Es la estirpe misma de otro lego que, al igual que San Martín de Porres, por estos tiempos imperiales llenó los Estados del Rey Prudente con el ruido de sus milagros. Este había nacido en Cataluña, en la villa pirenaica de Santa Coloma de Farnés, y se llamaba Salvador de Horta. Su padre quiso hacer de él un buen zapatero, y con este fin le colocó en el taller de un maestro de Barcelona, pero él prefirió ser un perfecto lego de San Francisco. Cuando tenía veinte años entró en un convento de aquella ciudad, y desde entonces, por espacio de medio siglo, trajo revueltos todos los conventos de la Orden en Cataluña.
Físicamente, era poca cosa: un cuerpo menudo, pero fuerte; un rostro aureolado de candor y siempre alegre; una cabeza redonda, coronada de cabellos castaños y ensortijados; una frente plana y unos ojos grises y muy vivos. Al principio, pasó inadvertido en la comunidad; cuando, repentinamente, empezó a hacer milagros, los frailes se extrañaron de encontrarse junto a un santo, y no lo quisieron creer. El Hermano Salvador era cocinero, o, mejor aún, ayudante de cocinero, pues no se le creía capaz de ocupar el primer puesto ni siquiera en la cocina. Pero acarreaba agua, pelaba nabos y preparaba lefia, sin olvidar nunca que hay otras cosas más necesarias en la vida. Y entonces tenía fama de asiduo rezador, y más de una vez tuvo que sufrir los vituperios del Padre guardián, convencido de que aquel novicio abandonaba sus obligaciones. Sin duda, aquel buen Padre era de los que repiten a boca llena que más vale la obligación que la devoción; pero la devoción de aquel cocinero empezaba ya a hacer verdaderos prodigios en la cocina. Los ángeles se honraban en ser sus colaboradores. Su vida entonces parecía a todo el mundo la vida ordinaria de un fraile franciscano. Pero al desaparecer del lado de sus hermanos, fue cuando se empezaron a buscar testimonios de su mortificación heroica, de su humildad perfecta, de su seráfica caridad, de su angelical pureza y de su paciencia imperturbables. Entonces fue cuando se buscaron pruebas de sus éxtasis, de sus profecías, de sus revelaciones, de sus coloquios con los ángeles, con los bienaventurados, con la Santísima Virgen y con el mismo Cristo en el Sagrario.
Su revelación fue en el convento de Tortosa, adonde pasó, en calidad de portero, dos años después de profesar. Pocas veces se vio un portero tan afable con los que llegaban a la puerta, tan caritativo con los necesitados, tan complaciente, tan generoso, tan dadivoso. Los pobres habían en contrado en él una mina inagotable, y más de una vez tuvo que decirle el superior:
—Hermano, también nosotros somos pobres, y la caridad bien ordenada empieza por uno mismo.
Juntamente con los pobres llegaban a la puerta los tullidos, los ciegos, los cojos, los sordos, los paralíticos, los enfermos de toda clase. El buen portero les enseñaba el catecismo, les hacía rezar un Avemaria; les daba su bendición y los despedía curados. Pronto corrió la voz por toda la comarca: «El portero de Tortosa hace milagros.» Y empezó un hormigueo de peregrinaciones, que tenían a toda hora lleno el zaguán del convento. Llegaban nobles, aldeanos, señoras, escuderos y soldados. Para todos tenia el Hermano Salvador una palabra de consuelo, una profecía, una lección, un consejo o un milagro. A un almirante, dudoso del favor del rey, le decía: «Ve tranquilo; el rey te aguarda para encomendarte el asedio de Perpiñán.» A un estudiante le hacía este vaticinio: «Vuelve a Gerona, y cuando pases por la plaza de las Cols, verás en un balcón una joven vestida de gris. Ella será tu esposa.» A una dama: «Tienes demasiada afición a los naipes; Dios no te dará un hijo hasta que te corrijas de esta costumbre.» A un sordomudo: «Santíguate, y reza conmigo el Avemaría.» A un ciego: «Tú tienes poca fe: no curarás.»
