El aire estaba lleno de ruidos: ruidos de hazañas y victorias, de descubrimientos y conquistas. Los portugueses; en las Indias Orientales; los castellanos, en las Occidentales, a través de mares nuevos y tierras desconocidas. El príncipe y el porquerizo, el hidalgo y el menestral, todos sentían en el alma el aguijón de los sueños locos y las aventuras inéditas. Juan Ciudad y Duarte sintió también su brujuleo en sus carnes infantiles. Ocho años tenía cuando, una tarde, salió de su tierra y se lanzó con rumbo a lo desconocido. Se asfixiaba en su pequeña villa portuguesa de Montemayor el Nuevo, y en la pobre casa paterna, la casa de un artesano honrado, pero sin reis: maderas podridas, ventanas de cartón, muros desnudos y cuarteados, y en los rincones, telarañas y nidos de insectos.
Más afortunado que Santa Teresa, nadie se interpuso en su camino, y andando, andando, perdió de vista a su pueblo, dejó atrás la tierra de Évora, atravesó el Guadiana y entró en el reino de Castilla. Pero ¿dónde iba él con sus ocho años? Su ímpetu aventurero empezó a desmayar, y al llegar a Oropesa, aplazando para cuando fuese mayor sus anhelos heroicos, hizo alto en su viaje, entrando a servir en la casa de un rico propietario de la tierra. Soportando el fuego de los soles meridionales, respirando el aire sano de la dehesa, se forma y fortalece el joven. El pastorcillo se convierte en rabadán, el rabadán se hace el administrador, el hombre de la confianza del cortijero. Es inteligente, trabajador, fornido, atlético, tiene nariz firme, frente ancha, barba fina, y abundante cabellera. Sus ojos brillan con una fosforescencia de visionario. La hija de su amo se enamora de aquella belleza enérgica y varonil, y el amo no sólo consiente en el casamiento, sino que le procura por todos los medios. Juan pide tiempo para reflexionar, y un día desaparece, alistándose en el tercio que reunía el conde de Oropesa para luchar con los franceses. «Adelante—le gritaba la voz interior—; tú no puedes atarte a una mujer hermosa, ni a una casa rica, ni a un porvenir desahogado, pero oscuro.»
Un año más tarde—iba a cumplir los veinticinco—llegaba otra vez a Oropesa, derrotado y triste. Contaba cosas extrañas de su vida de soldado. Como Ignacio de Loyola, había hecho la guerra de Navarra y asistido al sitio de Fuenterrabía. Un día, yendo a forrajear, la yegua que montaba, una yegua que él acababa de coger al enemigo, echó a correr desaforadamente en dirección a sus antiguos dueños, arrojando al jinete sobre unas peñas, de donde se levantó herido y ensangrentado. En otra ocasión desapareció un rico depósito que le había confiado su capitán. Tal vez se lo había dado a los pobres; pero las inspiraciones de la caridad son muy distintas de las leyes de la guerra. El hecho es que Juan fue condenado a muerte; y ya estaba al pie del árbol en que le iban a ahorcar, cuando llegó un jefe superior, que se contentó con expulsarle del ejército»
Busca nuevamente un refugio en la casa de su amo de Oropesa, se alista otra vez en las compañías que van a pelear contra el turco en el centro de Europa, llega hasta Viena, y, terminada la campaña, hace la peregrinación de Santiago de Compostela. Entonces se acuerda por vez primera de su pueblo natal y de sus padres. Llega a Montemayor, pero en su casa nadie le conoce. Sus padres han muerto; encuentra sólo un pariente lejano, que le ofrece hospitalidad, cariño y dinero. Él lo rechaza todo, y llevado de su humor andariego, penetra por tercera vez en España, se hace ganadero en Sevilla, deja el ganado y pasa al áfrica. En Ceuta trabaja como albañil, y con lo que gana sirve a los enfermos y ayuda a los necesitados. Sus aventuras empiezan poco a poco a iluminarse con un sello divino. Vuelve una vez más a la Península, se detiene en Gibraltar y allí se gana la vida vendiendo libros y estampas. Entre los libros piadosos lleva también libros de caballerías, pero él tiene escrúpulos de venderlos, y con frecuencia disuade a los clientes de su lectura. Con el fardo a cuestas, pregonando su mercancía, camina por las calles de Gibraltar, de Algeciras y de otras ciudades cercanas al mar; una vez, llevado de un instinto divino, llega hasta Granada, donde, a la edad madura de los cuarenta y dos años, va a conocer finalmente su vocación.
