Por tierras de Aranda dice la gente este refrán:
El que la gloria en vida quiera, que vaya en romería a La Aguilera.
La Aguilera es un púeblecito húrgales perdido en la llanura castellana, cerca de la ribera del Duero. En las afueras, al poniente, sobre el manto dorado y verde de la tierra, se recorta la silueta del santuario: muros pesados y sombríos, cúpulas oscuras, agujas atrevidas sondeando el cielo. Dentro, claustros, galerías largas y desnudas, capillas con retablos churriguerescos, blasones, piedras tumbales, mármoles, estatuas, y, llenándolo todo, el recuerdo, el nombre y la gloria de San Pedro de Costanilla, a quien, recogiendo un mote de familia, llamaron ya en vida estas gentes castellanas San Pedro Regalado.
Todos por aquí conocen este nombre y le repiten con veneración; pero son pocos los que sabrían deciros algo de la historia del que le llevó. Fue un gran santo; hace muchos milagros, lo cual parece indicar que tiene mucha influencia en el Cielo. ¿Qué necesidad tenemos de saber otra cosa? Sus mismos hermanos, los Padres franciscanos, no os dirán mucho más. Saben, ciertamenete, que era un vallisoletano que, desde su infancia, se hizo discípulo del reformador de la Orden en Castilla, fray Pedro de Villacreces; y que, muerto el maestro, heredó su espíritu y le conservó con suavidad y fortaleza a la vez en los conventos reformados. Fue vicario de La Aguilera y del Abrojo en aquellos días en que Juan II decía al tiempo de morir: «Bachiller Cibdareal, fuera yo fraile del Abrojo, y no rey de Castilla.» Y ciertamente que fray Pedro no se hubiera cambiado nunca por don Juan. Su vida fue recorrer esta tierra de Castilla, tierra llana y de pan llevar; de Burgos a Falencia y de Palencia a Valladolid, mendigando y predicando en las orillas del Duero y del Pisuerga, hablando con gesto risueño a las gentes de las paneras inagotables del Cielo; sembrando, sin darse cuenta, sus milagros y sus consuelos, y comiendo junto a las fuentes el pan duro que le daban los labriegos. Siempre sonriente, siempre afable, siempre bondadoso, hasta cuando recordaba a los relajados las reglas severas de su maestro.
Esto es todo lo que os dirá el hermano portero de La Aguilera. Pero luego os cogerá del brazo, os meterá en el convento y os pondrá delante del santo. Veréis el jardín donde paseaba absorto en sus meditaciones; el otero desde donde contemplaba en el horizonte lejano y encendido la agonía lenta de la tarde, exclamando, tal vez, como Raimundo Lulio:
« ¡ Oh bondad! »; la sala donde hablaba a sus hermanos de la pobreza y de la muerte; el bosquecillo cuyas ramas se estremecían al caer sobre su cuerpo los golpes de la disciplina. Aquí está también la capilla de la Gloria, donde el santo dijo la primera misa, donde el amor le arrebataba en sus brazos; y la iglesia conventual, donde presidía el rezo de la salmodia; y el camarín que guarda sus sandalias y su rosario y su cuerpo, encerrado en urna de alabastro, con la estatua yacente iluminada por reverberos de gloria.
Y en todas partes frescos, pinturas, relieves, recordando al peregrino las maravillas obradas por el santo. Se le ve pasando el río Duero sobre el esquife, enseñando al superior los mendrugos de pan que lleva a los mendigos, y que se convierten en rosas; levantándose del sepulcro para dar una limosna a un anciano que se desmaya delante de su cuerpo; sujetando con su mirada a un toro escapado de la plaza de Valladolid; enseñando el catecismo a un grupo de muchachos desharrapados; llegando a su convento en compañía de una turba de pobres, de cojos y enfermos; caminando en manos de ángeles, del Abrojo a La Aguilera; elevándose en éxtasis con los ojos encendidos, las manos crispadas y el corazón inflamado como un horno. «Estos no son más que algunos de sus milagros—nos dice el guía—. En el archivo de la casa se guardan dos infolios donde constan los que hizo a poco de su muerte. Todos están confirmados por notarios reales. Cuando estuvo aquí la reina Isabel la Católica se empeñó en que sacasen a San Pedro del cementerio común, y lo consiguió después de muchas discusiones con la comunidad.» «Si ahora—decía el Padre guardián—nos está dando tanta guerra, ¿qué será cuando le pongan aparte y en un sepulcro vistoso?»
Tal argumento del buen fraile no era del todo concluyente; pero es lo cierto que sus devotos de La Ribera siguieron viniendo en compactas y polícromas romerías para venerar sus huesos y confiarle su necesidad. Hoy mismo no se pueden recorrer sin emoción estas estancias, donde parece respirarse todavía el soplo de su bondad franciscana, donde aún se siente palpitar aquella pasión ardiente de lo eterno que, en un anhelo mortal y angustioso, lanzaba hacia regiones imposibles un corazón en ascua, precursor, por el amor y la penitencia, del corazón de San Pedro de Alcántara.
Dando voy pasos perdidos por tierra que toda es aire.
Que sigo mi pensamiento y no es posible alcanzarle.
