Cuando la corrupción del Renacimiento invade hasta la misma cátedra de Pedro, cuando el fermento de la Reforma hierve en las Universidades alemanas, Dios ha puesto ya en la tierra al hombre destinado para oponer un dique a esa doble inundación. Es un gentil hombre español, nacido en el seno de una noble familia guipuzcoana. Alejada del tráfago del mundo, engastada en una soberbia iglesia barroca, se levanta todavía la casa solariega de su linaje, que con sus muros chatos y macizos, sus estrechas saeteras, sus bellas torrecillas, conserva el aspecto de fortaleza medieval. Pero Íñigo, el hijo decimotercio y último de Beltrán Yáñez de Oñaz y Loyola, no piensa todavía en azares de conquistas evangélicas. Con su temperamento vehemente, audaz y ambicioso, aspira al brillo de los honores y a la gloria de las armas. Desde su adolescencia ha encontrado un protector poderoso en el noble caballero de Arévalo Juan Velázquez de Cuéllar, contador mayor de Castilla. Vive con los Velázquez, unas veces en Arévalo y otras en la corte, entre compañeros que más tarde serán grandes políticos o famosos conquistadores. Él no cede a nadie en sueños de grandezas y aventuras. Es un paje apuesto, generoso y batallador, con los vicios y virtudes del guerrero español de su tiempo. Cuentan que la mujer del contador le decía: «Íñigo, no asesarás hasta que te quiebren una pierna.» Soldado desgarrado y sin letras le llamará el Padre Granada. Era muy buen escribano, dice el Padre Rivadeneira, pero los libros le dejan indiferente. Más le importaba jugar a los naipes, andar en revueltas de armas, cuidar su ondulada cabellera rubia, esgrimir la lanza y galantear. Se le vio procesado a causa de sus graves desórdenes. Se le vio, en Pamplona, arremeter calle abajo contra una multitud que no le guardó las debidas consideraciones, «y si no hubiera quien le detuviera, o matara a alguno de ellos, o le mataran». Era, dicen los mismos compañeros de su vida perfecta, hombre metido en todas las vanidades del mundo, soldado ducho en travesuras juveniles y mozo polido, amigo de galas y de traerse bien. No obstante, se hacía querer de todos, «porque era recio y valiente, muy animoso para emprender cosas grandes, de noble ánimo y liberal, y tan ingenioso y prudente en las cosas del mundo, que en lo que se ponía y aplicaba se mostraba siempre para mucho».
La gran pasión de Íñigo a los veinte años era la guerra. Guerreando estaba en Pamplona a principios de 1521, como ayudante del duque de Nájera, cuando los franceses pusieron sitio a la ciudad. Tratábase ya en el castillo de rendirse, cuando Loyola se interpuso, defendiendo la resistencia hasta la muerte. Resistió, efectivamente, como un héroe, hasta que una bala de cañón le dejo destrozada una pierna y herida la otra. Obligado a capitular, el herido fue colocado en una litera y llevado a Loyola. Allí empezó la cura de los cirujanos. Quisieron atarle, como entonces se acostumbraba en semejantes operaciones, pero él no lo consintió; sereno, inmóvil, aguantó la espantosa carnicería. Sólo un momento se le vio apretar fuertemente los puños. Pronto advirtió que debajo de la rodilla le quedaba un hueso saliente. Era una enfermedad que entonces no estaba dispuesto a sufrir. Advirtiéronle que su desaparición le costaría dolores atroces, pero no estaba dispuesto a hacer el ridículo en los torneos y en las fiestas cortesanas. Nuevamente ofreció su pierna a la sierra con valor estoico, y la oyó rechinar en su cuerpo sin inmutarse: «todo—dice Rivadeneira—por poder traer una bota muy justa y muy polida, como entonces se usaba.»
Para entretener los ocios de la convalecencia, pidió el enfermo que le trajesen libros de caballerías, el Amadís o algún otro de los que en aquel tiempo hacían las delicias de la juventud; pero en casa del señor de Loyola no se encontraban estas obras profanas, y, por darle algo, le ofrecieron un Flos Sanctorum y la traducción castellana de la Vida de Cristo, por el Cartujano. Las leyendas hagiográficas empezaron a despertar en su alma un sentimiento de noble emulación. Inclinado a las más quiméricas empresas, veía abrirse ante sus ojos un mundo de heroísmos más vasto que el que por aquellos mismos días revelaban a Europa los exploradores españoles. ¿Por qué no había de hacer él lo que hicieron los santos? ¿Por qué no había de vestir un saco, vivir de hierbas y sufrir los tormentos de los mártires? En el entusiasmo de su lectura, se le oía exclamar: «Santo Domingo hizo esto, pues yo lo tengo que hacer; San Francisco hizo esto, pues yo lo tengo que hacer.» Pero apenas cerraba el libro, caía sobre él el túmulo de los pensamientos mundanos, y se pasaba largas vigilias soñando en hazañas, fantasías y vanidades. Estaba enamorado. La señora de sus pensamientos era mujer de alta alcurnia, cuyo nombre nunca quiso descubrir, aunque hay quien dice que era la viuda de don Fernando el Católico, Germana de Foix. «Tan poseído tenía el corazón, que se estaba embebido en pensar en ella dos, tres y cuatro horas sin sentirlo, imaginando lo que habría de hacer en su servicio; los medios que tomaría para poder ir a la tierra donde ella estaba; los motes, las palabras que le diría; los hechos de armas que haría por ella, y estaba con esto tan envanecido, que no miraba cuan imposible era poderlo alcanzar; porque la señora no era de vulgar nobleza, ni condesa, ni duquesa, mas era su estado más alto que ninguno destos.»
Solicitado por ideas tan diversas, empezó a examinarlas y compararlas entre sí, notando que las del mundo, aunque le deleitaban, dejaban su corazón triste y vacío, mientras que las de Dios le llenaban de consuelo y alegría. Poco a poco la gracia iba trabajando su espíritu, hasta que vino al fin la resolución irrevocable, una resolución como sabía tomarlas aquella indomable voluntad. Una noche, levantándose del lecho, postróse de rodillas ante una imagen de la Virgen, y prometió renunciar a sus antiguas vanidades. El caballero mundano quedaba convertido en soldado de Dios. Fue una conversión radical, integral, definitiva. Nunca el gentil hombre había tenido la menor duda sobre su fe católica; sentía particular devoción hacia el príncipe de los Apóstoles, y hasta le cantó en trabajosos versos al mismo tiempo que a las damas; pero desde este momento su vida entera quedó consagrada al servicio de Dios. Su primer pensamiento es ir en peregrinación a Jerusalén; luego se le ocurre la idea de entrar en la cartuja de Miraflores, y las horas que antes gastaba pensando en su dama, se le pasan ahora orando, contemplando la noche estrellada y repitiendo aquella su exclamación favorita: «¡Cuán baja me parece la tierra cuando miro al Cielo!» Sigue leyendo las Vidas de Cristo y de los santos, y para no olvidar los buenos pensamientos que se le ocurren, anota en un libro, primorosamente encuadernado, los hechos, las ideas, los afectos piadosos que agitan su corazón y su mente durante la lectura.
