Juan Casiano es el peregrino de la perfección monástica. También a su tierra, a las llanuras de Escitia, más allá del Danubio, llegan las noticias de los prodigios que realizan los anacoretas orientales; y una buena mañana, cuando los sueños juveniles le invitaban a gozar de la vida, deja las comodidades de una morada opulenta y da comienzo a su peregrinación. Llega a los Santos Lugares, visita a los monjes de Palestina y se hace monje junto a la gruta de Belén. Pero a su retiro llegan sin cesar los relatos de las proezas de los solitarios egipcios. El desierto en que triunfaron Pablo y Antonio, Pacomio y Palemón le atrae y le fascina, como a tantos otros contemporáneos suyos, como a Melania y Eteria, como a Paladio y Jerónimo. También él quiere visitar aquellas soledades y presenciar aquellas maravillas. Un día se despide de sus hermanos, derrama sus últimas lágrimas junto a la gruta del Nacimiento, y, acompañado de su amigo Germán, que es como la mitad de su alma, emprende su lenta e instructiva odisea. Hombre culto, familiarizado con los recuerdos de la antigüedad, piensa en Platón y en Herodoto, que recorrieron el mundo preguntando a los sabios y a los sacerdotes, observando las costumbres de los pueblos y recogiendo las lecciones de la Naturaleza. Pero él sólo busca la sabiduría divina, la que pueden enseñarle los hombres que han meditado largamente en la vanidad de las cosas y han sacado el jugo de los textos evangélicos y han penetrado en las misteriosas regiones donde Dios se encuentra con el alma.
Casiano y su amigo caminan por mar, de Cesárea a Thennesos, una de las bocas orientales del Nilo. Durante diez años recorren todas las soledades egipcias, pasando de convento en convento y de celda en celda, preguntando, observando, escuchando y aprendiendo. Van buscando a los abades más famosos, a los anacoretas más austeros; examinan su vida, les interrogan sobre sus enseñanzas y se ponen bajo su dirección. Se detienen primero en el desierto de Panefisis, junto a la desembocadura del río, visitando a los solitarios que viven en pequeños islotes, cercados de pantanos infectos. Allí encuentran al abad Queremón, un hombre centenario que les mira con ojos hundidos, en que se reflejan las claridades divinas, y les habla del amor de Dios, de la Providencia divina y de la hermosura de la castidad. Otro solitario que había sido grande en el mundo, el abad José, les trazó en un discurso, rebosante de finura y elegancia, los caracteres y la dulzura de la verdadera amistad. Pasaron luego a la parte occidental del Nilo, y en el desierto de Dioicos hicieron un duro ensayo de vida cenobítica. Hablaron, rezaron y trabajaron con los cinco mil monjes de Nitria; recogieron los recuerdos de San Pacomio y de San Macario, y remontándose hasta la Tebaida, se internaron en los yermos de Scete, «el paraíso de la vida monástica», a pesar de sus horizontes desolados, de la esterilidad de su suelo y de sus aguas, que sabían a cieno y a betún.
En todas partes encontraban penitentes famosos, ancianos venerables, monjes de rostros demacrados y miradas fosforescentes, que abrían ante sus ojos atónitos las claridades del mundo. A veces era difícil arrancarles de su ensimismamiento; pero los dos viajeros no se acobardaban por la repulsa. Suplicaban, lloraban, permanecían inmóviles a la puerta de la choza, y a fuerza de constancia conseguían el pan del espíritu. Así el abad Moisés, «una de las más espléndidas flores de la santidad, que al encanto de las buenas obras unía el suave perfume de la contemplación». «Conocíamos su inflexibilidad—dice Casiano—; sabíamos que jamás abría las puertas del espíritu sino a los que llegaban llenos de fe y de compunción. Por eso nos presentamos delante de él suplicando con lágrimas y sollozos.» No lejos de este grave contemplativo vieron brillar al bienaventurado Pafnucio, «cuya ciencia iluminaba todo el desierto». Era un anciano de noventa años, que llevaba el domingo por la tarde a su celda el agua para toda la semana. Más lejos habitaban el abad Daniel, hombre dulce, humilde y lleno de gracia, que se había pasado la vida contemplando y enderezando los más leves movimientos de su alma; el abad Serapión, centenario indomable y maestro consumado en el arte de combatir contra las siete víboras de los pecados capitales y de resistir a la estrategia del enemigo; y el abad Sereno, héroe amable de la vida espiritual, en cuyo cuerpo se reflejaba toda la paz de su nombre. Este monje, que había llegado a dominar todos los instintos perversos de la carne y del espíritu, cuya alma recordaba la superficie tersa, inalterable, de un lago, recibió a los peregrinos con una celeste sonrisa y les convidó a un regio banquete. Para no envanecerse, tenía la costumbre de echar siempre una gota de aceite en sus berzas, pero aquel día las regó con más abundancia. Después puso delante de sus huéspedes una escudilla de sal tostada y tres aceitunas por cabeza, y, finalmente, les sirvió un plato de guisantes fritos, «una de las más raras golosinas De los solitarios. Tomamos cinco cada uno, y tras ellos, dos ciruelas y un higo. Excederse de este número, hubiera sido un pecado en el desierto». Casiano considera aquel festín como uno de los más regalados a que asistió durante los diez años de su odisea monástica.