De Tortosa, el humilde frailecito pasa a Lérida, de Lérida a Horta. La fama le precede. Llega a Horta un atardecer, descalzo, sin alforja, con el bastón en la mano. A la puerta del convento le aguardan las autoridades de la villa, que vienen a pedirle un recuerdo para el lugar. «Señores —les dice él—, es preciso que hagáis gran acopio de trigo, aceite y ganado, porque el Señor ha dispuesto hacer aquí grandes maravillas y multitudes innumerables vendrán a buscar la salud.» A los pocos días, el pueblo se llenó de enfermos: unos leprosos, otros mudos, otros locos, endemoniados, tinosos, hidrópicos o tuertos. Eran más de dos mil. Como no cabían en la iglesia, el Hermano Salvador los reunió en la plaza contigua, los exhortó a confesarse y a comulgar, mandó que se arrodillasen y los bendijo «en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo». Sólo uno continuó enfermo; pero no tuvo más que confesar sus pecados para recobrar la salud.
La escena se repitió en los días sucesivos; la concurrencia aumentaba sin cesar. Las casas se llenaban de peregrinos, y eran muchos los que tenían que buscar un abrigo en las cuevas del monte, bajo los árboles o en tiendas de campana. Con frecuencia, rodeaban los muros del pequero convento multitudes de tres o cuatro mil personas, que aguardaban la llegada del santo lego murmurando la plegaria del Avemaría, implorando la caridad del guardián o cantando esta letrilla, que se había hecho ya popular en Cataluña por aquellos días:
En Horta, Verge y Senyora, Mare de nostre Senyor, grans miracles fa tot'hora Déu per frare Salvador.
De totes les parts de Espanya lo venen a visitar y primer caséu s'afanya per a ben se confesar; y a Vos los remet, Senyora, que'ls curen de son dolor. Grans miracles fa tot'hora
Déu per frare Salvador.
Una vez más se cumplió el dicho de que la santidad es importuna para los que, viviendo al lado de los santos, no aciertan a comprenderlos. El hecho es que la presencia del humilde lego armó un general revuelo en la comunidad de Horta. Las quejas llovían en la celda del guardián: «Este hermano no nos deja orar», decían unos. «Imposible dormir la siesta con ese tropel de gentes», clamaban otros. «Ni estudiar la teología, ni preparar un sermón, ni escribir una cuartilla», murmuraban los intelectuales. Y otro que pasaba por místico, pero que no había hecho ningún milagro todavía, observaba con cierta amargura: «Todo se ha perdido con este fraile inquieto: la regularidad, la paz, el recogimiento indispensable para tratar con Dios. Y Dios sabe lo que habrá debajo de todo eso.» Luego, simulando ecuanimidad, decía al taumaturgo: «Mire por sí, Hermano Salvador; no se deje llevar del viento de la vanidad, ni dé demasiada importancia a las honras el mundo.» Pero quedaba desconcertado al oír esta respuesta: «Bendígale el Señor que le crió; ha de saber que yo soy como el costal de paja, que tan honrado está cuando lo ponen en lo alto de la casa como cuando lo llevan al establo.»
Lo más grave fue cuando llegó la visita del Padre provincial. Tantas cosas le dijeron del bendito lego, que le faltó tiempo para reunir a la comunidad y desatarse en improperios contra él. «Yo pensé—decía—hallar esta comunidad en santa quietud; pero creo que sucede todo lo contrario; porque hay en ella un hombre escandaloso, sin espíritu ni provecho, que se ha creído un santo, y es un diablo que perturba a los santos frailes de Horta. Ve allá, fraile díscolo, perturbador de la paz, y levántate para recibr la disciplina que has merecido.» El Hermano Salvador escuchaba esta filípica de rodillas en medio del capítulo, y cuando oyó que se le castigaba a recibir la disciplina, hizo una profunda reverencia al provincial, y dijo: «Padre, todo sea por amor de Dios; bien poco es eso en comparación de mis pecados.» Cumplida la sentencia, el provincial llamó al reo, le entregó una carta, y le dijo: «Toma; hoy mismo, a las doce de la noche, marcharás para el convento de Reus; y tu nombre, en adelante, será fray Alfonso.»
El taumaturgo obedeció. A medianoche, después de despedirse de la Virgen, se alejó del convento, pasando por entre la multitud que al pie de la montaña esperaba el nuevo día para recibir la bendición del siervo de Dios. En Reus, el guardián le recibió con la actitud que se debía esperar. Era también de los hombres sensatos que, como fray Elias o los graves capitulares de la Cartuja, hubieran dicho sentenciosamente: «Nosotros no somos una Orden hazañera.» Fray Salvador fue destinado a la cocina, con orden expresa de no salir de allí. «Has de saber—le dijo el guardián—que no has vestido el hábito para estar ocioso, ni para correr fuera del convento, ni para hacer milagros que te valgan los aplausos del mundo.»
