miércoles, 31 de julio de 2013
Lecturas
Cuando Moisés bajó del monte Sinaí con las dos tablas de la alianza en la mano, no sabía que tenía radiante la piel de la cara, de haber hablado con el Señor. Pero Aarón y todos los israelitas vieron a Moisés con la piel de la cara radiante, y no se atrevieron a acercarse a él.
Cuando Moisés los llamó, se acercaron Aarón y los jefes de la comunidad, y Moisés les habló.
Después se acercaron todos los israelitas, y Moisés les comunicó las órdenes que el Señor le había dado en el monte Sinaí.
Y, cuando terminó de hablar con ellos, se echó un velo por la cara.
Cuando entraba a la presencia del Señor para hablar con él, se quitaba el velo hasta la salida. Cuando salía, comunicaba a los israelitas lo que le hablan mandado. Los israelitas veían la piel de su cara radiante, y Moisés se volvía a echar el velo por la cara, hasta que volvía a hablar con Dios
En aquel tiempo, dijo Jesús a la gente:
-«El reino de los cielos se parece a un tesoro escondido en el campo: el que lo encuentra lo vuelve a esconder y, lleno de alegría, va a vender todo lo que tiene y compra el campo. El reino de los cielos se parece también a un comerciante en perlas finas que, al encontrar una de gran valor, se va a vender todo lo que tiene y la compra.»
Palabra del Señor.
San Ignacio de Loyola
Cuando la corrupción del Renacimiento invade hasta la misma cátedra de Pedro, cuando el fermento de la Reforma hierve en las Universidades alemanas, Dios ha puesto ya en la tierra al hombre destinado para oponer un dique a esa doble inundación. Es un gentil hombre español, nacido en el seno de una noble familia guipuzcoana. Alejada del tráfago del mundo, engastada en una soberbia iglesia barroca, se levanta todavía la casa solariega de su linaje, que con sus muros chatos y macizos, sus estrechas saeteras, sus bellas torrecillas, conserva el aspecto de fortaleza medieval. Pero Íñigo, el hijo decimotercio y último de Beltrán Yáñez de Oñaz y Loyola, no piensa todavía en azares de conquistas evangélicas. Con su temperamento vehemente, audaz y ambicioso, aspira al brillo de los honores y a la gloria de las armas. Desde su adolescencia ha encontrado un protector poderoso en el noble caballero de Arévalo Juan Velázquez de Cuéllar, contador mayor de Castilla. Vive con los Velázquez, unas veces en Arévalo y otras en la corte, entre compañeros que más tarde serán grandes políticos o famosos conquistadores. Él no cede a nadie en sueños de grandezas y aventuras. Es un paje apuesto, generoso y batallador, con los vicios y virtudes del guerrero español de su tiempo. Cuentan que la mujer del contador le decía: «Íñigo, no asesarás hasta que te quiebren una pierna.» Soldado desgarrado y sin letras le llamará el Padre Granada. Era muy buen escribano, dice el Padre Rivadeneira, pero los libros le dejan indiferente. Más le importaba jugar a los naipes, andar en revueltas de armas, cuidar su ondulada cabellera rubia, esgrimir la lanza y galantear. Se le vio procesado a causa de sus graves desórdenes. Se le vio, en Pamplona, arremeter calle abajo contra una multitud que no le guardó las debidas consideraciones, «y si no hubiera quien le detuviera, o matara a alguno de ellos, o le mataran». Era, dicen los mismos compañeros de su vida perfecta, hombre metido en todas las vanidades del mundo, soldado ducho en travesuras juveniles y mozo polido, amigo de galas y de traerse bien. No obstante, se hacía querer de todos, «porque era recio y valiente, muy animoso para emprender cosas grandes, de noble ánimo y liberal, y tan ingenioso y prudente en las cosas del mundo, que en lo que se ponía y aplicaba se mostraba siempre para mucho».