Poco antes del año 400 las lauras del Nilo empiezan a agitarse con efervescencia de avispero. El duelo origenista; que dirigen como principales campeones Rufino y San Jerónimo, repercute en el círculo de los anacoretas. Los discípulos de Pacomio y de Schnudi se apasionan por las discusiones teológicas, y, mejor preparados para azotar su cuerpo que para analizar los dogmas sutiles, caen en lamentables errores. Las luces de la contemplación se juntaban en ellos con las tinieblas de la herejía. Rudos fellahs, en gran parte, a fuerza de ejercitar su imaginación y de leer la Biblia sin entenderla, llegaron a figurarse un Dios material con forma humana, una especie de Osiris, como le veían representado en los pilones de los templos faraónicos. Habían dado con el grosero absurdo del antropomorfismo. El patriarca Teófilo quiso instruirlos, pero la sociedad de los monjes se rebeló contra él y le excomulgó. ¿Acaso no se decía en el Génesis que Dios creó al hombre a su imagen y semejanza? Había anacoretas que pasaron ochenta cuaresmas sin comer, para quienes la doctrina de un Dios incorpóreo, espiritual, absolutamente simple, era una novedad desconocida en el desierto desde los días de Antonio. «¡Ay de nosotros!—clamaban deshechos en llanto—. Nos quitan a nuestro Dios. ¿Adonde nos volveremos en adelante? ¿A quién adoraremos?»
Hombre violento, el patriarca acudió a la fuerza para meter en razón a los recalcitrantes. Excomulgó, encarceló, desterró. Los perseguidos se dispersaron por todo el Oriente. Huyendo de los alborotos y de las discusiones, Casiano abandonó también aquella tierra, que le había parecido un renejo del paraíso terrenal. Poco después aparece en Constantinopla, escuchando ávidamente al Crisóstomo y penetrando en su intimidad. Peregrino infatigable, sale de la ciudad imperial para visitar las iglesias de Occidente, y llega a Roma ávido de beber en la fuente de la tradición apostólica. Allí se da cuenta de que lio ha convivido con los anacoretas del Eufrates, y se lanza nuevamente a recorrer de un extremo a otro el Imperio. Vive algún tiempo en Mesopotamia, conversa con los discípulos de San Efrem, y alrededor del año 410, ya quincuagenario, se establece definitivamente en Marsella.
Desde este momento, el viajero se transforma en organizador y en escritor. Figurará como uno de los primeros organizadores de la vida cenobítica en Occidente. En su nueva patria, cerca del mar Mediterráneo, levanta dos grandes monasterios, uno para hombres y otro para mujeres. Forma discípulos y se esfuerza por aclimatar en la Provenza las costumbres monásticas del Oriente. Los mismos obispos vienen a pedir su consejo y dirección. El cuenta las maravillas que vio en sus peregrinaciones. Las figuras, suaves o terribles, de los grandes maestros del yermo continúan presentes a sus ojos; ve sus barbas torrenciales, sus manos de cera transparente, sus melotes gastados, sus celdas miserables. Sus mismas palabras repercuten en sus oídos con más fuerza que los mismos discursos de San Juan Crisóstomo. Cuando le escuchan, los monjes galos creen ver a los solitarios ilustres, encorvados bajo el peso de los años y la penitencia, y asistir a sus reuniones piadosas. Tal es la vileza con que en la memoria del viejo se han conservado aquellas andanzas juveniles.
Casi septuagenario, Casiano se decide a poner en orden los recuerdos de sus viajes, y escribe sus dos grandes obras:
Las instituciones de los monasterios y Las conferencian de los Padres. Son los dos libros que orientarán la espiritualidad de la Edad Media. Por ellos Casiano tendrá entre los antiguos el prestigio que Rodríguez o Scupoli entre los modernos. En Oriente, Focio los llamará divinos; en Occidente, San Benito y San Isidoro los mirarán como las piedras miliarias de la perfección. Todos los maestros de la ascesis irán a instruirse en la escuela del abad de Marsella. «Entre todos los escritos que he leído—decía Vicente de Beauvais en el siglo XIV—, no conozco otros más útiles para los que procuran el progreso espiritual.» Las instituciones describen la vida exterior de los monasterios orientales, y exponen la estrategia de los atletas de Cristo en el combate espiritual: Las conferencias son más bien un guía de la vida interior tal como la entendían los monjes más ilustres de las orillas del Nilo. Casiano se esfuerza por reproducir su pensamiento con toda fidelidad y por fijar lealmente una tradición que estaba a punto de bastardearse. No hay en sus libros la frescura primitiva de los Padres de los Apotegmas; tiene exceso de teorías y sutilezas, pero aún su valor doctrinal está en relación con la influencia que ha ejercido y sigue ejerciendo en las almas. Los mismos psicólogos han admirado en él una agudeza de observación admirable; un estudio profundo del corazón humano, una lógica y una fuerza de análisis que a veces recuerdan a Teofrasto y La Bruyère. Su mismo estilo, claro y popular, hizo de estas obras, durante muchos siglos, el manual clásico de la vida religiosa.
