Era Juan el único hijo de un señor florentino llamado Gualberto, y dueño del castillo de Petronio. En este hijo había reconcentrado su padre todo el amor que antes repartiera entre otro vastago, muerto ya cuando aconteció la historia que vamos a relatar.
Estamos en 1003. Nunca el corazón de un hombre ha sentido tantas emociones ni experimentado vuelcos tan repentinos como los que sintió y experimentó el de Juan el día de Viernes Santo de aquel año. Juan, aunque hombre de mundo y despreocupado, no dejaba de comprender las bellezas de los misterios cristianos; por eso pasó las horas matutinales en la capilla, siguiendo conmovido los oficios sublimes que conmemoraban la muerte del Señor; cuando llegó el momento de adorar la cruz, sus familiares notaron en él una devoción desacostumbrada. Acabados los rezos, llamó a su escudero y le dijo:
—Ensilla el caballo y prepara las armas; hoy me acompañarás a Siena.
Las diez serían cuando cruzaban el ancho patio señorial. Pocos instantes después, había perdido de vista el viejo blasón de la puerta, donde las golondrinas que acababan de venir de África empezaban a hacer sus nidos. Ya en la campiña, un espectáculo encantador se presentó a sus ojos. La primera reía con todos sus encantos; agitábase la Naturaleza juguetona por todas partes, y bullía llena de vida y de color, brindando a los mortales la copa de la felicidad.
A un lado verdeaban los vastos campos que formaban el patrimonio de Juan; a otro lado corría el Elsa, escoltado en todo su camino por dos franjas de esmeralda; en el cielo, una inmensa gasa de transparente azul; abajo, todo luz y claridad y armonía de ruiseñores y voces alegres que endulzaban con el canto lo amargo de las faenas campesinas.
En plena edad primaveral se encontraba también el hijo del caballero Gualberto. Aún no tenía veinte años. Asi lo decía un fino bello dorado que sombreaba sus labios Rico, noble, gentil, valiente, generoso; adornado de una belleza armoniosa y varonil, no había familia de magnates en Florencia que no aspirase a unírsele con los lazos del parentesco. Oprimíale ligeramente el pedio una cota de malla argentada; un cinturón de blanca piel, del que pendía una larga adarga, ceñía su talle; sus pies iban cubiertos por suaves botas de cuero anaranjado, con espuelas de oro, y sobre la espalda colgaba la larga cola del chapetón de fieltro blanco.
Pero ni la primavera de la vida ni el encanto juvenil de las llanuras toscanas podían despertar la atención del heredero de Visdomini. En su cabeza inclinada y en el mirar sombrío de sus ojos se reflejaba una gran tristeza. ¿Pensaría, acaso, en las emociones religiosas de la mañana? Las armas que llevaba le habían traído a la memoria la imagen de su hermano Hugo, tendido en el camino, yerto, manchado de polvo y sangre, asesinado villanamente por un traidor. Esta imagen horrible no le permitía ver nada de lo que le rodeaba. «Mancha de sangre, con sangre se ha de borrar; y yo, su hermano, soy el que ha de borrarla; y mientras no lo haga, no tendré ni honra ni felicidad; la vida me será un tormento.» Así decía, y ya se imaginaba en contraste frente a su enemigo, y arrojarlo en el suelo y enrojecer con la sangre del traidor la espada que llevaba y había pertenecido a su hermano. Un sudor frío humedecía sus sienes juveniles.
Todavía saboreaba la dulzura que le causara la muerte imaginaria del contrario, cuando en una revuelta del camino se presentó a sus ojos un hombre a pie y desarmado. Traía de la mano un niño, niño blondo e inocente, que se divertía viendo los pájaros que pasaban volando ¿unto a él. Y aquel hombre era precisamente el asesino de Hugo. Al verle, Juan quedó indeciso por un momento; no quería dar fe a su vista; pasóse la mano por los ojos, creyéndolos presa de la ilusión, y, cerciorado de la realidad, dió un rugido y saltó del caballo, como un rayo, espada en mano. El asesino no huyó; hubiera sido inútil; cayó en tierra, y con los brazos en cruz, pronunció solamente una palabra: «Perdón.» Pero Juan no escuchaba; preparaba el golpe mortal en el cuerpo de su enemigo. Viendo éste perdida la vida de este mundo, no se acordó más que de la eterna, y con voz trémula por los temblores de la muerte, exclamó: «Jesús, Hijo de Dios, perdóname tú, al menos.»
¿Quién podrá decir lo que obró la gracia entonces en el corazón de Visdomini? Ya no vio más la cara pálida de su enemigo, ni sus ojos vidriados, ni sus manos suplicantes; sólo vio la figura de Aquel que había muerto en una cruz por él, y a cuyas plantas se postrara emocionado horas antes; ya no escuchó aquel gemido que le pedía perdón, ni los gritos del niño que lloraba aturdido; en sus oídos y en su corazón resonaba solamente aquella palabra que había oído cantar por la mañana en la Pasión: «Perdónalos, que no saben lo que hacen.»