El 20 de enero de 1537 predicaba allí Juan de Avila, el apóstol incomparable de Andalucía. Habló de San Sebastián, del heroico atleta que bajo la clámide del soldado llevaba la túnica roja del hombre inflamado en la caridad de Cristo; trazó un cuadro vigoroso de las amarguras del placer y de las glorias del dolor que se llevan por Cristo, y acabó ponderando las recompensas inefables destinadas a la virtud. Aquella palabra ardiente, sincera y prodigiosamente persuasiva, fue para Juan Ciudad una evocación dolorosa de su vida en el cuartel y en el campamento. Dejóle tan turbado y abatido, tan profundamente impresionado, que, deshecho en lágrimas, se arrojó por el suelo, gritando entre lágrimas y sollozos: «¡Misericordia, Señor, misericordia!» Arrojáronle de la iglesia; pero en las calles y en las plazas, mesándose la barba y el cabello, desgarrándose la cara con las manos, en medio del espanto y admiración de los transeúntes, seguía exhalando su angustioso grito: «¡Misericordia, Señor, misericordia!» Cuando, muerto casi de cansancio, llegó a su mísero tenducho, echó mano de los libros de caballerías e hizo con ellos una hoguera. Todo lo demás, las estampas, las obras piadosas, los muebles y los vestidos, lo distribuyó entre la turba de curiosos y desharrapados que había ido detrás de él. Sólo se quedó con lo que llevaba puesto, un simple pantalón de tela y una camisa, y así, descalzo, descubierta la cabeza, la abundante melena en desorden, se lanzó de nuevo a través de la ciudad, agitándose como un ebrio, gritando como un loco, dando las muestras más extrañas de dolor y arrepentimiento. Los niños y los ociosos le seguían, riéndose de él, insultándole y arrojándole inmundicias. A las burlas y los golpes, él respondía dulcemente: «Muy bien; todo eso lo merezco; debo ser despreciado como vil basura; debo ser tratado como el mayor criminal.» Y diciendo esto, se acercaba a sus perseguidores y les hacía besar una cruz que llevaba.
Las cosas del portugués empezaron a alarmar a las autoridades. Considéresele como un loco, le prendieron y le encerraron en el manicomio. Sensible en grado sumo, Juan no pudo soportar el ambiente de dureza que allí reinaba. El loquero de aquel tiempo no veía en el loco más que un probable criminal, a quien era preciso tratar con desconfianza y con rigor; en la teoría y en la práctica, estaba en vigor el principio inhumano de que el loco con la pena es cuerdo. Ante los golpes de la verga, ante los alaridos de las victimas, conmovióse el corazón del nuevo recluso. «¡Crueles, perversos, verdugos—gritaba a los vigilantes—; tened piedad de esos desgraciados, que son inocentes! ¿Y queréis que esta casa se llame un establecimiento de caridad?» Como era natural, los azotes llovían entonces sobre él; pero él no protestaba, sino que decía a sus atormentadores: «Castigad, castigad esta carne, que tiene la culpa de todo.»
Entre tanto, todo esto llegó a oídos del maestro Juan de Avila, que era tal vez el único capaz de comprender aquella divina locura. Juan de Avila despertó en Juan Ciudad los ecos dormidos de la voz divina, vio los ricos caudales que el Señor había puesto en aquella alma privilegiada, la enfrenó contra posibles extravíos, y encaminó aquella sensibilidad exquisita, aquella actividad siempre inquieta y anhelosa de cosas grandes, aquel instinto sublime de compasión y de caridad, hacia una obra permanente y eficaz, de un valor positivo y social, de un sentido profundamente cristiano. Ha nacido la idea de un hospital, que va a ser la cuna de una Orden nueva, entregada a todos los heroísmos de la caridad: la Orden de los Hermanos Hospitalarios de San Juan de Dios. El pastor, el soldado, el albañil, el buhonero, el hombre a quien se acusa de inventar cada mañana un nuevo oficio, ha encontrado finalmente su camino. Ya no vuelve a dudar. Aún se encamina a Guadalupe en una peregrinación rica de prodigios y de aventuras pintorescas, pero es para poner su obra bajo la protección de la Virgen. A la vuelta, entra en Granada con una carga de leña sobre los hombros, para ganarse unos maravedís, y pocos días después, en el mes de noviembre de 1537, compra una casa para recibir a sus hermanos los pobres y los enfermos.
