Más allá de la ciudad famosa de Tebas, que antes de Menfis fue la reina de los dos Egiptos, al otro lado de las ruinas imponentes de Medinet-Abu, Luxor y Carnac, se extiende un vasto desierto, tierra de arena, de rocas, de rincones silenciosos y de algún que otro oasis de terebintos y palmeras. Aquello es lo que se llama en las vidas de los solitarios el yermo de la alta Tebaida, inmortalizado por algunos de los héroes más ilustres de la penitencia. Su descubridor fue el anacoreta Palemón, cuya historia hubiera quedado escrita en los archivos del cielo a no ser por una circunstancia que le puso en relación con los hombres.
Porque Palemón era un enamorado de la soledad y el silencio. Quería luchar y vencer lejos de las miradas humanas, y Dios parecía satisfacer aquellos deseos; porque era ya viejo, muy viejo, con una barba muy larga y unos ojos muy hundidos, y sólo aguardaba que sonase el gong de la muerte para que terminase aquel su largo pugilato con el espíritu del mal. Pero una noche, cuando empezaba sus rezos, alguien llamó a la puerta de su cabaña. No hizo caso. ¿Quién podía llegar hasta allí? El demonio, sólo el demonio, que, cansado ya de los fáciles triunfos que conseguía sin cesar en Roma, en Alejandría, en Antioquía y en Constantinopla, empezaba a poner un terrible asedio de tentaciones en torno a las frágiles viviendas de los desiertos egipcios. Palemón se lo encontraba con frecuencia en las cercanías de su choza, luchaba con él y le derrotaba a fuerza de fe, de oración y de penitencia.
Un nuevo golpe hizo temblar la puerta. Palemón, que tenía un genio vivo, ya no se pudo contener, y dijo, asomándose al ventanillo: «¿Por qué me molestas?» Fuera, una voz contestó: «Padre mío, yo quiero que me recibas para ser monje a tu lado.» Palemón siguió rezando. Sólo después de varias horas, que sin duda fueron para él unos segundos, se decidió a abrir la puerta para examinar al importuno visitante. Encontrándole arrodillado en la arena, con los ojos clavados en la luz parpadeante de Canope y el Orión: «Sospecho—le dijo—que eres realmente un hombre de carne y hueso; pero ¿cómo has llegado a este retiro, donde nunca el hombre ha puesto sus pies?»
En efecto, por entonces el desierto de la Tebaida era todavía un desierto, y los solitarios, verdaderos solitarios: «Ya ves cuan grande es mi retiro», añadió el anciano, dirigiéndose al desconocido; y con sus brazos flacos mostróle la planicie calcinada por el sol. Ni un árbol, ni una palmera seca, ni una mata espinosa. Limitada a lo lejos por picos abruptos de color ocre, la dorada planicie lucía con los reflejos hirientes del amanecer. A alguna distancia extendíase, ondulante, una cordillera de dunas, detrás de las cuales nacía el sol. Del lado opuesto, una roca cubierta de grietas cortaba el horizonte, poniendo ante los ojos la perpetua desolación de la piedra desnuda y muerta.
—No importa—dijo el recién venido, sin levantar los ojos—; yo quiero imitar tu vida.
—No es cosa tan fácil lo que te propones—replicó el viejo abad Palemón—. La Escritura nos habla de ayunos, de vigilias y de oraciones. Si tienes fuerza para pasar más de la mitad de la noche en vela, meditando la ley del Señor; para trabajar haciendo esteras, cuerdas, cestos y cilicios; para ayunar todos los días hasta ponerse el sol durante el verano, y durante el invierno varios días seguidos; para no comer otra cosa que pan y sal; para rezar sesenta veces durante el día y cincuenta durante la noche; para destruir la voluntad propia y matar las malas inclinaciones del instinto; si te crees dispuesto a practicar todas estas cosas, entra, imita mi vida; te daré un rincón de mi choza para vivir, y un ángulo de mi estera para dormir.