Fueron inútiles todas las precauciones. Al día siguiente ya se sabía en toda la comarca que el santo estaba en Reus, La multitud corrió allí como antes a Horta. Eran miles los que gritaban a la puerta: «¡Oh Padres, por amor de Dios, no nos ocultéis al santo! ¡Tened piedad de nosotros!» Nadie contestaba. El portero miraba detrás de la cerraja, y el guardián gesticulaba en la cocina apostrofando al pobre lego con palabras como éstas: «Dime, fraile turbulento, ¿cómo te has arreglado para decir a esa gente que estabas aquí? Pero aquí te quedarás, y no creas que vas a juntarte otra vez con esos vagabundos.» De pronto el ruego se convirtió en un rugido; el vocerío crecía, la turba iba en aumento; se forcejeaba, se golpeaban las puertas con los bastones, se las apalancaban con muletas, al fin, la verja de hierro de la iglesia cedió, la puerta de la sacristía fue arrancada, la muchedumbre irrumpió en el claustro como un torrente desbordado, y se derramó por toda la casa buscando a su salvador. Y fue el guardián el que, nervioso y desencajado, tuvo que acudir a la cocina para rogar al taumaturgo que diese la salud a aquella gente y la despidiese.
El guardián, que había visto su autoridad humillada, no paró hasta conseguir que le llevasen al fraile milagrero, como él decía. Entonces, fray Salvador fue trasladado al convento de Barcelona. Los milagros continuaron más numerosos que antes, a despecho de las gentes amantes de la quietud, que, para impedir aquella lluvia de gracias, no encontraron otro medio que hacer intervenir a la Inquisición. Un día el pobre lego fue arrebatado de su convento. Estuvo encerrado durante algunos días, hasta que los inquisidores se acordaron de él.
—¿Cómo es que haces esas cosas extrañas?—le preguntaron los jueces.
—No soy yo, pobre pecador, quien las hace; es Dios.
—¿Y cómo sabes que es Dios?
—Si a vuestras mercedes les place, pueden examinarlo cada vez que eso sucede.
—Pues vas a hacer aquí un milagro.
—Perfectamente.
Pusiéronle delante un ciego, hizo sobre sus ojos la señal de la cruz, y empezó a ver. Trajéronle luego un sordo, y apenas le tocó con sus manos el Hermano Salvador, empezó a oír. Maravillados de este espectáculo, los jueces cayeron de rodillas, besaron con reverencia el hábito del siervo de Dios y le llevaron con todos los honores al convento.
Desde aquel día cesó la oposición de guardianes y provinciales. Fray Salvador tuvo libertad completa para salir a la calle, para hablar con las gentes y para hacer milagros.
Su fama se extendió por todo el reino. Prelados y gobernadores se disputaban el honor de tratarle, y el mismo Felipe II tuvo empeño en conocerle. A instancias suyas, el general de la Orden le envió a Madrid. Entró en el palacio con la misma sencillez con que entraba en su cocina; pero, al verse en medio de tanta magnificencia de cuadros, alhajas y alfombras, al ver, sobre todo, aquella figura majestuosa del rey, que tanto había impresionado a Santa Teresa, no pudo menos de exclamar: «¡Jesús, María! Déu que us ha criat, os beneesca. ¿Por qué me aveu fet venir? ¿Qué'n trour en de veure un pobre cuiner del Pare Sant Francesch? ¡Jesús, María!»
Fue aquél un viaje triunfal. A Madrid por Zaragoza, y luego, al volver, por Valencia. Las gentes se arremolinaban en torno, pidiendo la bendición del caminante, besando su hábito y cortándolo para llevar una reliquia. Acudían también los pájaros revoloteando en torno suyo, posándose en sus hombros y piando alborozados delante de él. Y el Hermano sonreía, dando gracias a Dios. «¡Jesús María!», repetía sin cesar, lleno a la vez de ingenua admiración y de santa alegría. Y cuando, al llegar a Barcelona, le comunicó el Padre guardián que tenía que ir a la casa Caller, en Cerdeña, no dijo más que esas dos palabras. Marchó alegre, y allí pasó los dos últimos años de su vida y allí murió, un 18 de marzo, entre estampidos de truenos, que producían en el aire los demonios, y volteos de campanas, que movían misteriosamente los ángeles.