Después de muchos meses de forzado encierro, empieza su mística aventura. Se arrodilla primero ante la Virgen de Aránzazu, va luego a Navarrete para despedirse del duque de Nájera, su antiguo protector; allí se separa de sus criados, y solo, montado en una mula, se dirige en peregrinación a Nuestra Señora de Montserrat. Una alegría íntima llena su alma; medita penitencias, peregrinaciones y hazañas por Cristo, y con el afán de olvidar su vida de pecado, diariamente se disciplina hasta la sangre. En Montserrat se confiesa durante tres días, escribe luego su confesión, regala su mula al monasterio y cuelga la espada y la daga ante el altar de la Virgen. El soldado vanidoso y ambicioso ha muerto para siempre, reemplazado por el capitán de las huestes de Dios. Aquí empieza la parte más dramática de su vida. Su antiguo ardor bélico se dirige ahora contra sí mismo y contra los enemigos de la fe. Falló poco para que en el camino de la montaña no apuñalase a un moro que hablaba contra la perpetua virginidad de María. Extremoso en todo, quiso practicar cuanto había leído de los héroes del cristianismo. El 24 de marzo de 1522 llamó a un pobre andrajoso le dió sus vestidos de caballero y se vistió un traje que consistía en un saco de cánamo, un pedazo, de cuerda para ceñirlo y una alpargata de esparto para el pie derecho, que era el de la herida. Con estas galas y en la mano un bordón rematado en una calabaza, pasó una noche al pie del altar de la Virgen, remedando la costumbre de velar las armas, común entre los caballeros medievales.
Cojeando penosamente, se presenta el convertido en Manresa. Allí vive en un hospital, y se pasa las horas muertas rezando en una gruta. Mal formado todavía en las cosas del espíritu, se imagina que toda la santidad está en la mortificación; pasa siete horas en oración de rodillas, come lo que le dan de limosna, se disciplina tres veces al día, y él, antes tan ufano de cuidar su persona, se deja ahora crecer las unas y el cabello. Hay quien se ríe de él, pero él lo lleva con la mayor paciencia. Nadie sabe su nombre. Por las finas facciones de su rostro, las gentes empiezan a sospechar en su vida algún misterio. Él solo se llama el peregrino. Después de cuatro meses de una serenidad imperturbable, entra su alma en los más terribles combates de la vida interior. Va a empezar su noviciado. El enemigo le decía: «¿Quién resiste una vida semejante durante treinta años?» Pero esta primera prueba se le desvanece con esta sencilla respuesta: «¿Quién me asegura que voy a vivir una sola hora?» No tardó en advertir en medio de la oración olas terribles de tedio y amargura, que empezaron a hacerle dudar sobre el camino que emprendía. Siguieron los escrúpulos acerca de su confesión, acompañados de tales congojas, que hasta tuvo la tentación de arrojarse por una sima. Se le veía llorando en su habitación y pidiendo a gritos el socorro de la divina misericordia. En aquel terrible trance, resolvió no comer ni beber hasta que recobrase la calma. Después de una semana, echáronle de menos unas mujeres piadosas que escuchaban sus consejos, y después de muchas pesquisas le encontraron en una ermita de la Virgen, tan enjuto y extenuado, que no podía andar ni tenerse en pie. No obstante, fue preciso que el confesor le negase la absolución para hacerle tomar alimento. Después sintióse repentinamente inundado de paz y alegría.
Siguieron los días de los regalos y las consolaciones. Según él mismo lo declara, «Dios trataba a su siervo de la misma manera que un maestro trata a un niño de la escuela a quien instruye». «Aunque no existieran los libros santos—añadía—, estaría dispuesto a dar la vida por las verdades que en ellos se enseñan, sólo por lo que en la contemplación se me había comunicado.» Un día, contemplando las cosas divinas en las cercanías de Manresa, se sentó sobre el camino, que pasaba a la ribera de un río, y puso los ojos en las aguas. «Allí—dice el Padre Laínez— aprendió en una hora roas de lo que hubieran podido en señarle todos los sabios del mundo.» Tenía visiones, coloquios con los bienaventurados y raptos de ocho días. Se había convertido en un maestro de la vida espiritual, y un grupo de mujeres, que el vulgo malicioso llamaba las Íñigas, hacía los ejercicios espirituales bajo su dirección. De esta manera nació un librito breve y compendioso, escrito en un lenguaje sencillo e inteligible, que es uno de los libros más extraordinarios del mundo. De esta manera nació el Libro de los Ejercicios. Sumergido en la meditación de las verdades eternas o zarandeado por las tempestades interiores, Ignacio no cesaba de estudiar y analizar los diversos estados de su espíritu. «El Peregrino—decía más tarde a uno de sus compañeros—observaba en su alma ya estos, ya aquellos afectos, y se aprovechó de ellos, y por ahí vino a pensar que podrían también aprovechar a otros, y por eso escribió los Ejercicios.» Al principio, lo único que le importaba era conocer la voluntad divina y cumplirla perfectamente; después coordinó sus experiencias, y al salir de la gruta completamente transformado, se encontró, con gran estupefacción, en posesión de un método espiritual que podría obrar en los otros una transformación análoga a la suya. La sustancia de esa obra, que resume el trabajo íntimo realizado en su alma, data de estos días de Manresa. Más tarde los experimentos que hizo en los otros le permitieron perfeccionar su sistema, el cual siguió enriqueciéndose con nuevas aportaciones durante la época de sus estudios teológicos y en el periodo italiano de su vida.
Tal es la historia de este libro famoso. La experiencia de los siglos ha confirmado su eficacia maravillosa para renovar, transformar y educar las almas. Las causas de esta influencia, abstracción hecha del poder de la gracia, hay que buscarlas en la combinación y ordenación lógica de los diversos ejercicios, en el método, en la sabia disposición de las materias, fruto de un estudio profundo del alma humana. Escuela incomparable de hombres, de cristianos y de apóstoles, los Ejercicios no son para leídos, sino para practicados. Entonces es cuando tienen toda su eficacia, cuando producen corazones como los de San Francisco Javier, San Francisco de Regis, San Francisco de Sales, San Carlos Borromeo y San Pedro Canisio.
Críticos de todas las ideas han reconocido en ellos un edificio de armonía maravillosa, una verdadera obra de arte, de unidad perfecta, un género enteramente nuevo y peculiar. Todo en ellos puede resumirse a aquella invitación de Cristo: «Toma tu cruz y sígueme.» Su esencia es el renunciamiento. Sin embargo, lejos de abatir las fuerzas naturales, las intensifican, purificándolas de lo que pueden tener de inferior y bestial, dirigiéndolas hacia un ideal más alto, y aumentándolas con la ayuda de las fuerzas sobrenaturales. Si dan la paz al alma, no es por el aniquilamiento de la voluntad personal, pues su efecto es siempre un aumento, un robustecimiento de la personalidad, orientada, polarizada en dirección a lo divino. Son la obra maestra de una sabia pedagogía. Se ha reprochado la excesiva importancia que se da en ellos al razonamiento, se ha dicho que la meticulosidad de las reglas es contraria a la operación del espíritu. Pero es que San Ignacio mira en el razonamiento la base sólida de toda convicción. Para él no puede existir renovación sin convicción profunda. Por lo demás, su método, con todas las apariencias de regularidad mecánica, es siempre respetuoso con los libres movimientos de la verdadera piedad. Hay que tener también presente que él sólo establece las leyes de la oración ordinaria. Aunque conocía las alturas de la contemplación, no se ocupa de lanzar el alma hacia ellas. Diríase que para él la perfección de la vida espiritual no consiste propiamente en la unión con Dios por medio de la oración. Solía decir que, de cien personas de oración, las noventa vivían engañadas. Consideraba que se daba más gloria a Dios con la imitación perfecta de Cristo en la vida apostólica, y a esta imitación dirige los Ejercicios, haciéndola consistir en la renuncia al bienestar del cuerpo y en la mortificación total del amor propio y del amor del mundo.
