viernes, 31 de julio de 2015
Lecturas
El Señor habló a Moisés:
-«Éstas son las festividades del Señor, las asambleas litúrgicas que convocaréis a su debido tiempo.
El día catorce del primer mes, al atardecer, es la Pascua del Señor.
El día quince del mismo mes es la fiesta de los panes ázimos, dedicada al Señor.
Comeréis panes ázimos durante siete días.
El primer día, os reuniréis en asamblea litúrgica, y no haréis trabajo alguno.
Los siete días ofreceréis oblaciones al Señor.
Al séptimo, os volveréis a reunir en asamblea litúrgica, y no haréis trabajo alguno.»
El Señor habló a Moisés:
-«Di a los israelitas: “Cuando entréis en la tierra que yo os voy dar, y seguéis la mies, la primera gavilla se la llevaréis al sacerdote.
Este la agitará ritualmente en presencia del Señor, para que os sea aceptada; la agitará el sacerdote el día siguiente al sábado.
Pasadas siete semanas completas, a contar desde el día siguiente al sábado, día en que lleváis la gavilla para la agitación ritual, hasta el día siguiente al séptimo sábado, es decir, a los cincuenta días, hacéis una nueva ofrenda al Señor.
El día diez del séptimo mes es el Día de la expiación. Os reuniréis n asamblea litúrgica, haréis penitencia y ofreceréis una oblación al Señor.
El día quince del séptimo mes comienza la Fiesta de las tiendas, dedicada al Señor; y dura siete días.
El día primero os reuniréis en asamblea litúrgica. No haréis trabajo alguno.
Los siete días ofreceréis oblaciones al Señor.
Al octavo, volveréis a reuniros en asamblea litúrgica y a ofrecer una oblación al Señor. Es día de reunión religiosa solemne. No haréis trabajo alguno.
Éstas son las festividades del Señor en las que os reuniréis en asamblea litúrgica, y ofreceréis al Señor oblaciones, holocaustos y ofrendas, sacrificios de comunión y libaciones, según corresponda a cada día.”»
En aquel tiempo, fue Jesús a su ciudad y se puso a enseñar en la sinagoga. La gente decía admirada:
-«¿De dónde saca éste esa sabiduría y esos milagros? ¿No es el hijo del carpintero? ¿No es su madre María, y sus hermanos Santiago, José, Simón y Judas? ¿No viven aquí todas sus hermanas?
Entonces, ¿de dónde saca todo eso?»
Y aquello les resultaba escandaloso.
Jesús les dijo:
-«Sólo en su tierra y en su casa desprecian a un profeta.»
Y no hizo allí muchos milagros, porque les faltaba fe.
Palabra del Señor.
Beata Zdenka Cecilia Schelingová
Nació el 24 de diciembre de 1916 en Krivá, en Orava, región montañosa al noroeste de Eslovaquia. Era la penúltima de once hijos. Fue bautizada, tres días después, con el nombre de Cecilia. Sus padres, Pavol y Susana, que formaban una familia muy religiosa, impartieron a todos sus hijos una ejemplar educación cristiana, fundada en la oración y en el cumplimiento del deber diario, que para ellos eran los trabajos del campo y los quehaceres de la casa.
Cecilia hizo los estudios de primaria de 1922 a 1930. En la escuela era diligente y obediente, amable y modesta; siempre estaba dispuesta a ayudar a los demás. Por eso, todos sus compañeros la amaban.
En 1929 empezaron a colaborar en la parroquia las Hermanas de la Caridad de la Santa Cruz. En 1931, Cecilia, atraída por el amor y la entrega de las religiosas, a los quince años, solicitó la admisión en el convento, decidida a consagrar su vida al amor a Dios y al prójimo. Tanto sus padres como sus hermanos se alegraron mucho y se sintieron muy orgullosos de su elección.
En Podunajské Biskupice hizo estudios de enfermería durante dos años y luego un curso de especialización en radiología. En 1936 entró en el noviciado y el 30 de enero de 1937 emitió la profesión religiosa, escogiendo como nombre Zdenka.
Destacaba por la intensidad de su oración. Durante su trabajo se mantenía muy unida a Dios. Se sacrificaba por amor a Dios y a los demás: era amable con todos y siempre estaba dispuesta a servir. La amistad espiritual con Jesús marcó su vida religiosa y su trabajo de enfermera.
Inició su trabajo de enfermera en Humenné, ciudad situada en la parte oriental de Eslovaquia, cerca de Ucrania. En 1942, invitada por la dirección del hospital del Estado, fue a trabajar a Bratislava, en la sección de radiología, como ayudante de laboratorio. Se dedicó a los enfermos con ejemplar generosidad, ternura y competencia, siempre con la sonrisa en los labios, cuidando especialmente el orden y la limpieza. Para sus compañeras de trabajo era "modelo de religiosa y de enfermera profesional".
En 1948, el partido comunista tomó el poder e inició la persecución contra la Iglesia católica: los obispos y sacerdotes fueron perseguidos y encarcelados; los laicos sufrieron discriminaciones a causa de su fe; fueron disueltas las comunidades religiosas y sus miembros condenados a trabajos forzados.
En esos tiempos de dificultad, sor Zdenka afrontó el sufrimiento antes que traicionar su conciencia y faltar a la palabra dada a Cristo y a su Iglesia. En febrero de 1952, con gran valentía, ayudó a huir a un sacerdote detenido que se encontraba internado en el hospital del Estado para ser curado de las heridas causadas por las torturas en los interrogatorios. Después de la fuga del sacerdote, sor Zdenka oró así ante la cruz en la capilla del hospital: "Jesús, te ofrezco mi vida por la suya. ¡Sálvalo!".
Fue detenida el 29 de febrero de 1952. Sufrió crueles interrogatorios, con grandes humillaciones y torturas, hasta que, el 17 de junio, acusada de alta traición, uno de los peores crímenes contra el Estado, fue condenada a doce años de cárcel y diez años de pérdida de los derechos civiles.
El 26 de junio de 1952 fue trasladada a la cárcel de Rimavská Sobota y luego, el 16 de abril de 1953, como castigo por no haber colaborado con los guardias, a la cárcel de Pardubice, mucho más dura. Su vía crucis prosiguió por diversas prisiones y hospitales de cárceles, pues a causa de las torturas se le produjo un tumor maligno en el pecho y se agudizó la tuberculosis.
Hasta los últimos momentos de su vida terrena soportó todos los sufrimientos con paciencia heroica, con firme determinación, dispuesta a morir por Dios y por el bien de la Iglesia, y sin ningún rencor con respecto a los que le habían causado esos sufrimientos. Mientras era golpeada casi hasta la muerte, susurró: "El perdón es lo más grande de la vida".
El 7 de abril de 1955, las autoridades políticas, previendo que le quedaba poco tiempo de vida, para que no muriera en la cárcel, le concedieron la amnistía. Quedó en libertad el 16 de abril, pero, poco más de tres meses después, el 31 de julio, moría en Trnava, después de recibir el viático, a la edad de treinta y ocho años.
Ya inmediatamente después de su muerte, el pueblo de Dios la consideraba mártir de la fe.
Cecilia hizo los estudios de primaria de 1922 a 1930. En la escuela era diligente y obediente, amable y modesta; siempre estaba dispuesta a ayudar a los demás. Por eso, todos sus compañeros la amaban.
En 1929 empezaron a colaborar en la parroquia las Hermanas de la Caridad de la Santa Cruz. En 1931, Cecilia, atraída por el amor y la entrega de las religiosas, a los quince años, solicitó la admisión en el convento, decidida a consagrar su vida al amor a Dios y al prójimo. Tanto sus padres como sus hermanos se alegraron mucho y se sintieron muy orgullosos de su elección.
En Podunajské Biskupice hizo estudios de enfermería durante dos años y luego un curso de especialización en radiología. En 1936 entró en el noviciado y el 30 de enero de 1937 emitió la profesión religiosa, escogiendo como nombre Zdenka.
Destacaba por la intensidad de su oración. Durante su trabajo se mantenía muy unida a Dios. Se sacrificaba por amor a Dios y a los demás: era amable con todos y siempre estaba dispuesta a servir. La amistad espiritual con Jesús marcó su vida religiosa y su trabajo de enfermera.
Inició su trabajo de enfermera en Humenné, ciudad situada en la parte oriental de Eslovaquia, cerca de Ucrania. En 1942, invitada por la dirección del hospital del Estado, fue a trabajar a Bratislava, en la sección de radiología, como ayudante de laboratorio. Se dedicó a los enfermos con ejemplar generosidad, ternura y competencia, siempre con la sonrisa en los labios, cuidando especialmente el orden y la limpieza. Para sus compañeras de trabajo era "modelo de religiosa y de enfermera profesional".
En 1948, el partido comunista tomó el poder e inició la persecución contra la Iglesia católica: los obispos y sacerdotes fueron perseguidos y encarcelados; los laicos sufrieron discriminaciones a causa de su fe; fueron disueltas las comunidades religiosas y sus miembros condenados a trabajos forzados.
En esos tiempos de dificultad, sor Zdenka afrontó el sufrimiento antes que traicionar su conciencia y faltar a la palabra dada a Cristo y a su Iglesia. En febrero de 1952, con gran valentía, ayudó a huir a un sacerdote detenido que se encontraba internado en el hospital del Estado para ser curado de las heridas causadas por las torturas en los interrogatorios. Después de la fuga del sacerdote, sor Zdenka oró así ante la cruz en la capilla del hospital: "Jesús, te ofrezco mi vida por la suya. ¡Sálvalo!".
Fue detenida el 29 de febrero de 1952. Sufrió crueles interrogatorios, con grandes humillaciones y torturas, hasta que, el 17 de junio, acusada de alta traición, uno de los peores crímenes contra el Estado, fue condenada a doce años de cárcel y diez años de pérdida de los derechos civiles.
El 26 de junio de 1952 fue trasladada a la cárcel de Rimavská Sobota y luego, el 16 de abril de 1953, como castigo por no haber colaborado con los guardias, a la cárcel de Pardubice, mucho más dura. Su vía crucis prosiguió por diversas prisiones y hospitales de cárceles, pues a causa de las torturas se le produjo un tumor maligno en el pecho y se agudizó la tuberculosis.
Hasta los últimos momentos de su vida terrena soportó todos los sufrimientos con paciencia heroica, con firme determinación, dispuesta a morir por Dios y por el bien de la Iglesia, y sin ningún rencor con respecto a los que le habían causado esos sufrimientos. Mientras era golpeada casi hasta la muerte, susurró: "El perdón es lo más grande de la vida".
El 7 de abril de 1955, las autoridades políticas, previendo que le quedaba poco tiempo de vida, para que no muriera en la cárcel, le concedieron la amnistía. Quedó en libertad el 16 de abril, pero, poco más de tres meses después, el 31 de julio, moría en Trnava, después de recibir el viático, a la edad de treinta y ocho años.
Ya inmediatamente después de su muerte, el pueblo de Dios la consideraba mártir de la fe.
jueves, 30 de julio de 2015
Lecturas
En aquellos días, Moisés hizo todo ajustándose a lo que el Señor le había mandado.
El día uno del mes primero del segundo año fue construido el santuario. Moisés construyó el santuario, colocó las basas, puso los tablones con sus trancas y plantó las columnas; montó la tienda sobre el santuario y puso la cubierta sobre la tienda; como el Señor se lo había ordenado a Moisés.
Colocó el documento de la alianza en el arca, sujetó al arca los varales y la cubrió con la placa. Después la metió en el santuario y colocó la cortina de modo que tapase el arca de la alianza; como el Señor se lo había ordenado a Moisés.
Entonces la nube cubrió la tienda del encuentro, y la gloria del Señor llenó el santuario.
Moisés no pudo entrar en la tienda del encuentro, porque la nube se había posado sobre ella, y la gloria del Señor llenaba el santuario.
Cuando la nube se alzaba del santuario, los israelitas levantaban el campamento, en todas las etapas. Pero, cuando la nube no se alzaba, los israelitas esperaban hasta que se alzase.
De día la nube del Señor se posaba sobre el santuario, y de noche el fuego, en todas sus etapas, a la vista de toda la casa de Israel.
En aquel tiempo, dijo Jesús a la gente:
-«El reino de los cielos se parece también a la red que echan en el mar y recoge toda clase de peces: cuando está llena, la arrastran a la orilla, se sientan, y reúnen los buenos en cestos y los malos los tiran.
Lo mismo sucederá al final del tiempo: saldrán los ángeles, separarán a los malos de los buenos y los echarán al horno encendido. Allí será el llanto y el rechinar de dientes.
¿Entendéis bien todo esto?»
Ellos les contestaron:
-«Sí.»
Él les dijo:
-«Ya veis, un escriba que entiende el reino de los cielos es como un padre de familia que va sacando del arca lo nuevo y lo antiguo. »
Cuando Jesús acabó estas parábolas, partió de allí.
Palabra del Señor.
Santos Abdón y Senén
De los Santos Abdón y Senén se recitaba esta "lección" en el oficio de maitines del Breviario antes de la simplificación de rúbricas llevada a cabo el año 1956 por la Sagrada Congregación de Ritos, en que su antiguo oficio de rito simple quedó reducido a "memoria" o conmemoración:
Bajo el imperio de Decio, Abdón y Senén, de nacionalidad persa, fueron acusados de enterrar en sus propiedades los cuerpos de los cristianos que eran dejados insepultos. Habiendo sido detenidos por orden del emperador, intentóse obligarles a sacrificar a los dioses; mas ellos se negaron a hacerlo, proclamando con toda energía la divinidad de Jesucristo, por lo cual, después de haber sido sometidos a un riguroso encarcelamiento, al volver Decio a Roma obligóles a entrar en ella cargados de cadenas, caminando delante de su carroza triunfal. Conducidos a través de las calles de la ciudad a la presencia de las estatuas de los ídolos, escupieron sobre ellas en señal de execración, lo que les valió ser expuestos a los osos y a los leones, los cuales no se atrevieron a tocarles. Por último, después de haberlos degollado, arrastraron sus cuerpos, atados por los pies, delante del simulacro del Sol, pero fueron retirados secretamente de aquel lugar, para darles sepultura en la casa del diácono Quirino."
La "lección" transcrita recoge la leyenda que nos ha transmitido la "pasión de San Policronio" , pieza que parece remontarse a finales del siglo V o principios del VI. Esta pasión representa a nuestros Santos como subreguli o jefes militares de Persia, donde habrían sido hechos prisioneros por Decio, circunstancia evidentemente falsa, puesto que Decio no hizo guerra alguna contra aquella nación. Añade el documento que padecieron martirio en Roma bajo Decio, siendo prefecto Valeriano, detalle igualmente inexacto, puesto que Valeriano no fue prefecto durante el reinado de Decio. Sin embargo, la mención de estos dos emperadores nos permite fijar la fecha del martirio de Abdón y Senén ya bajo Decio, en 250, ya bajo Valeriano. en 258.