Físicamente, era poca cosa: un cuerpo menudo, pero fuerte; un rostro aureolado de candor y siempre alegre; una cabeza redonda, coronada de cabellos castaños y ensortijados; una frente plana y unos ojos grises y muy vivos. Al principio, pasó inadvertido en la comunidad; cuando, repentinamente, empezó a hacer milagros, los frailes se extrañaron de encontrarse junto a un santo, y no lo quisieron creer. El Hermano Salvador era cocinero, o, mejor aún, ayudante de cocinero, pues no se le creía capaz de ocupar el primer puesto ni siquiera en la cocina. Pero acarreaba agua, pelaba nabos y preparaba lefia, sin olvidar nunca que hay otras cosas más necesarias en la vida. Y entonces tenía fama de asiduo rezador, y más de una vez tuvo que sufrir los vituperios del Padre guardián, convencido de que aquel novicio abandonaba sus obligaciones. Sin duda, aquel buen Padre era de los que repiten a boca llena que más vale la obligación que la devoción; pero la devoción de aquel cocinero empezaba ya a hacer verdaderos prodigios en la cocina. Los ángeles se honraban en ser sus colaboradores. Su vida entonces parecía a todo el mundo la vida ordinaria de un fraile franciscano. Pero al desaparecer del lado de sus hermanos, fue cuando se empezaron a buscar testimonios de su mortificación heroica, de su humildad perfecta, de su seráfica caridad, de su angelical pureza y de su paciencia imperturbables. Entonces fue cuando se buscaron pruebas de sus éxtasis, de sus profecías, de sus revelaciones, de sus coloquios con los ángeles, con los bienaventurados, con la Santísima Virgen y con el mismo Cristo en el Sagrario.
Su revelación fue en el convento de Tortosa, adonde pasó, en calidad de portero, dos años después de profesar. Pocas veces se vio un portero tan afable con los que llegaban a la puerta, tan caritativo con los necesitados, tan complaciente, tan generoso, tan dadivoso. Los pobres habían en contrado en él una mina inagotable, y más de una vez tuvo que decirle el superior:
—Hermano, también nosotros somos pobres, y la caridad bien ordenada empieza por uno mismo.
Juntamente con los pobres llegaban a la puerta los tullidos, los ciegos, los cojos, los sordos, los paralíticos, los enfermos de toda clase. El buen portero les enseñaba el catecismo, les hacía rezar un Avemaria; les daba su bendición y los despedía curados. Pronto corrió la voz por toda la comarca: «El portero de Tortosa hace milagros.» Y empezó un hormigueo de peregrinaciones, que tenían a toda hora lleno el zaguán del convento. Llegaban nobles, aldeanos, señoras, escuderos y soldados. Para todos tenia el Hermano Salvador una palabra de consuelo, una profecía, una lección, un consejo o un milagro. A un almirante, dudoso del favor del rey, le decía: «Ve tranquilo; el rey te aguarda para encomendarte el asedio de Perpiñán.» A un estudiante le hacía este vaticinio: «Vuelve a Gerona, y cuando pases por la plaza de las Cols, verás en un balcón una joven vestida de gris. Ella será tu esposa.» A una dama: «Tienes demasiada afición a los naipes; Dios no te dará un hijo hasta que te corrijas de esta costumbre.» A un sordomudo: «Santíguate, y reza conmigo el Avemaría.» A un ciego: «Tú tienes poca fe: no curarás.»
De Tortosa, el humilde frailecito pasa a Lérida, de Lérida a Horta. La fama le precede. Llega a Horta un atardecer, descalzo, sin alforja, con el bastón en la mano. A la puerta del convento le aguardan las autoridades de la villa, que vienen a pedirle un recuerdo para el lugar. «Señores —les dice él—, es preciso que hagáis gran acopio de trigo, aceite y ganado, porque el Señor ha dispuesto hacer aquí grandes maravillas y multitudes innumerables vendrán a buscar la salud.» A los pocos días, el pueblo se llenó de enfermos: unos leprosos, otros mudos, otros locos, endemoniados, tinosos, hidrópicos o tuertos. Eran más de dos mil. Como no cabían en la iglesia, el Hermano Salvador los reunió en la plaza contigua, los exhortó a confesarse y a comulgar, mandó que se arrodillasen y los bendijo «en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo». Sólo uno continuó enfermo; pero no tuvo más que confesar sus pecados para recobrar la salud.