El período místico de Manresa es solamente un episodio en la vida militante de San Ignacio. Hombre de acción, se lanza en busca de su destino. No ha llegado a verle todavía con claridad. Durante algún tiempo se cree llamado a predicar la fe entre los infieles. Visita los Santos Lugares y decide permanecer en Oriente enseñando a los mahometanos, pero el provincial de San Francisco en Jerusalén le obliga a venir a Europa, temiendo que su celo provocase algún conflicto. A principios de 1524 reaparece en Barcelona estudiando latín con los niños de la escuela. Había comprendido la necesidad que tenía de instrucción religiosa y humanística, y se entregó ardorosamente a conseguirla, a pesar de que el demonio le acometía con toda suerte de pensamientos devotos y dulzuras interiores en cuanto tomaba la Gramática. Como, el maestro le trataba con demasiada consideración, un día llegóse a él, rogándole «muy ahincadamente que le tratase como al menor muchacho de sus discípulos, y que le castigase y azotase como a tal, cada y cuando que le viere flojo y descuidado». Con el mismo entusiasmo empieza en Alcalá el estudio de la filosofía y de la teología.
Pero a la vez que estudiante, era un fogoso proselitista. En torno suyo se agrupaba un puñado de gentes piadosas, que escuchaban sus consejos e imitaban su vida. Algunos de sus compañeros y devotos caminaban descalzos como él y vestían el mismo sayal pardo y grosero, que les valió el apodo de ensayalados. En los círculos eclesiásticos y universitarios se discutía al extraño penitente, que producía súbitas mudanzas en la vida de los que le trataban. Unos le veneraban como a un santo, y otros empezaban a sospechar si sería uno de aquellos alumbrados fanáticos que, envueltos en supuestas revelaciones divinas, sembraban los más absurdos errores. No tardó en estallar la persecución:
Ignacio tuvo que teñir su sayo, disolver su grupo, calzar sus pies y resignarse a vestir como los demás. A todo obedeció puntualmente; pero habiéndose reproducido las sospechas, se le formó un proceso en regla, se le encerró en la cárcel, y en ella permaneció cerca de dos meses. Él rehusaba defenderse; pero hablaba a los inquisidores con la libertad propia de su carácter.
—¿Qué mal habéis hallado en mí, después de tanto inquirir?—preguntaba al vicario de Alcalá.
—Nada—contestaba el interpelado—; si algo se hallara en vos, os castigaran y aun os quemaran. Respondió Íñigo:
—Así quemaran a vos si errárades.
—Es ansí—replicó secamente el vicario.
Reconocida su inocencia, Ignacio pasó de Alcalá a Salamanca. Nuevamente fue acusado, procesado y encarcelado. Veintidós días de encierro, al principio en un aposento viejo, destartalado, sucio y maloliente, con una cadena de doce palmos en los pies, y sin poder dormir «por la gran multitud de bestias varias». Absuelto una vez más por las autoridades eclesiásticas, dejó aquella Universidad y se dirigió a la de París, montado en un asno, que llevaba sus libros y cartapacios. Llegó el 2 de febrero de 1528, y pasó aún siete años escuchando a los doctores de la Sorbona. Vivía de la limosna que le mandaban los mercaderes españoles de Flandes, siempre con penuria y estrechez. A los tres años obtuvo grado de maestro en filosofía. Durante las vacaciones viajaba hasta Brujas, Amberes y Londres para recoger limosnas. AI mismo tiempo, seguía preparando su método espiritual con tal éxito, que hubo días en que las clases se quedaban desiertas porque los discípulos andaban ocupados en ejercicios piadosos. Empezóse a considerarle como a un embaucador, se le procesó una vez más como hereje oculto, y aun se le amenazó con los azotes infamantes que se daban en los colegios universitarios a los estudiantes inquietos y de costumbres perniciosas. Él mismo se dirigió al lugar del suplicio, y como advirtiese que perdía el color y temblaba, empezó a decir a su cuerpo. «¡Cómo! ¿Y contra el aguijón tiráis coces? Pues yo os digo, don Asno, que esta vez habéis de salir letrado; yo os haré que sepáis bailar.» La intervención de algunos de sus discípulos le libró de aquella vergüenza, y todo aquello sólo sirvió para aumentar su prestigio entre los estudiantes.
La mirada de aquel colegial viejo, cojo y desharrapado seducía de una manera irresistible. En Barcelona, en Alcalá y en Salamanca había encontrado discípulos que arrostraban el enojo de sus familias por seguirle e imitarle. Otro tanto sucedía ahora en París. El primero que se le juntó fue su compañero de celda en el colegio de Santa Bárbara, un piadoso saboyano que se llamaba Pedro Fabro. Poco después ganó el alma generosa y ardiente del joven profesor navarro Francisco de Javier. Siguieron el soriano Diego Laínez y el toledano Alonso Salmerón, y tras ellos cayeron en la red el portugués Simón Rodrigues de Acevedo y el joven Nicolás Alfonso de Bobadilla, palentino de buena índole, pero de carácter desigual y levantisco. El 15 de agosto de 1534, seguido de estos seis compañeros, subía la colina de Montmartre, penetraba en una silenciosa capilla dedicada a San Dionisio, que pertenecía a las monjas benedictinas, y se preparaba a oír la misa fervorosamente. Celebraba el único que entre ellos era ya sacerdote: Pedro Fabro. Al llegar a la comunión, Fabro se volvió a sus compañeros con la sagrada Hostia en la mano. Arrodillados los seis en torno del altar, fueron pronunciando uno en pos de otro los votos de castidad y pobreza, y después recibieron la comunión. Terminada la misa, bajaron al pie del monte, se sentaron alrededor de una fuente y celebraron un frugal y fraternal banquete. No hubo en él más que pan y agua, pero la alegría era tan grande y tal el fervor que inspiraba a los comensales, que las horas se les pasaron sin sentir alabando a Dios, manifestando los afectos que inflamaban sus corazones y planeando las hazañas que estaban dispuestos a realizar. Sólo al ver que se ocultaba el sol, cayeron en la cuenta de que se acababa el día.