El hombre de temperamento exaltado, imaginativo y soberanamente excitable, se convierte ahora en un creador, en un organizador, en un precursor de todos los métodos de la beneficencia moderna, sin despojarles del alma de la caridad. Desde los primeros días tiene ya cincuenta camas con sus mantas, esteras, almohadas, y a la cabecera una cruz de palo. Imitando a Cristo, Juan empieza por sanar el alma. «¿Ha mucho tiempo que os confesasteis?», pregunta a los que imploran su socorro. Pero admite a todos, y a todos los cuida con el mismo amor. Los limpia, los cura, los consuela, les da de comer. Con su presencia, la morada del dolor se convierte en mansión de la alegría. Todo es limpieza, orden y paz en ella. Diariamente, después de anochecer, sale a recorrer la ciudad, mendigando para las necesidades del día siguiente. Va lentamente, llevando un gran cesto de mimbre sobre la espalda, y a los lados, sujetas con una cuerda, dos ollas grandes de cobre. De cuando en cuando se detiene y grita con voz poderosa: «Hermanos, haced bien para vosotros.»
Como antes los golpes, llueven ahora las limosnas; el que antes no tenía un escudo, los maneja ahora por miles; y los que se habían reído del loco, quedan pasmados de su alta sabiduría, le admiran, le veneran, y en Bibarrambla y el Albaicín no se habla más que de aquel extranjero prodigioso. Las gentes del pueblo se arrodillaban delante de él, los palacios se abrían a su voz, los aristócratas se honraban llenando su canastillo; los mismos bienaventurados querían asociarse a su obra de humanidad cristiana. Recordemos el cuadro famoso de Murillo: el santo vuelve a su casa con el cesto lleno; en el camino, tendido junto a una esquina, encuentra a un mendigo enfermo y ulceroso. Con gran dificultad le sube a su espalda, y, renqueando, se dirige hacia el hospital. De repente, un desconocido le sale al encuentro, le coge del brazo, le sostiene y le guía. Es el arcángel San Rafael.
El maestro Avila le ayuda también con sus consejos. Juan Ciudad, espíritu generoso, con todos los ímpetus de un volcán, necesitaba una dirección que enfrenase y encauzase sus dobles impulsos. Así se lo decía aquel finísimo conocedor de hombres. «Hermano mío—le escribía—, tomad el ajeno consejo; que si permanecéis obediente, no seréis engañado por el enemigo. Un gran santo ha dicho que aquel que se escucha a sí mismo no tiene necesidad del demonio que le tiente. Yo os ruego, pues, que continuéis en obediencia por el amor de Dios.» Cuando estos hombres maravillosamente dotados son suficientemente humildes para desconfiar hasta de sus más excelsas inspiraciones, entonces es cuando dejan las obras que no mueren. Esto explica la fecundidad de la obra de Juan. Su persona, sus pobres, su hospital, todo cuanto iba creando, lo puso desde el principio en manos del arzobispo, y el arzobispo le dio su protección, su bendición y su apoyo; le dio su nuevo nombre y su gloria de fundador.
Constantemente veía el prelado a su protegido con vestidos distintos, cada vez más roto y destrozado. Indagó la causa, y llegó a saber que el bendito hermano Juan no podía tener dos días seguidos el mismo ferreruelo, las mismas calzas ni la misma camisa, porque en cuanto veía a un pobre peor vestido que él, sentí el anhelo irresistible de trocar las prendas menos malas por los harapos. «Bueno—le dijo un día el arzobispo—, desde ahora eso ha terminado; vas a tener un hábito bendito por mi mano, que te has de guardar muy bien de enajenar.» E inmediatamente le vistió una túnica parda, le puso encima un escapulario pardo y le dio el nuevo nombre de Juan de Dios. Así nació la nueva Orden, consagrada al cuidado de los enfermos y los locos. Sus primeros compañeros los encontró el fundador entre la gente más desgarrada: caballeros de pendencia diaria, jugadores empedernidos, carne de presidio y de burdel. En el burdel encontró Juan de Dios almas generosas que le hacían llorar de alegría. Tenía el secreto de despertar en los corazones más podridos los instintos de la virtud y el heroísmo.
