar, y allí encontraron al Niño con María, su Madre, ambos iluminados de celestial hermosura. Y sucedió aquella noche una cosa admirable: a los pies de la Virgen, que estrecha al recién nacido entre sus brazos, se prosternan los tres sabios, arrastrando por el polvo sus mantos bordados de oro y adorando a Dios, oculto en humildes pañales. A la puerta se agolpa su séquito, los camellos doblan la rodilla, y los servidores descargan preciosos cofres de marfil: allí están los tesoros que los Magos ofrecen a Jesús: el oro, el incienso y la mirra, o la goma amarillenta y agria del bálsamodendron. El Niño sonríe, la Madre habla de las cosas prodigiosas que ha obrado el Señor en los últimos días: el nacimiento milagroso, los cantos de los ángeles, la visita de los pastores. Tal vez ofrece a sus huéspedes algo del queso que le trajeron en la noche de Navidad. Los Magos escuchan maravillados, y en el hijo de un obrero reconocen al Dios de la eternidad, al Rey universal de todas las cosas, y al hombre destinado a los dolores y la muerte. Es el simbolismo de los tres dones que dejaron delante de Él. Después, llevando en el corazón el júbilo de un tesoro mayor, se volvieron a su tierra.
Esto es lo que dice el texto sagrado. La leyenda se encargará de transformar a los sabios en reyes poderosos, vistiéndolos de púrpura, poniendo la corona sobre sus frentes, y señalando los nombres y la fisonomía de cada uno de ellos: «El primero—decía San Beda en el siglo VIII—se llamaba Melchor; era un anciano de cabellos blancos y larga barba. El segundo, llamado Gaspar, mozo rubio e imberbe, es el que ofreció el incienso. Finalmente, el que ofreció la mirra, negro de color y de barba, tenía por nombre Baltasar.»
Pero más que su color nos importa la grandeza de su fe, la magnanimidad de su alma. ¡Qué sublime aventura la suya! ¡Qué maravilloso ardor, qué afán de luz, qué entusiasmo juvenil en aquella facilidad con que, a la vista de la estrella, abandonan la tranquilidad de su casa y cambian su reposo oriental por las fatigas y peligros de un largo viaje!
Hay que caminar inmediatamente a través de áridos desiertos y tierras despobladas, sin más guía que la estrella misteriosa y silenciosa, imagen de una inefable luz interior. En Jerusalén no preguntan si ha nacido el Rey de los judíos, sino tan sólo en qué lugar ha nacido. Su confianza es absoluta; a pesar del escepticismo de Herodes, de la inconsciencia del pueblo, de la negligencia de los pontífices, el hecho es cierto para ellos. No se arredran delante del rey usurpador; dicen en alta voz lo que piensan, y a un tirano que por desconfiar de sus hijos los asesinaba, le preguntan si tiene noticias del nuevo Rey.
Su misma grandeza les hace ser sencillos, y su fe les hace grandes. Caminan, hablan y encuentran porque creen; y mientras el hábil, el astuto, el calculador, el político refinado, en una matanza inútil se deja escapar al único que le interesa degollar, ellos, los sencillos, los nobles, los magnánimos, inquieren, encuentran y adoran; y los que habían venido por el camino de la fe, vuelven a su tierra por el camino de la visión. ¿Quién sería capaz de imaginar el tesoro de dicha que la sonrisa del Dios emparvecido había dejado en sus almas? A la generosidad del hombre. Dios responde siempre con su generosidad divina; y el distintivo de los tres Magos de Oriente fue la generosidad y la magnificencia. No sólo fueron generosos en las ofrendas, sino también en la fe, en la obediencia, en la adoración. Fue aquella una generosidad que no se contenta con dar; halla su dicha en darse sin regateos ni vacilaciones.
La historia de aquellos personajes misteriosos, que adoraron a Jesús pocos días después de su nacimiento, aparece en el Evangelio de San Mateo. Magos los llama el sagrado texto, es decir, sacerdotes, y como tales, hombres respetados en su tierra por el prestigio de la sabiduría y por la influencia de la virtud. No eran reyes, pero eran los consejeros y los señores de los reyes, los que transmitían a los reyes la voluntad de Dios, los que interpretaban los sueños, sacrificaban las víctimas, ofrecían las libaciones, poseían los secretos de la tierra y leían el porvenir en las combinaciones estelares. Todo esto significa la palabra mogh en la lengua de los persas.