La escena se repitió en los días sucesivos; la concurrencia aumentaba sin cesar. Las casas se llenaban de peregrinos, y eran muchos los que tenían que buscar un abrigo en las cuevas del monte, bajo los árboles o en tiendas de campana. Con frecuencia, rodeaban los muros del pequero convento multitudes de tres o cuatro mil personas, que aguardaban la llegada del santo lego murmurando la plegaria del Avemaría, implorando la caridad del guardián o cantando esta letrilla, que se había hecho ya popular en Cataluña por aquellos días:
En Horta, Verge y Senyora, Mare de nostre Senyor, grans miracles fa tot'hora Déu per frare Salvador.
De totes les parts de Espanya lo venen a visitar y primer caséu s'afanya per a ben se confesar; y a Vos los remet, Senyora, que'ls curen de son dolor. Grans miracles fa tot'hora
Déu per frare Salvador.
Una vez más se cumplió el dicho de que la santidad es importuna para los que, viviendo al lado de los santos, no aciertan a comprenderlos. El hecho es que la presencia del humilde lego armó un general revuelo en la comunidad de Horta. Las quejas llovían en la celda del guardián: «Este hermano no nos deja orar», decían unos. «Imposible dormir la siesta con ese tropel de gentes», clamaban otros. «Ni estudiar la teología, ni preparar un sermón, ni escribir una cuartilla», murmuraban los intelectuales. Y otro que pasaba por místico, pero que no había hecho ningún milagro todavía, observaba con cierta amargura: «Todo se ha perdido con este fraile inquieto: la regularidad, la paz, el recogimiento indispensable para tratar con Dios. Y Dios sabe lo que habrá debajo de todo eso.» Luego, simulando ecuanimidad, decía al taumaturgo: «Mire por sí, Hermano Salvador; no se deje llevar del viento de la vanidad, ni dé demasiada importancia a las honras el mundo.» Pero quedaba desconcertado al oír esta respuesta: «Bendígale el Señor que le crió; ha de saber que yo soy como el costal de paja, que tan honrado está cuando lo ponen en lo alto de la casa como cuando lo llevan al establo.»
Lo más grave fue cuando llegó la visita del Padre provincial. Tantas cosas le dijeron del bendito lego, que le faltó tiempo para reunir a la comunidad y desatarse en improperios contra él. «Yo pensé—decía—hallar esta comunidad en santa quietud; pero creo que sucede todo lo contrario; porque hay en ella un hombre escandaloso, sin espíritu ni provecho, que se ha creído un santo, y es un diablo que perturba a los santos frailes de Horta. Ve allá, fraile díscolo, perturbador de la paz, y levántate para recibr la disciplina que has merecido.» El Hermano Salvador escuchaba esta filípica de rodillas en medio del capítulo, y cuando oyó que se le castigaba a recibir la disciplina, hizo una profunda reverencia al provincial, y dijo: «Padre, todo sea por amor de Dios; bien poco es eso en comparación de mis pecados.» Cumplida la sentencia, el provincial llamó al reo, le entregó una carta, y le dijo: «Toma; hoy mismo, a las doce de la noche, marcharás para el convento de Reus; y tu nombre, en adelante, será fray Alfonso.»
El taumaturgo obedeció. A medianoche, después de despedirse de la Virgen, se alejó del convento, pasando por entre la multitud que al pie de la montaña esperaba el nuevo día para recibir la bendición del siervo de Dios. En Reus, el guardián le recibió con la actitud que se debía esperar. Era también de los hombres sensatos que, como fray Elias o los graves capitulares de la Cartuja, hubieran dicho sentenciosamente: «Nosotros no somos una Orden hazañera.» Fray Salvador fue destinado a la cocina, con orden expresa de no salir de allí. «Has de saber—le dijo el guardián—que no has vestido el hábito para estar ocioso, ni para correr fuera del convento, ni para hacer milagros que te valgan los aplausos del mundo.»