Al año siguiente, Ignacio se dirigía por última vez a su tierra para restablecer su quebrantada salud; pero al empezar el invierno de 1536 se juntaba con sus compañeros de Venecia. Aún no saben con precisión qué es lo que Dios quiere de ellos. Por de pronto, deciden ir en peregrinación a Tierra Santa. Pero una serie de obstáculos insuperables se lo impide. Se dispersan luego por el norte de Italia, llevando un rosario al cuello y a la espalda un zurrón de cuero, donde llevan la Biblia, el breviario y los cuadernos de sus lecciones. Desde este momento, los iñiguistas de la Sorbona dan a su sociedad el nombre de Compañía de Jesús, y su jefe empieza a traducir su nombre hispánico por el latino Ignacio. Alentado por una visión famosa, toma el camino de Roma con dos de sus compañeros, dispuesto a dar el paso decisivo. Aún sigue en la incertidumbre más completa, pero su alegría sólo puede compararse con la que sentirá Francisco Javier al entrar en la capital del Japón. «No sé lo que me espera en Roma—decía—, ni si quiere Dios que muramos en cruz o descoyuntados; sólo sé que Jesucristo nos será propicio.»
En Roma hubo frialdades, indiferencias y persecuciones; desde los púlpitos se improperaba a aquella Compañía de «sacerdotes reformados», como allí se decía; parecía perdida la causa de Ignacio, cuando vino en su ayuda la influencia de algunos hombres poderosos, ganados por la prédica de los ejercicios. Príncipes, cardenales y embajadores empezaban a sentirse transformados por la magia de aquel libro prodigioso. El mismo Paulo III se sintió impresionado por la grandeza moral del reformador, y en sus conversaciones con el Pontífice empezó Ignacio a esbozar el plan de una Orden nueva, que no tuviera por objeto, como la mayoría de las antiguas congregaciones monásticas, un fin particular de penitencia o predicación, de oración litúrgica o de beneficencia corporal, sino que abarcase la actividad apostólica en todas sus formas, la enseñanza literaria y teológica en todos sus grados, las obras de caridad en todos sus aspectos, las misiones entre fieles e infieles, considerando el mundo entero como campo de su acción. Tal era el grandioso ideal en que había cuajado definitivamente la ambición desaforada del hidalgo español. El 27 de septiembre de 1540 aparecía la bula por la cual Paulo III aprobaba la nueva fundación, y esta fecha señala el comienzo de la Compañía de Jesús. Una serie de acontecimientos, independientes en gran parte de la voluntad de Ignacio, le habían llevado a crear una vasta y poderosa organización de enseñanza, de predicación y de dirección espiritual, que será la barrera más fuerte de la verdad frente al protestantismo, y colaborará de una manera decisiva en la obra del Concilio de Trento.
Los tres últimos lustros de su vida pásalos Ignacio en el Gesú de Roma, empleado en perfilar, acrecentar y completar la grande obra de su vida. Escribe las Constituciones, forma los nuevos reclutas en el Colegio Romano, envía sus teólogos al Concilio de Trento, esparce sus discípulos por todas las parte del mundo, escribe cartas, legisla, ordena, vigila. Quiere que el alma de su milicia espiritual sea la obediencia, una obediencia consciente, voluntaria y alegre; una obediencia ciega, no para lo que se manda, sino para las ilusiones y falacias de la pusilanimidad y de la sensualidad. El religioso debe ser como un cadáver, o como el bastón en la mano del anciano. Escribiendo a San Francisco Javier, le ordenaba volver a las Indias en estos términos: «Os lo ordeno en nombre de Jesucristo. Y a fin de que vos podáis exponer los motivos de vuestra partida a aquellos que quieren reteneros, os diré las razones que me han decidido.» Su mandato era a la vez firme y suave, razonado y autoritario. Medía el límite de su autoridad, como antes había medido el límite de su obligación a obedecer. Durante el proceso de Salamanca, preguntado por los jueces cómo se atrevía a enseñar, falto de estudios teológicos, contestó: «O es verdad o no es verdad lo que enseño. Si no es verdad, condénenme; si es verdad, déjenlo estar.» Y cuando le leyeron la sentencia, por la cual le declaraban inocente y ortodoxo, mandándole al mismo tiempo que no se metiese en honduras y distinciones sutiles, declaró que obedecería en aquello que estaba dentro de la jurisdicción de los jueces; pero que no era justo, puesto que no se encontraba delito en su conducta ni error en su doctrina, impedirle servir a las almas, privándole del derecho de hablar de las cosas de Dios con libertad.
Así era de razonable y humano este hombre a quien se ha pintado como un déspota. Era natural que el odio se cebase en un hombre que se presentaba como el aguafiestas del Renacimiento, como el censor de la moral fácil de los falsos reformadores, como el campeón de la disciplina cuando el Mundo se indisciplinaba. La pasión ha hecho de aquel gran hombre un enigma o una paradoja. Ya los pintores empiezan por desconcertarnos: el Ignacio de Valdés Leal parece un San Juan de la Cruz, místico y poeta, puesto en éxtasis ante la belleza del Crucificado; el de Sánchez Coello conserva todavía algo de esa mirada suave y lejana, que puede ser contemplativa, pero su boca se pliega duramente insinuando una sonrisa enigmática. Rivadeneira nos dice que fue de estatura mediana, o por mejor decir, algo pequeño y bajo de cuerpo; el rostro autorizado, la frente ancha y desarrugada, los ojos hundidos, encogidos los párpados y arrugados por las muchas lágrimas que continuamente derramaba; las orejas medianas, la nariz alta y combada, el color vivo y templado, y con la calva de muy venerable aspecto, el semblante del rostro alegremente grave y gravemente alegre, de manera que con su serenidad alegraba a los que le miraban y con su gravedad los componía. AI trazar el retrato de su alma, se le ha representado como un luchador y como un contemplativo, como un fino político y como un hombre que encauza exclusivamente su vida hacia el orden social; como un corazón vehemente y como un temperamento frío y calculador; como una inteligencia de ideas amplias y vigorosas y como un espíritu estrecho, cominero y ordenancista. Es algo monstruoso y desconcertante: rebelde y sumiso, afable y despótico, mendigo y espléndido, cobarde y audaz, amante de los pobres y adulador de los poderosos, maquiavélico y oportunista despreocupado, tipo perfecto de la prudencia humana, y modelo de valor cristiano y de prudencia sobrenatural.