La gran pasión de Íñigo a los veinte años era la guerra. Guerreando estaba en Pamplona a principios de 1521, como ayudante del duque de Nájera, cuando los franceses pusieron sitio a la ciudad. Tratábase ya en el castillo de rendirse, cuando Loyola se interpuso, defendiendo la resistencia hasta la muerte. Resistió, efectivamente, como un héroe, hasta que una bala de cañón le dejo destrozada una pierna y herida la otra. Obligado a capitular, el herido fue colocado en una litera y llevado a Loyola. Allí empezó la cura de los cirujanos. Quisieron atarle, como entonces se acostumbraba en semejantes operaciones, pero él no lo consintió; sereno, inmóvil, aguantó la espantosa carnicería. Sólo un momento se le vio apretar fuertemente los puños. Pronto advirtió que debajo de la rodilla le quedaba un hueso saliente. Era una enfermedad que entonces no estaba dispuesto a sufrir. Advirtiéronle que su desaparición le costaría dolores atroces, pero no estaba dispuesto a hacer el ridículo en los torneos y en las fiestas cortesanas. Nuevamente ofreció su pierna a la sierra con valor estoico, y la oyó rechinar en su cuerpo sin inmutarse: «todo—dice Rivadeneira—por poder traer una bota muy justa y muy polida, como entonces se usaba.»
Para entretener los ocios de la convalecencia, pidió el enfermo que le trajesen libros de caballerías, el Amadís o algún otro de los que en aquel tiempo hacían las delicias de la juventud; pero en casa del señor de Loyola no se encontraban estas obras profanas, y, por darle algo, le ofrecieron un Flos Sanctorum y la traducción castellana de la Vida de Cristo, por el Cartujano. Las leyendas hagiográficas empezaron a despertar en su alma un sentimiento de noble emulación. Inclinado a las más quiméricas empresas, veía abrirse ante sus ojos un mundo de heroísmos más vasto que el que por aquellos mismos días revelaban a Europa los exploradores españoles. ¿Por qué no había de hacer él lo que hicieron los santos? ¿Por qué no había de vestir un saco, vivir de hierbas y sufrir los tormentos de los mártires? En el entusiasmo de su lectura, se le oía exclamar: «Santo Domingo hizo esto, pues yo lo tengo que hacer; San Francisco hizo esto, pues yo lo tengo que hacer.» Pero apenas cerraba el libro, caía sobre él el túmulo de los pensamientos mundanos, y se pasaba largas vigilias soñando en hazañas, fantasías y vanidades. Estaba enamorado. La señora de sus pensamientos era mujer de alta alcurnia, cuyo nombre nunca quiso descubrir, aunque hay quien dice que era la viuda de don Fernando el Católico, Germana de Foix. «Tan poseído tenía el corazón, que se estaba embebido en pensar en ella dos, tres y cuatro horas sin sentirlo, imaginando lo que habría de hacer en su servicio; los medios que tomaría para poder ir a la tierra donde ella estaba; los motes, las palabras que le diría; los hechos de armas que haría por ella, y estaba con esto tan envanecido, que no miraba cuan imposible era poderlo alcanzar; porque la señora no era de vulgar nobleza, ni condesa, ni duquesa, mas era su estado más alto que ninguno destos.»
Solicitado por ideas tan diversas, empezó a examinarlas y compararlas entre sí, notando que las del mundo, aunque le deleitaban, dejaban su corazón triste y vacío, mientras que las de Dios le llenaban de consuelo y alegría. Poco a poco la gracia iba trabajando su espíritu, hasta que vino al fin la resolución irrevocable, una resolución como sabía tomarlas aquella indomable voluntad. Una noche, levantándose del lecho, postróse de rodillas ante una imagen de la Virgen, y prometió renunciar a sus antiguas vanidades. El caballero mundano quedaba convertido en soldado de Dios. Fue una conversión radical, integral, definitiva. Nunca el gentil hombre había tenido la menor duda sobre su fe católica; sentía particular devoción hacia el príncipe de los Apóstoles, y hasta le cantó en trabajosos versos al mismo tiempo que a las damas; pero desde este momento su vida entera quedó consagrada al servicio de Dios. Su primer pensamiento es ir en peregrinación a Jerusalén; luego se le ocurre la idea de entrar en la cartuja de Miraflores, y las horas que antes gastaba pensando en su dama, se le pasan ahora orando, contemplando la noche estrellada y repitiendo aquella su exclamación favorita: «¡Cuán baja me parece la tierra cuando miro al Cielo!» Sigue leyendo las Vidas de Cristo y de los santos, y para no olvidar los buenos pensamientos que se le ocurren, anota en un libro, primorosamente encuadernado, los hechos, las ideas, los afectos piadosos que agitan su corazón y su mente durante la lectura.