Venían de Persia, «de las regiones del Oriente», dice San Mateo; de la Persia de los Sasánidas, de Babilonia o de Persépolis, de las llanuras del Eufrates o de los montes de Ecbatana; de entre aquellos pueblos cuyos sacerdotes examinaban los astros desde sus altos zikurath, con el largo bonete en la cabeza, la túnica ceñida a los riñones, el manto flotando sobre la espalda, y las piernas cubiertas por estrechas calzas. Así representan las pinturas de las Catacumbas a estos generosos peregrinos de la luz. Sacerdotes de una religión superior a los antiguos cultos idolátricos, adoradores de Auramazda, «el grande, el luminoso, el hermoso, el activo, el inteligente», eran los depositarios de las tradiciones primitivas, los portavoces de los anhelos religiosos de su tiempo. Sus antepasados habían vivido en contacto con los profetas de Israel, habían conocido los libros de la revelación judaica, y tal vez en sus cenáculos se repetía con veneración la profecía de Balaam: «He aquí lo que anuncia el hombre que ha oído la palabra de Dios, el hombre que ha conocido el pensamiento divino, el hombre que ha visto las visiones de Dios. Yo le veo en la lejanía; le descubro en los horizontes del porvenir. Una estrella saldrá de Jacob y un cetro se levantará en Israel.» En aquella misma ciudad de Babilonia, centro de los imperios mesopotámicos, había vivido uno de los más grandes videntes, Daniel, el intérprete prodigioso de sueños, el juez supremo de los sabios de Caldea; el que, junto a las aguas del Eufrates, en una visión memorable, había adivinado los años y los meses que faltaban para el advenimiento del Mesías. La vieja profecía del ministro de Nabucodonosor estaba próxima a cumplirse. Así lo decían los sutiles calculadores y descifradores de los ladrillos cúficos y los signos astrológicos. «Por todo el Oriente—dice el historiador de los Césares—corría el rumor de que un gran Rey se iba a levantar en Judea para conquistar el mundo.»
En medio de esta expectación, tres de aquellos sabios descubrieron una estrella desconocida. «He aquí el signo del gran Rey—se dijeron mutuamente, recordando las antiguas profecías—; vayamos en su busca, y ofrezcámosle nuestras más ricas ofrendas.» Otra luz más misteriosa, la de la fe, empezaba a brillar en su corazón. Ella les lanzó a una aventura que debió hacer reír a muchos de sus compañeros. Se vistieron de sus brillantes clámides de seda, reunieron sus esclavos del Cáucaso y de Etiopía, cargaron en sus camellos los más ricos presentes, y con las alforjas bien provistas caminaron en dirección a la tierra de que había hablado el adivino de Moab. Fue un viaje de meses, primero por las llanuras polvorientas de la Mesopotamia, después por el desierto interminable de los nómadas, hasta llegar a Edesa, frontera del mundo romano; a Palmira, la del oasis, que se convertirá en una gran ciudad; a las áridas riberas del mar Muerto. En los puestos de las guarniciones, entre los grupos de los mercaderes y en medio de las caravanas espían cualquier noticia que pueda referirse a lo que es el objeto de su viaje. Pero nadie habla de aquella estrella que ellos han visto, ni de aquel Rey que buscan. A veces se deciden a preguntar claramente; pero las gentes levantan los hombros y los miran con ojos burlones. Mas he aquí la ciudad torreada de los ungidos de Dios: al fin van a salir de dudas. Jerusalén estaba acostumbrada a ver pasar por sus calles las recuas de los camellos de Oriente, montados por príncipes y comerciantes, relucientes con sus cadenas de oro y sus policromas vestiduras. Pero ahora fue grande la sorpresa cuando por las plazas y mercados corrió de boca en boca la pregunta de aquellos extranjeros: «¿Dónde está el Rey de los judíos que acaba de nacer? Hemos visto su estrella en el Oriente, y venimos a adorarle.»
Los judíos tenían su viejo rey en Herodes el Grande. Durante treinta años, el astuto idumeo se había sostenido en el trono haciendo esfuerzos desesperados. En vano intentaba hacer olvidar su origen; en vano encarcelaba y asesinaba para suprimir a los últimos descendientes de Judas Macabeo; en vano derramaba torrentes de sangre en su misma familia. Su carácter suspicaz veía peligros por todas partes. Como todo usurpador, se asustaba de una sombra. Y he aquí que súbitamente llega a sus oídos la noticia de aquellos extranjeros, que hablan de un recién nacido destinado al trono donde le han puesto las legiones de Roma. Siempre diplomático, disimula el terror que le agita, reúne a los principales miembros del Sanedrín y les propone la gran cuestión: ¿Dónde ha de nacer el Mesías? El Consejo delibera, se revuelven los libros santos, y algunos de los sacerdotes más ilustrados recuerdan el texto de Micheas: «Y tú, Belén, tierra de Judá, no serás la última entre las principales de Judá, porque de ti ha de salir el Jefe que apacentará a mi pueblo.» «Sí, es en Belén», deciden unánimemente, y transmiten la respuesta al soberano.