Casiano y su amigo caminan por mar, de Cesárea a Thennesos, una de las bocas orientales del Nilo. Durante diez años recorren todas las soledades egipcias, pasando de convento en convento y de celda en celda, preguntando, observando, escuchando y aprendiendo. Van buscando a los abades más famosos, a los anacoretas más austeros; examinan su vida, les interrogan sobre sus enseñanzas y se ponen bajo su dirección. Se detienen primero en el desierto de Panefisis, junto a la desembocadura del río, visitando a los solitarios que viven en pequeños islotes, cercados de pantanos infectos. Allí encuentran al abad Queremón, un hombre centenario que les mira con ojos hundidos, en que se reflejan las claridades divinas, y les habla del amor de Dios, de la Providencia divina y de la hermosura de la castidad. Otro solitario que había sido grande en el mundo, el abad José, les trazó en un discurso, rebosante de finura y elegancia, los caracteres y la dulzura de la verdadera amistad. Pasaron luego a la parte occidental del Nilo, y en el desierto de Dioicos hicieron un duro ensayo de vida cenobítica. Hablaron, rezaron y trabajaron con los cinco mil monjes de Nitria; recogieron los recuerdos de San Pacomio y de San Macario, y remontándose hasta la Tebaida, se internaron en los yermos de Scete, «el paraíso de la vida monástica», a pesar de sus horizontes desolados, de la esterilidad de su suelo y de sus aguas, que sabían a cieno y a betún.
En todas partes encontraban penitentes famosos, ancianos venerables, monjes de rostros demacrados y miradas fosforescentes, que abrían ante sus ojos atónitos las claridades del mundo. A veces era difícil arrancarles de su ensimismamiento; pero los dos viajeros no se acobardaban por la repulsa. Suplicaban, lloraban, permanecían inmóviles a la puerta de la choza, y a fuerza de constancia conseguían el pan del espíritu. Así el abad Moisés, «una de las más espléndidas flores de la santidad, que al encanto de las buenas obras unía el suave perfume de la contemplación». «Conocíamos su inflexibilidad—dice Casiano—; sabíamos que jamás abría las puertas del espíritu sino a los que llegaban llenos de fe y de compunción. Por eso nos presentamos delante de él suplicando con lágrimas y sollozos.» No lejos de este grave contemplativo vieron brillar al bienaventurado Pafnucio, «cuya ciencia iluminaba todo el desierto». Era un anciano de noventa años, que llevaba el domingo por la tarde a su celda el agua para toda la semana. Más lejos habitaban el abad Daniel, hombre dulce, humilde y lleno de gracia, que se había pasado la vida contemplando y enderezando los más leves movimientos de su alma; el abad Serapión, centenario indomable y maestro consumado en el arte de combatir contra las siete víboras de los pecados capitales y de resistir a la estrategia del enemigo; y el abad Sereno, héroe amable de la vida espiritual, en cuyo cuerpo se reflejaba toda la paz de su nombre. Este monje, que había llegado a dominar todos los instintos perversos de la carne y del espíritu, cuya alma recordaba la superficie tersa, inalterable, de un lago, recibió a los peregrinos con una celeste sonrisa y les convidó a un regio banquete. Para no envanecerse, tenía la costumbre de echar siempre una gota de aceite en sus berzas, pero aquel día las regó con más abundancia. Después puso delante de sus huéspedes una escudilla de sal tostada y tres aceitunas por cabeza, y, finalmente, les sirvió un plato de guisantes fritos, «una de las más raras golosinas De los solitarios. Tomamos cinco cada uno, y tras ellos, dos ciruelas y un higo. Excederse de este número, hubiera sido un pecado en el desierto». Casiano considera aquel festín como uno de los más regalados a que asistió durante los diez años de su odisea monástica.
