En pos del héroe de la espada va el héroe de la cruz; a Pizarro, fundador de Lima, sigue Toribio Alonso de Mogrovejo, segundo arzobispo de Lima. Sin ser menos grande la figura del prelado que la del conquistador, es más pura, más suave, más noble.
Este hidalgo vallisoletano, de Mayorga, sólo hereda el ardor guerrero de sus antepasados para luchas pacíficas de la colonización americana. Durante su juventud estudia cánones en Salamanca, y a los treinta años es inquisidor mayor de Granada. Este título terrible se convierte en sus manos en un instrumento de amor, de piedad, de salvación. Es el momento en que don Juan de Austria acaba de apaciguar la insurrección de los moriscos. Los vencidos encuentran en el inquisidor un padre, un consejero, un protector, y, en frase de sus enemigos, un encubridor. Le acusan de favorecer la herejía, como más tarde, ya en América, le acusarán de ser poco amigo del Santo Tribunal de la Inquisición. Estos años de Granada son como el noviciado de su vida apostólica entre los indios.
A los cuarenta años, Felipe II, gran conocedor de hombres, le nombra arzobispo de Lima y metropolitano del Perú. Toribio se sintió abrumado por aquella carga. No se creía llamado a las dignidades. No era siquiera exorcista o portero; era un simple tonsurado. No obstante, después de muchas vacilaciones, después de vivas discusiones con el rey, aceptó. La esperanza lejana del martirio fué el motivo más poderoso para decidirle. Y si no derramó su sangre como tantos otros evangelizadores de las tierras nuevamente descubiertas, tuvo la gloria de ser el más grande de los misioneros americanos. Fue un gran misionero y un gran prelado; resumió en su persona de una manera integral los rasgos vigorosos de Carlos Borromeo y de Francisco Javier.
Como el arzobispo de Milán, trabajó incansablemente por realizar el programa episcopal trazado por el concilio de Trento: celebración de sínodos, reforma del clero, organización de las misiones, erección de parroquias, corrección de las costumbres, aplicación estricta de los cánones en una tierra donde se creía que estaban de más muchas de las viejas leyes de Europa. A pesar de todos los obstáculos, realiza su programa sin desmayar un solo instante. Ataja las violencias, lanza severos castigos contra los culpables, y prodiga lo que en la América de los conquistadores se llamaba el ladrillo de Roma; es decir, la excomunión: excomunión contra el cura que abandona su parroquia, contra el sacerdote que ejerce el comercio, contra el español que maltrata al indio entregado a su custodia, contra el virrey que pone obstáculos a su ministerio. ¡Cosa maravillosa! En aquellas regiones, donde las distancias son inmensas, donde aún no había caminos, donde altísimas montañas entorpecían la marcha del viajero, logró Toribio, en poco más de cuatro lustros, celebrar quince sínodos diocesanos y reunir cuatro veces en torno suyo a los obispos de la América meridional.
Todo esto no era más que un aspecto de aquella actividad inaudita. Aquel hombre que organizaba, limpiaba y construía, era además un apóstol infatigable. Su archidiócesis era tan grande como un reino: distancias de centenares de leguas, ciudadelas colgadas de picos inaccesibles, tribus de indios vagabundos, aldehuelas perdidas en los repliegues de los Andes. A todas partes llegó el intrépido misionero en dieciséis años de caminatas por valles y montañas, por ríos desconocidos y quebradas formidables. Entraba en los míseros bohíos, buscaba a los indígenas, acostumbrados a huir del europeo; les hablaba en su propia lengua, les sonreía paternalmente y les ganaba al imperio de Cristo y al de España con la magia de su bondad, más poderosa que la espada de los guerreros. El antiguo doctor en leyes se había hecho un simple catequista. Se introducía entre los grupos de indios, les hablaba de la vanidad de su religión solar, echaba por el suelo sus grotescos ídolos de pórfido y barro, les enseñaba los principios fundamentales de la vida cristiana, y, poniéndolos bajo la dirección de un sacerdote, los agrupaba en tornó de la iglesia, los acostumbraba a una vida sedentaria y laboriosa. Algún tiempo después volvía para ver su obra, para alentar a los nuevos cristianos y administrarles el sacramento de la Confirmación. Son millones los indios que confirmó en aquellas andanzas apostólicas.