Herodes ha tomado su resolución. Dispuesto a alejar cuanto antes a los Magos, para evitar rumores en la ciudad, se entrevista con ellos, finge entrar en sus miras, les interroga minuciosamente acerca del astro que les guía, y cuando lo sabe ya todo, les habla de esta manera: «Id a Belén, buscad con cuidado ese niño, y cuando le hayáis encontrado, enviadme la nueva, pues también yo quiero ir a adorarle.» Era el lenguaje de la prudencia y a la vez el de la ironía. Para el viejo zorro, aquellos orientales eran unos pobres visionarios; pero, por lo que pudiese suceder, no estaba de más tomar las medidas convenientes. En estas pesquisas había pasado la mayor parte del día, y ya empezaba a anochecer cuando los Magos se disponían a dejar la Ciudad Santa. A los pocos pasos la estrella milagrosa aparece de nuevo ante ellos, invitándoles a proseguir su viaje, y llenándoles de grande alegría, hasta que una hora más tarde se detuvo repentinamente. Lo que a su vista se ofrecía no era un palacio deslumbrante, sino una casa baja y pobre. Entraron sin vacilar, y allí encontraron al Niño con María, su Madre, ambos iluminados de celestial hermosura. Y sucedió aquella noche una cosa admirable: a los pies de la Virgen, que estrecha al recién nacido entre sus brazos, se prosternan los tres sabios, arrastrando por el polvo sus mantos bordados de oro y adorando a Dios, oculto en humildes pañales. A la puerta se agolpa su séquito, los camellos doblan la rodilla, y los servidores descargan preciosos cofres de marfil: allí están los tesoros que los Magos ofrecen a Jesús: el oro, el incienso y la mirra, o la goma amarillenta y agria del bálsamodendron. El Niño sonríe, la Madre habla de las cosas prodigiosas que ha obrado el Señor en los últimos días: el nacimiento milagroso, los cantos de los ángeles, la visita de los pastores. Tal vez ofrece a sus huéspedes algo del queso que le trajeron en la noche de Navidad. Los Magos escuchan maravillados, y en el hijo de un obrero reconocen al Dios de la eternidad, al Rey universal de todas las cosas, y al hombre destinado a los dolores y la muerte. Es el simbolismo de los tres dones que dejaron delante de Él. Después, llevando en el corazón el júbilo de un tesoro mayor, se volvieron a su tierra.
Esto es lo que dice el texto sagrado. La leyenda se encargará de transformar a los sabios en reyes poderosos, vistiéndolos de púrpura, poniendo la corona sobre sus frentes, y señalando los nombres y la fisonomía de cada uno de ellos: «El primero—decía San Beda en el siglo VIII—se llamaba Melchor; era un anciano de cabellos blancos y larga barba. El segundo, llamado Gaspar, mozo rubio e imberbe, es el que ofreció el incienso. Finalmente, el que ofreció la mirra, negro de color y de barba, tenía por nombre Baltasar.»
Pero más que su color nos importa la grandeza de su fe, la magnanimidad de su alma. ¡Qué sublime aventura la suya! ¡Qué maravilloso ardor, qué afán de luz, qué entusiasmo juvenil en aquella facilidad con que, a la vista de la estrella, abandonan la tranquilidad de su casa y cambian su reposo oriental por las fatigas y peligros de un largo viaje!
Hay que caminar inmediatamente a través de áridos desiertos y tierras despobladas, sin más guía que la estrella misteriosa y silenciosa, imagen de una inefable luz interior. En Jerusalén no preguntan si ha nacido el Rey de los judíos, sino tan sólo en qué lugar ha nacido. Su confianza es absoluta; a pesar del escepticismo de Herodes, de la inconsciencia del pueblo, de la negligencia de los pontífices, el hecho es cierto para ellos. No se arredran delante del rey usurpador; dicen en alta voz lo que piensan, y a un tirano que por desconfiar de sus hijos los asesinaba, le preguntan si tiene noticias del nuevo Rey.
Su misma grandeza les hace ser sencillos, y su fe les hace grandes. Caminan, hablan y encuentran porque creen; y mientras el hábil, el astuto, el calculador, el político refinado, en una matanza inútil se deja escapar al único que le interesa degollar, ellos, los sencillos, los nobles, los magnánimos, inquieren, encuentran y adoran; y los que habían venido por el camino de la fe, vuelven a su tierra por el camino de la visión. ¿Quién sería capaz de imaginar el tesoro de dicha que la sonrisa del Dios emparvecido había dejado en sus almas? A la generosidad del hombre. Dios responde siempre con su generosidad divina; y el distintivo de los tres Magos de Oriente fue la generosidad y la magnificencia. No sólo fueron generosos en las ofrendas, sino también en la fe, en la obediencia, en la adoración. Fue aquella una generosidad que no se contenta con dar; halla su dicha en darse sin regateos ni vacilaciones.
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