Todo esto es, en definitiva, una prueba de la riqueza de aquella alma extraordinaria. La misma calumnia es un homenaje a su grandeza. No era, ciertamente, un sentimental, sino más bien un cerebral. El castellano de sus Ejercicios peca de seco y premioso; y sus mismos discípulos nos dicen que en su conducta, en su actitud, en su palabra, todo era cautela y circunspección. Es gráfica la manera con que fue desmontando los títulos al P. Olave, según le veía progresar en la virtud. Al principio le hablaba con todo respeto, y decía: «Señor doctor Olave, vuestra merced haga esto.» Poco después ordenaba con más brevedad: «Doctor Olave, haga esto vuestra merced.» Otro día le quitaba el doctor; otro, el vuestra merced, y al fin le decía a secas: «Olave, hacer esto.» Sin embargo, no era un hombre sin corazón el que al pie de una carta escribía aquella frase que estremecía de gozo a Javier y sacaba de sus ojos fuentes de lágrimas: «Todo vuestro, sin poderme jamás en tiempo alguno olvidar de vos, Ignacio.» Ni era un déspota el que, cuando el inquieto Bobadilla declaraba que no leía sus cartas, porque con lo superfluo de la principal se pudieran hacer otras dos, contestaba humildemente: «A mí, por gracia de Dios nuestro Señor, me sobró el tiempo y la gana para leer y releer todas las vuestras.» Toda la vida de Ignacio está en el lema que señaló a la Compañía «Ad maiorem Dei gloriam.» Este pensamiento sublime da unidad a todas sus acciones. Podrá sentir vacilaciones en ciertos momentos de su vida; pero hay una cosa que la ordena y armoniza toda entera, desde que deja el servicio del emperador: que recoge y encauza la corriente de sus energías naturales, su ingenio, su fantasía, su memoria y aquella prudencia y aquella tenacidad y aquel temple de hierro y aquel ojo infalible para tomar la medida exacta de las personas y las cosas, que hacen de él, sin dejar de ser un enamorado de Cristo, el tipo perfecto del hombre de acción. Esa fuerza superior, alma de su alma, es el deseo de la gloria de Dios, que le llena y le consume.
La gran pasión de Íñigo a los veinte años era la guerra. Guerreando estaba en Pamplona a principios de 1521, como ayudante del duque de Nájera, cuando los franceses pusieron sitio a la ciudad. Tratábase ya en el castillo de rendirse, cuando Loyola se interpuso, defendiendo la resistencia hasta la muerte. Resistió, efectivamente, como un héroe, hasta que una bala de cañón le dejo destrozada una pierna y herida la otra. Obligado a capitular, el herido fue colocado en una litera y llevado a Loyola. Allí empezó la cura de los cirujanos. Quisieron atarle, como entonces se acostumbraba en semejantes operaciones, pero él no lo consintió; sereno, inmóvil, aguantó la espantosa carnicería. Sólo un momento se le vio apretar fuertemente los puños. Pronto advirtió que debajo de la rodilla le quedaba un hueso saliente. Era una enfermedad que entonces no estaba dispuesto a sufrir. Advirtiéronle que su desaparición le costaría dolores atroces, pero no estaba dispuesto a hacer el ridículo en los torneos y en las fiestas cortesanas. Nuevamente ofreció su pierna a la sierra con valor estoico, y la oyó rechinar en su cuerpo sin inmutarse: «todo—dice Rivadeneira—por poder traer una bota muy justa y muy polida, como entonces se usaba.»
Para entretener los ocios de la convalecencia, pidió el enfermo que le trajesen libros de caballerías, el Amadís o algún otro de los que en aquel tiempo hacían las delicias de la juventud; pero en casa del señor de Loyola no se encontraban estas obras profanas, y, por darle algo, le ofrecieron un Flos Sanctorum y la traducción castellana de la Vida de Cristo, por el Cartujano. Las leyendas hagiográficas empezaron a despertar en su alma un sentimiento de noble emulación. Inclinado a las más quiméricas empresas, veía abrirse ante sus ojos un mundo de heroísmos más vasto que el que por aquellos mismos días revelaban a Europa los exploradores españoles. ¿Por qué no había de hacer él lo que hicieron los santos? ¿Por qué no había de vestir un saco, vivir de hierbas y sufrir los tormentos de los mártires? En el entusiasmo de su lectura, se le oía exclamar: «Santo Domingo hizo esto, pues yo lo tengo que hacer; San Francisco hizo esto, pues yo lo tengo que hacer.» Pero apenas cerraba el libro, caía sobre él el túmulo de los pensamientos mundanos, y se pasaba largas vigilias soñando en hazañas, fantasías y vanidades. Estaba enamorado. La señora de sus pensamientos era mujer de alta alcurnia, cuyo nombre nunca quiso descubrir, aunque hay quien dice que era la viuda de don Fernando el Católico, Germana de Foix. «Tan poseído tenía el corazón, que se estaba embebido en pensar en ella dos, tres y cuatro horas sin sentirlo, imaginando lo que habría de hacer en su servicio; los medios que tomaría para poder ir a la tierra donde ella estaba; los motes, las palabras que le diría; los hechos de armas que haría por ella, y estaba con esto tan envanecido, que no miraba cuan imposible era poderlo alcanzar; porque la señora no era de vulgar nobleza, ni condesa, ni duquesa, mas era su estado más alto que ninguno destos.»
Solicitado por ideas tan diversas, empezó a examinarlas y compararlas entre sí, notando que las del mundo, aunque le deleitaban, dejaban su corazón triste y vacío, mientras que las de Dios le llenaban de consuelo y alegría. Poco a poco la gracia iba trabajando su espíritu, hasta que vino al fin la resolución irrevocable, una resolución como sabía tomarlas aquella indomable voluntad. Una noche, levantándose del lecho, postróse de rodillas ante una imagen de la Virgen, y prometió renunciar a sus antiguas vanidades. El caballero mundano quedaba convertido en soldado de Dios. Fue una conversión radical, integral, definitiva. Nunca el gentil hombre había tenido la menor duda sobre su fe católica; sentía particular devoción hacia el príncipe de los Apóstoles, y hasta le cantó en trabajosos versos al mismo tiempo que a las damas; pero desde este momento su vida entera quedó consagrada al servicio de Dios. Su primer pensamiento es ir en peregrinación a Jerusalén; luego se le ocurre la idea de entrar en la cartuja de Miraflores, y las horas que antes gastaba pensando en su dama, se le pasan ahora orando, contemplando la noche estrellada y repitiendo aquella su exclamación favorita: «¡Cuán baja me parece la tierra cuando miro al Cielo!» Sigue leyendo las Vidas de Cristo y de los santos, y para no olvidar los buenos pensamientos que se le ocurren, anota en un libro, primorosamente encuadernado, los hechos, las ideas, los afectos piadosos que agitan su corazón y su mente durante la lectura.
Después de muchos meses de forzado encierro, empieza su mística aventura. Se arrodilla primero ante la Virgen de Aránzazu, va luego a Navarrete para despedirse del duque de Nájera, su antiguo protector; allí se separa de sus criados, y solo, montado en una mula, se dirige en peregrinación a Nuestra Señora de Montserrat. Una alegría íntima llena su alma; medita penitencias, peregrinaciones y hazañas por Cristo, y con el afán de olvidar su vida de pecado, diariamente se disciplina hasta la sangre. En Montserrat se confiesa durante tres días, escribe luego su confesión, regala su mula al monasterio y cuelga la espada y la daga ante el altar de la Virgen. El soldado vanidoso y ambicioso ha muerto para siempre, reemplazado por el capitán de las huestes de Dios. Aquí empieza la parte más dramática de su vida. Su antiguo ardor bélico se dirige ahora contra sí mismo y contra los enemigos de la fe. Falló poco para que en el camino de la montaña no apuñalase a un moro que hablaba contra la perpetua virginidad de María. Extremoso en todo, quiso practicar cuanto había leído de los héroes del cristianismo. El 24 de marzo de 1522 llamó a un pobre andrajoso le dió sus vestidos de caballero y se vistió un traje que consistía en un saco de cánamo, un pedazo, de cuerda para ceñirlo y una alpargata de esparto para el pie derecho, que era el de la herida. Con estas galas y en la mano un bordón rematado en una calabaza, pasó una noche al pie del altar de la Virgen, remedando la costumbre de velar las armas, común entre los caballeros medievales.