El hombre continuaba de rodillas pidiendo a Palemón que le admitiese como discípulo. Palemón, que no hacía nada sin consultarlo con Dios, entró en su celda, oró largo rato, y al salir de nuevo, preguntó al postulante:
—¿Cómo te llamas?
—Pacomio—respondió él.
—Hermano—añadió el abad—, para comenzar nuestra unión, demos gracias a Dios, que ve todas nuestras acciones.
Desde aquel día, el anciano rezó, trabajó y leyó con su discípulo. Al llegar la tarde, comieron un poco de pan. Después, el anciano dijo a Pacomio:
—Moja algunos juncos con hojas y fibras de palmera; pues es costumbre velar orando y trabajando toda la noche que precede al domingo.
Después de ponerse el sol, permanecieron en pie alabando a Dios, haciendo sus labores y venciendo el sueño. Cuando la necesidad de dormir empezaba a inquietarles, salieron de la habitación y empezaron a llevar cestos de arena de una parte a otra. Y cuando el anciano veía que el sueño se apoderaba de su discípulo, increpábale con palabras como éstas: «Vigila, Pacomio, vigila, para que Satán no te tiente, porque muchos se durmieron para su mal a causa de la tiranía del sueño.»
Al llegar el día de Pascua, el abad dijo a su discípulo: «Hijo mío, hoy es una gran solemnidad; ve y prepara alguna cosa para comer a mediodía, y guarda algo, a fin de comer también un poco a la tarde.» Pacomio hizo lo que se le había mandado, y al llegar la hora se sentaron a comer, después de orar. Cuando Palemón se dio cuenta de que sobre la sal había un poco de aceite, hirióse violentamente en el rostro y empezó a decir: «Han crucificado a mi Señor por mí, y ¿voy yo a tomar el aceite, que ensoberbece el cuerpo?» Dicho esto, levantóse y se retiró indignado. Entre tanto, Pacomio arrojó por la ventana la sal empapada en aceite, y trayendo otra rociada con ceniza, se la presentó al anciano, diciendo: «Come, señor y padre mío; come y perdóname.» «Si no fuese por la lámpara del santuario—dijo el viejo—y por las crines que hemos de trenzar, no habría entrado aquí ese maldito licor.» Después se levantó y comieron con santa alegría y con lágrimas en los ojos. Otro día, al volver del trabajo, Pacomio observó que su maestro atizaba el fuego debajo de una sartén. Sorprendido, decíase en su interior: «¿Qué es lo que cuece ahí el viejo?» Al poco tiempo. Palemón le dijo: «Pronto, Pacomio, tráeme un plato.» Cuando tuvo el plato delante, el abad vació la sartén y aparecieron unos cuantos higos duros. Después se levantaron, rezaron y comieron, dando gracias a Dios, porque lo amargo se hace dulce para el que tiene hambre.
Así pasó un año; pasaron dos, cuatro, seis. El prestigio de Palemón empezó a extenderse; sus admiradores venían a vivir en torno suyo, y el yermo estéril se cubría de chozas. Él, sin embargo, no quería llamarse padre ni maestro. A todos los trataba como hermanos, y cuando alguna vez era preciso dar un consejo, lo hacía con la más suave humildad, temeroso siempre de caer en el pecado de orgullo. Los milagros mismos que Dios ponía en sus manos angélicas pesaban de tal modo a su sencillez, que a menudo los hacía por medio de Pacomio. «Desconfiemos de cuanto halaga nuestra vanagloria», decía a sus discípulos.
