Desde la cumbre del Palatino, Rómulo había visto un día levantarse doce buitres, encaminando su vuelo hacia todas partes del mundo. Era, decían los adivinos, el oráculo que anunciaba los doce siglos de la soberanía de Roma. Ahora el último buitre abatía sus alas, y, cansado, asqueado, horrorizado de lo que acababa de ver, se disponía a morir. El imperio se hundía. El emperador era un pobre muñeco, a quien se divertía con títulos, percalinas y ceremonias. Nadie le obedecía, pero la etiqueta era inviolable. Un día el mundo se despertó estupefacto al oír una noticia que los cronistas se apresuraron a recoger. El médico del príncipe había osado sentarse en la cabecera de su augusto enfermo. El galopar de los hunos por los valles de la Iliria no causó tan profunda impresión.
En medio del edificio imperial en ruinas, la ciudad de Dios surgía majestuosa y brillante, dispuesta a recoger la herencia de la ciudad de los hombres. Pueden pasar los bárbaros: la Iglesia está preparada para recibirlos. Sus basílicas están abiertas, ríe el agua en sus baptisterios, y en todas las puertas del imperio aguardan sus santos, sus obispos y sus monjes. Uno de estos adelantados de la civilización cristiana es San Severino. Nadie pudo averiguar el origen de este hombre prodigioso. Tal vez en él se escondía alguna dolorosa historia. Alguna vez sus discípulos se atrevieron a preguntarle: «Padre santo, ¿de qué provincia se ha dignado el Señor enviarnos esta luz?» A lo cual contestaba él invariablemente: «Si creéis que deseo sinceramente la patria celeste, ¿qué necesidad tenéis de conocer mi patria terrenal?» Se expresaba en lengua latina, pero conocía el origen romano. Hablaba de Bizancio, de Antioquía, de Jerusalén; describía las regiones y las costumbres del Asia; contaba historias de los solitarios egipcios con la viveza y exactitud de quien ha vivido entre ellos. De repente, aparece a las orillas del Danubio, se construye un monasterio a las puertas de Viena, y el ruido de sus virtudes llena las provincias de Nórica y Panonia.
La Nórica, cuyas fértiles campiñas se extendían desde el pie de los Alpes al Danubio, era considerada como el adarve de Italia. Por sus valles cruzaba el camino más corto de las invasiones. Las bandas germánicas acababan de asentarse en ella, formando las dos provincias de Austria y de Baviera, que la muerte de Atila acababa de dejar en el mayor desorden. Restos de su formidable ejército, aún quedaban allí dos pueblos feroces: los rugios, que ocupaban la parte superior del Danubio hasta Viena, y los hérulos, acantonados cerca de Saizburgo, en la vía de Italia. Desde lo alto de las murallas, los habitantes del país veían impotentes pasar las cabalgatas de bárbaros llevándose sus mieses y arrastrando tropeles de cautivos. Las guarniciones, sin jefes y sin armas, se disolvían; muchos cristianos, no sabiendo qué dios podría librarles del azote, iban a rezar a las iglesias y ofrecían luego sacrificios a los ídolos.
En este ambiente se desarrolla la carrera religiosa y civil de Severino. La fama de su aparición se extiende rápidamente; en su incertidumbre, las gentes de aquella tierra buscan respetuosamente su consejo; las ciudades más amenazadas consideran como una salvaguardia el tenerle dentro de sus muros. A la vista de aquel hombre sin patria, que parecía inmune de toda debilidad y miseria moral, que caminaba sobre nieve con los pies descalzos, que se pasaba semanas enteras sin comer, que no probaba bocado hasta ponerse el sol, que dormía sobre la dura tierra, cubierto de un espeso cilicio, los pueblos volvían a confiar, creyéndose visitados del mismo Dios. Él, por su parte, recorría el país predicando la penitencia, restablecía la disciplina, encendía de nuevo la fe, y se esforzaba por desalojar el desorden de las conciencias, primer peligro, a su entender, de una sociedad que se disuelve. Al ardor religioso del monje se juntaban la perspicacia y habilidad del hombre público: se ocupa de la defensa militar con toda la sangre fría de un capitán experimentado, organiza el ataque y la retirada, abandona las ciudades indefensas, recoge a la población del campo, la agrupa con sus ganados y sus riquezas al abrigo de las fortalezas inexpugnables, y atiende al rescate de los cautivos, al sustento de los pobres y a la reanudación del comercio, que había sido antes la riqueza de las comarcas danubianas. Ni el Estado ni la Iglesia le habían dado misión alguna. Era sólo la voz de su conciencia la que le empujaba a aquella lucha pacífica contra la invasión, la barbarie, el hambre, la enfermedad y la desmoralización. Puede decirse que durante treinta años él gobernó la Nórica. Fue un gobierno puramente espiritual, que se imponía únicamente por la fuerza moral y por las facultades extraordinarias de quien le ejercía. Su palabra hacía que los soldados desertores volviesen al puesto de peligro, que los fuegos de alerta ardiesen constantemente en las torres, que las ciudades sin magistrados acatasen sus órdenes con alegría. Y no solamente no era funcionario del imperio, pero ni en la jerarquía eclesiástica tenía rango alguno: no era obispo, y rehusó el obispado de Lauriacum (Llord); no era siquiera sacerdote: era un simple cenobita, fundador de varias comunidades, que le ayudaron en aquel apostolado, a la vez religioso y social. Todo lo hizo su prestigio personal, su virtud heroica y su prodigiosa habilidad.