Después de muchos meses de forzado encierro, empieza su mística aventura. Se arrodilla primero ante la Virgen de Aránzazu, va luego a Navarrete para despedirse del duque de Nájera, su antiguo protector; allí se separa de sus criados, y solo, montado en una mula, se dirige en peregrinación a Nuestra Señora de Montserrat. Una alegría íntima llena su alma; medita penitencias, peregrinaciones y hazañas por Cristo, y con el afán de olvidar su vida de pecado, diariamente se disciplina hasta la sangre. En Montserrat se confiesa durante tres días, escribe luego su confesión, regala su mula al monasterio y cuelga la espada y la daga ante el altar de la Virgen. El soldado vanidoso y ambicioso ha muerto para siempre, reemplazado por el capitán de las huestes de Dios. Aquí empieza la parte más dramática de su vida. Su antiguo ardor bélico se dirige ahora contra sí mismo y contra los enemigos de la fe. Falló poco para que en el camino de la montaña no apuñalase a un moro que hablaba contra la perpetua virginidad de María. Extremoso en todo, quiso practicar cuanto había leído de los héroes del cristianismo. El 24 de marzo de 1522 llamó a un pobre andrajoso le dió sus vestidos de caballero y se vistió un traje que consistía en un saco de cánamo, un pedazo, de cuerda para ceñirlo y una alpargata de esparto para el pie derecho, que era el de la herida. Con estas galas y en la mano un bordón rematado en una calabaza, pasó una noche al pie del altar de la Virgen, remedando la costumbre de velar las armas, común entre los caballeros medievales.
Cojeando penosamente, se presenta el convertido en Manresa. Allí vive en un hospital, y se pasa las horas muertas rezando en una gruta. Mal formado todavía en las cosas del espíritu, se imagina que toda la santidad está en la mortificación; pasa siete horas en oración de rodillas, come lo que le dan de limosna, se disciplina tres veces al día, y él, antes tan ufano de cuidar su persona, se deja ahora crecer las unas y el cabello. Hay quien se ríe de él, pero él lo lleva con la mayor paciencia. Nadie sabe su nombre. Por las finas facciones de su rostro, las gentes empiezan a sospechar en su vida algún misterio. Él solo se llama el peregrino. Después de cuatro meses de una serenidad imperturbable, entra su alma en los más terribles combates de la vida interior. Va a empezar su noviciado. El enemigo le decía: «¿Quién resiste una vida semejante durante treinta años?» Pero esta primera prueba se le desvanece con esta sencilla respuesta: «¿Quién me asegura que voy a vivir una sola hora?» No tardó en advertir en medio de la oración olas terribles de tedio y amargura, que empezaron a hacerle dudar sobre el camino que emprendía. Siguieron los escrúpulos acerca de su confesión, acompañados de tales congojas, que hasta tuvo la tentación de arrojarse por una sima. Se le veía llorando en su habitación y pidiendo a gritos el socorro de la divina misericordia. En aquel terrible trance, resolvió no comer ni beber hasta que recobrase la calma. Después de una semana, echáronle de menos unas mujeres piadosas que escuchaban sus consejos, y después de muchas pesquisas le encontraron en una ermita de la Virgen, tan enjuto y extenuado, que no podía andar ni tenerse en pie. No obstante, fue preciso que el confesor le negase la absolución para hacerle tomar alimento. Después sintióse repentinamente inundado de paz y alegría.