Poco antes del año 400 las lauras del Nilo empiezan a agitarse con efervescencia de avispero. El duelo origenista; que dirigen como principales campeones Rufino y San Jerónimo, repercute en el círculo de los anacoretas. Los discípulos de Pacomio y de Schnudi se apasionan por las discusiones teológicas, y, mejor preparados para azotar su cuerpo que para analizar los dogmas sutiles, caen en lamentables errores. Las luces de la contemplación se juntaban en ellos con las tinieblas de la herejía. Rudos fellahs, en gran parte, a fuerza de ejercitar su imaginación y de leer la Biblia sin entenderla, llegaron a figurarse un Dios material con forma humana, una especie de Osiris, como le veían representado en los pilones de los templos faraónicos. Habían dado con el grosero absurdo del antropomorfismo. El patriarca Teófilo quiso instruirlos, pero la sociedad de los monjes se rebeló contra él y le excomulgó. ¿Acaso no se decía en el Génesis que Dios creó al hombre a su imagen y semejanza? Había anacoretas que pasaron ochenta cuaresmas sin comer, para quienes la doctrina de un Dios incorpóreo, espiritual, absolutamente simple, era una novedad desconocida en el desierto desde los días de Antonio. «¡Ay de nosotros!—clamaban deshechos en llanto—. Nos quitan a nuestro Dios. ¿Adonde nos volveremos en adelante? ¿A quién adoraremos?»
Hombre violento, el patriarca acudió a la fuerza para meter en razón a los recalcitrantes. Excomulgó, encarceló, desterró. Los perseguidos se dispersaron por todo el Oriente. Huyendo de los alborotos y de las discusiones, Casiano abandonó también aquella tierra, que le había parecido un renejo del paraíso terrenal. Poco después aparece en Constantinopla, escuchando ávidamente al Crisóstomo y penetrando en su intimidad. Peregrino infatigable, sale de la ciudad imperial para visitar las iglesias de Occidente, y llega a Roma ávido de beber en la fuente de la tradición apostólica. Allí se da cuenta de que lio ha convivido con los anacoretas del Eufrates, y se lanza nuevamente a recorrer de un extremo a otro el Imperio. Vive algún tiempo en Mesopotamia, conversa con los discípulos de San Efrem, y alrededor del año 410, ya quincuagenario, se establece definitivamente en Marsella.
Desde este momento, el viajero se transforma en organizador y en escritor. Figurará como uno de los primeros organizadores de la vida cenobítica en Occidente. En su nueva patria, cerca del mar Mediterráneo, levanta dos grandes monasterios, uno para hombres y otro para mujeres. Forma discípulos y se esfuerza por aclimatar en la Provenza las costumbres monásticas del Oriente. Los mismos obispos vienen a pedir su consejo y dirección. El cuenta las maravillas que vio en sus peregrinaciones. Las figuras, suaves o terribles, de los grandes maestros del yermo continúan presentes a sus ojos; ve sus barbas torrenciales, sus manos de cera transparente, sus melotes gastados, sus celdas miserables. Sus mismas palabras repercuten en sus oídos con más fuerza que los mismos discursos de San Juan Crisóstomo. Cuando le escuchan, los monjes galos creen ver a los solitarios ilustres, encorvados bajo el peso de los años y la penitencia, y asistir a sus reuniones piadosas. Tal es la vileza con que en la memoria del viejo se han conservado aquellas andanzas juveniles.
Casi septuagenario, Casiano se decide a poner en orden los recuerdos de sus viajes, y escribe sus dos grandes obras:
Las instituciones de los monasterios y Las conferencian de los Padres. Son los dos libros que orientarán la espiritualidad de la Edad Media. Por ellos Casiano tendrá entre los antiguos el prestigio que Rodríguez o Scupoli entre los modernos. En Oriente, Focio los llamará divinos; en Occidente, San Benito y San Isidoro los mirarán como las piedras miliarias de la perfección. Todos los maestros de la ascesis irán a instruirse en la escuela del abad de Marsella. «Entre todos los escritos que he leído—decía Vicente de Beauvais en el siglo XIV—, no conozco otros más útiles para los que procuran el progreso espiritual.» Las instituciones describen la vida exterior de los monasterios orientales, y exponen la estrategia de los atletas de Cristo en el combate espiritual: Las conferencias son más bien un guía de la vida interior tal como la entendían los monjes más ilustres de las orillas del Nilo. Casiano se esfuerza por reproducir su pensamiento con toda fidelidad y por fijar lealmente una tradición que estaba a punto de bastardearse. No hay en sus libros la frescura primitiva de los Padres de los Apotegmas; tiene exceso de teorías y sutilezas, pero aún su valor doctrinal está en relación con la influencia que ha ejercido y sigue ejerciendo en las almas. Los mismos psicólogos han admirado en él una agudeza de observación admirable; un estudio profundo del corazón humano, una lógica y una fuerza de análisis que a veces recuerdan a Teofrasto y La Bruyère. Su mismo estilo, claro y popular, hizo de estas obras, durante muchos siglos, el manual clásico de la vida religiosa.
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