Lo que sí podemos retener como seguro es el origen oriental de ambos Santos, suficientemente atestiguado por sus nombres. Muy bien puede creerse que fueran de origen ilustre, príncipes o sátrapas, ya refugiados en Roma a consecuencia de alguna revolución en su país o por haber caído en desgracia de sus soberanos, ya traídos de Persia como prisioneros o como rehenes, no por Decio, que no estuvo allí, sino por su inmediato predecesor, el emperador Felipe el Arabe. Si vivieron en la corte de Decio pudieron haber muerto víctimas no solamente de su fe cristiana, sino también del odio que los escritores cristianos atribuyen a Decio contra todo lo que guardaba relación con su predecesor.
Alguien ha propuesto otra hipótesis. Teniendo en cuenta que el cementerio de Ponciano, donde fueron sepultados estos mártires, se halla enclavado en un barrio pobre, próximo a los almacenes del puerto de Roma, cabría preguntarse si Abdón y Senén no fueron simplemente dos obreros orientales. Se habla en la pasión de un cierto Galba, cuyo nombre podría haber sido sugerido por la proximidad de los horrea Galbae, los docks para el vino, el aceite y otras mercancías de importación.
Sea lo que fuere de tales conjeturas, hay un dato cierto e indudable en la vida de nuestros Santos, y es la constancia de su martirio, atestiguada por su sepultura en el referido cementerio o catacumba de Ponciano y la nota que trae el cronógrafo de Filócalo, del año 354, que dice así en su lista de enterramiento de mártires: "El 3 de las calendas de agosto (es decir, el 30 de julio), Abdón y Senén en el cementerio de Ponciano, que se encuentra junto al "Oso encapuchado". Igual referencia y para igual fecha aporta el calendario jeronimiano, repitiéndola los diversos itinerarios compuestos para uso de los peregrinos del siglo VII, e incluyéndola los martirológios de redacción posterior, como el de Beda, Adón y Usuardo.
El cementerio de Ponciano se encuentra en la vía de Porto, y una de sus criptas, la situada junto a la escalera, poseyó la tumba de estos mártires. Fue decorada posteriormente, en la época bizantina, hacia el siglo VI según Marucchi y monseñor Wilper. Esta cripta fue siempre objeto de particular veneración. En un hueco cavado en la roca se edificó un baptisterio, decorándolo con una cruz gemada que parece salir de las aguas, mientras de los brazos de la cruz penden las letras alfa y omega. Debajo del nicho se encuentra una pintura con el bautismo del Señor.
La tumba de Abdón y Senén ocupaba la pared de la derecha y hallábase coronada con un fresco representando a Cristo que sale entre nubes y pone dos coronas sobre las frentes de los mártires, estando escrito debajo de uno SCS ABDO, y del otro SCS SENNE. Su indumentaria es asiática, y ambos están tocados con un capuchón enroscado, en forma de gorro frigio. El resto de sus vestidos se compone de un manto que prolonga el capuchón, dejando ver una túnica de piel, que va recogida por delante, quedando las piernas al aire.
Tales detalles en el vestido denotan que, al tiempo en que fue decorada la cripta, la tradición oriental de Abdón y Senén no ofrecía duda alguna, pero no concuerdan del todo con el origen ilustre que la pasión les atribuye, pues la túnica recogida, dejando ver las piernas, parece indumentaria de gente humilde. Sin embargo, ha aparecido una lámpara de terracotta, que se data como del siglo V, la cual representa a San Abdón portando el manto persa de pieles, aunque adornado con esferillas y piedras preciosas, lo que está acorde con la pasión al decir que los mártires se presentaron ante Decio con su espléndida vestimenta oriental, como sátrapas o príncipes. Esta lámpara pudo inspirarse en alguna pintura del mismo cementerio de Ponciano, hoy desaparecida.
Los cuerpos de San Abdón y San Senén no estuvieron mucho tiempo en el sarcófago de ladrillo que aún se conserva en la cripta. Después de la paz de la Iglesia se les transportó a la rica basílica que fue levantada encima de la catacumba. El itinerario de Salzburgo lo indica claramente cuando invita al peregrino a que, después de visitar el subterráneo o espelunca, suba arriba y entre en la gran iglesia, "donde descansan los santos mártires Abdón y Senén".
Esta basílica fue restaurada a fines del siglo VIII por el papa Adriano I, pero de ella hoy no queda rastro. Años después, en 826, el papa Gregorio IV transfirió los cuerpos de los dos mártires a la iglesia de San Marcos, dentro del actual palacio de Venecia.
En Roma llegaron a tener dedicada otra iglesuela cerca del Coliseo, la cual se construiría en relación con la noticia de la pasión de que sus cadáveres fueron arrojados ante el "simulacro del Sol", que era la grandiosa estatua de Nerón que daba nombre de Coliseo al anfiteatro Flavio. Esta iglesia está registrada en un catálogo mandado confeccionar por San Pío V y debe señalar el sitio en que fueron ajusticiados ambos Santos.
Parte de las reliquias de San Abdón y San Senén fueron transportadas al monasterio de Nuestra Señora de Arlés-sur-Tech, en el actual departamento francés de los Pirineos Orientales. Están guardadas en dos bustos relicarios, ricos y artísticos. Por esta región se conservan poblaciones como Dondesennec, que evocan el nombre del primero de los mártires.
Aquí terminaríamos esta semblanza si no creyéramos defraudar al lector.
No debe tomarse a menoscabo para los gloriosos mártires el tener que movernos entre conjeturas; es una prueba de la antigüedad de su martirio, si bien la carencia de documentación abundante nos impida noticias ciertas, que el relato fantástico de la pasión procuró suplir tres siglos después. Lo principal, que es su martirio, está atestiguado por el calendario filocaliano y por el culto constante junto a su tumba y después en su basílica. También está comprobado su origen oriental, como lo demuestran sus nombres, la propia leyenda y la iconografía.
Fueron mártires de una de las más tristes y gloriosas persecuciones, la de Decio.
Este emperador reinó tres años, del 249 al 251. Era hombre de grandes cualidades; pero, cegado por el esplendor del trono, quiso volverlo a su antigua grandeza, pretendió que la religión del Estado alcanzara la significación que tuvo en los tiempos de gloria del Imperio.
Como el cristianismo había echado hondas raíces en la sociedad romana, se propuso exterminarlo, pues Decio lo consideraba como el principal estorbo a sus proyectos. Anteriormente las persecuciones habían sido esporádicas, en virtud de una legislación ambigua, que por un lado prohibía buscar a los cristianos, y por otro los juzgaba y condenaba cuando se presentaban denuncias contra ellos en los tribunales.
El edicto que ahora se publicó era general y sentaría las bases jurídicas de la persecución, nuevas en relación con la antigua jurisprudencia. Los procónsules o gobernadores de provincias habían de exigir de todos los súbditos del Imperio una prueba explícita del reconocimiento de la religión del Estado, ya ofreciendo alguna libación o sacrificio, ya quemando unos granos de incienso ante el altar de los dioses. Los que cumplieran este requisito recibirían un certificado o libellum, y su nombre sería incluido en las listas oficiales.
La persecución se extendió a todo el Imperio, desde España a Egipto, desde Italia a Africa. Los efectos fueron terribles, porque hubo muchos mártires, pero los magistrados preferían hacer apóstatas, recurriendo para ello a todas las estratagemas.
Entre los que resistieron heroicamente la prueba, tenemos a nuestros Santos Abdón y Senén. Ya fuesen de origen noble, ya de condición plebeya, demostraron gran entereza de alma.
¿Serían apresados porque, como afirma la pasión, enterraban en sus propiedades los cuerpos de los mártires?
No es inverosímil. En momentos de terror hasta los mismos familiares abandonan a sus parientes para no comprometerse. Por esta o por otra causa, o porque hubieran sido convocados simplemente a sacrificar, como otros muchos ciudadanos, lo cierto es que no retrocedieron ante el peligro y confesaron con valentía su fe. Tenemos también constancia de otros muchos mártires, sobre todo obispos y personas de relieve, que sufrieron la muerte en esta persecución, como el papa San Fabián, el obispo de Alejandría, San Dionisio; el de Cartago, San Cipriano; la virgen Santa Agueda, de Sicilia, San Félix, de Zaragoza. Los perseguidores buscaban las cabezas para desorganizar mejor la Iglesia.
Hubo también innumerables "confesores" que soportaron cárceles, cadenas y torturas por Cristo, aunque obtuvieran posteriormente la libertad, pudiendo mostrar las señales de sus padecimientos en sus heridas y cicatrices. Eran como mártires vivientes, que habían conservado la vida para ejemplo y estímulo de los demás. Uno de los más célebres confesores de este período fue el ilustre escritor alejandrino Orígenes.
En fin, de esta época y de este ambiente son San Abdón y San Senén. Si podemos tomar por novelescos muchos detalles de la pasión, siempre será cierto el hecho fundamental: que derramaron generosamente su sangre por Cristo en la confesión de su fe, y así los ha venerado por mártires, a través de una larga tradición de siglos, la Iglesia católica.
Bajo el imperio de Decio, Abdón y Senén, de nacionalidad persa, fueron acusados de enterrar en sus propiedades los cuerpos de los cristianos que eran dejados insepultos. Habiendo sido detenidos por orden del emperador, intentóse obligarles a sacrificar a los dioses; mas ellos se negaron a hacerlo, proclamando con toda energía la divinidad de Jesucristo, por lo cual, después de haber sido sometidos a un riguroso encarcelamiento, al volver Decio a Roma obligóles a entrar en ella cargados de cadenas, caminando delante de su carroza triunfal. Conducidos a través de las calles de la ciudad a la presencia de las estatuas de los ídolos, escupieron sobre ellas en señal de execración, lo que les valió ser expuestos a los osos y a los leones, los cuales no se atrevieron a tocarles. Por último, después de haberlos degollado, arrastraron sus cuerpos, atados por los pies, delante del simulacro del Sol, pero fueron retirados secretamente de aquel lugar, para darles sepultura en la casa del diácono Quirino."
La "lección" transcrita recoge la leyenda que nos ha transmitido la "pasión de San Policronio" , pieza que parece remontarse a finales del siglo V o principios del VI. Esta pasión representa a nuestros Santos como subreguli o jefes militares de Persia, donde habrían sido hechos prisioneros por Decio, circunstancia evidentemente falsa, puesto que Decio no hizo guerra alguna contra aquella nación. Añade el documento que padecieron martirio en Roma bajo Decio, siendo prefecto Valeriano, detalle igualmente inexacto, puesto que Valeriano no fue prefecto durante el reinado de Decio. Sin embargo, la mención de estos dos emperadores nos permite fijar la fecha del martirio de Abdón y Senén ya bajo Decio, en 250, ya bajo Valeriano. en 258.
Lo que sí podemos retener como seguro es el origen oriental de ambos Santos, suficientemente atestiguado por sus nombres. Muy bien puede creerse que fueran de origen ilustre, príncipes o sátrapas, ya refugiados en Roma a consecuencia de alguna revolución en su país o por haber caído en desgracia de sus soberanos, ya traídos de Persia como prisioneros o como rehenes, no por Decio, que no estuvo allí, sino por su inmediato predecesor, el emperador Felipe el Arabe. Si vivieron en la corte de Decio pudieron haber muerto víctimas no solamente de su fe cristiana, sino también del odio que los escritores cristianos atribuyen a Decio contra todo lo que guardaba relación con su predecesor.
Alguien ha propuesto otra hipótesis. Teniendo en cuenta que el cementerio de Ponciano, donde fueron sepultados estos mártires, se halla enclavado en un barrio pobre, próximo a los almacenes del puerto de Roma, cabría preguntarse si Abdón y Senén no fueron simplemente dos obreros orientales. Se habla en la pasión de un cierto Galba, cuyo nombre podría haber sido sugerido por la proximidad de los horrea Galbae, los docks para el vino, el aceite y otras mercancías de importación.
Sea lo que fuere de tales conjeturas, hay un dato cierto e indudable en la vida de nuestros Santos, y es la constancia de su martirio, atestiguada por su sepultura en el referido cementerio o catacumba de Ponciano y la nota que trae el cronógrafo de Filócalo, del año 354, que dice así en su lista de enterramiento de mártires: "El 3 de las calendas de agosto (es decir, el 30 de julio), Abdón y Senén en el cementerio de Ponciano, que se encuentra junto al "Oso encapuchado". Igual referencia y para igual fecha aporta el calendario jeronimiano, repitiéndola los diversos itinerarios compuestos para uso de los peregrinos del siglo VII, e incluyéndola los martirológios de redacción posterior, como el de Beda, Adón y Usuardo.
El cementerio de Ponciano se encuentra en la vía de Porto, y una de sus criptas, la situada junto a la escalera, poseyó la tumba de estos mártires. Fue decorada posteriormente, en la época bizantina, hacia el siglo VI según Marucchi y monseñor Wilper. Esta cripta fue siempre objeto de particular veneración. En un hueco cavado en la roca se edificó un baptisterio, decorándolo con una cruz gemada que parece salir de las aguas, mientras de los brazos de la cruz penden las letras alfa y omega. Debajo del nicho se encuentra una pintura con el bautismo del Señor.
La tumba de Abdón y Senén ocupaba la pared de la derecha y hallábase coronada con un fresco representando a Cristo que sale entre nubes y pone dos coronas sobre las frentes de los mártires, estando escrito debajo de uno SCS ABDO, y del otro SCS SENNE. Su indumentaria es asiática, y ambos están tocados con un capuchón enroscado, en forma de gorro frigio. El resto de sus vestidos se compone de un manto que prolonga el capuchón, dejando ver una túnica de piel, que va recogida por delante, quedando las piernas al aire.
Tales detalles en el vestido denotan que, al tiempo en que fue decorada la cripta, la tradición oriental de Abdón y Senén no ofrecía duda alguna, pero no concuerdan del todo con el origen ilustre que la pasión les atribuye, pues la túnica recogida, dejando ver las piernas, parece indumentaria de gente humilde. Sin embargo, ha aparecido una lámpara de terracotta, que se data como del siglo V, la cual representa a San Abdón portando el manto persa de pieles, aunque adornado con esferillas y piedras preciosas, lo que está acorde con la pasión al decir que los mártires se presentaron ante Decio con su espléndida vestimenta oriental, como sátrapas o príncipes. Esta lámpara pudo inspirarse en alguna pintura del mismo cementerio de Ponciano, hoy desaparecida.
Los cuerpos de San Abdón y San Senén no estuvieron mucho tiempo en el sarcófago de ladrillo que aún se conserva en la cripta. Después de la paz de la Iglesia se les transportó a la rica basílica que fue levantada encima de la catacumba. El itinerario de Salzburgo lo indica claramente cuando invita al peregrino a que, después de visitar el subterráneo o espelunca, suba arriba y entre en la gran iglesia, "donde descansan los santos mártires Abdón y Senén".