Representante magnífico del mundo romano en sus momentos supremos, este hombre extraordinario supo imponerse también a la barbarie de los invasores. Aquellos hombres salvajes, agitados por los dos instintos contradictorios de gozar y destruir, contaminados de arrianismo o de idolatría, admiraban y veneraban al viejo austero, exento de los vicios y las delicadezas por los cuales habían llegado a despreciar la civilización. También ellos gozaban acercándose a él, y venían como en peregrinación a su pobre tugurio. Los que querían pasar a Italia no se decidían a hacerlo sin antes pedir su bendición: hombres sucios y mal vestidos, habitantes de carros entoldados, donde vivían en extraña promiscuidad; cabezas rubias de germanos, de ojos azules y sonrisa infantil; centauros imberbes, de piel amarillenta, de cráneo y nariz aplastados, de cabeza rapada y ojos pequeños; rugios y hérulos, suevos y turingios, godos y húngaros, restos de las huestes de Atila. Con paciencia, con bondad infinita, Severino los recibía a todos, acariciaba a sus hijos, curaba a sus enfermos, daba libertad a los prisioneros de sus tribus, y los despedía después de darles de comer y de beber. Un día llega hasta él una tropa de muchachos que quieren pasar los Alpes para alistarse en el ejército imperial. Entre ellos hay un joven fornido, vestido de piel de carnero, y tan alto, que tiene que estar encorvado en la celda del anacoreta: «Ve—le dice Severino—; hoy estás vestido de pieles miserables; pero llegará un día en que repartirás los despojos del mundo.» Un lustro después, Severino recibía una carta que decía: «Soy rey; he repartido los despojos del imperio, como tú me lo anunciaste. Te hago participante de mi poder. Pídeme lo que quieras.» Aquel joven, ahora señor de Italia; acababa de dar el último golpe al imperio de Occidente. Se llamaba Odoacro. El anacoreta sólo le pidió la gracia de algunos condenados.
Todos los jefes de los invasores buscaban la amistad de aquel improvisado defensor de las provincias danubianas. El rey de los alemanes, Giboldo, quiso verle después de haber saqueado el territorio de Passau. Severino fue en su busca y le habló con tal autoridad, que el bárbaro prometió devolver los cautivos y retirarse del país. «Nunca, ni en lo más reñido de los combates—decía luego a sus compañeros—, he sentido lo que en presencia de este hombre.» El rey de los rugios le consideraba como su más leal consejero. La reina, en cambio, arriana fanática, que hubiera querido rebautizar a todos sus súbditos católicos, le manifestaba una franca hostilidad. «Hombre de Dios—le dijo un día—: vete a rezar a tu celda y déjanos hacer lo que queramos con nuestros esclavos.» Pero el hombre de Dios acaba siempre por triunfar de aquellas almas salvajes. También esta mujer se rindió ante su fuerza sobrenatural. Sintiéndose ya enfermo del mal de la muerte; mandóla llamar Severino; y acompañada de su esposo fue a despedirse de él. Largamente habló el enfermo de dulzura, de perdón, de moderación; después, poniendo su mano sobre el corazón del bárbaro, dijo, mirando a la reina: «Gisa, ¿amas esta alma más que el oro y las piedras preciosas?» Y como Gisa protestase que su marido era para ella antes que todos los tesoros del mundo, continuó: «Pues bien, cesa de oprimir a los justos, para que su llanto no sea vuestra ruina. En esta hora en que vuelvo a mi Señor, os ruego que honréis vuestra vida practicando la justicia y el bien.»