Cojeando penosamente, se presenta el convertido en Manresa. Allí vive en un hospital, y se pasa las horas muertas rezando en una gruta. Mal formado todavía en las cosas del espíritu, se imagina que toda la santidad está en la mortificación; pasa siete horas en oración de rodillas, come lo que le dan de limosna, se disciplina tres veces al día, y él, antes tan ufano de cuidar su persona, se deja ahora crecer las unas y el cabello. Hay quien se ríe de él, pero él lo lleva con la mayor paciencia. Nadie sabe su nombre. Por las finas facciones de su rostro, las gentes empiezan a sospechar en su vida algún misterio. Él solo se llama el peregrino. Después de cuatro meses de una serenidad imperturbable, entra su alma en los más terribles combates de la vida interior. Va a empezar su noviciado. El enemigo le decía: «¿Quién resiste una vida semejante durante treinta años?» Pero esta primera prueba se le desvanece con esta sencilla respuesta: «¿Quién me asegura que voy a vivir una sola hora?» No tardó en advertir en medio de la oración olas terribles de tedio y amargura, que empezaron a hacerle dudar sobre el camino que emprendía. Siguieron los escrúpulos acerca de su confesión, acompañados de tales congojas, que hasta tuvo la tentación de arrojarse por una sima. Se le veía llorando en su habitación y pidiendo a gritos el socorro de la divina misericordia. En aquel terrible trance, resolvió no comer ni beber hasta que recobrase la calma. Después de una semana, echáronle de menos unas mujeres piadosas que escuchaban sus consejos, y después de muchas pesquisas le encontraron en una ermita de la Virgen, tan enjuto y extenuado, que no podía andar ni tenerse en pie. No obstante, fue preciso que el confesor le negase la absolución para hacerle tomar alimento. Después sintióse repentinamente inundado de paz y alegría.
Siguieron los días de los regalos y las consolaciones. Según él mismo lo declara, «Dios trataba a su siervo de la misma manera que un maestro trata a un niño de la escuela a quien instruye». «Aunque no existieran los libros santos—añadía—, estaría dispuesto a dar la vida por las verdades que en ellos se enseñan, sólo por lo que en la contemplación se me había comunicado.» Un día, contemplando las cosas divinas en las cercanías de Manresa, se sentó sobre el camino, que pasaba a la ribera de un río, y puso los ojos en las aguas. «Allí—dice el Padre Laínez— aprendió en una hora roas de lo que hubieran podido en señarle todos los sabios del mundo.» Tenía visiones, coloquios con los bienaventurados y raptos de ocho días. Se había convertido en un maestro de la vida espiritual, y un grupo de mujeres, que el vulgo malicioso llamaba las Íñigas, hacía los ejercicios espirituales bajo su dirección. De esta manera nació un librito breve y compendioso, escrito en un lenguaje sencillo e inteligible, que es uno de los libros más extraordinarios del mundo. De esta manera nació el Libro de los Ejercicios. Sumergido en la meditación de las verdades eternas o zarandeado por las tempestades interiores, Ignacio no cesaba de estudiar y analizar los diversos estados de su espíritu. «El Peregrino—decía más tarde a uno de sus compañeros—observaba en su alma ya estos, ya aquellos afectos, y se aprovechó de ellos, y por ahí vino a pensar que podrían también aprovechar a otros, y por eso escribió los Ejercicios.» Al principio, lo único que le importaba era conocer la voluntad divina y cumplirla perfectamente; después coordinó sus experiencias, y al salir de la gruta completamente transformado, se encontró, con gran estupefacción, en posesión de un método espiritual que podría obrar en los otros una transformación análoga a la suya. La sustancia de esa obra, que resume el trabajo íntimo realizado en su alma, data de estos días de Manresa. Más tarde los experimentos que hizo en los otros le permitieron perfeccionar su sistema, el cual siguió enriqueciéndose con nuevas aportaciones durante la época de sus estudios teológicos y en el periodo italiano de su vida.
Tal es la historia de este libro famoso. La experiencia de los siglos ha confirmado su eficacia maravillosa para renovar, transformar y educar las almas. Las causas de esta influencia, abstracción hecha del poder de la gracia, hay que buscarlas en la combinación y ordenación lógica de los diversos ejercicios, en el método, en la sabia disposición de las materias, fruto de un estudio profundo del alma humana. Escuela incomparable de hombres, de cristianos y de apóstoles, los Ejercicios no son para leídos, sino para practicados. Entonces es cuando tienen toda su eficacia, cuando producen corazones como los de San Francisco Javier, San Francisco de Regis, San Francisco de Sales, San Carlos Borromeo y San Pedro Canisio.
Críticos de todas las ideas han reconocido en ellos un edificio de armonía maravillosa, una verdadera obra de arte, de unidad perfecta, un género enteramente nuevo y peculiar. Todo en ellos puede resumirse a aquella invitación de Cristo: «Toma tu cruz y sígueme.» Su esencia es el renunciamiento. Sin embargo, lejos de abatir las fuerzas naturales, las intensifican, purificándolas de lo que pueden tener de inferior y bestial, dirigiéndolas hacia un ideal más alto, y aumentándolas con la ayuda de las fuerzas sobrenaturales. Si dan la paz al alma, no es por el aniquilamiento de la voluntad personal, pues su efecto es siempre un aumento, un robustecimiento de la personalidad, orientada, polarizada en dirección a lo divino. Son la obra maestra de una sabia pedagogía. Se ha reprochado la excesiva importancia que se da en ellos al razonamiento, se ha dicho que la meticulosidad de las reglas es contraria a la operación del espíritu. Pero es que San Ignacio mira en el razonamiento la base sólida de toda convicción. Para él no puede existir renovación sin convicción profunda. Por lo demás, su método, con todas las apariencias de regularidad mecánica, es siempre respetuoso con los libres movimientos de la verdadera piedad. Hay que tener también presente que él sólo establece las leyes de la oración ordinaria. Aunque conocía las alturas de la contemplación, no se ocupa de lanzar el alma hacia ellas. Diríase que para él la perfección de la vida espiritual no consiste propiamente en la unión con Dios por medio de la oración. Solía decir que, de cien personas de oración, las noventa vivían engañadas. Consideraba que se daba más gloria a Dios con la imitación perfecta de Cristo en la vida apostólica, y a esta imitación dirige los Ejercicios, haciéndola consistir en la renuncia al bienestar del cuerpo y en la mortificación total del amor propio y del amor del mundo.