Esta basílica fue restaurada a fines del siglo VIII por el papa Adriano I, pero de ella hoy no queda rastro. Años después, en 826, el papa Gregorio IV transfirió los cuerpos de los dos mártires a la iglesia de San Marcos, dentro del actual palacio de Venecia.
En Roma llegaron a tener dedicada otra iglesuela cerca del Coliseo, la cual se construiría en relación con la noticia de la pasión de que sus cadáveres fueron arrojados ante el "simulacro del Sol", que era la grandiosa estatua de Nerón que daba nombre de Coliseo al anfiteatro Flavio. Esta iglesia está registrada en un catálogo mandado confeccionar por San Pío V y debe señalar el sitio en que fueron ajusticiados ambos Santos.
Parte de las reliquias de San Abdón y San Senén fueron transportadas al monasterio de Nuestra Señora de Arlés-sur-Tech, en el actual departamento francés de los Pirineos Orientales. Están guardadas en dos bustos relicarios, ricos y artísticos. Por esta región se conservan poblaciones como Dondesennec, que evocan el nombre del primero de los mártires.
Aquí terminaríamos esta semblanza si no creyéramos defraudar al lector.
No debe tomarse a menoscabo para los gloriosos mártires el tener que movernos entre conjeturas; es una prueba de la antigüedad de su martirio, si bien la carencia de documentación abundante nos impida noticias ciertas, que el relato fantástico de la pasión procuró suplir tres siglos después. Lo principal, que es su martirio, está atestiguado por el calendario filocaliano y por el culto constante junto a su tumba y después en su basílica. También está comprobado su origen oriental, como lo demuestran sus nombres, la propia leyenda y la iconografía.
Fueron mártires de una de las más tristes y gloriosas persecuciones, la de Decio.
Este emperador reinó tres años, del 249 al 251. Era hombre de grandes cualidades; pero, cegado por el esplendor del trono, quiso volverlo a su antigua grandeza, pretendió que la religión del Estado alcanzara la significación que tuvo en los tiempos de gloria del Imperio.
Como el cristianismo había echado hondas raíces en la sociedad romana, se propuso exterminarlo, pues Decio lo consideraba como el principal estorbo a sus proyectos. Anteriormente las persecuciones habían sido esporádicas, en virtud de una legislación ambigua, que por un lado prohibía buscar a los cristianos, y por otro los juzgaba y condenaba cuando se presentaban denuncias contra ellos en los tribunales.
El edicto que ahora se publicó era general y sentaría las bases jurídicas de la persecución, nuevas en relación con la antigua jurisprudencia. Los procónsules o gobernadores de provincias habían de exigir de todos los súbditos del Imperio una prueba explícita del reconocimiento de la religión del Estado, ya ofreciendo alguna libación o sacrificio, ya quemando unos granos de incienso ante el altar de los dioses. Los que cumplieran este requisito recibirían un certificado o libellum, y su nombre sería incluido en las listas oficiales.
La persecución se extendió a todo el Imperio, desde España a Egipto, desde Italia a Africa. Los efectos fueron terribles, porque hubo muchos mártires, pero los magistrados preferían hacer apóstatas, recurriendo para ello a todas las estratagemas.
Entre los que resistieron heroicamente la prueba, tenemos a nuestros Santos Abdón y Senén. Ya fuesen de origen noble, ya de condición plebeya, demostraron gran entereza de alma.
¿Serían apresados porque, como afirma la pasión, enterraban en sus propiedades los cuerpos de los mártires?
No es inverosímil. En momentos de terror hasta los mismos familiares abandonan a sus parientes para no comprometerse. Por esta o por otra causa, o porque hubieran sido convocados simplemente a sacrificar, como otros muchos ciudadanos, lo cierto es que no retrocedieron ante el peligro y confesaron con valentía su fe. Tenemos también constancia de otros muchos mártires, sobre todo obispos y personas de relieve, que sufrieron la muerte en esta persecución, como el papa San Fabián, el obispo de Alejandría, San Dionisio; el de Cartago, San Cipriano; la virgen Santa Agueda, de Sicilia, San Félix, de Zaragoza. Los perseguidores buscaban las cabezas para desorganizar mejor la Iglesia.
Hubo también innumerables "confesores" que soportaron cárceles, cadenas y torturas por Cristo, aunque obtuvieran posteriormente la libertad, pudiendo mostrar las señales de sus padecimientos en sus heridas y cicatrices. Eran como mártires vivientes, que habían conservado la vida para ejemplo y estímulo de los demás. Uno de los más célebres confesores de este período fue el ilustre escritor alejandrino Orígenes.
En fin, de esta época y de este ambiente son San Abdón y San Senén. Si podemos tomar por novelescos muchos detalles de la pasión, siempre será cierto el hecho fundamental: que derramaron generosamente su sangre por Cristo en la confesión de su fe, y así los ha venerado por mártires, a través de una larga tradición de siglos, la Iglesia católica.
miércoles, 29 de julio de 2015
Lecturas
Cuando Moisés bajó del monte Sinaí con las dos tablas de la alianza en la mano, no sabía que tenía radiante la piel de la cara, de haber hablado con el Señor. Pero Aarón y todos los israelitas vieron a Moisés con la piel de la cara radiante, y no se atrevieron a acercarse a él.
Cuando Moisés los llamó, se acercaron Aarón y los jefes de la comunidad, y Moisés les habló.
Después se acercaron todos los israelitas, y Moisés les comunicó las órdenes que el Señor le habla dado en el monte Sinaí.
Y, cuando terminó de hablar con ellos, se echó un velo por la cara.
Cuando entraba a la presencia del Señor para hablar con él, se quitaba el velo hasta la salida. Cuando salía, comunicaba a los israelitas lo que le hablan mandado. Los israelitas veían la piel de su cara radiante, y Moisés se volvía a echar el velo por la cara, hasta que volvía a hablar con Dios
En aquel tiempo, muchos judíos habían ido a ver a Marta y a María, para darles el pésame por su hermano.
Cuando Marta se enteró de que llegaba Jesús, salió a su encuentro, mientras María se quedaba en casa. Y dijo Marta a Jesús:
-«Señor, si hubieras estado aquí no habría muerto mi hermano. Pero aún ahora sé que todo lo que pidas a Dios, Dios te lo concederá.»
Jesús le dijo:
-«Tu hermano resucitará.»
Marta respondió:
-«Sé que resucitará en la resurrección del último día.»
Jesús le dice:
-«Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mi, no morirá para siempre. ¿Crees esto?»
Ella le contestó:
-«Si, Señor: yo creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo.»
Palabra del Señor.
Beato Urbano II – Papa
En las iglesias y en las plazas y en los caminos se escuchaba la palabra profética: «La raíz de Jesé va a levantarse para juzgar a las gentes; ella será la esperanza de los pueblos, su sepulcro se cubrirá de gloria.» «¡Jerusalén, Jerusalén!», era el grito universal de la cristiandad; y en todos los corazones bullía una misma esperanza: el rescate de los Santos Lugares.
La palabra de un monje y de un ermitaño había sido bastante para conmover a todo el Occidente. El monje era Urbano, Pontífice de Roma; el ermitaño, Pedro, asceta, peregrino, penitente, tribuno. Urbano tenía la dignidad, el poder, la elocuencia sabia y serena. Pedro tenía dos brasas en los ojos, un volcán en el pecho y una elocuencia arrebatada y tumultuosa que hacía olvidar sus apariencias mezquinas y su mediana estatura. Dios los había juntado para una gran empresa. Habían recorrido media Europa esparciendo la semilla de una de las más grandes y más gloriosas revoluciones que han existido, y ahora se dirigían a Clermont para darle digno remate. Todo lo mejor del mundo cristiano iba tras ellos, empujado por la vibración de la fe.
Abrióse la gran asamblea. Era un cuadro de movimiento y de luz que pudiera tentar a cualquier pintor: el Papa, centenares de obispos, miles de caballeros y una muchedumbre innumerable que hormigueaba ante las torres de la ciudad, ebria de entusiasmo. Hubo un instante en que el ermitaño se postró a los pies del Pontífice, y llorando de piedad y de rabia, se puso a contar las desgarradoras escenas por él presenciadas en las rúas de la Ciudad Santa. Los sollozos ahogaron su voz; pero oyóse entonces la voz más potente de Urbano, que decía:
«Lo acabáis de oír. Todo nos invita a llorar; lloremos, lloremos hasta que nuestros corazones se derritan en lágrimas, porque somos muy desgraciados y hemos visto cumplidas las palabras del profeta: «Señor, las gentes han invadido tu herencia; han manchado tu templo, y han hecho de Jerusalén un montón de ruinas. Han arrojado a los pájaros del cielo los cadáveres ensangrentados de tus siervos, y sus cuerpos mutilados a las bestias salvajes. Han derramado su sangre como agua en las calles de Jerusalén, y no hay nadie para darles sepultura.» Caballeros cristianos, esas víctimas son hermanos nuestros, hijos de Dios, como vosotros, y coherederos de su reino. Es carne cristiana, unida por los Sacramentos a la carne de Cristo, la que sirve de juguete a monstruosas infamias; son cristianos los que, despojados de sus tierras, vienen a mendigar de nosotros el pan del destierro y la miseria. Y, sin embargo, vosotros lleváis el cinturón de caballeros. Pero ¿es que sois de veras caballeros de Cristo? Vosotros, opresores de los huérfanos, robadores de los bienes de las viudas; vosotros, homicidas, sacrílegos, violadores del derecho ajeno; vosotros, que dais la soldada a tantos bandidos que derraman la sangre en todos los campos de Europa y husmean la presa como los buitres el cadáver: cesad de ser soldados del crimen, para ser caballeros de Cristo.
«La Iglesia os llama a su defensa; ella os habla por mi voz. Gloria eterna a aquel que vaya a desafiar la muerte en la ciudad donde Cristo murió. Cristo es vuestro jefe; bajo su estandarte sois invencibles... ¿Os acordáis de un emperador que se llamaba Carlomagno? Germanos, fue vuestro por su origen. Francos, su nombre es para vosotros un título de gloria inmortal. Su brazo invencible fue el tenor de los sarracenos en todas las fronteras de Europa.... ¿Y os atreveréis a llamaros herederos de su gloria, vosotros, que, dormidos en el sueño de vuestra opulencia, dejáis que los infieles destruyan los últimos restos del pueblo cristiano? Arriba, fuertes varones; el pueblo cristiano seguirá el ejemplo de vuestro heroísmo. Vestid la armadura, congregad las legiones, marchad al combate de la justicia. El Dios omnipotente estará con vosotros, y sus ángeles guiarán vuestros pasos. Cristianos, a libertar el sepulcro de Cristo. La gloria os espera, la gloria eterna en los Cielos y un esplendor inmortal en la tierra.»
Un murmullo multiforme apagó las últimas palabras del Pontífice. Se oían gritos, hurras, sollozos, aclamaciones, choques de cotas y escudos.... Por encima de aquel inmenso clamoreo, volvió a oírse la voz de Urbano, que decía: «Soldados de Dios, desenvainad la espada y herid a los enemigos de Jerusalén. Dios lo quiere.»
Entonces nadie fue capaz de dominar el entusiasmo. «Dios lo quiere», repetían cien mil voces en un delirio magnífico de fe. Con el poder de la imaginación, creían aquellos hombres estar delante del enemigo. El mismo Papa lo veía cuando decía: «Sacad la espada y herid.» Y la misma escena se repitió mil veces durante dos años. Urbano iba por todas partes arengando a los pueblos y consagrando a los caballeros de la Cruz. Su grito era siempre el mismo: «Dios lo quiere»; y ése fue el grito de guerra de la gran cruzada.
Los cruzados atravesaron la Europa Central, fueron recibidos triunfalmente en Constantinopla, vencieron cien veces en Asia Menor, entraron en Nicea, en Iconio, en Antioquía, y el 15 de julio de 1099, después de una lucha heroica, Jerusalén les abría las puertas. Aquel mismo mes moría el Pontífice Urbano, y al entrar en el Cielo, al mismo tiempo que su triunfo eterno, conocía el triunfo de aquellos héroes que él había lanzado al combate.
Su misión estaba cumplida; su misión de caudillo de valientes. Heredero del hábito de las virtudes y de la política de Gregorio VII, y cluniacence como él, había sido martillo de los tiranos, alma de los Concilios, azote de los sacrilegos y terror de los cismáticos. Pero su mayor gloria fue la de enviado de Dios para promover aquella explosión de fe y de amor a Cristo que dió origen a la gigantesca epopeya de la primera cruzada. Aquel movimiento súbito, que se propagó como un incendio, es uno de los grandes prodigios de la Historia, y urbano no lo hubiera preparado y encauzado si la llama santa no abrasara su pecho.
Esta fue su empresa más brillante, pero no la única. Más profunda, más constante y no menos provechosa para la Iglesia fue su actividad reformadora. Elegido en 1088 para ocupar la cátedra de San Pedro, proclama desde el primer momento su fidelidad inviolable a las enseñanzas de Gregorio VII, su antecesor. «Creed—escribía a un obispo alemán—que apruebo cuanto él aprobaba; que rechazo cuanto rechazaba.» Durante tres años camina errante a través del mediodía de Italia, con la mirada fija en los principales protagonistas de la contienda. Sabe ceder sin deshonrarse; tiene flexibilidad y energía al mismo tiempo; con su conocimiento de los hombres divide y desmoraliza a los enemigos, y gracias a su política las ideas gregorianas ganan nuevos partidarios en el alto clero de Italia y Alemania. En 1093 se acerca por fin a Roma, y entra secretamente en la ciudad; pero como Letrán y el castillo están en manos de los imperiales, permanece oculto en la casa de un amigo. Sus leales tienen que ir a verle de noche. Logra entrar en negociaciones con el capitán que defiende la ciudadela y el palacio; pero no tiene recursos para responder a las ofertas del germano, y entonces fue cuando un abad de Francia puso a su disposición una suma importante, joyas, tapices, mulos y caballos, y gracias a esto, dice el generoso donante, «logramos entrar en Letrán y posesionarnos del palacio, donde yo fuí el primero en besar los pies del Papa».