Y arrojó resuelto la espada, y, cayendo en tierra, levantó al asesino, le abrazó y le dijo: «Vete, estás perdonado.» Y el asesino se fue después de haber besado la mano de quien le concediera la vida. «Vuelve al castillo —dijo entonces Juan a su escudero—, y no digas nada de cuanto has visto.»
Había allí sentado graciosamente en una pequeña colina un monasterio benedictino de San Miniato y una bonita iglesia, donde brillaban mármoles blancos y verdes. En ella entró Juan, postróse en la grada de un altar, y rompió en copioso llanto. Pasó largo rato absorto, con los ojos vueltos hacia el Cielo. Así estaba cuando los monjes entraron a cantar las Vísperas. Las melodías de los salmos sonaron a sus oídos como una cosa lejana, muy lejana, o como algo que se oye entre sueños; tan fija estaba en su mente la contemplación de Aquel a quien había adorado por la mañana. La tarde, que ahuyentaba la luz de las naves de la iglesia, lo volvió en sí. Levantóse, y dirigiendo al crucifijo una mirada de despedida, vio que Cristo se movía, que inclinaba la cabeza y le miraba con una expresión de dulzura infinita. Si esta mirada siguiera unos instantes más, le matara de alegría...
Cuando la noche tendía su manto de color oscuro sobre los palacios de Florencia, entraba Juan en el palacio de sus padres, inundada el alma en una paz que nunca había sentido en la vida.
Pocos días después se dirigía con paso firme a la puerta de los benedictinos de San Miniato, de donde sólo había de salir para fundar un asilo apacible a las almas sedientas de Dios en los bosques solitarios de Vallumbrosa, bajo la Regla de San Benito. Nuestro Señor le premió en este mundo haciéndole padre de infinitos monjes, y en el otro, dándole una corona infinitamente más preciosa que todo lo que le ofrecía el mundo.
En muchos monasterios de Italia, sus hijos y sus hijas siguen todavía con amor sus sagradas huellas. Es una vida austera la que él les enseñó; como base, la Regla de San Benito, pero con nuevos rigores y asperezas: estrecha clausura, silencio perpetuo, pobreza extremada, severísimas penitencias. Una innovación fue la supresión del trabajo manual. El monje Vallumbrosa, debe leer siempre, y siempre meditar.
Pero el fundador, que había sentido los ataques del mal del siglo, el mal de la simonía, que causaba las luchas intestinas, no quiso vivir divorciado de su tiempo. Formó a sus discípulos en las normas del programa cluniacense y los lanzó al combate contra la herejía y el cisma.
Uno de ellos, San Pedro, se hará famoso por su bélico ardor, y la Historia lo llamará Igneo, por haber confirmado su doctrina pasando incólume a través de las llamas.
Estamos en 1003. Nunca el corazón de un hombre ha sentido tantas emociones ni experimentado vuelcos tan repentinos como los que sintió y experimentó el de Juan el día de Viernes Santo de aquel año. Juan, aunque hombre de mundo y despreocupado, no dejaba de comprender las bellezas de los misterios cristianos; por eso pasó las horas matutinales en la capilla, siguiendo conmovido los oficios sublimes que conmemoraban la muerte del Señor; cuando llegó el momento de adorar la cruz, sus familiares notaron en él una devoción desacostumbrada. Acabados los rezos, llamó a su escudero y le dijo:
—Ensilla el caballo y prepara las armas; hoy me acompañarás a Siena.
Las diez serían cuando cruzaban el ancho patio señorial. Pocos instantes después, había perdido de vista el viejo blasón de la puerta, donde las golondrinas que acababan de venir de África empezaban a hacer sus nidos. Ya en la campiña, un espectáculo encantador se presentó a sus ojos. La primera reía con todos sus encantos; agitábase la Naturaleza juguetona por todas partes, y bullía llena de vida y de color, brindando a los mortales la copa de la felicidad.
A un lado verdeaban los vastos campos que formaban el patrimonio de Juan; a otro lado corría el Elsa, escoltado en todo su camino por dos franjas de esmeralda; en el cielo, una inmensa gasa de transparente azul; abajo, todo luz y claridad y armonía de ruiseñores y voces alegres que endulzaban con el canto lo amargo de las faenas campesinas.
En plena edad primaveral se encontraba también el hijo del caballero Gualberto. Aún no tenía veinte años. Asi lo decía un fino bello dorado que sombreaba sus labios Rico, noble, gentil, valiente, generoso; adornado de una belleza armoniosa y varonil, no había familia de magnates en Florencia que no aspirase a unírsele con los lazos del parentesco. Oprimíale ligeramente el pedio una cota de malla argentada; un cinturón de blanca piel, del que pendía una larga adarga, ceñía su talle; sus pies iban cubiertos por suaves botas de cuero anaranjado, con espuelas de oro, y sobre la espalda colgaba la larga cola del chapetón de fieltro blanco.