A esta escena, una de las más patéticas que registra la historia de las invasiones, sucedió otra no menos emocionante. Al salir los reyes entraron los discípulos. El moribundo les habló entrañablemente y los besó uno tras otro. Todos lloraban. Sólo él conservaba la serenidad. Después de signar todo su cuerpo con la señal de la cruz, echando una mirada sobre todos aquellos pueblos que se empujaban en las riberas del Danubio, cantó: «Alabad al Señor todas las gentes; alabadle los pueblos todos.» Y al decir el último verso del Salterio: «Todo espíritu alabe al Señor,» voló el suyo a la región de los vivientes.
En medio del edificio imperial en ruinas, la ciudad de Dios surgía majestuosa y brillante, dispuesta a recoger la herencia de la ciudad de los hombres. Pueden pasar los bárbaros: la Iglesia está preparada para recibirlos. Sus basílicas están abiertas, ríe el agua en sus baptisterios, y en todas las puertas del imperio aguardan sus santos, sus obispos y sus monjes. Uno de estos adelantados de la civilización cristiana es San Severino. Nadie pudo averiguar el origen de este hombre prodigioso. Tal vez en él se escondía alguna dolorosa historia. Alguna vez sus discípulos se atrevieron a preguntarle: «Padre santo, ¿de qué provincia se ha dignado el Señor enviarnos esta luz?» A lo cual contestaba él invariablemente: «Si creéis que deseo sinceramente la patria celeste, ¿qué necesidad tenéis de conocer mi patria terrenal?» Se expresaba en lengua latina, pero conocía el origen romano. Hablaba de Bizancio, de Antioquía, de Jerusalén; describía las regiones y las costumbres del Asia; contaba historias de los solitarios egipcios con la viveza y exactitud de quien ha vivido entre ellos. De repente, aparece a las orillas del Danubio, se construye un monasterio a las puertas de Viena, y el ruido de sus virtudes llena las provincias de Nórica y Panonia.
La Nórica, cuyas fértiles campiñas se extendían desde el pie de los Alpes al Danubio, era considerada como el adarve de Italia. Por sus valles cruzaba el camino más corto de las invasiones. Las bandas germánicas acababan de asentarse en ella, formando las dos provincias de Austria y de Baviera, que la muerte de Atila acababa de dejar en el mayor desorden. Restos de su formidable ejército, aún quedaban allí dos pueblos feroces: los rugios, que ocupaban la parte superior del Danubio hasta Viena, y los hérulos, acantonados cerca de Saizburgo, en la vía de Italia. Desde lo alto de las murallas, los habitantes del país veían impotentes pasar las cabalgatas de bárbaros llevándose sus mieses y arrastrando tropeles de cautivos. Las guarniciones, sin jefes y sin armas, se disolvían; muchos cristianos, no sabiendo qué dios podría librarles del azote, iban a rezar a las iglesias y ofrecían luego sacrificios a los ídolos.
En este ambiente se desarrolla la carrera religiosa y civil de Severino. La fama de su aparición se extiende rápidamente; en su incertidumbre, las gentes de aquella tierra buscan respetuosamente su consejo; las ciudades más amenazadas consideran como una salvaguardia el tenerle dentro de sus muros. A la vista de aquel hombre sin patria, que parecía inmune de toda debilidad y miseria moral, que caminaba sobre nieve con los pies descalzos, que se pasaba semanas enteras sin comer, que no probaba bocado hasta ponerse el sol, que dormía sobre la dura tierra, cubierto de un espeso cilicio, los pueblos volvían a confiar, creyéndose visitados del mismo Dios. Él, por su parte, recorría el país predicando la penitencia, restablecía la disciplina, encendía de nuevo la fe, y se esforzaba por desalojar el desorden de las conciencias, primer peligro, a su entender, de una sociedad que se disuelve. Al ardor religioso del monje se juntaban la perspicacia y habilidad del hombre público: se ocupa de la defensa militar con toda la sangre fría de un capitán experimentado, organiza el ataque y la retirada, abandona las ciudades indefensas, recoge a la población del campo, la agrupa con sus ganados y sus riquezas al abrigo de las fortalezas inexpugnables, y atiende al rescate de los cautivos, al sustento de los pobres y a la reanudación del comercio, que había sido antes la riqueza de las comarcas danubianas. Ni el Estado ni la Iglesia le habían dado misión alguna. Era sólo la voz de su conciencia la que le empujaba a aquella lucha pacífica contra la invasión, la barbarie, el hambre, la enfermedad y la desmoralización. Puede decirse que durante treinta años él gobernó la Nórica. Fue un gobierno puramente espiritual, que se imponía únicamente por la fuerza moral y por las facultades extraordinarias de quien le ejercía. Su palabra hacía que los soldados desertores volviesen al puesto de peligro, que los fuegos de alerta ardiesen constantemente en las torres, que las ciudades sin magistrados acatasen sus órdenes con alegría. Y no solamente no era funcionario del imperio, pero ni en la jerarquía eclesiástica tenía rango alguno: no era obispo, y rehusó el obispado de Lauriacum (Llord); no era siquiera sacerdote: era un simple cenobita, fundador de varias comunidades, que le ayudaron en aquel apostolado, a la vez religioso y social. Todo lo hizo su prestigio personal, su virtud heroica y su prodigiosa habilidad.