Aun después de posesionarse de Roma, Urbano II sigue siendo un Papa peregrino. Ahora recorre el norte de Italia, pasa los Alpes, penetra en Francia, su patria, y va de ciudad en ciudad, perdonando a los que se arrepienten, fulminando la excomunión contra los contumaces, despertando el fervor religioso, reuniendo Concilios y lanzando decretos contra los cismáticos y los simoníacos. Es un apóstol a la vez que un administrador. Predica y legisla, absuelve y gobierna. Los reyes están contra él: Enrique IV hace esfuerzos inauditos para sacudir el peso del anatema; Guillermo el Rojo sigue en Inglaterra su misma política de absorción eclesiástica, y en Francia, Urbano tiene que excomulgar a Felipe Augusto, adúltero y concubinario. Los pueblos, en cambio, le siguen delirantes y le aclaman en los caminos. Un llamamiento suyo conmueve a las muchedumbres: condes, prelados, caballeros, monjes y colonos. A su lado está la condesa Matilde, protectora infatigable de la Santa Sede, y los condes normandos del sur de Italia. Mantiene también estrechas relaciones con los príncipes de España, y concede a Pedro I de Aragón la protección del Apóstol: «Que todos tus sucesores reciban el reino de nuestra mano y de la de nuestros sucesores, pagando el censo convenido a San Pedro y rindiéndole homenaje. Que ningún obispo o legado se atreva a lanzar contra ti o tu esposa una sentencia de excomunión sin el consentimiento del Papa.»
Aun después de posesionarse de Roma, Urbano II sigue siendo un Papa peregrino. Ahora recorre el norte de Italia, pasa los Alpes, penetra en Francia, su patria, y va de ciudad en ciudad, perdonando a los que se arrepienten, fulminando la excomunión contra los contumaces, despertando el fervor religioso, reuniendo Concilios y lanzando decretos contra los sismáticos y contra los simoníacos. Es un apóstol a la vez que un administrador. Predica y legisla, absuelve y gobierna. Los reyes están contra él: Enrique IV hace esfuerzos inauditos para sacudir el peso del anatema; Guillermo el Rojo sigue en Inglaterra su misma política de absorción eclesiástica, y en Francia, Urbano tiene que excomulgar a Felipe Augusto, adúltero y concubinario. Los pueblos, en cambio, le siguen delirantes y le aclaman en los caminos. Un llamamiento suyo conmueve a las muchedumbres: condes, prelados, caballeros, monjes y colonos. A su lado está la condesa Matilde, protectora infatigable de la Santa Sede, y los condes normandos del sur de Italia. Mantiene también estrechas relaciones con los príncipes de España, y concede a Pedro I de Aragón la protección del Apóstol: «Que todos tus sucesores reciban el reino de nuestra mano y de la de nuestros sucesores, pagando el censo convenido a San Pedro y rindiéndole homenaje. Que ningún obispo o legado se atreva a lanzar contra ti o tu esposa una sentencia de excomunión sin el consentimiento del Papa.»
A principios de 1099, habiendo entrado, para emprender el viaje definitivo, en la Ciudad Eterna, Urbano II coronaba su obra con un nuevo Concilio, en que se hallaban reunidos los más ilustres representantes de la cristiandad. Mientras los doscientos Padres discutían, los peregrinos se agitaban en torno a la tumba del Apóstol, levantando un ruido ensordecedor. Para promulgar los decretos, fue preciso que el Papa designase a un obispo de voz estentórea y talla de gigante, Reingerio de Luca, que se colocó en medio de la asamblea. Después de leer los cánones, Reingerio, cambiando de tono, prosiguió entre un entusiasmo general:
«¡Bueno! Estamos cargando de leyes a los pueblos, y no ponemos un dique a las violencias de los tiranos. No hay día que no lleguen a la Santa Sede noticias de sus maldades. Se pide ayuda, se busca consejo, y ¿con qué fruto? Lo sabemos todos y lo lamentamos. De la extremidad de la tierra ha venido un hombre que se sienta entre nosotros, dulce, modesto, silencioso; aunque en su mismo silencio hay una elocuencia singular. La grandeza de su dulzura y de su humildad es la medida de su grandeza delante de Dios. Despojado, humillado, maltratado, este hombre ha venido a pedir justicia a la cátedra apostólica. Y si queréis saber de quién hablo, ahí lo tenéis: es Anselmo, arzobispo de Inglaterra.» Y dichas estas palabras, el buen obispo De Luca, rugiendo de indignación, hirió tres veces el suelo con su báculo. El Pontífice Urbano, grave y sereno como siempre, le calmó con estas palabras: «Hermano Reingerio, esto basta; estudiaremos este asunto, y decidiremos lo más conveniente.» Tres meses después de esta escena, el 29 de julio; iba a celebrar el Cielo el triunfo de los cruzados, que dos semanas antes habían entrado en Jerusalén.
En doce años de pontificado había realizado una obra gigantesca. Aún no estaba terminada la lucha terrible entre la reforma gregoriana y el Imperio germánico, pero podía preverse ya el día en que el sucesor de Enrique IV renunciaría a la investidura espiritual por el báculo y el anillo. Los principios gregorianos han ido arraigando en las conciencias de los pueblos, han entrado en los palacios y tienen una solidez auguradora de la victoria. Tenía Urbano la fogosidad, el ardor bélico de Gregorio, pero tenía más moderación, más habilidad política. Aleccionado por la experiencia de la larga lucha, con una paciencia y una tenacidad que se fortalecían delante de los obstáculos, pero al mismo tiempo con suavidad y condescendencia, llevó adelante la aplicación de los decretos reformadores, sin abdicar ninguna de las imperiosas reivindicaciones de su predecesor. Puede considerársele como uno de los más sabios arquitectos de la sociedad cristiana en su apogeo. Trabaja con la conciencia de su misión. Comprende que los poderes laicos acepten la tutela de la Iglesia, en vez de ser ellos los que la impongan. Una transformación profunda se está operando en la Europa feudal; más que una reforma, la obra gregoriana es una revolución que regenera a la Iglesia, provoca en ella un renacimiento de la vida y el pensamiento, y le hace capaz de dirigir a la cristiandad sin ayuda del Imperio. Nace una jerarquía nueva de fuerzas, y el mundo sale del caos feudal. La labor inmensa asegurada por el genio de Hildebrando y continuada por la sabia tenacidad de Urbano II, asegura al papado el desarrollo de una influencia que las condiciones económicas y sociales de Europa no le habían permitido ejercer hasta entonces.
La palabra de un monje y de un ermitaño había sido bastante para conmover a todo el Occidente. El monje era Urbano, Pontífice de Roma; el ermitaño, Pedro, asceta, peregrino, penitente, tribuno. Urbano tenía la dignidad, el poder, la elocuencia sabia y serena. Pedro tenía dos brasas en los ojos, un volcán en el pecho y una elocuencia arrebatada y tumultuosa que hacía olvidar sus apariencias mezquinas y su mediana estatura. Dios los había juntado para una gran empresa. Habían recorrido media Europa esparciendo la semilla de una de las más grandes y más gloriosas revoluciones que han existido, y ahora se dirigían a Clermont para darle digno remate. Todo lo mejor del mundo cristiano iba tras ellos, empujado por la vibración de la fe.
Abrióse la gran asamblea. Era un cuadro de movimiento y de luz que pudiera tentar a cualquier pintor: el Papa, centenares de obispos, miles de caballeros y una muchedumbre innumerable que hormigueaba ante las torres de la ciudad, ebria de entusiasmo. Hubo un instante en que el ermitaño se postró a los pies del Pontífice, y llorando de piedad y de rabia, se puso a contar las desgarradoras escenas por él presenciadas en las rúas de la Ciudad Santa. Los sollozos ahogaron su voz; pero oyóse entonces la voz más potente de Urbano, que decía:
«Lo acabáis de oír. Todo nos invita a llorar; lloremos, lloremos hasta que nuestros corazones se derritan en lágrimas, porque somos muy desgraciados y hemos visto cumplidas las palabras del profeta: «Señor, las gentes han invadido tu herencia; han manchado tu templo, y han hecho de Jerusalén un montón de ruinas. Han arrojado a los pájaros del cielo los cadáveres ensangrentados de tus siervos, y sus cuerpos mutilados a las bestias salvajes. Han derramado su sangre como agua en las calles de Jerusalén, y no hay nadie para darles sepultura.» Caballeros cristianos, esas víctimas son hermanos nuestros, hijos de Dios, como vosotros, y coherederos de su reino. Es carne cristiana, unida por los Sacramentos a la carne de Cristo, la que sirve de juguete a monstruosas infamias; son cristianos los que, despojados de sus tierras, vienen a mendigar de nosotros el pan del destierro y la miseria. Y, sin embargo, vosotros lleváis el cinturón de caballeros. Pero ¿es que sois de veras caballeros de Cristo? Vosotros, opresores de los huérfanos, robadores de los bienes de las viudas; vosotros, homicidas, sacrílegos, violadores del derecho ajeno; vosotros, que dais la soldada a tantos bandidos que derraman la sangre en todos los campos de Europa y husmean la presa como los buitres el cadáver: cesad de ser soldados del crimen, para ser caballeros de Cristo.
«La Iglesia os llama a su defensa; ella os habla por mi voz. Gloria eterna a aquel que vaya a desafiar la muerte en la ciudad donde Cristo murió. Cristo es vuestro jefe; bajo su estandarte sois invencibles... ¿Os acordáis de un emperador que se llamaba Carlomagno? Germanos, fue vuestro por su origen. Francos, su nombre es para vosotros un título de gloria inmortal. Su brazo invencible fue el tenor de los sarracenos en todas las fronteras de Europa.... ¿Y os atreveréis a llamaros herederos de su gloria, vosotros, que, dormidos en el sueño de vuestra opulencia, dejáis que los infieles destruyan los últimos restos del pueblo cristiano? Arriba, fuertes varones; el pueblo cristiano seguirá el ejemplo de vuestro heroísmo. Vestid la armadura, congregad las legiones, marchad al combate de la justicia. El Dios omnipotente estará con vosotros, y sus ángeles guiarán vuestros pasos. Cristianos, a libertar el sepulcro de Cristo. La gloria os espera, la gloria eterna en los Cielos y un esplendor inmortal en la tierra.»
Un murmullo multiforme apagó las últimas palabras del Pontífice. Se oían gritos, hurras, sollozos, aclamaciones, choques de cotas y escudos.... Por encima de aquel inmenso clamoreo, volvió a oírse la voz de Urbano, que decía: «Soldados de Dios, desenvainad la espada y herid a los enemigos de Jerusalén. Dios lo quiere.»
Entonces nadie fue capaz de dominar el entusiasmo. «Dios lo quiere», repetían cien mil voces en un delirio magnífico de fe. Con el poder de la imaginación, creían aquellos hombres estar delante del enemigo. El mismo Papa lo veía cuando decía: «Sacad la espada y herid.» Y la misma escena se repitió mil veces durante dos años. Urbano iba por todas partes arengando a los pueblos y consagrando a los caballeros de la Cruz. Su grito era siempre el mismo: «Dios lo quiere»; y ése fue el grito de guerra de la gran cruzada.
Los cruzados atravesaron la Europa Central, fueron recibidos triunfalmente en Constantinopla, vencieron cien veces en Asia Menor, entraron en Nicea, en Iconio, en Antioquía, y el 15 de julio de 1099, después de una lucha heroica, Jerusalén les abría las puertas. Aquel mismo mes moría el Pontífice Urbano, y al entrar en el Cielo, al mismo tiempo que su triunfo eterno, conocía el triunfo de aquellos héroes que él había lanzado al combate.
Su misión estaba cumplida; su misión de caudillo de valientes. Heredero del hábito de las virtudes y de la política de Gregorio VII, y cluniacence como él, había sido martillo de los tiranos, alma de los Concilios, azote de los sacrilegos y terror de los cismáticos. Pero su mayor gloria fue la de enviado de Dios para promover aquella explosión de fe y de amor a Cristo que dió origen a la gigantesca epopeya de la primera cruzada. Aquel movimiento súbito, que se propagó como un incendio, es uno de los grandes prodigios de la Historia, y urbano no lo hubiera preparado y encauzado si la llama santa no abrasara su pecho.
Esta fue su empresa más brillante, pero no la única. Más profunda, más constante y no menos provechosa para la Iglesia fue su actividad reformadora. Elegido en 1088 para ocupar la cátedra de San Pedro, proclama desde el primer momento su fidelidad inviolable a las enseñanzas de Gregorio VII, su antecesor. «Creed—escribía a un obispo alemán—que apruebo cuanto él aprobaba; que rechazo cuanto rechazaba.» Durante tres años camina errante a través del mediodía de Italia, con la mirada fija en los principales protagonistas de la contienda. Sabe ceder sin deshonrarse; tiene flexibilidad y energía al mismo tiempo; con su conocimiento de los hombres divide y desmoraliza a los enemigos, y gracias a su política las ideas gregorianas ganan nuevos partidarios en el alto clero de Italia y Alemania. En 1093 se acerca por fin a Roma, y entra secretamente en la ciudad; pero como Letrán y el castillo están en manos de los imperiales, permanece oculto en la casa de un amigo. Sus leales tienen que ir a verle de noche. Logra entrar en negociaciones con el capitán que defiende la ciudadela y el palacio; pero no tiene recursos para responder a las ofertas del germano, y entonces fue cuando un abad de Francia puso a su disposición una suma importante, joyas, tapices, mulos y caballos, y gracias a esto, dice el generoso donante, «logramos entrar en Letrán y posesionarnos del palacio, donde yo fuí el primero en besar los pies del Papa».
Aun después de posesionarse de Roma, Urbano II sigue siendo un Papa peregrino. Ahora recorre el norte de Italia, pasa los Alpes, penetra en Francia, su patria, y va de ciudad en ciudad, perdonando a los que se arrepienten, fulminando la excomunión contra los contumaces, despertando el fervor religioso, reuniendo Concilios y lanzando decretos contra los cismáticos y los simoníacos. Es un apóstol a la vez que un administrador. Predica y legisla, absuelve y gobierna. Los reyes están contra él: Enrique IV hace esfuerzos inauditos para sacudir el peso del anatema; Guillermo el Rojo sigue en Inglaterra su misma política de absorción eclesiástica, y en Francia, Urbano tiene que excomulgar a Felipe Augusto, adúltero y concubinario. Los pueblos, en cambio, le siguen delirantes y le aclaman en los caminos. Un llamamiento suyo conmueve a las muchedumbres: condes, prelados, caballeros, monjes y colonos. A su lado está la condesa Matilde, protectora infatigable de la Santa Sede, y los condes normandos del sur de Italia. Mantiene también estrechas relaciones con los príncipes de España, y concede a Pedro I de Aragón la protección del Apóstol: «Que todos tus sucesores reciban el reino de nuestra mano y de la de nuestros sucesores, pagando el censo convenido a San Pedro y rindiéndole homenaje. Que ningún obispo o legado se atreva a lanzar contra ti o tu esposa una sentencia de excomunión sin el consentimiento del Papa.»