Y sucedió que un día, en que estaban trabajando y meditando la Sagrada Escritura en torno a una hoguera, llegó un hermano que se llamaba Juan, y dijo, viendo los carbones: «Puesto que os preciáis de ser servidores de Dios, que el que tenga fe entre vosotros se ponga en pie en el fuego diciendo la oración evangélica.» Encendióse en ira Palemón, y dijo: «Maldito sea el demonio, que ha sembrado ese mal pensamiento en tu corazón.» Pero el monje, despreciando estas palabras, se metió en los carbones, dijo la oración, salió sin daño alguno, y se retiró con altivez, sin despedirse: «Esta es, en verdad—pensaba Pacomio—, una criatura escogida por el cielo para manifestar su poder infinito.» Pero el bienaventurado Palemón le sacó de su yerro, diciendo: «Los que se deleiten en caminos perversos, caerán en el precipicio por permisión de Dios. Si conocieses, hijo mío, el interior de este hombre, llorarías de pena.» Al día siguiente volvió Juan corriendo como un loco y dando gritos desaforados: «¡Desgraciado de mí!—decía—. El orgullo me ha perdido.» Y contaba una historia peregrina: una mujer había llamado a la puerta de su choza, clamando: «Abridme, señor y padre mío; encubridme, hasta el amanecer, de los acreedores que me persiguen.» Ciegamente él la recibió en su habitación, y delante de ella se puso a orar como de costumbre. Mas poco a poco, herido por las flechas envenenadas de los pensamientos malos, acercóse a su huésped, el cual, transformándose en una bestia feroz, empezó a golpearle y arrastrarle por el suelo. Entonces se dio cuenta de que había sido juguete del demonio. Grandes esfuerzos hizo Palemón para calmarle; pero a punto estuvo de morir bajo un madero que le lanzó el endemoniado.
Pero Dios le conservaba para dirigir los pasos de su elegido Pacomio. En cierta ocasión, una enfermedad le puso a las puertas de la muerte. Deseando conservar aquella vida preciosa, los que le rodeaban llamaron a un médico, el cual, apenas le vio, dijo: «Aquí la Medicina no tiene nada que hacer; es un sufrimiento de ascesis. Que coma algún alimento agradable y sanará.» Dócil a este consejo. Palemón aceptó algunas cosas de las que comen los enfermos; pero a los pocos días; viendo que no curaba, habló de este modo a sus hermanos: «No creáis que la salud viene de los alimentos perecederos. La salud y la fuerza están en nuestro Señor Jesucristo, pues si los mártires resistieron hasta la muerte cuando les quemaban o les torturaban o les cortaban la cabeza, era porque tenían la fe de Dios en el alma. ¿Y yo voy a asustarme por una simple enfermedad? Ya veis que os he obedecido, pero sin conseguir nada; y así, volveré a mis prácticas de costumbre.»
Entre tanto. Pacomio empezaba a tener también visiones y revelaciones. Él se las contaba sencillamente a su maestro; pero Palemón callaba: «¿Por qué no me hablas, padre?», preguntaba el discípulo. «Oremos», contestaba siempre el anciano. Tal vez allí se ocultaba también el espíritu del orgullo. ¡Sabía tanto de sus astucias y sus maldades ! «Dios me llama—le decía Pacomio—para organizar la vida cenobítica en el desierto, para recoger a los solitarios dispersos en grandes monasterios, para guiar a muchos en el camino del bien. La regla que han de observar la veis aquí escrita en esta tabla por ministerio de ángeles.» Palemón temblaba, temblaba por su hijo predilecto, y en su larga experiencia de las artes de Satán, olía una y otra vez las tablas milagrosas, pero sin poder hallar en ellas el menor rastro de azufre. Y rezaba, rezaba, en su anhelo de conocer la voluntad de Dios. Al fin, una mañana llamó a su discípulo, y le dijo:
—Vístete de fortaleza, que Dios te llama para realizar una grande obra. Es preciso empezarla cuanto antes. Yo soy viejo; mis pobres piernas no resisten el peso de mi cuerpo; mis pupilas empiezan a llenarse de nieblas; de mi cabeza han desaparecido los últimos cabellos blancos. No obstante, mientras viva estaré junto a ti para levantar el monasterio y recibir a los hombres que vendrán de todas partes del mundo.