Siguieron los días de los regalos y las consolaciones. Según él mismo lo declara, «Dios trataba a su siervo de la misma manera que un maestro trata a un niño de la escuela a quien instruye». «Aunque no existieran los libros santos—añadía—, estaría dispuesto a dar la vida por las verdades que en ellos se enseñan, sólo por lo que en la contemplación se me había comunicado.» Un día, contemplando las cosas divinas en las cercanías de Manresa, se sentó sobre el camino, que pasaba a la ribera de un río, y puso los ojos en las aguas. «Allí—dice el Padre Laínez— aprendió en una hora roas de lo que hubieran podido en señarle todos los sabios del mundo.» Tenía visiones, coloquios con los bienaventurados y raptos de ocho días. Se había convertido en un maestro de la vida espiritual, y un grupo de mujeres, que el vulgo malicioso llamaba las Íñigas, hacía los ejercicios espirituales bajo su dirección. De esta manera nació un librito breve y compendioso, escrito en un lenguaje sencillo e inteligible, que es uno de los libros más extraordinarios del mundo. De esta manera nació el Libro de los Ejercicios. Sumergido en la meditación de las verdades eternas o zarandeado por las tempestades interiores, Ignacio no cesaba de estudiar y analizar los diversos estados de su espíritu. «El Peregrino—decía más tarde a uno de sus compañeros—observaba en su alma ya estos, ya aquellos afectos, y se aprovechó de ellos, y por ahí vino a pensar que podrían también aprovechar a otros, y por eso escribió los Ejercicios.» Al principio, lo único que le importaba era conocer la voluntad divina y cumplirla perfectamente; después coordinó sus experiencias, y al salir de la gruta completamente transformado, se encontró, con gran estupefacción, en posesión de un método espiritual que podría obrar en los otros una transformación análoga a la suya. La sustancia de esa obra, que resume el trabajo íntimo realizado en su alma, data de estos días de Manresa. Más tarde los experimentos que hizo en los otros le permitieron perfeccionar su sistema, el cual siguió enriqueciéndose con nuevas aportaciones durante la época de sus estudios teológicos y en el periodo italiano de su vida.
Tal es la historia de este libro famoso. La experiencia de los siglos ha confirmado su eficacia maravillosa para renovar, transformar y educar las almas. Las causas de esta influencia, abstracción hecha del poder de la gracia, hay que buscarlas en la combinación y ordenación lógica de los diversos ejercicios, en el método, en la sabia disposición de las materias, fruto de un estudio profundo del alma humana. Escuela incomparable de hombres, de cristianos y de apóstoles, los Ejercicios no son para leídos, sino para practicados. Entonces es cuando tienen toda su eficacia, cuando producen corazones como los de San Francisco Javier, San Francisco de Regis, San Francisco de Sales, San Carlos Borromeo y San Pedro Canisio.
Críticos de todas las ideas han reconocido en ellos un edificio de armonía maravillosa, una verdadera obra de arte, de unidad perfecta, un género enteramente nuevo y peculiar. Todo en ellos puede resumirse a aquella invitación de Cristo: «Toma tu cruz y sígueme.» Su esencia es el renunciamiento. Sin embargo, lejos de abatir las fuerzas naturales, las intensifican, purificándolas de lo que pueden tener de inferior y bestial, dirigiéndolas hacia un ideal más alto, y aumentándolas con la ayuda de las fuerzas sobrenaturales. Si dan la paz al alma, no es por el aniquilamiento de la voluntad personal, pues su efecto es siempre un aumento, un robustecimiento de la personalidad, orientada, polarizada en dirección a lo divino. Son la obra maestra de una sabia pedagogía. Se ha reprochado la excesiva importancia que se da en ellos al razonamiento, se ha dicho que la meticulosidad de las reglas es contraria a la operación del espíritu. Pero es que San Ignacio mira en el razonamiento la base sólida de toda convicción. Para él no puede existir renovación sin convicción profunda. Por lo demás, su método, con todas las apariencias de regularidad mecánica, es siempre respetuoso con los libres movimientos de la verdadera piedad. Hay que tener también presente que él sólo establece las leyes de la oración ordinaria. Aunque conocía las alturas de la contemplación, no se ocupa de lanzar el alma hacia ellas. Diríase que para él la perfección de la vida espiritual no consiste propiamente en la unión con Dios por medio de la oración. Solía decir que, de cien personas de oración, las noventa vivían engañadas. Consideraba que se daba más gloria a Dios con la imitación perfecta de Cristo en la vida apostólica, y a esta imitación dirige los Ejercicios, haciéndola consistir en la renuncia al bienestar del cuerpo y en la mortificación total del amor propio y del amor del mundo.