Aun después de posesionarse de Roma, Urbano II sigue siendo un Papa peregrino. Ahora recorre el norte de Italia, pasa los Alpes, penetra en Francia, su patria, y va de ciudad en ciudad, perdonando a los que se arrepienten, fulminando la excomunión contra los contumaces, despertando el fervor religioso, reuniendo Concilios y lanzando decretos contra los sismáticos y contra los simoníacos. Es un apóstol a la vez que un administrador. Predica y legisla, absuelve y gobierna. Los reyes están contra él: Enrique IV hace esfuerzos inauditos para sacudir el peso del anatema; Guillermo el Rojo sigue en Inglaterra su misma política de absorción eclesiástica, y en Francia, Urbano tiene que excomulgar a Felipe Augusto, adúltero y concubinario. Los pueblos, en cambio, le siguen delirantes y le aclaman en los caminos. Un llamamiento suyo conmueve a las muchedumbres: condes, prelados, caballeros, monjes y colonos. A su lado está la condesa Matilde, protectora infatigable de la Santa Sede, y los condes normandos del sur de Italia. Mantiene también estrechas relaciones con los príncipes de España, y concede a Pedro I de Aragón la protección del Apóstol: «Que todos tus sucesores reciban el reino de nuestra mano y de la de nuestros sucesores, pagando el censo convenido a San Pedro y rindiéndole homenaje. Que ningún obispo o legado se atreva a lanzar contra ti o tu esposa una sentencia de excomunión sin el consentimiento del Papa.»
A principios de 1099, habiendo entrado, para emprender el viaje definitivo, en la Ciudad Eterna, Urbano II coronaba su obra con un nuevo Concilio, en que se hallaban reunidos los más ilustres representantes de la cristiandad. Mientras los doscientos Padres discutían, los peregrinos se agitaban en torno a la tumba del Apóstol, levantando un ruido ensordecedor. Para promulgar los decretos, fue preciso que el Papa designase a un obispo de voz estentórea y talla de gigante, Reingerio de Luca, que se colocó en medio de la asamblea. Después de leer los cánones, Reingerio, cambiando de tono, prosiguió entre un entusiasmo general:
«¡Bueno! Estamos cargando de leyes a los pueblos, y no ponemos un dique a las violencias de los tiranos. No hay día que no lleguen a la Santa Sede noticias de sus maldades. Se pide ayuda, se busca consejo, y ¿con qué fruto? Lo sabemos todos y lo lamentamos. De la extremidad de la tierra ha venido un hombre que se sienta entre nosotros, dulce, modesto, silencioso; aunque en su mismo silencio hay una elocuencia singular. La grandeza de su dulzura y de su humildad es la medida de su grandeza delante de Dios. Despojado, humillado, maltratado, este hombre ha venido a pedir justicia a la cátedra apostólica. Y si queréis saber de quién hablo, ahí lo tenéis: es Anselmo, arzobispo de Inglaterra.» Y dichas estas palabras, el buen obispo De Luca, rugiendo de indignación, hirió tres veces el suelo con su báculo. El Pontífice Urbano, grave y sereno como siempre, le calmó con estas palabras: «Hermano Reingerio, esto basta; estudiaremos este asunto, y decidiremos lo más conveniente.» Tres meses después de esta escena, el 29 de julio; iba a celebrar el Cielo el triunfo de los cruzados, que dos semanas antes habían entrado en Jerusalén.
En doce años de pontificado había realizado una obra gigantesca. Aún no estaba terminada la lucha terrible entre la reforma gregoriana y el Imperio germánico, pero podía preverse ya el día en que el sucesor de Enrique IV renunciaría a la investidura espiritual por el báculo y el anillo. Los principios gregorianos han ido arraigando en las conciencias de los pueblos, han entrado en los palacios y tienen una solidez auguradora de la victoria. Tenía Urbano la fogosidad, el ardor bélico de Gregorio, pero tenía más moderación, más habilidad política. Aleccionado por la experiencia de la larga lucha, con una paciencia y una tenacidad que se fortalecían delante de los obstáculos, pero al mismo tiempo con suavidad y condescendencia, llevó adelante la aplicación de los decretos reformadores, sin abdicar ninguna de las imperiosas reivindicaciones de su predecesor. Puede considerársele como uno de los más sabios arquitectos de la sociedad cristiana en su apogeo. Trabaja con la conciencia de su misión. Comprende que los poderes laicos acepten la tutela de la Iglesia, en vez de ser ellos los que la impongan. Una transformación profunda se está operando en la Europa feudal; más que una reforma, la obra gregoriana es una revolución que regenera a la Iglesia, provoca en ella un renacimiento de la vida y el pensamiento, y le hace capaz de dirigir a la cristiandad sin ayuda del Imperio. Nace una jerarquía nueva de fuerzas, y el mundo sale del caos feudal. La labor inmensa asegurada por el genio de Hildebrando y continuada por la sabia tenacidad de Urbano II, asegura al papado el desarrollo de una influencia que las condiciones económicas y sociales de Europa no le habían permitido ejercer hasta entonces.
martes, 28 de julio de 2015
Lecturas
En aquellos días, Moisés levantó la tienda de Dios y la plantó fuera, a distancia del campamento, y la llamó «tienda del encuentro». El que tenía que visitar al Señor salía fuera del campamento y se dirigía a la tienda del encuentro.
Cuando Moisés salía en dirección a la tienda, todo el pueblo se levantaba y esperaba a la entrada de sus tiendas, mirando a Moisés hasta que éste entraba en la tienda; en cuanto él entraba, la columna de nube bajaba y se quedaba a la entrada de la tienda, mientras él hablaba con el Señor, y el Señor hablaba con Moisés.
Cuando el pueblo vela la columna de nube a la puerta de la tienda, se levantaba y se prosternaba, cada uno a la entrada de su tienda.
El Señor hablaba con Moisés cara a cara, como habla un hombre con un amigo. Después él volvía al campamento, mientras Josué, hijo de Nun, su joven ayudante, no se apartaba de la tienda.
Y Moisés pronunció el nombre del Señor.
El Señor pasó ante él, proclamando:
- «Señor, Señor, Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad.
Misericordioso hasta la milésima generación, que perdona culpa, delito y pecado, pero no deja impune y castiga la culpa de los padres en los hijos y nietos, hasta la tercera y cuarta generación.»
Moisés, al momento, se inclinó y se echó por tierra.
Y le dijo:
-«Si he obtenido tu favor, que mi Señor vaya con nosotros, aunque ése es un pueblo de cerviz dura; perdona nuestras culpas y pecados y tómanos como heredad tuya.»
Moisés estuvo allí con el Señor cuarenta días con sus cuarenta noches: no comió pan ni bebió agua; y escribió en las tablas las cláusulas del pacto, los diez mandamientos.
En aquel tiempo, Jesús dejó a la gente y se fue a casa. Los discípulos se le acercaron a decirle:
-«Acláranos la parábola de la cizaña en el campo.»
Él les contestó:
-«El que siembra la buena semilla es el Hijo del hombre; el campo es el mundo; la buena semilla son los ciudadanos del reino; la cizaña son los partidarios del Maligno; el enemigo que la siembra es el diablo; la cosecha es el fin del tiempo, y los segadores los ángeles.
Lo mismo que se arranca la cizaña y se quema, así será al fin del tiempo: el Hijo del hombre enviará a sus ángeles, y arrancarán de su reino a todos los corruptores y malvados y los arrojarán al horno encendido; allí será el llanto y el rechinar de dientes. Entonces los justos brillarán como el sol en el reino de su Padre. El que tenga oídos, que oiga. »
Palabra del Señor.
Santa Catalina Thomas
Hay vidas de santos realmente espectaculares. Santos que producían o calmaban tempestades. Santos que desencadenaban plagas tremendas. Santos que obraban prodigios con las multitudes. Como la santidad es más un camino que un esquema, resulta que los santos marchan por ese camino con muy distinta andadura. Y junto a ese santo taumaturgo de los fantásticos prodigios, están los santos como esta muchachita mallorquina, Catalina Thomás. Su santidad es sencilla, pequeña, escondida. La inteligencia humana, que anda siempre comparando la gloria de Dios con las hermosuras de acá abajo, falta de un conocimiento que dé punto de comparación, quiere suponer —al menos la mía— a Catalina Thomás en un paisaje sencillo como ella misma. Un pequeño valle con torrentes en una isla llena de sol y de flor de rocalla. Una ventana con cortina y una maceta. Y ella misma, una muchacha sonriente y humilde que quiso serlo todo para Dios como Dios fue todo para ella.
Sí alguna vez van ustedes a Mallorca, será obligado que visiten Valldemosa. El turismo se basa, por desgracia, en lo espectacular. Y así, les enseñarán la Cartuja, con sus celdas, y aquellas donde vivieron el pobre Federico Chopin y la escritora George Sand una bien pobre aventura humana. O en La Foradada, la mancha de humo de aquella hoguera que encendió Rubén Darío, cuando quiso hacer una paella junto al mar. Salvo que ustedes pregunten, nadie o casi nadie les hablará de Catalina Thomás, aquella "santita mucama", como la llamó un escritor viajero español.
Pues allí, en Valldemosa, nació la chiquilla. En 1531, según unos historiadores. O en 1533, según otros. Hija de Jaime Thomás y Marquesina Gallard. Y desde su niñez, la leyenda dorada que acompaña piadosamente a los santos con milagros candorosos y prodigios extraños.
Las biografías de Catalina Thomás recogen un sinfín de estos datos que muestran que la Santa tuvo, ya en vida, una admiración popular fervorosa: mientras recoge espigas, Catalina recibe la visión de Jesús crucificado. Otra vez, huyendo de una fiesta popular que no le gustaba, es Nuestra Señora misma quien baja a decirla que está escogida por su Hijo. Hasta prodigios candorosos: una vez, llorando arrepentida por haber deseado unos vestidos como los de su hermana, dice la tradición que Santa Práxedes y Santa Catalina mártir —que será siempre fiel protectora suya— bajan del cielo para consolarla.
Pocos prodigios tan poéticos, tan bellos como el de aquella noche en que, al despertarse, vio Catalina la habitación inundada de una luz hermosa y clara. Era la luz blanca, azulada, del plenilunio. Catalina piensa que está amaneciendo y se levanta a por agua a una cercana fuente. Estando allí, dieron las doce de la noche en la Cartuja y luego la campana que llamaba a coro a los frailes del convento. Catalina se asusta entonces, al encontrarse perdida en aquella noche de luz tan misteriosa. Como es una chiquilla, empieza a llorar. Y San Antonio Abad, dicen, bajó del cielo y la tomó de la mano para llevarla a casa.
Hay en Catalina una portentosa amistad con los santos. Dialogará con ellos como si estuviesen en la misma habitación. Ellos la ayudarán en momentos difíciles de su existencia. Y todo esto tendrá un aire de profunda y encantadora naturalidad. Otro día, acompañando a su abuelo, muy achacoso, va a misa en la Cartuja, y ayudándole a subir una pendiente, el anciano se conmovió por el amor y la ternura de la niña al ayudarle. Y deseoso de complacerla, le dijo su esperanza: "Quiera Dios que te cases pronto y bien acomodada". Y entonces es San Bruno quien se aparece a Catalina para sonreírla: "No, tu abuelo te verá acomodada, mas no del modo que él piensa, porque serás esposa de Cristo".
Y naturalmente, la castidad. La tradición cuenta a este propósito muy diversas anécdotas y sucesos. Santa Catalina y el mismo Jesús acudían muy prestamente a apoyar su gran firmeza en la virtud.
Catalina va a conocer una gran amargura muy joven. A los tres años murió su padre. Ella se puso a rogar por su alma y un ángel vino a decirle que estuviese contenta, porque su padre estaba en la gloria de Dios. Cuatro años más tarde, tenía siete la chiquilla, se le aparece su madre:
"Hija mía, acabo de expirar en este mismo momento. Estoy esperando tus oraciones para entrar en la gloria." Y tres horas más tarde, Catalina recibía el consuelo de que su madre estaba en el cielo. Huérfana, Catalina fue recogida por unos tíos suyos, quienes la llevaron al predio "Son Gallart". Durante once años, Catalina vivió en aquella finca, a seis o siete kilómetros de Valldemosa. Es éste un momento duro para Catalina, pues la ausencia de Valldemosa significa dificultad para ir al templo, para oír misa y para las prácticas religiosas en la casa de Dios. Los domingos, al fin, podía asistir a misa en el oratorio de la Trinidad. Es aquella zona donde los eremitas buscaban la paz de Dios frente a la paz de aquel mar inolvidable; frente a esos crepúsculos de Mallorca en los que el sol parece incendiar finalmente las aguas, teñirlas de rojo o, cuando está en lo alto, revela desde la cornisa valldemosina, el fondo limpísimo del mar.
Pero Catalina no tenía mucho tiempo para la contemplación poética. Una finca como "Son Gallart" exige mucho trabajo. Hay en ella muchos peones, y ganado, y faenas de labranza que realizar. Catalina es una muchacha activa. Ya es la criadita. Va a donde trabajan unos peones a llevarles la comida de mediodía, trabaja en la casa, fregando, cosiendo, barriendo; guarda algún rebaño cuando lo manda tío Bartolomé. Y tiene siempre buen semblante, sonrisa a punto, corazón abierto. A pesar de esa misteriosa lejanía que la tiene todo el día y toda la noche como ausente de este mundo. Porque allá en el campo, mientras las ovejas o las cabras mordisquean la hierba, Catalina se pone de rodillas y asiste milagrosamente a la misa de los cartujos de Valldemosa. Otra vez se pierde al regreso de un recado, en el campo, y Santa Catalina mártir acude a ella, seca sus lágrimas y la lleva de la mano hasta cerca de Son Gallart.
Aparece entonces en la vida de Catalina un personaje importante y muy decisivo. Uno de aquellos ermitaños, el venerable padre Castañeda. Es un hombre que ha abandonado el mundo buscando la total entrega de su alma al Señor. Vive en las colinas y de limosna. Un día pasa por el predio a pedir y Catalina le conoce. Surge entre ambos una corriente de simpatía y de afecto. Recomendada más tarde por Ana Más, Catalina va a visitar al padre Castañeda al oratorio de la Trinidad. Catalina se le confía: ella quiere ser religiosa. A la segunda entrevista, el padre Castañeda está convencido. La dirección espiritual del religioso hará todavía un gran bien a la muchacha. Pero entonces empieza un largo episodio: el de las dificultades.
Los tíos, al saber la vocación de su sobrina, se oponen decididamente. Por aquellas fechas, una muchacha valldemosina, que había ingresado en un convento de Palma, se sale, reconociéndose sin verdadera vocación. Es, pues, mal momento político para que nadie ayude a Catalina. Por otra parte, Catalina era una muchacha guapa y muy atractiva. Es natural que muchos jóvenes de los alrededores se fijaran en ella con el deseo de entablar relaciones y casarse. Catalina espera pacientemente. Y otra dificultad llega. El padre Castañeda decide marcharse de Mallorca.