Y aceptando por vez primera los presentes de oro y plata que le traían sus devotos de Tebas, de Alejandría, de Antioquía y de Hierápolis, empezó la fábrica del gran monasterio de Tabenna. Mas no logró verla acabada. El día mismo en que sus discípulos celebraban su centenario, quedóse dormido con una sonrisa seráfica en los labios. Los anacoretas, arrodillados alrededor de su celda, vieron un coro de ángeles que se elevaba a los aires llevando entre sus túnicas el alma del bienaventurado anacoreta.
Porque Palemón era un enamorado de la soledad y el silencio. Quería luchar y vencer lejos de las miradas humanas, y Dios parecía satisfacer aquellos deseos; porque era ya viejo, muy viejo, con una barba muy larga y unos ojos muy hundidos, y sólo aguardaba que sonase el gong de la muerte para que terminase aquel su largo pugilato con el espíritu del mal. Pero una noche, cuando empezaba sus rezos, alguien llamó a la puerta de su cabaña. No hizo caso. ¿Quién podía llegar hasta allí? El demonio, sólo el demonio, que, cansado ya de los fáciles triunfos que conseguía sin cesar en Roma, en Alejandría, en Antioquía y en Constantinopla, empezaba a poner un terrible asedio de tentaciones en torno a las frágiles viviendas de los desiertos egipcios. Palemón se lo encontraba con frecuencia en las cercanías de su choza, luchaba con él y le derrotaba a fuerza de fe, de oración y de penitencia.
Un nuevo golpe hizo temblar la puerta. Palemón, que tenía un genio vivo, ya no se pudo contener, y dijo, asomándose al ventanillo: «¿Por qué me molestas?» Fuera, una voz contestó: «Padre mío, yo quiero que me recibas para ser monje a tu lado.» Palemón siguió rezando. Sólo después de varias horas, que sin duda fueron para él unos segundos, se decidió a abrir la puerta para examinar al importuno visitante. Encontrándole arrodillado en la arena, con los ojos clavados en la luz parpadeante de Canope y el Orión: «Sospecho—le dijo—que eres realmente un hombre de carne y hueso; pero ¿cómo has llegado a este retiro, donde nunca el hombre ha puesto sus pies?»
En efecto, por entonces el desierto de la Tebaida era todavía un desierto, y los solitarios, verdaderos solitarios: «Ya ves cuan grande es mi retiro», añadió el anciano, dirigiéndose al desconocido; y con sus brazos flacos mostróle la planicie calcinada por el sol. Ni un árbol, ni una palmera seca, ni una mata espinosa. Limitada a lo lejos por picos abruptos de color ocre, la dorada planicie lucía con los reflejos hirientes del amanecer. A alguna distancia extendíase, ondulante, una cordillera de dunas, detrás de las cuales nacía el sol. Del lado opuesto, una roca cubierta de grietas cortaba el horizonte, poniendo ante los ojos la perpetua desolación de la piedra desnuda y muerta.
—No importa—dijo el recién venido, sin levantar los ojos—; yo quiero imitar tu vida.
—No es cosa tan fácil lo que te propones—replicó el viejo abad Palemón—. La Escritura nos habla de ayunos, de vigilias y de oraciones. Si tienes fuerza para pasar más de la mitad de la noche en vela, meditando la ley del Señor; para trabajar haciendo esteras, cuerdas, cestos y cilicios; para ayunar todos los días hasta ponerse el sol durante el verano, y durante el invierno varios días seguidos; para no comer otra cosa que pan y sal; para rezar sesenta veces durante el día y cincuenta durante la noche; para destruir la voluntad propia y matar las malas inclinaciones del instinto; si te crees dispuesto a practicar todas estas cosas, entra, imita mi vida; te daré un rincón de mi choza para vivir, y un ángulo de mi estera para dormir.
El hombre continuaba de rodillas pidiendo a Palemón que le admitiese como discípulo. Palemón, que no hacía nada sin consultarlo con Dios, entró en su celda, oró largo rato, y al salir de nuevo, preguntó al postulante:
—¿Cómo te llamas?
—Pacomio—respondió él.
—Hermano—añadió el abad—, para comenzar nuestra unión, demos gracias a Dios, que ve todas nuestras acciones.