Fueron inútiles todas las precauciones. Al día siguiente ya se sabía en toda la comarca que el santo estaba en Reus, La multitud corrió allí como antes a Horta. Eran miles los que gritaban a la puerta: «¡Oh Padres, por amor de Dios, no nos ocultéis al santo! ¡Tened piedad de nosotros!» Nadie contestaba. El portero miraba detrás de la cerraja, y el guardián gesticulaba en la cocina apostrofando al pobre lego con palabras como éstas: «Dime, fraile turbulento, ¿cómo te has arreglado para decir a esa gente que estabas aquí? Pero aquí te quedarás, y no creas que vas a juntarte otra vez con esos vagabundos.» De pronto el ruego se convirtió en un rugido; el vocerío crecía, la turba iba en aumento; se forcejeaba, se golpeaban las puertas con los bastones, se las apalancaban con muletas, al fin, la verja de hierro de la iglesia cedió, la puerta de la sacristía fue arrancada, la muchedumbre irrumpió en el claustro como un torrente desbordado, y se derramó por toda la casa buscando a su salvador. Y fue el guardián el que, nervioso y desencajado, tuvo que acudir a la cocina para rogar al taumaturgo que diese la salud a aquella gente y la despidiese.
El guardián, que había visto su autoridad humillada, no paró hasta conseguir que le llevasen al fraile milagrero, como él decía. Entonces, fray Salvador fue trasladado al convento de Barcelona. Los milagros continuaron más numerosos que antes, a despecho de las gentes amantes de la quietud, que, para impedir aquella lluvia de gracias, no encontraron otro medio que hacer intervenir a la Inquisición. Un día el pobre lego fue arrebatado de su convento. Estuvo encerrado durante algunos días, hasta que los inquisidores se acordaron de él.
—¿Cómo es que haces esas cosas extrañas?—le preguntaron los jueces.
—No soy yo, pobre pecador, quien las hace; es Dios.
—¿Y cómo sabes que es Dios?
—Si a vuestras mercedes les place, pueden examinarlo cada vez que eso sucede.
—Pues vas a hacer aquí un milagro.
—Perfectamente.
Pusiéronle delante un ciego, hizo sobre sus ojos la señal de la cruz, y empezó a ver. Trajéronle luego un sordo, y apenas le tocó con sus manos el Hermano Salvador, empezó a oír. Maravillados de este espectáculo, los jueces cayeron de rodillas, besaron con reverencia el hábito del siervo de Dios y le llevaron con todos los honores al convento.
Desde aquel día cesó la oposición de guardianes y provinciales. Fray Salvador tuvo libertad completa para salir a la calle, para hablar con las gentes y para hacer milagros.
Su fama se extendió por todo el reino. Prelados y gobernadores se disputaban el honor de tratarle, y el mismo Felipe II tuvo empeño en conocerle. A instancias suyas, el general de la Orden le envió a Madrid. Entró en el palacio con la misma sencillez con que entraba en su cocina; pero, al verse en medio de tanta magnificencia de cuadros, alhajas y alfombras, al ver, sobre todo, aquella figura majestuosa del rey, que tanto había impresionado a Santa Teresa, no pudo menos de exclamar: «¡Jesús, María! Déu que us ha criat, os beneesca. ¿Por qué me aveu fet venir? ¿Qué'n trour en de veure un pobre cuiner del Pare Sant Francesch? ¡Jesús, María!»
Fue aquél un viaje triunfal. A Madrid por Zaragoza, y luego, al volver, por Valencia. Las gentes se arremolinaban en torno, pidiendo la bendición del caminante, besando su hábito y cortándolo para llevar una reliquia. Acudían también los pájaros revoloteando en torno suyo, posándose en sus hombros y piando alborozados delante de él. Y el Hermano sonreía, dando gracias a Dios. «¡Jesús María!», repetía sin cesar, lleno a la vez de ingenua admiración y de santa alegría. Y cuando, al llegar a Barcelona, le comunicó el Padre guardián que tenía que ir a la casa Caller, en Cerdeña, no dijo más que esas dos palabras. Marchó alegre, y allí pasó los dos últimos años de su vida y allí murió, un 18 de marzo, entre estampidos de truenos, que producían en el aire los demonios, y volteos de campanas, que movían misteriosamente los ángeles.
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