El que la gloria en vida quiera, que vaya en romería a La Aguilera.
La Aguilera es un púeblecito húrgales perdido en la llanura castellana, cerca de la ribera del Duero. En las afueras, al poniente, sobre el manto dorado y verde de la tierra, se recorta la silueta del santuario: muros pesados y sombríos, cúpulas oscuras, agujas atrevidas sondeando el cielo. Dentro, claustros, galerías largas y desnudas, capillas con retablos churriguerescos, blasones, piedras tumbales, mármoles, estatuas, y, llenándolo todo, el recuerdo, el nombre y la gloria de San Pedro de Costanilla, a quien, recogiendo un mote de familia, llamaron ya en vida estas gentes castellanas San Pedro Regalado.
Todos por aquí conocen este nombre y le repiten con veneración; pero son pocos los que sabrían deciros algo de la historia del que le llevó. Fue un gran santo; hace muchos milagros, lo cual parece indicar que tiene mucha influencia en el Cielo. ¿Qué necesidad tenemos de saber otra cosa? Sus mismos hermanos, los Padres franciscanos, no os dirán mucho más. Saben, ciertamenete, que era un vallisoletano que, desde su infancia, se hizo discípulo del reformador de la Orden en Castilla, fray Pedro de Villacreces; y que, muerto el maestro, heredó su espíritu y le conservó con suavidad y fortaleza a la vez en los conventos reformados. Fue vicario de La Aguilera y del Abrojo en aquellos días en que Juan II decía al tiempo de morir: «Bachiller Cibdareal, fuera yo fraile del Abrojo, y no rey de Castilla.» Y ciertamente que fray Pedro no se hubiera cambiado nunca por don Juan. Su vida fue recorrer esta tierra de Castilla, tierra llana y de pan llevar; de Burgos a Falencia y de Palencia a Valladolid, mendigando y predicando en las orillas del Duero y del Pisuerga, hablando con gesto risueño a las gentes de las paneras inagotables del Cielo; sembrando, sin darse cuenta, sus milagros y sus consuelos, y comiendo junto a las fuentes el pan duro que le daban los labriegos. Siempre sonriente, siempre afable, siempre bondadoso, hasta cuando recordaba a los relajados las reglas severas de su maestro.
Esto es todo lo que os dirá el hermano portero de La Aguilera. Pero luego os cogerá del brazo, os meterá en el convento y os pondrá delante del santo. Veréis el jardín donde paseaba absorto en sus meditaciones; el otero desde donde contemplaba en el horizonte lejano y encendido la agonía lenta de la tarde, exclamando, tal vez, como Raimundo Lulio:
« ¡ Oh bondad! »; la sala donde hablaba a sus hermanos de la pobreza y de la muerte; el bosquecillo cuyas ramas se estremecían al caer sobre su cuerpo los golpes de la disciplina. Aquí está también la capilla de la Gloria, donde el santo dijo la primera misa, donde el amor le arrebataba en sus brazos; y la iglesia conventual, donde presidía el rezo de la salmodia; y el camarín que guarda sus sandalias y su rosario y su cuerpo, encerrado en urna de alabastro, con la estatua yacente iluminada por reverberos de gloria.
Y en todas partes frescos, pinturas, relieves, recordando al peregrino las maravillas obradas por el santo. Se le ve pasando el río Duero sobre el esquife, enseñando al superior los mendrugos de pan que lleva a los mendigos, y que se convierten en rosas; levantándose del sepulcro para dar una limosna a un anciano que se desmaya delante de su cuerpo; sujetando con su mirada a un toro escapado de la plaza de Valladolid; enseñando el catecismo a un grupo de muchachos desharrapados; llegando a su convento en compañía de una turba de pobres, de cojos y enfermos; caminando en manos de ángeles, del Abrojo a La Aguilera; elevándose en éxtasis con los ojos encendidos, las manos crispadas y el corazón inflamado como un horno. «Estos no son más que algunos de sus milagros—nos dice el guía—. En el archivo de la casa se guardan dos infolios donde constan los que hizo a poco de su muerte. Todos están confirmados por notarios reales. Cuando estuvo aquí la reina Isabel la Católica se empeñó en que sacasen a San Pedro del cementerio común, y lo consiguió después de muchas discusiones con la comunidad.» «Si ahora—decía el Padre guardián—nos está dando tanta guerra, ¿qué será cuando le pongan aparte y en un sepulcro vistoso?»
Tal argumento del buen fraile no era del todo concluyente; pero es lo cierto que sus devotos de La Ribera siguieron viniendo en compactas y polícromas romerías para venerar sus huesos y confiarle su necesidad. Hoy mismo no se pueden recorrer sin emoción estas estancias, donde parece respirarse todavía el soplo de su bondad franciscana, donde aún se siente palpitar aquella pasión ardiente de lo eterno que, en un anhelo mortal y angustioso, lanzaba hacia regiones imposibles un corazón en ascua, precursor, por el amor y la penitencia, del corazón de San Pedro de Alcántara.
Dando voy pasos perdidos por tierra que toda es aire.
Que sigo mi pensamiento y no es posible alcanzarle.
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