La obra crecía, se aumentaban los pobres, y los gastos se hacían cada vez mayores. Había deudas. La locura del amor no suele entender mucho de prudencias administrativas, pero tiene sobre ellas una gran ventaja: es que nunca termina mal. Juan de Dios salió a colectar por Andalucía, llegó a Toledo y a Valladolid, donde entonces estaba la corte. Los magnates se empeñaron en presentarle al príncipe don Felipe. Al llegar a su presencia, cayó de rodillas, pronunciando estas palabras;
—Señor, a todos los hombres acostumbro yo llamarlos hermanos; pero a vos, que sois mi rey y señor natural, no sé cómo llamaros.
—Llamadme como queráis, hermano—respondió don Felipe.
Y animado por su agradable acogida, le dijo Juan de Dios estas palabras:
—Pues yo os llamaré buen príncipe, y buen principio os dé Dios en el reinar, y buen fin para que os salvéis.
Tal fue la entrevista con el más grande de los reyes.
Poco después de esta excursión a través de Castilla, Juan se sintió enfermo. Ya en cama, le dijeron que una avenida del Genil había dejado cerca del hospital una gran cantidad de madera. Levantóse a recogerla para sus pobres. Mientras estaba en la tarea, un joven fue arrastrado por la corriente; arrojóse tras él para salvarle, y este esfuerzo agotó sus energías. Todavía se levantó otra vez para salvar el alma de un tejedor desesperado que se empeñaba en cortar el hilo de su vida. Por junto a su lecho pasaban sin cesar las gentes de Granada, desde el virrey y el arzobispo hasta los gitanos y los moriscos del Monte Sacro y el Albaicín; pasaban también, dejando huellas de luz, los habitantes del Cielo. Intrépido hasta el fin, quiso recibir dignamente la visita de la muerte: levantóse del lecho, se vistió, y tomando el crucifijo en las manos, quedó arrebatado en oración extática. Estaba solo con su Dios. Cuando una hora después fueron a verle sus compañeros, le hallaron en esa actitud: de rodillas, el crucifijo entre las manos y los ojos clavados en el Cielo; pero eran ya los ojos de un muerto, de un muerto que goza de la verdadera vida.
Así dejó de latir aquel gran corazón; así dejó la tierra uno de los hombres que más trabajaron por arrancar sus espinas.
Más afortunado que Santa Teresa, nadie se interpuso en su camino, y andando, andando, perdió de vista a su pueblo, dejó atrás la tierra de Évora, atravesó el Guadiana y entró en el reino de Castilla. Pero ¿dónde iba él con sus ocho años? Su ímpetu aventurero empezó a desmayar, y al llegar a Oropesa, aplazando para cuando fuese mayor sus anhelos heroicos, hizo alto en su viaje, entrando a servir en la casa de un rico propietario de la tierra. Soportando el fuego de los soles meridionales, respirando el aire sano de la dehesa, se forma y fortalece el joven. El pastorcillo se convierte en rabadán, el rabadán se hace el administrador, el hombre de la confianza del cortijero. Es inteligente, trabajador, fornido, atlético, tiene nariz firme, frente ancha, barba fina, y abundante cabellera. Sus ojos brillan con una fosforescencia de visionario. La hija de su amo se enamora de aquella belleza enérgica y varonil, y el amo no sólo consiente en el casamiento, sino que le procura por todos los medios. Juan pide tiempo para reflexionar, y un día desaparece, alistándose en el tercio que reunía el conde de Oropesa para luchar con los franceses. «Adelante—le gritaba la voz interior—; tú no puedes atarte a una mujer hermosa, ni a una casa rica, ni a un porvenir desahogado, pero oscuro.»