Catalina se despide de él con una sonrisa misteriosa. No, el padre se irá, pero volverá, porque Dios quiere que él sea su apoyo para entrar en el convento. Efectivamente, el barco que llevaba al religioso sale de Sóller con una fuerte tormenta que le impide llegar a Barcelona. Y regresa de nuevo a Valldemosa. El religioso ve que la profecía de la muchacha se ha cumplido y decide ayudarla plenamente. Va a hablar con los tíos y los convence. Catalina se marcha a Palma, para ir realizando las gestiones previas a su ingreso en un convento. Y, en tanto, se coloca como sirvienta en la casa de don Mateo Zaforteza Tagamanent y, en concreto, al servicio de una hija de este señor llamada Isabel. Las dos muchachas se cobran un fuerte cariño. Isabel la enseña a leer, escribir, bordar y otros trabajos. Catalina da más; Catalina habla de Dios, permanentemente, a Isabel. Y lleva una vida tan heroica, tan mortificada, que cae enferma. Los señores y sus hijos se turnan celosamente junto al lecho de la criada. Como si la criada fuese ahora la señora y ellos los honrados en servirla.
Y llega el momento de intentar, ya en serio, el ingreso en alguno de los conventos de Palma. El padre Castañeda los recorre, uno tras otro. Hay un grave inconveniente: Catalina carece de dote. Es totalmente pobre. Pero estos conventos son también necesitados. No pueden acoger a una aspirante que no traiga alguna ayuda... Convento de Santa Magdalena, de San Jerónimo, de Santa Margarita... Las noticias que el padre va llevando a Catalina son descorazonadoras. Catalina se refugia en la oración. Y reza tan intensamente que, cuando ya todo aparece perdido, los tres conventos a la vez, interesados por la descripción que de la joven les ha hecho el religioso, deciden pasar por alto el requisito de la dote. Y los tres conventos están dispuestos a admitir a Catalina Thomás.
Una tradición representa a Santa Catalina, sentada en una piedra del mercado, llorando tristemente su soledad. Y en aquella piedra, según la misma tradición, recibe Catalina la noticia de que ha sido admitida. Aún se conserva esta piedra, adosada al muro exterior de la sacristía, en la parroquia de San Nicolás, con una lápida —colocada en 1826— que lo acredita. Catalina, entonces, decide ingresar en el primero de los tres conventos visitados, el de Santa Magdalena.
A los dos meses y doce días de su ingreso, Catalina toma el velo blanco. Media ciudad de Palma, con su nobleza al frente, acude al acto, pues tanta es ya la fama de la muchacha. Enero de 1553.
Los años que vive Catalina en el convento palmesano serán casi ocultos. Pero como es tan difícil que la santidad pueda estar bajo el celemín, toda la ciudad acude a verla, a consultarle sus problemas, a encomendarse a sus oraciones, a pedirle consejo... Ella se resiste a salir al locutorio, se negaba a recibir regalos y cuando tenía que recibirlos, los daba a las demás monjas. Practicaba la pobreza, la obediencia, la castidad, siempre en grado heroico. La prelada decidió un día someterla a una prueba bien dura. En pleno verano, le ordenó que se saliese al patio y estuviera bajo el sol hasta nueva orden. Catalina no dice una sola palabra: va al lugar indicado y permanece allí varias horas, hasta que la superiora, admirada de su fortaleza, la manda llamar.
Catalina crece en amor y sabiduría. Sus éxtasis son cada vez más frecuentes e intensos. Algunos duran hasta días. En su celda se conserva aún la piedra sobre la que se arrodillaba y que muestra las hendiduras practicadas por tantísimas horas de oración en hinojos. Aunque ella procuraba ocultar, por humildad, estos regalos de Dios, era natural que sus hermanas se enterasen. Y la fama crecía.
Un día, Catalina recibe el aviso de Dios. Diez años antes de su muerte, supo cuándo sería llamada por el Señor. Y estuvo esperando ansiosamente este momento. La Dominica de Pasión de 1574, el 28 de marzo, Catalina entró en el locutorio donde estaba una hermana suya con una visita. Iba a despedirse —dijo—, pues se marchaba al cielo. Y efectivamente, al día siguiente, después de comulgar en éxtasis, mandó llamar al sacerdote porque se sentía morir. Los médicos dijeron que no la encontraban grave, pero el sacerdote acudió y apenas recibidos los sacramentos, mientras la superiora rezaba con ella las oraciones, tras haber pedido perdón a la madre y a las hermanas, cayó en un éxtasis al final del cual entregó su alma a Dios.
Lo demás, vendría por sus pies contados. El proceso de beatificación, la beatificación, el proceso siguiente y por fin la gloria de los altares. Con una particularidad. El fervor popular por Santa Catalina Thomás iría creciendo y manteniéndose de tal modo que, aunque ella murió en 1574, la beatificación se dicta —por Pío VI— en 1792 y la canonización —por Pío XI— en 1930. El cuerpo de Catalina Thomás se ha conservado incorrupto.
La vida de esta muchacha mallorquina es, ya lo decimos, un distinto camino de la santidad, Una santidad vivida con impresionante sencillez, con rotunda eficacia. Una santidad hecha de la elevación de la virtud al grado heroico. Y, al mismo tiempo, una santidad popular. En el alma de Mallorca sigue bien recio el amor por su santita criada, su santita pastora, su santita monja. Aunque el turismo no muestre su itinerario, está en el corazón de los mallorquines.
Sí alguna vez van ustedes a Mallorca, será obligado que visiten Valldemosa. El turismo se basa, por desgracia, en lo espectacular. Y así, les enseñarán la Cartuja, con sus celdas, y aquellas donde vivieron el pobre Federico Chopin y la escritora George Sand una bien pobre aventura humana. O en La Foradada, la mancha de humo de aquella hoguera que encendió Rubén Darío, cuando quiso hacer una paella junto al mar. Salvo que ustedes pregunten, nadie o casi nadie les hablará de Catalina Thomás, aquella "santita mucama", como la llamó un escritor viajero español.
Pues allí, en Valldemosa, nació la chiquilla. En 1531, según unos historiadores. O en 1533, según otros. Hija de Jaime Thomás y Marquesina Gallard. Y desde su niñez, la leyenda dorada que acompaña piadosamente a los santos con milagros candorosos y prodigios extraños.
Las biografías de Catalina Thomás recogen un sinfín de estos datos que muestran que la Santa tuvo, ya en vida, una admiración popular fervorosa: mientras recoge espigas, Catalina recibe la visión de Jesús crucificado. Otra vez, huyendo de una fiesta popular que no le gustaba, es Nuestra Señora misma quien baja a decirla que está escogida por su Hijo. Hasta prodigios candorosos: una vez, llorando arrepentida por haber deseado unos vestidos como los de su hermana, dice la tradición que Santa Práxedes y Santa Catalina mártir —que será siempre fiel protectora suya— bajan del cielo para consolarla.
Pocos prodigios tan poéticos, tan bellos como el de aquella noche en que, al despertarse, vio Catalina la habitación inundada de una luz hermosa y clara. Era la luz blanca, azulada, del plenilunio. Catalina piensa que está amaneciendo y se levanta a por agua a una cercana fuente. Estando allí, dieron las doce de la noche en la Cartuja y luego la campana que llamaba a coro a los frailes del convento. Catalina se asusta entonces, al encontrarse perdida en aquella noche de luz tan misteriosa. Como es una chiquilla, empieza a llorar. Y San Antonio Abad, dicen, bajó del cielo y la tomó de la mano para llevarla a casa.
Hay en Catalina una portentosa amistad con los santos. Dialogará con ellos como si estuviesen en la misma habitación. Ellos la ayudarán en momentos difíciles de su existencia. Y todo esto tendrá un aire de profunda y encantadora naturalidad. Otro día, acompañando a su abuelo, muy achacoso, va a misa en la Cartuja, y ayudándole a subir una pendiente, el anciano se conmovió por el amor y la ternura de la niña al ayudarle. Y deseoso de complacerla, le dijo su esperanza: "Quiera Dios que te cases pronto y bien acomodada". Y entonces es San Bruno quien se aparece a Catalina para sonreírla: "No, tu abuelo te verá acomodada, mas no del modo que él piensa, porque serás esposa de Cristo".
Y naturalmente, la castidad. La tradición cuenta a este propósito muy diversas anécdotas y sucesos. Santa Catalina y el mismo Jesús acudían muy prestamente a apoyar su gran firmeza en la virtud.
Catalina va a conocer una gran amargura muy joven. A los tres años murió su padre. Ella se puso a rogar por su alma y un ángel vino a decirle que estuviese contenta, porque su padre estaba en la gloria de Dios. Cuatro años más tarde, tenía siete la chiquilla, se le aparece su madre:
"Hija mía, acabo de expirar en este mismo momento. Estoy esperando tus oraciones para entrar en la gloria." Y tres horas más tarde, Catalina recibía el consuelo de que su madre estaba en el cielo. Huérfana, Catalina fue recogida por unos tíos suyos, quienes la llevaron al predio "Son Gallart". Durante once años, Catalina vivió en aquella finca, a seis o siete kilómetros de Valldemosa. Es éste un momento duro para Catalina, pues la ausencia de Valldemosa significa dificultad para ir al templo, para oír misa y para las prácticas religiosas en la casa de Dios. Los domingos, al fin, podía asistir a misa en el oratorio de la Trinidad. Es aquella zona donde los eremitas buscaban la paz de Dios frente a la paz de aquel mar inolvidable; frente a esos crepúsculos de Mallorca en los que el sol parece incendiar finalmente las aguas, teñirlas de rojo o, cuando está en lo alto, revela desde la cornisa valldemosina, el fondo limpísimo del mar.
Pero Catalina no tenía mucho tiempo para la contemplación poética. Una finca como "Son Gallart" exige mucho trabajo. Hay en ella muchos peones, y ganado, y faenas de labranza que realizar. Catalina es una muchacha activa. Ya es la criadita. Va a donde trabajan unos peones a llevarles la comida de mediodía, trabaja en la casa, fregando, cosiendo, barriendo; guarda algún rebaño cuando lo manda tío Bartolomé. Y tiene siempre buen semblante, sonrisa a punto, corazón abierto. A pesar de esa misteriosa lejanía que la tiene todo el día y toda la noche como ausente de este mundo. Porque allá en el campo, mientras las ovejas o las cabras mordisquean la hierba, Catalina se pone de rodillas y asiste milagrosamente a la misa de los cartujos de Valldemosa. Otra vez se pierde al regreso de un recado, en el campo, y Santa Catalina mártir acude a ella, seca sus lágrimas y la lleva de la mano hasta cerca de Son Gallart.
Aparece entonces en la vida de Catalina un personaje importante y muy decisivo. Uno de aquellos ermitaños, el venerable padre Castañeda. Es un hombre que ha abandonado el mundo buscando la total entrega de su alma al Señor. Vive en las colinas y de limosna. Un día pasa por el predio a pedir y Catalina le conoce. Surge entre ambos una corriente de simpatía y de afecto. Recomendada más tarde por Ana Más, Catalina va a visitar al padre Castañeda al oratorio de la Trinidad. Catalina se le confía: ella quiere ser religiosa. A la segunda entrevista, el padre Castañeda está convencido. La dirección espiritual del religioso hará todavía un gran bien a la muchacha. Pero entonces empieza un largo episodio: el de las dificultades.
Los tíos, al saber la vocación de su sobrina, se oponen decididamente. Por aquellas fechas, una muchacha valldemosina, que había ingresado en un convento de Palma, se sale, reconociéndose sin verdadera vocación. Es, pues, mal momento político para que nadie ayude a Catalina. Por otra parte, Catalina era una muchacha guapa y muy atractiva. Es natural que muchos jóvenes de los alrededores se fijaran en ella con el deseo de entablar relaciones y casarse. Catalina espera pacientemente. Y otra dificultad llega. El padre Castañeda decide marcharse de Mallorca.
Catalina se despide de él con una sonrisa misteriosa. No, el padre se irá, pero volverá, porque Dios quiere que él sea su apoyo para entrar en el convento. Efectivamente, el barco que llevaba al religioso sale de Sóller con una fuerte tormenta que le impide llegar a Barcelona. Y regresa de nuevo a Valldemosa. El religioso ve que la profecía de la muchacha se ha cumplido y decide ayudarla plenamente. Va a hablar con los tíos y los convence. Catalina se marcha a Palma, para ir realizando las gestiones previas a su ingreso en un convento. Y, en tanto, se coloca como sirvienta en la casa de don Mateo Zaforteza Tagamanent y, en concreto, al servicio de una hija de este señor llamada Isabel. Las dos muchachas se cobran un fuerte cariño. Isabel la enseña a leer, escribir, bordar y otros trabajos. Catalina da más; Catalina habla de Dios, permanentemente, a Isabel. Y lleva una vida tan heroica, tan mortificada, que cae enferma. Los señores y sus hijos se turnan celosamente junto al lecho de la criada. Como si la criada fuese ahora la señora y ellos los honrados en servirla.
Y llega el momento de intentar, ya en serio, el ingreso en alguno de los conventos de Palma. El padre Castañeda los recorre, uno tras otro. Hay un grave inconveniente: Catalina carece de dote. Es totalmente pobre. Pero estos conventos son también necesitados. No pueden acoger a una aspirante que no traiga alguna ayuda... Convento de Santa Magdalena, de San Jerónimo, de Santa Margarita... Las noticias que el padre va llevando a Catalina son descorazonadoras. Catalina se refugia en la oración. Y reza tan intensamente que, cuando ya todo aparece perdido, los tres conventos a la vez, interesados por la descripción que de la joven les ha hecho el religioso, deciden pasar por alto el requisito de la dote. Y los tres conventos están dispuestos a admitir a Catalina Thomás.
Una tradición representa a Santa Catalina, sentada en una piedra del mercado, llorando tristemente su soledad. Y en aquella piedra, según la misma tradición, recibe Catalina la noticia de que ha sido admitida. Aún se conserva esta piedra, adosada al muro exterior de la sacristía, en la parroquia de San Nicolás, con una lápida —colocada en 1826— que lo acredita. Catalina, entonces, decide ingresar en el primero de los tres conventos visitados, el de Santa Magdalena.
A los dos meses y doce días de su ingreso, Catalina toma el velo blanco. Media ciudad de Palma, con su nobleza al frente, acude al acto, pues tanta es ya la fama de la muchacha. Enero de 1553.
Los años que vive Catalina en el convento palmesano serán casi ocultos. Pero como es tan difícil que la santidad pueda estar bajo el celemín, toda la ciudad acude a verla, a consultarle sus problemas, a encomendarse a sus oraciones, a pedirle consejo... Ella se resiste a salir al locutorio, se negaba a recibir regalos y cuando tenía que recibirlos, los daba a las demás monjas. Practicaba la pobreza, la obediencia, la castidad, siempre en grado heroico. La prelada decidió un día someterla a una prueba bien dura. En pleno verano, le ordenó que se saliese al patio y estuviera bajo el sol hasta nueva orden. Catalina no dice una sola palabra: va al lugar indicado y permanece allí varias horas, hasta que la superiora, admirada de su fortaleza, la manda llamar.