El período místico de Manresa es solamente un episodio en la vida militante de San Ignacio. Hombre de acción, se lanza en busca de su destino. No ha llegado a verle todavía con claridad. Durante algún tiempo se cree llamado a predicar la fe entre los infieles. Visita los Santos Lugares y decide permanecer en Oriente enseñando a los mahometanos, pero el provincial de San Francisco en Jerusalén le obliga a venir a Europa, temiendo que su celo provocase algún conflicto. A principios de 1524 reaparece en Barcelona estudiando latín con los niños de la escuela. Había comprendido la necesidad que tenía de instrucción religiosa y humanística, y se entregó ardorosamente a conseguirla, a pesar de que el demonio le acometía con toda suerte de pensamientos devotos y dulzuras interiores en cuanto tomaba la Gramática. Como, el maestro le trataba con demasiada consideración, un día llegóse a él, rogándole «muy ahincadamente que le tratase como al menor muchacho de sus discípulos, y que le castigase y azotase como a tal, cada y cuando que le viere flojo y descuidado». Con el mismo entusiasmo empieza en Alcalá el estudio de la filosofía y de la teología.
Pero a la vez que estudiante, era un fogoso proselitista. En torno suyo se agrupaba un puñado de gentes piadosas, que escuchaban sus consejos e imitaban su vida. Algunos de sus compañeros y devotos caminaban descalzos como él y vestían el mismo sayal pardo y grosero, que les valió el apodo de ensayalados. En los círculos eclesiásticos y universitarios se discutía al extraño penitente, que producía súbitas mudanzas en la vida de los que le trataban. Unos le veneraban como a un santo, y otros empezaban a sospechar si sería uno de aquellos alumbrados fanáticos que, envueltos en supuestas revelaciones divinas, sembraban los más absurdos errores. No tardó en estallar la persecución:
Ignacio tuvo que teñir su sayo, disolver su grupo, calzar sus pies y resignarse a vestir como los demás. A todo obedeció puntualmente; pero habiéndose reproducido las sospechas, se le formó un proceso en regla, se le encerró en la cárcel, y en ella permaneció cerca de dos meses. Él rehusaba defenderse; pero hablaba a los inquisidores con la libertad propia de su carácter.
—¿Qué mal habéis hallado en mí, después de tanto inquirir?—preguntaba al vicario de Alcalá.
—Nada—contestaba el interpelado—; si algo se hallara en vos, os castigaran y aun os quemaran. Respondió Íñigo:
—Así quemaran a vos si errárades.
—Es ansí—replicó secamente el vicario.