El período místico de Manresa es solamente un episodio en la vida militante de San Ignacio. Hombre de acción, se lanza en busca de su destino. No ha llegado a verle todavía con claridad. Durante algún tiempo se cree llamado a predicar la fe entre los infieles. Visita los Santos Lugares y decide permanecer en Oriente enseñando a los mahometanos, pero el provincial de San Francisco en Jerusalén le obliga a venir a Europa, temiendo que su celo provocase algún conflicto. A principios de 1524 reaparece en Barcelona estudiando latín con los niños de la escuela. Había comprendido la necesidad que tenía de instrucción religiosa y humanística, y se entregó ardorosamente a conseguirla, a pesar de que el demonio le acometía con toda suerte de pensamientos devotos y dulzuras interiores en cuanto tomaba la Gramática. Como, el maestro le trataba con demasiada consideración, un día llegóse a él, rogándole «muy ahincadamente que le tratase como al menor muchacho de sus discípulos, y que le castigase y azotase como a tal, cada y cuando que le viere flojo y descuidado». Con el mismo entusiasmo empieza en Alcalá el estudio de la filosofía y de la teología.
Pero a la vez que estudiante, era un fogoso proselitista. En torno suyo se agrupaba un puñado de gentes piadosas, que escuchaban sus consejos e imitaban su vida. Algunos de sus compañeros y devotos caminaban descalzos como él y vestían el mismo sayal pardo y grosero, que les valió el apodo de ensayalados. En los círculos eclesiásticos y universitarios se discutía al extraño penitente, que producía súbitas mudanzas en la vida de los que le trataban. Unos le veneraban como a un santo, y otros empezaban a sospechar si sería uno de aquellos alumbrados fanáticos que, envueltos en supuestas revelaciones divinas, sembraban los más absurdos errores. No tardó en estallar la persecución:
Ignacio tuvo que teñir su sayo, disolver su grupo, calzar sus pies y resignarse a vestir como los demás. A todo obedeció puntualmente; pero habiéndose reproducido las sospechas, se le formó un proceso en regla, se le encerró en la cárcel, y en ella permaneció cerca de dos meses. Él rehusaba defenderse; pero hablaba a los inquisidores con la libertad propia de su carácter.
—¿Qué mal habéis hallado en mí, después de tanto inquirir?—preguntaba al vicario de Alcalá.
—Nada—contestaba el interpelado—; si algo se hallara en vos, os castigaran y aun os quemaran. Respondió Íñigo:
—Así quemaran a vos si errárades.
—Es ansí—replicó secamente el vicario.
Reconocida su inocencia, Ignacio pasó de Alcalá a Salamanca. Nuevamente fue acusado, procesado y encarcelado. Veintidós días de encierro, al principio en un aposento viejo, destartalado, sucio y maloliente, con una cadena de doce palmos en los pies, y sin poder dormir «por la gran multitud de bestias varias». Absuelto una vez más por las autoridades eclesiásticas, dejó aquella Universidad y se dirigió a la de París, montado en un asno, que llevaba sus libros y cartapacios. Llegó el 2 de febrero de 1528, y pasó aún siete años escuchando a los doctores de la Sorbona. Vivía de la limosna que le mandaban los mercaderes españoles de Flandes, siempre con penuria y estrechez. A los tres años obtuvo grado de maestro en filosofía. Durante las vacaciones viajaba hasta Brujas, Amberes y Londres para recoger limosnas. AI mismo tiempo, seguía preparando su método espiritual con tal éxito, que hubo días en que las clases se quedaban desiertas porque los discípulos andaban ocupados en ejercicios piadosos. Empezóse a considerarle como a un embaucador, se le procesó una vez más como hereje oculto, y aun se le amenazó con los azotes infamantes que se daban en los colegios universitarios a los estudiantes inquietos y de costumbres perniciosas. Él mismo se dirigió al lugar del suplicio, y como advirtiese que perdía el color y temblaba, empezó a decir a su cuerpo. «¡Cómo! ¿Y contra el aguijón tiráis coces? Pues yo os digo, don Asno, que esta vez habéis de salir letrado; yo os haré que sepáis bailar.» La intervención de algunos de sus discípulos le libró de aquella vergüenza, y todo aquello sólo sirvió para aumentar su prestigio entre los estudiantes.
La mirada de aquel colegial viejo, cojo y desharrapado seducía de una manera irresistible. En Barcelona, en Alcalá y en Salamanca había encontrado discípulos que arrostraban el enojo de sus familias por seguirle e imitarle. Otro tanto sucedía ahora en París. El primero que se le juntó fue su compañero de celda en el colegio de Santa Bárbara, un piadoso saboyano que se llamaba Pedro Fabro. Poco después ganó el alma generosa y ardiente del joven profesor navarro Francisco de Javier. Siguieron el soriano Diego Laínez y el toledano Alonso Salmerón, y tras ellos cayeron en la red el portugués Simón Rodrigues de Acevedo y el joven Nicolás Alfonso de Bobadilla, palentino de buena índole, pero de carácter desigual y levantisco. El 15 de agosto de 1534, seguido de estos seis compañeros, subía la colina de Montmartre, penetraba en una silenciosa capilla dedicada a San Dionisio, que pertenecía a las monjas benedictinas, y se preparaba a oír la misa fervorosamente. Celebraba el único que entre ellos era ya sacerdote: Pedro Fabro. Al llegar a la comunión, Fabro se volvió a sus compañeros con la sagrada Hostia en la mano. Arrodillados los seis en torno del altar, fueron pronunciando uno en pos de otro los votos de castidad y pobreza, y después recibieron la comunión. Terminada la misa, bajaron al pie del monte, se sentaron alrededor de una fuente y celebraron un frugal y fraternal banquete. No hubo en él más que pan y agua, pero la alegría era tan grande y tal el fervor que inspiraba a los comensales, que las horas se les pasaron sin sentir alabando a Dios, manifestando los afectos que inflamaban sus corazones y planeando las hazañas que estaban dispuestos a realizar. Sólo al ver que se ocultaba el sol, cayeron en la cuenta de que se acababa el día.
Al año siguiente, Ignacio se dirigía por última vez a su tierra para restablecer su quebrantada salud; pero al empezar el invierno de 1536 se juntaba con sus compañeros de Venecia. Aún no saben con precisión qué es lo que Dios quiere de ellos. Por de pronto, deciden ir en peregrinación a Tierra Santa. Pero una serie de obstáculos insuperables se lo impide. Se dispersan luego por el norte de Italia, llevando un rosario al cuello y a la espalda un zurrón de cuero, donde llevan la Biblia, el breviario y los cuadernos de sus lecciones. Desde este momento, los iñiguistas de la Sorbona dan a su sociedad el nombre de Compañía de Jesús, y su jefe empieza a traducir su nombre hispánico por el latino Ignacio. Alentado por una visión famosa, toma el camino de Roma con dos de sus compañeros, dispuesto a dar el paso decisivo. Aún sigue en la incertidumbre más completa, pero su alegría sólo puede compararse con la que sentirá Francisco Javier al entrar en la capital del Japón. «No sé lo que me espera en Roma—decía—, ni si quiere Dios que muramos en cruz o descoyuntados; sólo sé que Jesucristo nos será propicio.»