Un año más tarde—iba a cumplir los veinticinco—llegaba otra vez a Oropesa, derrotado y triste. Contaba cosas extrañas de su vida de soldado. Como Ignacio de Loyola, había hecho la guerra de Navarra y asistido al sitio de Fuenterrabía. Un día, yendo a forrajear, la yegua que montaba, una yegua que él acababa de coger al enemigo, echó a correr desaforadamente en dirección a sus antiguos dueños, arrojando al jinete sobre unas peñas, de donde se levantó herido y ensangrentado. En otra ocasión desapareció un rico depósito que le había confiado su capitán. Tal vez se lo había dado a los pobres; pero las inspiraciones de la caridad son muy distintas de las leyes de la guerra. El hecho es que Juan fue condenado a muerte; y ya estaba al pie del árbol en que le iban a ahorcar, cuando llegó un jefe superior, que se contentó con expulsarle del ejército»
Busca nuevamente un refugio en la casa de su amo de Oropesa, se alista otra vez en las compañías que van a pelear contra el turco en el centro de Europa, llega hasta Viena, y, terminada la campaña, hace la peregrinación de Santiago de Compostela. Entonces se acuerda por vez primera de su pueblo natal y de sus padres. Llega a Montemayor, pero en su casa nadie le conoce. Sus padres han muerto; encuentra sólo un pariente lejano, que le ofrece hospitalidad, cariño y dinero. Él lo rechaza todo, y llevado de su humor andariego, penetra por tercera vez en España, se hace ganadero en Sevilla, deja el ganado y pasa al áfrica. En Ceuta trabaja como albañil, y con lo que gana sirve a los enfermos y ayuda a los necesitados. Sus aventuras empiezan poco a poco a iluminarse con un sello divino. Vuelve una vez más a la Península, se detiene en Gibraltar y allí se gana la vida vendiendo libros y estampas. Entre los libros piadosos lleva también libros de caballerías, pero él tiene escrúpulos de venderlos, y con frecuencia disuade a los clientes de su lectura. Con el fardo a cuestas, pregonando su mercancía, camina por las calles de Gibraltar, de Algeciras y de otras ciudades cercanas al mar; una vez, llevado de un instinto divino, llega hasta Granada, donde, a la edad madura de los cuarenta y dos años, va a conocer finalmente su vocación.
El 20 de enero de 1537 predicaba allí Juan de Avila, el apóstol incomparable de Andalucía. Habló de San Sebastián, del heroico atleta que bajo la clámide del soldado llevaba la túnica roja del hombre inflamado en la caridad de Cristo; trazó un cuadro vigoroso de las amarguras del placer y de las glorias del dolor que se llevan por Cristo, y acabó ponderando las recompensas inefables destinadas a la virtud. Aquella palabra ardiente, sincera y prodigiosamente persuasiva, fue para Juan Ciudad una evocación dolorosa de su vida en el cuartel y en el campamento. Dejóle tan turbado y abatido, tan profundamente impresionado, que, deshecho en lágrimas, se arrojó por el suelo, gritando entre lágrimas y sollozos: «¡Misericordia, Señor, misericordia!» Arrojáronle de la iglesia; pero en las calles y en las plazas, mesándose la barba y el cabello, desgarrándose la cara con las manos, en medio del espanto y admiración de los transeúntes, seguía exhalando su angustioso grito: «¡Misericordia, Señor, misericordia!» Cuando, muerto casi de cansancio, llegó a su mísero tenducho, echó mano de los libros de caballerías e hizo con ellos una hoguera. Todo lo demás, las estampas, las obras piadosas, los muebles y los vestidos, lo distribuyó entre la turba de curiosos y desharrapados que había ido detrás de él. Sólo se quedó con lo que llevaba puesto, un simple pantalón de tela y una camisa, y así, descalzo, descubierta la cabeza, la abundante melena en desorden, se lanzó de nuevo a través de la ciudad, agitándose como un ebrio, gritando como un loco, dando las muestras más extrañas de dolor y arrepentimiento. Los niños y los ociosos le seguían, riéndose de él, insultándole y arrojándole inmundicias. A las burlas y los golpes, él respondía dulcemente: «Muy bien; todo eso lo merezco; debo ser despreciado como vil basura; debo ser tratado como el mayor criminal.» Y diciendo esto, se acercaba a sus perseguidores y les hacía besar una cruz que llevaba.