Catalina crece en amor y sabiduría. Sus éxtasis son cada vez más frecuentes e intensos. Algunos duran hasta días. En su celda se conserva aún la piedra sobre la que se arrodillaba y que muestra las hendiduras practicadas por tantísimas horas de oración en hinojos. Aunque ella procuraba ocultar, por humildad, estos regalos de Dios, era natural que sus hermanas se enterasen. Y la fama crecía.
Un día, Catalina recibe el aviso de Dios. Diez años antes de su muerte, supo cuándo sería llamada por el Señor. Y estuvo esperando ansiosamente este momento. La Dominica de Pasión de 1574, el 28 de marzo, Catalina entró en el locutorio donde estaba una hermana suya con una visita. Iba a despedirse —dijo—, pues se marchaba al cielo. Y efectivamente, al día siguiente, después de comulgar en éxtasis, mandó llamar al sacerdote porque se sentía morir. Los médicos dijeron que no la encontraban grave, pero el sacerdote acudió y apenas recibidos los sacramentos, mientras la superiora rezaba con ella las oraciones, tras haber pedido perdón a la madre y a las hermanas, cayó en un éxtasis al final del cual entregó su alma a Dios.
Lo demás, vendría por sus pies contados. El proceso de beatificación, la beatificación, el proceso siguiente y por fin la gloria de los altares. Con una particularidad. El fervor popular por Santa Catalina Thomás iría creciendo y manteniéndose de tal modo que, aunque ella murió en 1574, la beatificación se dicta —por Pío VI— en 1792 y la canonización —por Pío XI— en 1930. El cuerpo de Catalina Thomás se ha conservado incorrupto.
La vida de esta muchacha mallorquina es, ya lo decimos, un distinto camino de la santidad, Una santidad vivida con impresionante sencillez, con rotunda eficacia. Una santidad hecha de la elevación de la virtud al grado heroico. Y, al mismo tiempo, una santidad popular. En el alma de Mallorca sigue bien recio el amor por su santita criada, su santita pastora, su santita monja. Aunque el turismo no muestre su itinerario, está en el corazón de los mallorquines.
lunes, 27 de julio de 2015
Lecturas
En aquellos días, Moisés se volvió y bajó del monte con las dos tablas de la alianza en la mano. Las tablas estaban escritas por ambos lados; eran hechura de Dios, y la escritura era escritura de Dios, grabada en las tablas.
Al oír Josué el griterío del pueblo, dijo a Moisés:
-«Se oyen gritos de guerra en el campamento.»
Contestó él:
-«No es grito de victoria, no es grito de derrota, que son cantos lo que oigo.»
Al acercarse al campamento y ver el becerro y las danzas, Moisés, enfurecido, tiró las tablas y las rompió al pie del monte.
Después agarró el becerro que habían hecho, lo quemó y lo trituró hasta hacerlo polvo, que echó en agua, haciéndoselo beber a los israelitas.
Moisés dijo a Aarón:
-« ¿Qué te ha hecho este pueblo, para que nos acarreases tan enorme pecado? »
Contestó Aarón:
-«No se irrite mi señor. Sabes que este pueblo es perverso. Me dijeron: “Haznos un Dios que vaya delante de nosotros, pues a ese Moisés que nos sacó de Egipto no sabemos qué le ha pasado.” Yo les dije: “Quien tenga oro que se desprenda de él y me lo dé”; yo lo eché al fuego, y salió este becerro.»
Al día siguiente, Moisés dijo al pueblo:
-«Habéis cometido un pecado gravísimo; pero ahora subiré al Señor a expiar vuestro pecado.»
Volvió, pues, Moisés al Señor y le dijo:
-«Este pueblo ha cometido un pecado gravísimo, haciéndose dioses de oro. Pero ahora, o perdonas su pecado o me borras del libro de tu registro. »
El Señor respondió:
-«Al que haya pecado contra mí lo borraré del libro. Ahora ve y guía a tu pueblo al sitio que te dije; mi ángel irá delante de ti; y cuando llegue el día de la cuenta, les pediré cuentas de su pecado.»
En aquel tiempo, Jesús propuso esta otra parábola a la gente:
-«El reino de los cielos se parece a un grano de mostaza que uno siembra en su huerta; aunque es la más pequeña de las semillas, cuando crece es más alta que las hortalizas; se hace un arbusto más alto que las hortalizas, y vienen los pájaros a anidar en sus ramas.»
Les dijo otra parábola:
-«El reino de los cielos se parece a la levadura; una mujer la amasa con tres medidas de harina, y basta para que todo fermente.»
Jesús expuso todo esto a la gente en parábolas y sin parábolas no les exponía nada.
Así se cumplió el oráculo del profeta:
«Abriré mi boca diciendo parábolas, anunciaré lo secreto desde la fundación del mundo.»
Palabra del Señor.
SAN SIMEÓN ESTILITA, EL VIEJO
Pastor desde los días de su infancia, sabía de Dios lo que le había enseñado una madre cristiana, y lo que ahora le enseñaba la inmensidad del desierto. Guiando sus ganados por aquellas soledades de Arabia, en que había nacido, recordaba las venerables figuras de los antiguos patriarcas y como apenas sabía rezar, recogía la goma odorífica del árbol balsámico y la quemaba sobre una piedra como homenaje al Dios verdadero. Su soledad empieza a poblarse de ángeles bellísimos, a iluminarse con sueños encantados y a llenarse de voces misteriosas. Dios mismo se convierte en catequista del inocente zagal. Un día entra en la iglesia, y los cantos litúrgicos son para él una revelación. Quiere oírlo todo, entenderlo todo, practicarlo todo. Otro día se entera de que acaban de morir sus padres, y entonces el pastorcillo árabe, guiando su rebaño, llega hasta el monasterio de Teledan, en los confines de la Siria. El abad le recibe sonriente, y maravillado de aquella fe, le viste la cogulla. Simeón es ya un mancebo fuerte y musculoso, pero de menguada estatura. Tiene una mirada firme, un aire gracioso, una blonda y crespa melena, un rostro bello y curtido y un gesto firme y noble. Su naturaleza se ha templado con los ardores y las privaciones del desierto.
Pronto el joven novicio empieza a dar muestras de su alma de acero. Como las austeridades de la regla le parecen juego de niños, busca en el huerto un lugar retirado, cava un hoyo, y allí se mete hasta medio cuerpo, recibiendo de día los dardos abrasadores del sol, y de noche las picaduras del hielo. Esto, dos estíos y dos inviernos, hasta que los monjes empezaron a inquietarse por aquel hermano, que no aparecía en sus rezos, ni en sus comidas, ni en su sueño, ni en sus trabajos. «Es un extravagante—decían—; tiene la manía de la singularidad; se imagina que toda la virtud está en la penitencia.» Hubo un verdadero motín en el monasterio. En vano el abad trató de convencer a sus monjes de que se trataba de un caso extraordinario; de una lámpara de penitencia que Dios quería colgar en medio de una sociedad afeminada y decadente. Arrojado de su abadía, Simeón se ocultó primero en un bosque, después en el agujero de una roca, y, finalmente, entre las ruinas de un edificio antiguo. Bajo la mirada de la estrella, o entre las madrigueras de los tigres y los escorpiones, su vida era siempre la misma: meditaba continuamente, luchaba contra el demonio, trabajaba y hacía penitencia, comiendo sólo los domingos, y en tan pequeña cantidad, que su alimento no abultaba lo que un huevo de gallina.
Así pasaron algunos años más, hasta que el solitario se sintió movido a buscar otro retiro. Caminando hacia el Noroeste, llegó a un burgo llamado Tel-Neshín, donde había un monasterio, cuyo abad le dio benévola acogida. Por primera vez pasó allí la Cuaresma sin comer ni beber, completamente emparedado. Es un régimen que seguirá durante todas las Cuaresmas, hasta el fin de su vida. Esto le costó mucho al principio; pero poco a poco se le fue haciendo más fácil. Los primeros días del ayuno solía pasarlos en pie; cuando empezaba a cansarse, se sentaba, y así rezaba el oficio; al fin se permitía tumbarse en tierra. Hay que reconocer que este hombre extraordinario, hijo de pastores nómadas, hombre del desierto, crecido en la inmensidad del desierto, no estaba hecho para la vida de comunidad. Todas las reglas resultaban insuficientes para él. La soledad le apasionaba, y, agitado por ese anhelo, dejó un día el monasterio de Tel-Neshín, y se fue a vivir en lo más alto de una montaña cercana a quince leguas de Antioquía; y para que nadie le molestase, levantó una tapia de piedras en torno de su retiro. Fue inútil; las penitencias del anacoreta empezaron a correr de boca en boca por toda la legión; los milagros se escapaban de sus manos sin él darse cuenta; las gentes empezaron a cubrir la montaña, y su encierro, dice el biógrafo, semejaba un mar, en el que por diferentes caminos, como por otros tantos cauces, desembocaban las multitudes de pueblos deseosos de ver aquel milagro del Universo.
Nuevamente tuvo Simeón la idea de huir; pero luego pensó que no tardaría en ser descubierto otra vez. Había ensayado todos los medios: los bosques, las cuevas, los valles, las montañas y los sepulcros, y todos le habían dado el mismo resultado. Vio que le sería imposible esconderse en las profundidades del mar; excogitó algún medio que le sostuviese colgado entre el Cielo y la tierra. Tuvo envidia de la luna, que cruzaba el espacio sin que nada pudiese turbar su quietud silenciosa. Habría sido feliz si hubiera podido vivir en la claridad del aire, suspendido de una estrella por un hilo invisible. Era indispensable alejarse de la multitud, contener el oleaje de la concurrencia, evitar el roce de las gentes, que se agolpaban en torno suyo y no quedaban satisfechas hasta tocar los pliegues de su manto. Una noche, el penitente de Tel-Neshín construyó una columna en el centro de su elevado albergue, y, al amanecer, su cuerpo menudo y flaco apareció erguido en lo alto del pedestal.
Cuando sus admiradores llegaron a visitarle, él sonrió, contento de lo ingenioso de su invención. Rápidamente la noticia se extendió por todo el Oriente. Muchos dieron en criticarle. Nuevamente se hablaba de su afán de singularidad, de su orgullo, de su manía por salirse de los caminos trillados. La protesta fue general entre los monjes egipcios. Reunióse una gran asamblea de anacoretas y cenobitas, discutióse el caso de aquel innovador del desierto de Siria, y una gran mayoría iba a declararle fuera de su comunión, cuando algunos ancianos propusieron un arreglo, que a todo el mundo le pareció razonable. «Puede ser que esto sea obra del Espíritu—dijo un abad encanecido en la dirección de las almas—, y tenéis un medio seguro para disipar vuestras dudas: enviad una diputación de monjes austeros y prudentes; intimadle la orden de abandonar un camino que no siguieron los Padres antiguos, y si, oído vuestro mandato, se dispone a bajar de la columna, es señal de que le guía un espíritu de humildad, de sinceridad y de obediencia, es decir, el Espíritu de Dios. En este caso dejad que la luz sea colocada en lo alto para que luzca a todos los que están en la casa de Dios.»
Mucho se extrañó Simeón al recibir la misiva de los monjes de Egipto. En su ingenuidad, parecíale que no hacía mal a nadie al buscar en el aire un refugio contra las importunaciones de la tierra. No obstante; se disponía ya a bajar en silencio, cuando uno de los diputados le dijo: «No os mováis, padre; vemos que vuestra iniciativa procede de Dios; Él os dé fuerzas para que los vientos del aquilón no extingan vuestra linterna.» Alegre con esta aprobación de las grandes autoridades del yermo, Simeón permaneció sobre su columna. Treinta y cinco años tenía cuando empezó a vivir de esta manera. Su primera columna tenía doce codos; la segunda, veintidós; la tercera, treinta. Después de siete años, deseando alejarse más de la tierra, añadió diez codos más.
El diámetro era siempre el mismo: un solo codo. Desde entonces se le empezó a llamar el Estilita; el hombre de la columna. Día y noche se le veía en pie, como una estatua. No podía recostarse, ni arrodillarse, ni sentarse. Rezaba, predicaba, sufría el terrible azote del simún del desierto, los ardores del sol, las lluvias, los hielos y la dura caricia de las nubes de arena. Rezaba toda la noche; al amanecer dormía, acurrucado, tocando casi la cabeza con los pies. Para no caerse, habíase atado a un hierro que había en la altura. Al salir el sol oraba de nuevo. Veíasele estático, inmóvil, con los brazos extendidos y los ojos fijos en el cielo. A veces el fuego de la oración se manifestaba en gritos incontenibles o en multiplicadas adoraciones, que encorvaban su cuerpo, llegando casi a tocar con la frente el extremo de la columna. Desde la hora nona hasta la puesta del sol entraba en comunicación con las gentes que iban a visitarle: predicaba, exhortaba, aconsejaba, curaba a los enfermos, y, después de dar su bendición a la multitud, la despedía para volver de nuevo a su conversación con Dios.
Tal fue su vida durante treinta y siete años. Para defenderse contra el frío, no tenía más que una blanca túnica de cuero, que le llegaba hasta los pies, y una montera de piel de oveja, que le cubría la cabeza y dejaba escapar gruesos mechones de su abundante cabellera. Su barba llegaba hasta el estómago, y del cuello le colgaba una cadena. Su mayor tormento era el estar siempre en pie. Las piernas se le hinchaban y llenaban de úlceras; la carne se le pudría, dejando al descubierto los huesos y los nervios; las vértebras se le habían desencajado, y la espina dorsal se negaba alguna vez a sostenerle, a pesar de su voluntad indomable. Pero nada podía amenguar el fervor de su espíritu. Asociado por el alma a las alegrías de los ángeles, apenas tenía tiempo para darse cuenta de los dolores. Jamás quiso médicos, ni medicinas, ni socorro alguno de la tierra. Su cuerpo deshecho—dice el biógrafo—estaba en una columna de piedra; pero su espíritu enhiesto se alzaba sobre una columna de fuego. Veíasele como una llama gigantesca que pugna por trasponer las nubes.
La luz de aquella llama iluminaba toda la cristiandad. Desde su candelero, Simeón lanzaba anatemas ardientes contra la herejía y el cisma, ayudaba a Cirilo de Alejandría en su lucha contra la doctrina de Nestorio, amedrentaba, a los paganos y a los judíos, detenía prodigiosamente la persecución en Persia, aterraba a los opresores de los pueblos, convertía a los habitantes del Líbano, y con su palabra, con su oración, con sus milagros, arrastraba hacia Cristo a los idólatras y a los herejes. Las conversiones eran innumerables. Las gentes confesaban sus pecados entre sollozos, abrazando y besando la columna; el Estilita las bendecía, rezaba sobre ellas y las enviaba consoladas. Su fama había llegado más allá de las fronteras del Imperio. Los árabes le miraban como a un dios, los partos como a un mago, los maronitas como a un ángel; de Iberia y de la Galia salían nutridas peregrinaciones para ver al hombre singular; en Roma, los artesanos ponían su retrato a la puerta de sus casas, como remedio contra la adversidad; los patriarcas y los obispos decían la misa al pie de la columna, y, subiendo por una escalera, daban la comunión al asceta prodigioso; Teodosio el Joven le consultaba y recibía respetuoso sus epístolas terribles; el emperador Mauricio se disfrazaba de soldado para verle sin ser reconocido, y reyes y pueblos, hombres y mujeres, magistrados y siervos, cristianos e infieles, todos le respetaban, le temían, le admiraban y solicitaban su intercesión. El, entre tanto, se llamaba, en carta que conservamos todavía, el hombre más vil y despreciable, el aborto de los monjes, el último de los discípulos de Cristo.