Reconocida su inocencia, Ignacio pasó de Alcalá a Salamanca. Nuevamente fue acusado, procesado y encarcelado. Veintidós días de encierro, al principio en un aposento viejo, destartalado, sucio y maloliente, con una cadena de doce palmos en los pies, y sin poder dormir «por la gran multitud de bestias varias». Absuelto una vez más por las autoridades eclesiásticas, dejó aquella Universidad y se dirigió a la de París, montado en un asno, que llevaba sus libros y cartapacios. Llegó el 2 de febrero de 1528, y pasó aún siete años escuchando a los doctores de la Sorbona. Vivía de la limosna que le mandaban los mercaderes españoles de Flandes, siempre con penuria y estrechez. A los tres años obtuvo grado de maestro en filosofía. Durante las vacaciones viajaba hasta Brujas, Amberes y Londres para recoger limosnas. AI mismo tiempo, seguía preparando su método espiritual con tal éxito, que hubo días en que las clases se quedaban desiertas porque los discípulos andaban ocupados en ejercicios piadosos. Empezóse a considerarle como a un embaucador, se le procesó una vez más como hereje oculto, y aun se le amenazó con los azotes infamantes que se daban en los colegios universitarios a los estudiantes inquietos y de costumbres perniciosas. Él mismo se dirigió al lugar del suplicio, y como advirtiese que perdía el color y temblaba, empezó a decir a su cuerpo. «¡Cómo! ¿Y contra el aguijón tiráis coces? Pues yo os digo, don Asno, que esta vez habéis de salir letrado; yo os haré que sepáis bailar.» La intervención de algunos de sus discípulos le libró de aquella vergüenza, y todo aquello sólo sirvió para aumentar su prestigio entre los estudiantes.
La mirada de aquel colegial viejo, cojo y desharrapado seducía de una manera irresistible. En Barcelona, en Alcalá y en Salamanca había encontrado discípulos que arrostraban el enojo de sus familias por seguirle e imitarle. Otro tanto sucedía ahora en París. El primero que se le juntó fue su compañero de celda en el colegio de Santa Bárbara, un piadoso saboyano que se llamaba Pedro Fabro. Poco después ganó el alma generosa y ardiente del joven profesor navarro Francisco de Javier. Siguieron el soriano Diego Laínez y el toledano Alonso Salmerón, y tras ellos cayeron en la red el portugués Simón Rodrigues de Acevedo y el joven Nicolás Alfonso de Bobadilla, palentino de buena índole, pero de carácter desigual y levantisco. El 15 de agosto de 1534, seguido de estos seis compañeros, subía la colina de Montmartre, penetraba en una silenciosa capilla dedicada a San Dionisio, que pertenecía a las monjas benedictinas, y se preparaba a oír la misa fervorosamente. Celebraba el único que entre ellos era ya sacerdote: Pedro Fabro. Al llegar a la comunión, Fabro se volvió a sus compañeros con la sagrada Hostia en la mano. Arrodillados los seis en torno del altar, fueron pronunciando uno en pos de otro los votos de castidad y pobreza, y después recibieron la comunión. Terminada la misa, bajaron al pie del monte, se sentaron alrededor de una fuente y celebraron un frugal y fraternal banquete. No hubo en él más que pan y agua, pero la alegría era tan grande y tal el fervor que inspiraba a los comensales, que las horas se les pasaron sin sentir alabando a Dios, manifestando los afectos que inflamaban sus corazones y planeando las hazañas que estaban dispuestos a realizar. Sólo al ver que se ocultaba el sol, cayeron en la cuenta de que se acababa el día.
Al año siguiente, Ignacio se dirigía por última vez a su tierra para restablecer su quebrantada salud; pero al empezar el invierno de 1536 se juntaba con sus compañeros de Venecia. Aún no saben con precisión qué es lo que Dios quiere de ellos. Por de pronto, deciden ir en peregrinación a Tierra Santa. Pero una serie de obstáculos insuperables se lo impide. Se dispersan luego por el norte de Italia, llevando un rosario al cuello y a la espalda un zurrón de cuero, donde llevan la Biblia, el breviario y los cuadernos de sus lecciones. Desde este momento, los iñiguistas de la Sorbona dan a su sociedad el nombre de Compañía de Jesús, y su jefe empieza a traducir su nombre hispánico por el latino Ignacio. Alentado por una visión famosa, toma el camino de Roma con dos de sus compañeros, dispuesto a dar el paso decisivo. Aún sigue en la incertidumbre más completa, pero su alegría sólo puede compararse con la que sentirá Francisco Javier al entrar en la capital del Japón. «No sé lo que me espera en Roma—decía—, ni si quiere Dios que muramos en cruz o descoyuntados; sólo sé que Jesucristo nos será propicio.»