Las cosas del portugués empezaron a alarmar a las autoridades. Considéresele como un loco, le prendieron y le encerraron en el manicomio. Sensible en grado sumo, Juan no pudo soportar el ambiente de dureza que allí reinaba. El loquero de aquel tiempo no veía en el loco más que un probable criminal, a quien era preciso tratar con desconfianza y con rigor; en la teoría y en la práctica, estaba en vigor el principio inhumano de que el loco con la pena es cuerdo. Ante los golpes de la verga, ante los alaridos de las victimas, conmovióse el corazón del nuevo recluso. «¡Crueles, perversos, verdugos—gritaba a los vigilantes—; tened piedad de esos desgraciados, que son inocentes! ¿Y queréis que esta casa se llame un establecimiento de caridad?» Como era natural, los azotes llovían entonces sobre él; pero él no protestaba, sino que decía a sus atormentadores: «Castigad, castigad esta carne, que tiene la culpa de todo.»
Entre tanto, todo esto llegó a oídos del maestro Juan de Avila, que era tal vez el único capaz de comprender aquella divina locura. Juan de Avila despertó en Juan Ciudad los ecos dormidos de la voz divina, vio los ricos caudales que el Señor había puesto en aquella alma privilegiada, la enfrenó contra posibles extravíos, y encaminó aquella sensibilidad exquisita, aquella actividad siempre inquieta y anhelosa de cosas grandes, aquel instinto sublime de compasión y de caridad, hacia una obra permanente y eficaz, de un valor positivo y social, de un sentido profundamente cristiano. Ha nacido la idea de un hospital, que va a ser la cuna de una Orden nueva, entregada a todos los heroísmos de la caridad: la Orden de los Hermanos Hospitalarios de San Juan de Dios. El pastor, el soldado, el albañil, el buhonero, el hombre a quien se acusa de inventar cada mañana un nuevo oficio, ha encontrado finalmente su camino. Ya no vuelve a dudar. Aún se encamina a Guadalupe en una peregrinación rica de prodigios y de aventuras pintorescas, pero es para poner su obra bajo la protección de la Virgen. A la vuelta, entra en Granada con una carga de leña sobre los hombros, para ganarse unos maravedís, y pocos días después, en el mes de noviembre de 1537, compra una casa para recibir a sus hermanos los pobres y los enfermos.
El hombre de temperamento exaltado, imaginativo y soberanamente excitable, se convierte ahora en un creador, en un organizador, en un precursor de todos los métodos de la beneficencia moderna, sin despojarles del alma de la caridad. Desde los primeros días tiene ya cincuenta camas con sus mantas, esteras, almohadas, y a la cabecera una cruz de palo. Imitando a Cristo, Juan empieza por sanar el alma. «¿Ha mucho tiempo que os confesasteis?», pregunta a los que imploran su socorro. Pero admite a todos, y a todos los cuida con el mismo amor. Los limpia, los cura, los consuela, les da de comer. Con su presencia, la morada del dolor se convierte en mansión de la alegría. Todo es limpieza, orden y paz en ella. Diariamente, después de anochecer, sale a recorrer la ciudad, mendigando para las necesidades del día siguiente. Va lentamente, llevando un gran cesto de mimbre sobre la espalda, y a los lados, sujetas con una cuerda, dos ollas grandes de cobre. De cuando en cuando se detiene y grita con voz poderosa: «Hermanos, haced bien para vosotros.»
Como antes los golpes, llueven ahora las limosnas; el que antes no tenía un escudo, los maneja ahora por miles; y los que se habían reído del loco, quedan pasmados de su alta sabiduría, le admiran, le veneran, y en Bibarrambla y el Albaicín no se habla más que de aquel extranjero prodigioso. Las gentes del pueblo se arrodillaban delante de él, los palacios se abrían a su voz, los aristócratas se honraban llenando su canastillo; los mismos bienaventurados querían asociarse a su obra de humanidad cristiana. Recordemos el cuadro famoso de Murillo: el santo vuelve a su casa con el cesto lleno; en el camino, tendido junto a una esquina, encuentra a un mendigo enfermo y ulceroso. Con gran dificultad le sube a su espalda, y, renqueando, se dirige hacia el hospital. De repente, un desconocido le sale al encuentro, le coge del brazo, le sostiene y le guía. Es el arcángel San Rafael.