Desde aquel día, el anciano rezó, trabajó y leyó con su discípulo. Al llegar la tarde, comieron un poco de pan. Después, el anciano dijo a Pacomio:
—Moja algunos juncos con hojas y fibras de palmera; pues es costumbre velar orando y trabajando toda la noche que precede al domingo.
Después de ponerse el sol, permanecieron en pie alabando a Dios, haciendo sus labores y venciendo el sueño. Cuando la necesidad de dormir empezaba a inquietarles, salieron de la habitación y empezaron a llevar cestos de arena de una parte a otra. Y cuando el anciano veía que el sueño se apoderaba de su discípulo, increpábale con palabras como éstas: «Vigila, Pacomio, vigila, para que Satán no te tiente, porque muchos se durmieron para su mal a causa de la tiranía del sueño.»
Al llegar el día de Pascua, el abad dijo a su discípulo: «Hijo mío, hoy es una gran solemnidad; ve y prepara alguna cosa para comer a mediodía, y guarda algo, a fin de comer también un poco a la tarde.» Pacomio hizo lo que se le había mandado, y al llegar la hora se sentaron a comer, después de orar. Cuando Palemón se dio cuenta de que sobre la sal había un poco de aceite, hirióse violentamente en el rostro y empezó a decir: «Han crucificado a mi Señor por mí, y ¿voy yo a tomar el aceite, que ensoberbece el cuerpo?» Dicho esto, levantóse y se retiró indignado. Entre tanto, Pacomio arrojó por la ventana la sal empapada en aceite, y trayendo otra rociada con ceniza, se la presentó al anciano, diciendo: «Come, señor y padre mío; come y perdóname.» «Si no fuese por la lámpara del santuario—dijo el viejo—y por las crines que hemos de trenzar, no habría entrado aquí ese maldito licor.» Después se levantó y comieron con santa alegría y con lágrimas en los ojos. Otro día, al volver del trabajo, Pacomio observó que su maestro atizaba el fuego debajo de una sartén. Sorprendido, decíase en su interior: «¿Qué es lo que cuece ahí el viejo?» Al poco tiempo. Palemón le dijo: «Pronto, Pacomio, tráeme un plato.» Cuando tuvo el plato delante, el abad vació la sartén y aparecieron unos cuantos higos duros. Después se levantaron, rezaron y comieron, dando gracias a Dios, porque lo amargo se hace dulce para el que tiene hambre.
Así pasó un año; pasaron dos, cuatro, seis. El prestigio de Palemón empezó a extenderse; sus admiradores venían a vivir en torno suyo, y el yermo estéril se cubría de chozas. Él, sin embargo, no quería llamarse padre ni maestro. A todos los trataba como hermanos, y cuando alguna vez era preciso dar un consejo, lo hacía con la más suave humildad, temeroso siempre de caer en el pecado de orgullo. Los milagros mismos que Dios ponía en sus manos angélicas pesaban de tal modo a su sencillez, que a menudo los hacía por medio de Pacomio. «Desconfiemos de cuanto halaga nuestra vanagloria», decía a sus discípulos.