Los indios le miraban con el respeto que sus padres habían consagrado al inca. Su misma presencia contribuía a impresionar a las gentes sencillas de la tierra: talla majestuosa, nariz prominente, frente ancha y noble ademán. Además, este hombre, que en el interior de su casa vivía con la sencillez y el rigor de un cenobita, aparecía en público con toda la magnificencia de su dignidad prelaticia. No le importaba caminar sobre la nieve con abarcas en los pies y un vestido de pieles en la espalda; no le importaba descolgarse de un risco por medio de cuerdas para ir de un pueblo a otro; pero una vez en la iglesia, se le veía adornado de todo esplendor episcopal.
No obstante, más de una vez su audacia le puso a las puertas de la muerte. Rodar por las rocas, perderse en los bosques, caer en los ríos, hundirse en los ventisqueros y en las lagunas, esto era lo de menos. Más peligros había en la actitud de los indios, siempre tornadizos y caprichosos. Toribio debía estar dispuesto a sufrir sus injurias, sus arrebatos, sus veleidades y sus rebeldías. Veinte veces pasó sereno entre el silbo de las flechas envenenadas. Nada le detenía. Si podía salvar un alma, iba contento hasta ella, aunque en el camino le espiase la muerte. A quince leguas de Lima hay todavía restos del pueblo de Quive, importante en otro tiempo. Allí llegó en 1597 el santo arzobispo haciendo su segunda visita. Nadie salió a recibirle. El pueblo entero seguía entregado al culto de sus ídolos. Con ánimo abatido, dirigióse el prelado a la iglesia, donde sólo encontró dos niños y una niña, que, llevados por sus padres, recibieron la Confirmación. Al salir, la multitud le aguardaba en la calle con gesto provocativo, y los muchachos le acompañaron hasta su alojamiento, gritando en quechua:
—¡Narigudo! ¡Narigudo!
Él, sin el menor gesto de impaciencia, llenos los ojos de lágrimas, se contentó con decir:
—¡Desgraciados! ¡No pasaréis de tres!
Y cuentan que al poco tiempo en Quive no quedaban más que tres casas. Hay que reconocer, sin embargo, que no hizo inútilmente aquel viaje: sus manos derramaron raudales de gracia, y la niña confirmada aquel día se llamó Santa Rosa de Lima.
Toribio no murió mártir, pero encontró la muerte en una de estas peregrinaciones evangélicas, estando en Santa, a más de quinientos kilómetros de la capital de su diócesis.
En su libro El sentido misional de la conquista de América, Vicente Sierra ha relatado, en una página memorable por su emoción sublime, el final del gran misionero. Terminaba entonces la tercera de sus visitas pastorales en el valle de Pacasmayo. Se hospedaba en la casa de los agustinos, y allí sintió los primeros síntomas de la enfermedad, a pesar de lo cual no se detuvo hasta que su mal le obligó, al llegar a Santiago de Miradores, a hospedarse en casa de un doctrinero. Iba a morir. Pero no es allí donde quiso recibir el viático. Fue preciso llevarle a la humilde iglesia del lugar. Lo hizo por humildad, es cierto, pues, como el Centurión, no se creía digno de que el Señor viniese a su casa; pero lo hizo también por amor a aquel otro ideal de su vida: la parroquia de indios.
Trasladado luego trabajosamente a la casa cural, tuvo una idea que nos revela las dulzuras de devoción y de poesía que se escondían bajo la adusta corteza del austero castellano. Como fray Jerónimo, el superior de los agustinos, sabía tocar el arpa, suplicóle el moribundo que la trajera y que le cantara a su son el salmo Crédidi, y luego aquel otro que empieza: In te. Domine, speravi. Hízolo el misionero artista, y entretanto veíanse los ojos del venerable prelado dirigirse dulcemente a un crucifijo, y de cuando en cuando a los patronos suyos, como misionero y como obispo, San Pedro y San Pablo, cuyas imágenes tenía a la vista. La emoción cortaba la voz del prior, lágrimas de fuego corrían por las mejillas de los familiares, lloraban desconsolados los indios y los negros. Y así, entre aquel canto divino, exhaló el último aliento el gran sacerdote de los Andes. Era el Jueves Santo. 23 de marzo de 1606.