En el estío de 459 el concurso en torno a la columna se hizo más numeroso que nunca. Un terremoto acababa de arruinar la ciudad de Antioquía y otras poblaciones de la comarca. Los habitantes se refugiaron en el desierto, junto al prodigioso Estilita. Aun llegaron a tiempo para recibir, la bendición del santo y sus palabras de misericordia. Pero estaba agotado, gastado, deshecho. Sus ojos lanzaban un fulgor de fiebre en las órbitas profundas; sus manos temblaban, y todo su cuerpo se estremecía. Una mañana de aquel mismo estío apareció inmóvil, hecho un ovillo sobre la columna. Era la inmovilidad de la muerte. Los habitantes de Antoquía recogieron los despojos y se los llevaron, quemando perfumes en torno, cantando himnos y llenando el desierto con sus lamentaciones. El patriarca con sus obispos, y el tribuno militar con sus condes, presidían el singular cortejo.
Pronto el joven novicio empieza a dar muestras de su alma de acero. Como las austeridades de la regla le parecen juego de niños, busca en el huerto un lugar retirado, cava un hoyo, y allí se mete hasta medio cuerpo, recibiendo de día los dardos abrasadores del sol, y de noche las picaduras del hielo. Esto, dos estíos y dos inviernos, hasta que los monjes empezaron a inquietarse por aquel hermano, que no aparecía en sus rezos, ni en sus comidas, ni en su sueño, ni en sus trabajos. «Es un extravagante—decían—; tiene la manía de la singularidad; se imagina que toda la virtud está en la penitencia.» Hubo un verdadero motín en el monasterio. En vano el abad trató de convencer a sus monjes de que se trataba de un caso extraordinario; de una lámpara de penitencia que Dios quería colgar en medio de una sociedad afeminada y decadente. Arrojado de su abadía, Simeón se ocultó primero en un bosque, después en el agujero de una roca, y, finalmente, entre las ruinas de un edificio antiguo. Bajo la mirada de la estrella, o entre las madrigueras de los tigres y los escorpiones, su vida era siempre la misma: meditaba continuamente, luchaba contra el demonio, trabajaba y hacía penitencia, comiendo sólo los domingos, y en tan pequeña cantidad, que su alimento no abultaba lo que un huevo de gallina.
Así pasaron algunos años más, hasta que el solitario se sintió movido a buscar otro retiro. Caminando hacia el Noroeste, llegó a un burgo llamado Tel-Neshín, donde había un monasterio, cuyo abad le dio benévola acogida. Por primera vez pasó allí la Cuaresma sin comer ni beber, completamente emparedado. Es un régimen que seguirá durante todas las Cuaresmas, hasta el fin de su vida. Esto le costó mucho al principio; pero poco a poco se le fue haciendo más fácil. Los primeros días del ayuno solía pasarlos en pie; cuando empezaba a cansarse, se sentaba, y así rezaba el oficio; al fin se permitía tumbarse en tierra. Hay que reconocer que este hombre extraordinario, hijo de pastores nómadas, hombre del desierto, crecido en la inmensidad del desierto, no estaba hecho para la vida de comunidad. Todas las reglas resultaban insuficientes para él. La soledad le apasionaba, y, agitado por ese anhelo, dejó un día el monasterio de Tel-Neshín, y se fue a vivir en lo más alto de una montaña cercana a quince leguas de Antioquía; y para que nadie le molestase, levantó una tapia de piedras en torno de su retiro. Fue inútil; las penitencias del anacoreta empezaron a correr de boca en boca por toda la legión; los milagros se escapaban de sus manos sin él darse cuenta; las gentes empezaron a cubrir la montaña, y su encierro, dice el biógrafo, semejaba un mar, en el que por diferentes caminos, como por otros tantos cauces, desembocaban las multitudes de pueblos deseosos de ver aquel milagro del Universo.
Nuevamente tuvo Simeón la idea de huir; pero luego pensó que no tardaría en ser descubierto otra vez. Había ensayado todos los medios: los bosques, las cuevas, los valles, las montañas y los sepulcros, y todos le habían dado el mismo resultado. Vio que le sería imposible esconderse en las profundidades del mar; excogitó algún medio que le sostuviese colgado entre el Cielo y la tierra. Tuvo envidia de la luna, que cruzaba el espacio sin que nada pudiese turbar su quietud silenciosa. Habría sido feliz si hubiera podido vivir en la claridad del aire, suspendido de una estrella por un hilo invisible. Era indispensable alejarse de la multitud, contener el oleaje de la concurrencia, evitar el roce de las gentes, que se agolpaban en torno suyo y no quedaban satisfechas hasta tocar los pliegues de su manto. Una noche, el penitente de Tel-Neshín construyó una columna en el centro de su elevado albergue, y, al amanecer, su cuerpo menudo y flaco apareció erguido en lo alto del pedestal.
Cuando sus admiradores llegaron a visitarle, él sonrió, contento de lo ingenioso de su invención. Rápidamente la noticia se extendió por todo el Oriente. Muchos dieron en criticarle. Nuevamente se hablaba de su afán de singularidad, de su orgullo, de su manía por salirse de los caminos trillados. La protesta fue general entre los monjes egipcios. Reunióse una gran asamblea de anacoretas y cenobitas, discutióse el caso de aquel innovador del desierto de Siria, y una gran mayoría iba a declararle fuera de su comunión, cuando algunos ancianos propusieron un arreglo, que a todo el mundo le pareció razonable. «Puede ser que esto sea obra del Espíritu—dijo un abad encanecido en la dirección de las almas—, y tenéis un medio seguro para disipar vuestras dudas: enviad una diputación de monjes austeros y prudentes; intimadle la orden de abandonar un camino que no siguieron los Padres antiguos, y si, oído vuestro mandato, se dispone a bajar de la columna, es señal de que le guía un espíritu de humildad, de sinceridad y de obediencia, es decir, el Espíritu de Dios. En este caso dejad que la luz sea colocada en lo alto para que luzca a todos los que están en la casa de Dios.»
Mucho se extrañó Simeón al recibir la misiva de los monjes de Egipto. En su ingenuidad, parecíale que no hacía mal a nadie al buscar en el aire un refugio contra las importunaciones de la tierra. No obstante; se disponía ya a bajar en silencio, cuando uno de los diputados le dijo: «No os mováis, padre; vemos que vuestra iniciativa procede de Dios; Él os dé fuerzas para que los vientos del aquilón no extingan vuestra linterna.» Alegre con esta aprobación de las grandes autoridades del yermo, Simeón permaneció sobre su columna. Treinta y cinco años tenía cuando empezó a vivir de esta manera. Su primera columna tenía doce codos; la segunda, veintidós; la tercera, treinta. Después de siete años, deseando alejarse más de la tierra, añadió diez codos más.
El diámetro era siempre el mismo: un solo codo. Desde entonces se le empezó a llamar el Estilita; el hombre de la columna. Día y noche se le veía en pie, como una estatua. No podía recostarse, ni arrodillarse, ni sentarse. Rezaba, predicaba, sufría el terrible azote del simún del desierto, los ardores del sol, las lluvias, los hielos y la dura caricia de las nubes de arena. Rezaba toda la noche; al amanecer dormía, acurrucado, tocando casi la cabeza con los pies. Para no caerse, habíase atado a un hierro que había en la altura. Al salir el sol oraba de nuevo. Veíasele estático, inmóvil, con los brazos extendidos y los ojos fijos en el cielo. A veces el fuego de la oración se manifestaba en gritos incontenibles o en multiplicadas adoraciones, que encorvaban su cuerpo, llegando casi a tocar con la frente el extremo de la columna. Desde la hora nona hasta la puesta del sol entraba en comunicación con las gentes que iban a visitarle: predicaba, exhortaba, aconsejaba, curaba a los enfermos, y, después de dar su bendición a la multitud, la despedía para volver de nuevo a su conversación con Dios.
Tal fue su vida durante treinta y siete años. Para defenderse contra el frío, no tenía más que una blanca túnica de cuero, que le llegaba hasta los pies, y una montera de piel de oveja, que le cubría la cabeza y dejaba escapar gruesos mechones de su abundante cabellera. Su barba llegaba hasta el estómago, y del cuello le colgaba una cadena. Su mayor tormento era el estar siempre en pie. Las piernas se le hinchaban y llenaban de úlceras; la carne se le pudría, dejando al descubierto los huesos y los nervios; las vértebras se le habían desencajado, y la espina dorsal se negaba alguna vez a sostenerle, a pesar de su voluntad indomable. Pero nada podía amenguar el fervor de su espíritu. Asociado por el alma a las alegrías de los ángeles, apenas tenía tiempo para darse cuenta de los dolores. Jamás quiso médicos, ni medicinas, ni socorro alguno de la tierra. Su cuerpo deshecho—dice el biógrafo—estaba en una columna de piedra; pero su espíritu enhiesto se alzaba sobre una columna de fuego. Veíasele como una llama gigantesca que pugna por trasponer las nubes.
La luz de aquella llama iluminaba toda la cristiandad. Desde su candelero, Simeón lanzaba anatemas ardientes contra la herejía y el cisma, ayudaba a Cirilo de Alejandría en su lucha contra la doctrina de Nestorio, amedrentaba, a los paganos y a los judíos, detenía prodigiosamente la persecución en Persia, aterraba a los opresores de los pueblos, convertía a los habitantes del Líbano, y con su palabra, con su oración, con sus milagros, arrastraba hacia Cristo a los idólatras y a los herejes. Las conversiones eran innumerables. Las gentes confesaban sus pecados entre sollozos, abrazando y besando la columna; el Estilita las bendecía, rezaba sobre ellas y las enviaba consoladas. Su fama había llegado más allá de las fronteras del Imperio. Los árabes le miraban como a un dios, los partos como a un mago, los maronitas como a un ángel; de Iberia y de la Galia salían nutridas peregrinaciones para ver al hombre singular; en Roma, los artesanos ponían su retrato a la puerta de sus casas, como remedio contra la adversidad; los patriarcas y los obispos decían la misa al pie de la columna, y, subiendo por una escalera, daban la comunión al asceta prodigioso; Teodosio el Joven le consultaba y recibía respetuoso sus epístolas terribles; el emperador Mauricio se disfrazaba de soldado para verle sin ser reconocido, y reyes y pueblos, hombres y mujeres, magistrados y siervos, cristianos e infieles, todos le respetaban, le temían, le admiraban y solicitaban su intercesión. El, entre tanto, se llamaba, en carta que conservamos todavía, el hombre más vil y despreciable, el aborto de los monjes, el último de los discípulos de Cristo.
En el estío de 459 el concurso en torno a la columna se hizo más numeroso que nunca. Un terremoto acababa de arruinar la ciudad de Antioquía y otras poblaciones de la comarca. Los habitantes se refugiaron en el desierto, junto al prodigioso Estilita. Aun llegaron a tiempo para recibir, la bendición del santo y sus palabras de misericordia. Pero estaba agotado, gastado, deshecho. Sus ojos lanzaban un fulgor de fiebre en las órbitas profundas; sus manos temblaban, y todo su cuerpo se estremecía. Una mañana de aquel mismo estío apareció inmóvil, hecho un ovillo sobre la columna. Era la inmovilidad de la muerte. Los habitantes de Antoquía recogieron los despojos y se los llevaron, quemando perfumes en torno, cantando himnos y llenando el desierto con sus lamentaciones. El patriarca con sus obispos, y el tribuno militar con sus condes, presidían el singular cortejo.
domingo, 26 de julio de 2015
Lecturas
En aquellos días, uno de Baal-Salisá vino a traer al profeta Eliseo el pan de las primicias, veinte panes de cebada y grano reciente en la alforja. Eliseo dijo:
- «Dáselos a la gente, que coman.»
El criado replicó:
- «¿Qué hago yo con esto para cien personas?»
Eliseo insistió:
- «Dáselos a la gente, que coman. Porque así dice el Señor: Comerán y sobrará.»
Entonces el criado se los sirvió, comieron y sobró, como había dicho el Señor.
Hermanos:
Yo, el prisionero por el Señor, os ruego que andéis como pide la vocación a la que habéis sido convocados.
Sed siempre humildes y amables, sed comprensivos, sobrellevaos mutuamente con amor; esforzaos en mantener la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz. Un solo cuerpo y un solo Espíritu, como una sola es la esperanza de la vocación a la que habéis sido convocados. Un Señor, una fe, un bautismo. Un Dios, Padre de todo, que lo trasciende todo, y lo penetra todo, y lo invade todo.
En aquel tiempo, Jesús se marchó a la otra parte del lago de Galilea (o de Tiberíades). Lo seguía mucha gente, porque habían visto los signos que hacía con los enfermos.
Subió Jesús entonces a la montaña y se sentó allí con sus discípulos.
Estaba cerca la Pascua, la fiesta de los judíos. Jesús entonces levantó los ojos, y al ver que acudía mucha gente, dice a Felipe:
- «¿Con qué compraremos panes para que coman éstos?»
Lo decía para tantearlo, pues bien sabía él lo que iba a hacer.
Felipe le contestó:
- «Doscientos denarios de pan no bastan para que a cada uno le toque un pedazo.»
Uno de sus discípulos, Andrés, el hermano de Simón Pedro, le dice:
- «Aquí hay un muchacho que tiene cinco panes de cebada y un par de peces; pero, ¿qué es eso para tantos?»
Jesús dijo:
- «Decid a la gente que se siente en el suelo.»
Había mucha hierba en aquel sitio. Se sentaron; sólo los hombres eran unos cinco mil.
Jesús tomó los panes, dijo la acción de gracias y los repartió a los que estaban sentados, y lo mismo todo lo que quisieron del pescado.
Cuando se saciaron, dice a sus discípulos:
- «Recoged los pedazos que han sobrado; que nada se desperdicie.»
Los recogieron y llenaron doce canastas con los pedazos de los cinco panes de cebada, que sobraron a los que habían comido.
La gente entonces, al ver el signo que había hecho, decía:
- «Éste sí que es el Profeta que tenía que venir al mundo.»
Jesús entonces, sabiendo que iban a llevárselo para proclamarlo rey, se retiró otra vez a la montaña él solo.
Palabra del Señor.
Más abajo encontrareis la HOMILÍA correspondiente a estas lecturas.
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