El maestro Avila le ayuda también con sus consejos. Juan Ciudad, espíritu generoso, con todos los ímpetus de un volcán, necesitaba una dirección que enfrenase y encauzase sus dobles impulsos. Así se lo decía aquel finísimo conocedor de hombres. «Hermano mío—le escribía—, tomad el ajeno consejo; que si permanecéis obediente, no seréis engañado por el enemigo. Un gran santo ha dicho que aquel que se escucha a sí mismo no tiene necesidad del demonio que le tiente. Yo os ruego, pues, que continuéis en obediencia por el amor de Dios.» Cuando estos hombres maravillosamente dotados son suficientemente humildes para desconfiar hasta de sus más excelsas inspiraciones, entonces es cuando dejan las obras que no mueren. Esto explica la fecundidad de la obra de Juan. Su persona, sus pobres, su hospital, todo cuanto iba creando, lo puso desde el principio en manos del arzobispo, y el arzobispo le dio su protección, su bendición y su apoyo; le dio su nuevo nombre y su gloria de fundador.
Constantemente veía el prelado a su protegido con vestidos distintos, cada vez más roto y destrozado. Indagó la causa, y llegó a saber que el bendito hermano Juan no podía tener dos días seguidos el mismo ferreruelo, las mismas calzas ni la misma camisa, porque en cuanto veía a un pobre peor vestido que él, sentí el anhelo irresistible de trocar las prendas menos malas por los harapos. «Bueno—le dijo un día el arzobispo—, desde ahora eso ha terminado; vas a tener un hábito bendito por mi mano, que te has de guardar muy bien de enajenar.» E inmediatamente le vistió una túnica parda, le puso encima un escapulario pardo y le dio el nuevo nombre de Juan de Dios. Así nació la nueva Orden, consagrada al cuidado de los enfermos y los locos. Sus primeros compañeros los encontró el fundador entre la gente más desgarrada: caballeros de pendencia diaria, jugadores empedernidos, carne de presidio y de burdel. En el burdel encontró Juan de Dios almas generosas que le hacían llorar de alegría. Tenía el secreto de despertar en los corazones más podridos los instintos de la virtud y el heroísmo.
La obra crecía, se aumentaban los pobres, y los gastos se hacían cada vez mayores. Había deudas. La locura del amor no suele entender mucho de prudencias administrativas, pero tiene sobre ellas una gran ventaja: es que nunca termina mal. Juan de Dios salió a colectar por Andalucía, llegó a Toledo y a Valladolid, donde entonces estaba la corte. Los magnates se empeñaron en presentarle al príncipe don Felipe. Al llegar a su presencia, cayó de rodillas, pronunciando estas palabras;
—Señor, a todos los hombres acostumbro yo llamarlos hermanos; pero a vos, que sois mi rey y señor natural, no sé cómo llamaros.
—Llamadme como queráis, hermano—respondió don Felipe.
Y animado por su agradable acogida, le dijo Juan de Dios estas palabras:
—Pues yo os llamaré buen príncipe, y buen principio os dé Dios en el reinar, y buen fin para que os salvéis.
Tal fue la entrevista con el más grande de los reyes.
Poco después de esta excursión a través de Castilla, Juan se sintió enfermo. Ya en cama, le dijeron que una avenida del Genil había dejado cerca del hospital una gran cantidad de madera. Levantóse a recogerla para sus pobres. Mientras estaba en la tarea, un joven fue arrastrado por la corriente; arrojóse tras él para salvarle, y este esfuerzo agotó sus energías. Todavía se levantó otra vez para salvar el alma de un tejedor desesperado que se empeñaba en cortar el hilo de su vida. Por junto a su lecho pasaban sin cesar las gentes de Granada, desde el virrey y el arzobispo hasta los gitanos y los moriscos del Monte Sacro y el Albaicín; pasaban también, dejando huellas de luz, los habitantes del Cielo. Intrépido hasta el fin, quiso recibir dignamente la visita de la muerte: levantóse del lecho, se vistió, y tomando el crucifijo en las manos, quedó arrebatado en oración extática. Estaba solo con su Dios. Cuando una hora después fueron a verle sus compañeros, le hallaron en esa actitud: de rodillas, el crucifijo entre las manos y los ojos clavados en el Cielo; pero eran ya los ojos de un muerto, de un muerto que goza de la verdadera vida.
Así dejó de latir aquel gran corazón; así dejó la tierra uno de los hombres que más trabajaron por arrancar sus espinas.
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