Este hidalgo vallisoletano, de Mayorga, sólo hereda el ardor guerrero de sus antepasados para luchas pacíficas de la colonización americana. Durante su juventud estudia cánones en Salamanca, y a los treinta años es inquisidor mayor de Granada. Este título terrible se convierte en sus manos en un instrumento de amor, de piedad, de salvación. Es el momento en que don Juan de Austria acaba de apaciguar la insurrección de los moriscos. Los vencidos encuentran en el inquisidor un padre, un consejero, un protector, y, en frase de sus enemigos, un encubridor. Le acusan de favorecer la herejía, como más tarde, ya en América, le acusarán de ser poco amigo del Santo Tribunal de la Inquisición. Estos años de Granada son como el noviciado de su vida apostólica entre los indios.
A los cuarenta años, Felipe II, gran conocedor de hombres, le nombra arzobispo de Lima y metropolitano del Perú. Toribio se sintió abrumado por aquella carga. No se creía llamado a las dignidades. No era siquiera exorcista o portero; era un simple tonsurado. No obstante, después de muchas vacilaciones, después de vivas discusiones con el rey, aceptó. La esperanza lejana del martirio fué el motivo más poderoso para decidirle. Y si no derramó su sangre como tantos otros evangelizadores de las tierras nuevamente descubiertas, tuvo la gloria de ser el más grande de los misioneros americanos. Fue un gran misionero y un gran prelado; resumió en su persona de una manera integral los rasgos vigorosos de Carlos Borromeo y de Francisco Javier.
Como el arzobispo de Milán, trabajó incansablemente por realizar el programa episcopal trazado por el concilio de Trento: celebración de sínodos, reforma del clero, organización de las misiones, erección de parroquias, corrección de las costumbres, aplicación estricta de los cánones en una tierra donde se creía que estaban de más muchas de las viejas leyes de Europa. A pesar de todos los obstáculos, realiza su programa sin desmayar un solo instante. Ataja las violencias, lanza severos castigos contra los culpables, y prodiga lo que en la América de los conquistadores se llamaba el ladrillo de Roma; es decir, la excomunión: excomunión contra el cura que abandona su parroquia, contra el sacerdote que ejerce el comercio, contra el español que maltrata al indio entregado a su custodia, contra el virrey que pone obstáculos a su ministerio. ¡Cosa maravillosa! En aquellas regiones, donde las distancias son inmensas, donde aún no había caminos, donde altísimas montañas entorpecían la marcha del viajero, logró Toribio, en poco más de cuatro lustros, celebrar quince sínodos diocesanos y reunir cuatro veces en torno suyo a los obispos de la América meridional.
Todo esto no era más que un aspecto de aquella actividad inaudita. Aquel hombre que organizaba, limpiaba y construía, era además un apóstol infatigable. Su archidiócesis era tan grande como un reino: distancias de centenares de leguas, ciudadelas colgadas de picos inaccesibles, tribus de indios vagabundos, aldehuelas perdidas en los repliegues de los Andes. A todas partes llegó el intrépido misionero en dieciséis años de caminatas por valles y montañas, por ríos desconocidos y quebradas formidables. Entraba en los míseros bohíos, buscaba a los indígenas, acostumbrados a huir del europeo; les hablaba en su propia lengua, les sonreía paternalmente y les ganaba al imperio de Cristo y al de España con la magia de su bondad, más poderosa que la espada de los guerreros. El antiguo doctor en leyes se había hecho un simple catequista. Se introducía entre los grupos de indios, les hablaba de la vanidad de su religión solar, echaba por el suelo sus grotescos ídolos de pórfido y barro, les enseñaba los principios fundamentales de la vida cristiana, y, poniéndolos bajo la dirección de un sacerdote, los agrupaba en tornó de la iglesia, los acostumbraba a una vida sedentaria y laboriosa. Algún tiempo después volvía para ver su obra, para alentar a los nuevos cristianos y administrarles el sacramento de la Confirmación. Son millones los indios que confirmó en aquellas andanzas apostólicas.
