Dice el evangelio de hoy, según San Lucas, que Jesús envía a 72 discípulos a anunciar el Reino de Dios, porque urge la atención a la multitud de gente necesitada. Al mismo tiempo, recomienda a los suyos que oren al Padre, pues el dueño y señor del campo siempre es Dios, de quien parte toda auténtica vocación.
De lo que sí somos responsables cada uno de nosotros es de nuestra respuesta personal a la urgencia de la llamada. El mismo bautismo que recibimos nos implica a ser testigos de Cristo para luchar contra la injusticia y el pecado.
Hay masas ingentes de personas, ansiosas de escuchar esa llamada liberadora, y otras adormecidas, saturadas e insensibilizadas a todo lo transcendente y altruista, porque el dinero y el placer se convierten para ellas en principio y fin de su devenir por la Tierra.
La utopía del Reino impulsa al alma noble hacia la universalidad y la expansión hacia metas cada vez más difíciles. Esta utopía anima a Jesús y los suyos a dispersarse por el mundo. Desde entonces miles de personas emprenden ese camino de seducción, marcadas por una esperanza nueva que ilumina sus vidas. Alpinistas, deportistas, inventores...buscan realizar sus ideales, que para muchos son sueños imposibles. Y son felices.
Hasta terminan muriendo en la misión, en el laboratorio o en la cumbre más perdida del mundo.
No es éste el caminar de nuestra sociedad occidental, tan culta y tan tecnológica, tan mecanizada en producir... y tan olvidadiza de lo que realmente hace felices a las personas: dar y darse, amar y ser amadas, valorar y ser valoradas.
El reto de Jesús sigue interpelando y debemos tomarlo en serio.
¿Para qué tanto apego a lo envejecido y muerto?
Consumimos la mayor parte de la vida buscando el placer y la felicidad mediante objetivos que no acaban de colmar nuestras apetencias: que nuestro cantante o diva de moda dé un concierto multitudinario que paralice la ciudad, que gane nuestro equipo favorito de fútbol, mientras los locales de profundización de valores o las aulas de la cultura se hallan vacías. Prima la evasión hacia lo fácil y el compromiso de lo efímero, por si acaso vienen exigencias que me comprometen. Porque hablar de compromiso es como hablar de miedo o dificultades insalvables. Siempre buscamos excusas. Los cristianos de hoy nos dejamos amilanar ante el primer patán de turno, cuyo único argumento vital es repetir tópicos en contra, porque “vende” más la ruindad que la nobleza y la zafiedad que la dignidad.
De esta manera, muchos creyentes piensan que no se puede hacer nada ante la creciente indiferencia religiosa, y que cualquier acción es inútil. Es mejor “pasar”. Al menos nos evitamos sufrimientos y problemas. Pero los sufrimientos y los problemas siguen ahí y no se resuelven escondiendo como las gallinas la cabeza debajo del ala.
Escribía Coelho “ lo que le pasó a uno, al ser sorprendido por un chaparrón. Pensó: “menos mal que he traído el chubasquero y el paraguas. Lo malo es que los he dejado en el coche y el coche lo tengo aparcado muy lejos”.
Cuando iba a buscarlos creyó sentir una inspiración de Dios, que le decía: "los hombres siempre tienen los recursos necesarios para resolver sus problemas, pero la mayoría de las veces los tienen demasiado lejos, o escondidos y olvidados en el corazón”.
Es cierto; tenemos los recursos, pero los dejamos de lado esperando tiempos mejores.
Y, entre tanto, llueve en nuestro corazón.
Nos da qué pensar la actitud de los activistas islámicos que se auto-inmolan para convertirse en mártires y acceder así a un paraíso de felicidad.
Se nos ponen los pelos de punta leer sus mensajes subliminales y las arengas religiosas de los imanes con el único objetivo de imponer sus ideales exclusivistas
Quienes obran de esta manera, no dudan en aplicar la ley islámica para exterminar a los “enemigos” de Alá.
Rechazamos todo extremismo, pero hemos de reconocer que, luchan, aunque equivocadamente, por una causa fundamental en sus planteamientos.
En teoría es por la causa de Jesús, por una civilización cimentada en el amor y en el respeto a la voluntad de un Dios, que es Padre de bondad y fuente inagotable de perdón y misericordia; por el triunfo de la justicia y la igualdad de los seres humanos; por un mundo en constante construcción; por una resurrección, que empieza a construirse en las relaciones humanas.
Si hay algo que está destruyendo el tejido social de nuestra sociedad cristiana es el pasotismo y la tibieza de los que nos confesamos cristianos, que estamos más preocupados de criticar a los políticos corruptos, a los gobiernos ateos, a los antisistema y a cuantos minan los cimientos de nuestra civilización, que a construir desde la propia familia y en nuestro barrio la cultura del sacrificio, la honestidad, la entrega y los valores de una fe vivida y compartida.
Estamos convencidos de que saldremos de la crisis económica, más bien pronto que tarde, pero la crisis moral necesita apuntalar los cimientos de la convivencia con el retorno a Dios.
Veremos -esta es nuestra esperanza,- el amanecer de una nueva sociedad, donde nadie se compre o se venda, y se dé gratis lo que gratis recibimos.
Este es el mensaje que nos transmite el evangelio de hoy, que llena de gozo a los discípulos de Jesús, que no llevan provisiones ni ropa de repuesto, sino tan sólo la fuerza de un amor que se entrega sin reservas.
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