Pero ni la primavera de la vida ni el encanto juvenil de las llanuras toscanas podían despertar la atención del heredero de Visdomini. En su cabeza inclinada y en el mirar sombrío de sus ojos se reflejaba una gran tristeza. ¿Pensaría, acaso, en las emociones religiosas de la mañana? Las armas que llevaba le habían traído a la memoria la imagen de su hermano Hugo, tendido en el camino, yerto, manchado de polvo y sangre, asesinado villanamente por un traidor. Esta imagen horrible no le permitía ver nada de lo que le rodeaba. «Mancha de sangre, con sangre se ha de borrar; y yo, su hermano, soy el que ha de borrarla; y mientras no lo haga, no tendré ni honra ni felicidad; la vida me será un tormento.» Así decía, y ya se imaginaba en contraste frente a su enemigo, y arrojarlo en el suelo y enrojecer con la sangre del traidor la espada que llevaba y había pertenecido a su hermano. Un sudor frío humedecía sus sienes juveniles.
Todavía saboreaba la dulzura que le causara la muerte imaginaria del contrario, cuando en una revuelta del camino se presentó a sus ojos un hombre a pie y desarmado. Traía de la mano un niño, niño blondo e inocente, que se divertía viendo los pájaros que pasaban volando ¿unto a él. Y aquel hombre era precisamente el asesino de Hugo. Al verle, Juan quedó indeciso por un momento; no quería dar fe a su vista; pasóse la mano por los ojos, creyéndolos presa de la ilusión, y, cerciorado de la realidad, dió un rugido y saltó del caballo, como un rayo, espada en mano. El asesino no huyó; hubiera sido inútil; cayó en tierra, y con los brazos en cruz, pronunció solamente una palabra: «Perdón.» Pero Juan no escuchaba; preparaba el golpe mortal en el cuerpo de su enemigo. Viendo éste perdida la vida de este mundo, no se acordó más que de la eterna, y con voz trémula por los temblores de la muerte, exclamó: «Jesús, Hijo de Dios, perdóname tú, al menos.»
¿Quién podrá decir lo que obró la gracia entonces en el corazón de Visdomini? Ya no vio más la cara pálida de su enemigo, ni sus ojos vidriados, ni sus manos suplicantes; sólo vio la figura de Aquel que había muerto en una cruz por él, y a cuyas plantas se postrara emocionado horas antes; ya no escuchó aquel gemido que le pedía perdón, ni los gritos del niño que lloraba aturdido; en sus oídos y en su corazón resonaba solamente aquella palabra que había oído cantar por la mañana en la Pasión: «Perdónalos, que no saben lo que hacen.»
Y arrojó resuelto la espada, y, cayendo en tierra, levantó al asesino, le abrazó y le dijo: «Vete, estás perdonado.» Y el asesino se fue después de haber besado la mano de quien le concediera la vida. «Vuelve al castillo —dijo entonces Juan a su escudero—, y no digas nada de cuanto has visto.»
Había allí sentado graciosamente en una pequeña colina un monasterio benedictino de San Miniato y una bonita iglesia, donde brillaban mármoles blancos y verdes. En ella entró Juan, postróse en la grada de un altar, y rompió en copioso llanto. Pasó largo rato absorto, con los ojos vueltos hacia el Cielo. Así estaba cuando los monjes entraron a cantar las Vísperas. Las melodías de los salmos sonaron a sus oídos como una cosa lejana, muy lejana, o como algo que se oye entre sueños; tan fija estaba en su mente la contemplación de Aquel a quien había adorado por la mañana. La tarde, que ahuyentaba la luz de las naves de la iglesia, lo volvió en sí. Levantóse, y dirigiendo al crucifijo una mirada de despedida, vio que Cristo se movía, que inclinaba la cabeza y le miraba con una expresión de dulzura infinita. Si esta mirada siguiera unos instantes más, le matara de alegría...
Cuando la noche tendía su manto de color oscuro sobre los palacios de Florencia, entraba Juan en el palacio de sus padres, inundada el alma en una paz que nunca había sentido en la vida.
Pocos días después se dirigía con paso firme a la puerta de los benedictinos de San Miniato, de donde sólo había de salir para fundar un asilo apacible a las almas sedientas de Dios en los bosques solitarios de Vallumbrosa, bajo la Regla de San Benito. Nuestro Señor le premió en este mundo haciéndole padre de infinitos monjes, y en el otro, dándole una corona infinitamente más preciosa que todo lo que le ofrecía el mundo.
En muchos monasterios de Italia, sus hijos y sus hijas siguen todavía con amor sus sagradas huellas. Es una vida austera la que él les enseñó; como base, la Regla de San Benito, pero con nuevos rigores y asperezas: estrecha clausura, silencio perpetuo, pobreza extremada, severísimas penitencias. Una innovación fue la supresión del trabajo manual. El monje Vallumbrosa, debe leer siempre, y siempre meditar.
Pero el fundador, que había sentido los ataques del mal del siglo, el mal de la simonía, que causaba las luchas intestinas, no quiso vivir divorciado de su tiempo. Formó a sus discípulos en las normas del programa cluniacense y los lanzó al combate contra la herejía y el cisma.
Uno de ellos, San Pedro, se hará famoso por su bélico ardor, y la Historia lo llamará Igneo, por haber confirmado su doctrina pasando incólume a través de las llamas.
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