En Roma hubo frialdades, indiferencias y persecuciones; desde los púlpitos se improperaba a aquella Compañía de «sacerdotes reformados», como allí se decía; parecía perdida la causa de Ignacio, cuando vino en su ayuda la influencia de algunos hombres poderosos, ganados por la prédica de los ejercicios. Príncipes, cardenales y embajadores empezaban a sentirse transformados por la magia de aquel libro prodigioso. El mismo Paulo III se sintió impresionado por la grandeza moral del reformador, y en sus conversaciones con el Pontífice empezó Ignacio a esbozar el plan de una Orden nueva, que no tuviera por objeto, como la mayoría de las antiguas congregaciones monásticas, un fin particular de penitencia o predicación, de oración litúrgica o de beneficencia corporal, sino que abarcase la actividad apostólica en todas sus formas, la enseñanza literaria y teológica en todos sus grados, las obras de caridad en todos sus aspectos, las misiones entre fieles e infieles, considerando el mundo entero como campo de su acción. Tal era el grandioso ideal en que había cuajado definitivamente la ambición desaforada del hidalgo español. El 27 de septiembre de 1540 aparecía la bula por la cual Paulo III aprobaba la nueva fundación, y esta fecha señala el comienzo de la Compañía de Jesús. Una serie de acontecimientos, independientes en gran parte de la voluntad de Ignacio, le habían llevado a crear una vasta y poderosa organización de enseñanza, de predicación y de dirección espiritual, que será la barrera más fuerte de la verdad frente al protestantismo, y colaborará de una manera decisiva en la obra del Concilio de Trento.
Los tres últimos lustros de su vida pásalos Ignacio en el Gesú de Roma, empleado en perfilar, acrecentar y completar la grande obra de su vida. Escribe las Constituciones, forma los nuevos reclutas en el Colegio Romano, envía sus teólogos al Concilio de Trento, esparce sus discípulos por todas las parte del mundo, escribe cartas, legisla, ordena, vigila. Quiere que el alma de su milicia espiritual sea la obediencia, una obediencia consciente, voluntaria y alegre; una obediencia ciega, no para lo que se manda, sino para las ilusiones y falacias de la pusilanimidad y de la sensualidad. El religioso debe ser como un cadáver, o como el bastón en la mano del anciano. Escribiendo a San Francisco Javier, le ordenaba volver a las Indias en estos términos: «Os lo ordeno en nombre de Jesucristo. Y a fin de que vos podáis exponer los motivos de vuestra partida a aquellos que quieren reteneros, os diré las razones que me han decidido.» Su mandato era a la vez firme y suave, razonado y autoritario. Medía el límite de su autoridad, como antes había medido el límite de su obligación a obedecer. Durante el proceso de Salamanca, preguntado por los jueces cómo se atrevía a enseñar, falto de estudios teológicos, contestó: «O es verdad o no es verdad lo que enseño. Si no es verdad, condénenme; si es verdad, déjenlo estar.» Y cuando le leyeron la sentencia, por la cual le declaraban inocente y ortodoxo, mandándole al mismo tiempo que no se metiese en honduras y distinciones sutiles, declaró que obedecería en aquello que estaba dentro de la jurisdicción de los jueces; pero que no era justo, puesto que no se encontraba delito en su conducta ni error en su doctrina, impedirle servir a las almas, privándole del derecho de hablar de las cosas de Dios con libertad.
Así era de razonable y humano este hombre a quien se ha pintado como un déspota. Era natural que el odio se cebase en un hombre que se presentaba como el aguafiestas del Renacimiento, como el censor de la moral fácil de los falsos reformadores, como el campeón de la disciplina cuando el Mundo se indisciplinaba. La pasión ha hecho de aquel gran hombre un enigma o una paradoja. Ya los pintores empiezan por desconcertarnos: el Ignacio de Valdés Leal parece un San Juan de la Cruz, místico y poeta, puesto en éxtasis ante la belleza del Crucificado; el de Sánchez Coello conserva todavía algo de esa mirada suave y lejana, que puede ser contemplativa, pero su boca se pliega duramente insinuando una sonrisa enigmática. Rivadeneira nos dice que fue de estatura mediana, o por mejor decir, algo pequeño y bajo de cuerpo; el rostro autorizado, la frente ancha y desarrugada, los ojos hundidos, encogidos los párpados y arrugados por las muchas lágrimas que continuamente derramaba; las orejas medianas, la nariz alta y combada, el color vivo y templado, y con la calva de muy venerable aspecto, el semblante del rostro alegremente grave y gravemente alegre, de manera que con su serenidad alegraba a los que le miraban y con su gravedad los componía. AI trazar el retrato de su alma, se le ha representado como un luchador y como un contemplativo, como un fino político y como un hombre que encauza exclusivamente su vida hacia el orden social; como un corazón vehemente y como un temperamento frío y calculador; como una inteligencia de ideas amplias y vigorosas y como un espíritu estrecho, cominero y ordenancista. Es algo monstruoso y desconcertante: rebelde y sumiso, afable y despótico, mendigo y espléndido, cobarde y audaz, amante de los pobres y adulador de los poderosos, maquiavélico y oportunista despreocupado, tipo perfecto de la prudencia humana, y modelo de valor cristiano y de prudencia sobrenatural.
Todo esto es, en definitiva, una prueba de la riqueza de aquella alma extraordinaria. La misma calumnia es un homenaje a su grandeza. No era, ciertamente, un sentimental, sino más bien un cerebral. El castellano de sus Ejercicios peca de seco y premioso; y sus mismos discípulos nos dicen que en su conducta, en su actitud, en su palabra, todo era cautela y circunspección. Es gráfica la manera con que fue desmontando los títulos al P. Olave, según le veía progresar en la virtud. Al principio le hablaba con todo respeto, y decía: «Señor doctor Olave, vuestra merced haga esto.» Poco después ordenaba con más brevedad: «Doctor Olave, haga esto vuestra merced.» Otro día le quitaba el doctor; otro, el vuestra merced, y al fin le decía a secas: «Olave, hacer esto.» Sin embargo, no era un hombre sin corazón el que al pie de una carta escribía aquella frase que estremecía de gozo a Javier y sacaba de sus ojos fuentes de lágrimas: «Todo vuestro, sin poderme jamás en tiempo alguno olvidar de vos, Ignacio.» Ni era un déspota el que, cuando el inquieto Bobadilla declaraba que no leía sus cartas, porque con lo superfluo de la principal se pudieran hacer otras dos, contestaba humildemente: «A mí, por gracia de Dios nuestro Señor, me sobró el tiempo y la gana para leer y releer todas las vuestras.» Toda la vida de Ignacio está en el lema que señaló a la Compañía «Ad maiorem Dei gloriam.» Este pensamiento sublime da unidad a todas sus acciones. Podrá sentir vacilaciones en ciertos momentos de su vida; pero hay una cosa que la ordena y armoniza toda entera, desde que deja el servicio del emperador: que recoge y encauza la corriente de sus energías naturales, su ingenio, su fantasía, su memoria y aquella prudencia y aquella tenacidad y aquel temple de hierro y aquel ojo infalible para tomar la medida exacta de las personas y las cosas, que hacen de él, sin dejar de ser un enamorado de Cristo, el tipo perfecto del hombre de acción. Esa fuerza superior, alma de su alma, es el deseo de la gloria de Dios, que le llena y le consume.
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