Y sucedió que un día, en que estaban trabajando y meditando la Sagrada Escritura en torno a una hoguera, llegó un hermano que se llamaba Juan, y dijo, viendo los carbones: «Puesto que os preciáis de ser servidores de Dios, que el que tenga fe entre vosotros se ponga en pie en el fuego diciendo la oración evangélica.» Encendióse en ira Palemón, y dijo: «Maldito sea el demonio, que ha sembrado ese mal pensamiento en tu corazón.» Pero el monje, despreciando estas palabras, se metió en los carbones, dijo la oración, salió sin daño alguno, y se retiró con altivez, sin despedirse: «Esta es, en verdad—pensaba Pacomio—, una criatura escogida por el cielo para manifestar su poder infinito.» Pero el bienaventurado Palemón le sacó de su yerro, diciendo: «Los que se deleiten en caminos perversos, caerán en el precipicio por permisión de Dios. Si conocieses, hijo mío, el interior de este hombre, llorarías de pena.» Al día siguiente volvió Juan corriendo como un loco y dando gritos desaforados: «¡Desgraciado de mí!—decía—. El orgullo me ha perdido.» Y contaba una historia peregrina: una mujer había llamado a la puerta de su choza, clamando: «Abridme, señor y padre mío; encubridme, hasta el amanecer, de los acreedores que me persiguen.» Ciegamente él la recibió en su habitación, y delante de ella se puso a orar como de costumbre. Mas poco a poco, herido por las flechas envenenadas de los pensamientos malos, acercóse a su huésped, el cual, transformándose en una bestia feroz, empezó a golpearle y arrastrarle por el suelo. Entonces se dio cuenta de que había sido juguete del demonio. Grandes esfuerzos hizo Palemón para calmarle; pero a punto estuvo de morir bajo un madero que le lanzó el endemoniado.
Pero Dios le conservaba para dirigir los pasos de su elegido Pacomio. En cierta ocasión, una enfermedad le puso a las puertas de la muerte. Deseando conservar aquella vida preciosa, los que le rodeaban llamaron a un médico, el cual, apenas le vio, dijo: «Aquí la Medicina no tiene nada que hacer; es un sufrimiento de ascesis. Que coma algún alimento agradable y sanará.» Dócil a este consejo. Palemón aceptó algunas cosas de las que comen los enfermos; pero a los pocos días; viendo que no curaba, habló de este modo a sus hermanos: «No creáis que la salud viene de los alimentos perecederos. La salud y la fuerza están en nuestro Señor Jesucristo, pues si los mártires resistieron hasta la muerte cuando les quemaban o les torturaban o les cortaban la cabeza, era porque tenían la fe de Dios en el alma. ¿Y yo voy a asustarme por una simple enfermedad? Ya veis que os he obedecido, pero sin conseguir nada; y así, volveré a mis prácticas de costumbre.»
Entre tanto. Pacomio empezaba a tener también visiones y revelaciones. Él se las contaba sencillamente a su maestro; pero Palemón callaba: «¿Por qué no me hablas, padre?», preguntaba el discípulo. «Oremos», contestaba siempre el anciano. Tal vez allí se ocultaba también el espíritu del orgullo. ¡Sabía tanto de sus astucias y sus maldades ! «Dios me llama—le decía Pacomio—para organizar la vida cenobítica en el desierto, para recoger a los solitarios dispersos en grandes monasterios, para guiar a muchos en el camino del bien. La regla que han de observar la veis aquí escrita en esta tabla por ministerio de ángeles.» Palemón temblaba, temblaba por su hijo predilecto, y en su larga experiencia de las artes de Satán, olía una y otra vez las tablas milagrosas, pero sin poder hallar en ellas el menor rastro de azufre. Y rezaba, rezaba, en su anhelo de conocer la voluntad de Dios. Al fin, una mañana llamó a su discípulo, y le dijo:
—Vístete de fortaleza, que Dios te llama para realizar una grande obra. Es preciso empezarla cuanto antes. Yo soy viejo; mis pobres piernas no resisten el peso de mi cuerpo; mis pupilas empiezan a llenarse de nieblas; de mi cabeza han desaparecido los últimos cabellos blancos. No obstante, mientras viva estaré junto a ti para levantar el monasterio y recibir a los hombres que vendrán de todas partes del mundo.
Y aceptando por vez primera los presentes de oro y plata que le traían sus devotos de Tebas, de Alejandría, de Antioquía y de Hierápolis, empezó la fábrica del gran monasterio de Tabenna. Mas no logró verla acabada. El día mismo en que sus discípulos celebraban su centenario, quedóse dormido con una sonrisa seráfica en los labios. Los anacoretas, arrodillados alrededor de su celda, vieron un coro de ángeles que se elevaba a los aires llevando entre sus túnicas el alma del bienaventurado anacoreta.
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