Representante magnífico del mundo romano en sus momentos supremos, este hombre extraordinario supo imponerse también a la barbarie de los invasores. Aquellos hombres salvajes, agitados por los dos instintos contradictorios de gozar y destruir, contaminados de arrianismo o de idolatría, admiraban y veneraban al viejo austero, exento de los vicios y las delicadezas por los cuales habían llegado a despreciar la civilización. También ellos gozaban acercándose a él, y venían como en peregrinación a su pobre tugurio. Los que querían pasar a Italia no se decidían a hacerlo sin antes pedir su bendición: hombres sucios y mal vestidos, habitantes de carros entoldados, donde vivían en extraña promiscuidad; cabezas rubias de germanos, de ojos azules y sonrisa infantil; centauros imberbes, de piel amarillenta, de cráneo y nariz aplastados, de cabeza rapada y ojos pequeños; rugios y hérulos, suevos y turingios, godos y húngaros, restos de las huestes de Atila. Con paciencia, con bondad infinita, Severino los recibía a todos, acariciaba a sus hijos, curaba a sus enfermos, daba libertad a los prisioneros de sus tribus, y los despedía después de darles de comer y de beber. Un día llega hasta él una tropa de muchachos que quieren pasar los Alpes para alistarse en el ejército imperial. Entre ellos hay un joven fornido, vestido de piel de carnero, y tan alto, que tiene que estar encorvado en la celda del anacoreta: «Ve—le dice Severino—; hoy estás vestido de pieles miserables; pero llegará un día en que repartirás los despojos del mundo.» Un lustro después, Severino recibía una carta que decía: «Soy rey; he repartido los despojos del imperio, como tú me lo anunciaste. Te hago participante de mi poder. Pídeme lo que quieras.» Aquel joven, ahora señor de Italia; acababa de dar el último golpe al imperio de Occidente. Se llamaba Odoacro. El anacoreta sólo le pidió la gracia de algunos condenados.
Todos los jefes de los invasores buscaban la amistad de aquel improvisado defensor de las provincias danubianas. El rey de los alemanes, Giboldo, quiso verle después de haber saqueado el territorio de Passau. Severino fue en su busca y le habló con tal autoridad, que el bárbaro prometió devolver los cautivos y retirarse del país. «Nunca, ni en lo más reñido de los combates—decía luego a sus compañeros—, he sentido lo que en presencia de este hombre.» El rey de los rugios le consideraba como su más leal consejero. La reina, en cambio, arriana fanática, que hubiera querido rebautizar a todos sus súbditos católicos, le manifestaba una franca hostilidad. «Hombre de Dios—le dijo un día—: vete a rezar a tu celda y déjanos hacer lo que queramos con nuestros esclavos.» Pero el hombre de Dios acaba siempre por triunfar de aquellas almas salvajes. También esta mujer se rindió ante su fuerza sobrenatural. Sintiéndose ya enfermo del mal de la muerte; mandóla llamar Severino; y acompañada de su esposo fue a despedirse de él. Largamente habló el enfermo de dulzura, de perdón, de moderación; después, poniendo su mano sobre el corazón del bárbaro, dijo, mirando a la reina: «Gisa, ¿amas esta alma más que el oro y las piedras preciosas?» Y como Gisa protestase que su marido era para ella antes que todos los tesoros del mundo, continuó: «Pues bien, cesa de oprimir a los justos, para que su llanto no sea vuestra ruina. En esta hora en que vuelvo a mi Señor, os ruego que honréis vuestra vida practicando la justicia y el bien.»
A esta escena, una de las más patéticas que registra la historia de las invasiones, sucedió otra no menos emocionante. Al salir los reyes entraron los discípulos. El moribundo les habló entrañablemente y los besó uno tras otro. Todos lloraban. Sólo él conservaba la serenidad. Después de signar todo su cuerpo con la señal de la cruz, echando una mirada sobre todos aquellos pueblos que se empujaban en las riberas del Danubio, cantó: «Alabad al Señor todas las gentes; alabadle los pueblos todos.» Y al decir el último verso del Salterio: «Todo espíritu alabe al Señor,» voló el suyo a la región de los vivientes.
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