En Roma hubo frialdades, indiferencias y persecuciones; desde los púlpitos se improperaba a aquella Compañía de «sacerdotes reformados», como allí se decía; parecía perdida la causa de Ignacio, cuando vino en su ayuda la influencia de algunos hombres poderosos, ganados por la prédica de los ejercicios. Príncipes, cardenales y embajadores empezaban a sentirse transformados por la magia de aquel libro prodigioso. El mismo Paulo III se sintió impresionado por la grandeza moral del reformador, y en sus conversaciones con el Pontífice empezó Ignacio a esbozar el plan de una Orden nueva, que no tuviera por objeto, como la mayoría de las antiguas congregaciones monásticas, un fin particular de penitencia o predicación, de oración litúrgica o de beneficencia corporal, sino que abarcase la actividad apostólica en todas sus formas, la enseñanza literaria y teológica en todos sus grados, las obras de caridad en todos sus aspectos, las misiones entre fieles e infieles, considerando el mundo entero como campo de su acción. Tal era el grandioso ideal en que había cuajado definitivamente la ambición desaforada del hidalgo español. El 27 de septiembre de 1540 aparecía la bula por la cual Paulo III aprobaba la nueva fundación, y esta fecha señala el comienzo de la Compañía de Jesús. Una serie de acontecimientos, independientes en gran parte de la voluntad de Ignacio, le habían llevado a crear una vasta y poderosa organización de enseñanza, de predicación y de dirección espiritual, que será la barrera más fuerte de la verdad frente al protestantismo, y colaborará de una manera decisiva en la obra del Concilio de Trento.
Los tres últimos lustros de su vida pásalos Ignacio en el Gesú de Roma, empleado en perfilar, acrecentar y completar la grande obra de su vida. Escribe las Constituciones, forma los nuevos reclutas en el Colegio Romano, envía sus teólogos al Concilio de Trento, esparce sus discípulos por todas las parte del mundo, escribe cartas, legisla, ordena, vigila. Quiere que el alma de su milicia espiritual sea la obediencia, una obediencia consciente, voluntaria y alegre; una obediencia ciega, no para lo que se manda, sino para las ilusiones y falacias de la pusilanimidad y de la sensualidad. El religioso debe ser como un cadáver, o como el bastón en la mano del anciano. Escribiendo a San Francisco Javier, le ordenaba volver a las Indias en estos términos: «Os lo ordeno en nombre de Jesucristo. Y a fin de que vos podáis exponer los motivos de vuestra partida a aquellos que quieren reteneros, os diré las razones que me han decidido.» Su mandato era a la vez firme y suave, razonado y autoritario. Medía el límite de su autoridad, como antes había medido el límite de su obligación a obedecer. Durante el proceso de Salamanca, preguntado por los jueces cómo se atrevía a enseñar, falto de estudios teológicos, contestó: «O es verdad o no es verdad lo que enseño. Si no es verdad, condénenme; si es verdad, déjenlo estar.» Y cuando le leyeron la sentencia, por la cual le declaraban inocente y ortodoxo, mandándole al mismo tiempo que no se metiese en honduras y distinciones sutiles, declaró que obedecería en aquello que estaba dentro de la jurisdicción de los jueces; pero que no era justo, puesto que no se encontraba delito en su conducta ni error en su doctrina, impedirle servir a las almas, privándole del derecho de hablar de las cosas de Dios con libertad.