Los indios le miraban con el respeto que sus padres habían consagrado al inca. Su misma presencia contribuía a impresionar a las gentes sencillas de la tierra: talla majestuosa, nariz prominente, frente ancha y noble ademán. Además, este hombre, que en el interior de su casa vivía con la sencillez y el rigor de un cenobita, aparecía en público con toda la magnificencia de su dignidad prelaticia. No le importaba caminar sobre la nieve con abarcas en los pies y un vestido de pieles en la espalda; no le importaba descolgarse de un risco por medio de cuerdas para ir de un pueblo a otro; pero una vez en la iglesia, se le veía adornado de todo esplendor episcopal.
No obstante, más de una vez su audacia le puso a las puertas de la muerte. Rodar por las rocas, perderse en los bosques, caer en los ríos, hundirse en los ventisqueros y en las lagunas, esto era lo de menos. Más peligros había en la actitud de los indios, siempre tornadizos y caprichosos. Toribio debía estar dispuesto a sufrir sus injurias, sus arrebatos, sus veleidades y sus rebeldías. Veinte veces pasó sereno entre el silbo de las flechas envenenadas. Nada le detenía. Si podía salvar un alma, iba contento hasta ella, aunque en el camino le espiase la muerte. A quince leguas de Lima hay todavía restos del pueblo de Quive, importante en otro tiempo. Allí llegó en 1597 el santo arzobispo haciendo su segunda visita. Nadie salió a recibirle. El pueblo entero seguía entregado al culto de sus ídolos. Con ánimo abatido, dirigióse el prelado a la iglesia, donde sólo encontró dos niños y una niña, que, llevados por sus padres, recibieron la Confirmación. Al salir, la multitud le aguardaba en la calle con gesto provocativo, y los muchachos le acompañaron hasta su alojamiento, gritando en quechua:
—¡Narigudo! ¡Narigudo!
Él, sin el menor gesto de impaciencia, llenos los ojos de lágrimas, se contentó con decir:
—¡Desgraciados! ¡No pasaréis de tres!
Y cuentan que al poco tiempo en Quive no quedaban más que tres casas. Hay que reconocer, sin embargo, que no hizo inútilmente aquel viaje: sus manos derramaron raudales de gracia, y la niña confirmada aquel día se llamó Santa Rosa de Lima.
Toribio no murió mártir, pero encontró la muerte en una de estas peregrinaciones evangélicas, estando en Santa, a más de quinientos kilómetros de la capital de su diócesis.
En su libro El sentido misional de la conquista de América, Vicente Sierra ha relatado, en una página memorable por su emoción sublime, el final del gran misionero. Terminaba entonces la tercera de sus visitas pastorales en el valle de Pacasmayo. Se hospedaba en la casa de los agustinos, y allí sintió los primeros síntomas de la enfermedad, a pesar de lo cual no se detuvo hasta que su mal le obligó, al llegar a Santiago de Miradores, a hospedarse en casa de un doctrinero. Iba a morir. Pero no es allí donde quiso recibir el viático. Fue preciso llevarle a la humilde iglesia del lugar. Lo hizo por humildad, es cierto, pues, como el Centurión, no se creía digno de que el Señor viniese a su casa; pero lo hizo también por amor a aquel otro ideal de su vida: la parroquia de indios.
Trasladado luego trabajosamente a la casa cural, tuvo una idea que nos revela las dulzuras de devoción y de poesía que se escondían bajo la adusta corteza del austero castellano. Como fray Jerónimo, el superior de los agustinos, sabía tocar el arpa, suplicóle el moribundo que la trajera y que le cantara a su son el salmo Crédidi, y luego aquel otro que empieza: In te. Domine, speravi. Hízolo el misionero artista, y entretanto veíanse los ojos del venerable prelado dirigirse dulcemente a un crucifijo, y de cuando en cuando a los patronos suyos, como misionero y como obispo, San Pedro y San Pablo, cuyas imágenes tenía a la vista. La emoción cortaba la voz del prior, lágrimas de fuego corrían por las mejillas de los familiares, lloraban desconsolados los indios y los negros. Y así, entre aquel canto divino, exhaló el último aliento el gran sacerdote de los Andes. Era el Jueves Santo. 23 de marzo de 1606.
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