Así era de razonable y humano este hombre a quien se ha pintado como un déspota. Era natural que el odio se cebase en un hombre que se presentaba como el aguafiestas del Renacimiento, como el censor de la moral fácil de los falsos reformadores, como el campeón de la disciplina cuando el Mundo se indisciplinaba. La pasión ha hecho de aquel gran hombre un enigma o una paradoja. Ya los pintores empiezan por desconcertarnos: el Ignacio de Valdés Leal parece un San Juan de la Cruz, místico y poeta, puesto en éxtasis ante la belleza del Crucificado; el de Sánchez Coello conserva todavía algo de esa mirada suave y lejana, que puede ser contemplativa, pero su boca se pliega duramente insinuando una sonrisa enigmática. Rivadeneira nos dice que fue de estatura mediana, o por mejor decir, algo pequeño y bajo de cuerpo; el rostro autorizado, la frente ancha y desarrugada, los ojos hundidos, encogidos los párpados y arrugados por las muchas lágrimas que continuamente derramaba; las orejas medianas, la nariz alta y combada, el color vivo y templado, y con la calva de muy venerable aspecto, el semblante del rostro alegremente grave y gravemente alegre, de manera que con su serenidad alegraba a los que le miraban y con su gravedad los componía. AI trazar el retrato de su alma, se le ha representado como un luchador y como un contemplativo, como un fino político y como un hombre que encauza exclusivamente su vida hacia el orden social; como un corazón vehemente y como un temperamento frío y calculador; como una inteligencia de ideas amplias y vigorosas y como un espíritu estrecho, cominero y ordenancista. Es algo monstruoso y desconcertante: rebelde y sumiso, afable y despótico, mendigo y espléndido, cobarde y audaz, amante de los pobres y adulador de los poderosos, maquiavélico y oportunista despreocupado, tipo perfecto de la prudencia humana, y modelo de valor cristiano y de prudencia sobrenatural.
Todo esto es, en definitiva, una prueba de la riqueza de aquella alma extraordinaria. La misma calumnia es un homenaje a su grandeza. No era, ciertamente, un sentimental, sino más bien un cerebral. El castellano de sus Ejercicios peca de seco y premioso; y sus mismos discípulos nos dicen que en su conducta, en su actitud, en su palabra, todo era cautela y circunspección. Es gráfica la manera con que fue desmontando los títulos al P. Olave, según le veía progresar en la virtud. Al principio le hablaba con todo respeto, y decía: «Señor doctor Olave, vuestra merced haga esto.» Poco después ordenaba con más brevedad: «Doctor Olave, haga esto vuestra merced.» Otro día le quitaba el doctor; otro, el vuestra merced, y al fin le decía a secas: «Olave, hacer esto.» Sin embargo, no era un hombre sin corazón el que al pie de una carta escribía aquella frase que estremecía de gozo a Javier y sacaba de sus ojos fuentes de lágrimas: «Todo vuestro, sin poderme jamás en tiempo alguno olvidar de vos, Ignacio.» Ni era un déspota el que, cuando el inquieto Bobadilla declaraba que no leía sus cartas, porque con lo superfluo de la principal se pudieran hacer otras dos, contestaba humildemente: «A mí, por gracia de Dios nuestro Señor, me sobró el tiempo y la gana para leer y releer todas las vuestras.» Toda la vida de Ignacio está en el lema que señaló a la Compañía «Ad maiorem Dei gloriam.» Este pensamiento sublime da unidad a todas sus acciones. Podrá sentir vacilaciones en ciertos momentos de su vida; pero hay una cosa que la ordena y armoniza toda entera, desde que deja el servicio del emperador: que recoge y encauza la corriente de sus energías naturales, su ingenio, su fantasía, su memoria y aquella prudencia y aquella tenacidad y aquel temple de hierro y aquel ojo infalible para tomar la medida exacta de las personas y las cosas, que hacen de él, sin dejar de ser un enamorado de Cristo, el tipo perfecto del hombre de acción. Esa fuerza superior, alma de su alma, es el deseo de la gloria de Dios, que le llena y le consume.
La gran pasión de Íñigo a los veinte años era la guerra. Guerreando estaba en Pamplona a principios de 1521, como ayudante del duque de Nájera, cuando los franceses pusieron sitio a la ciudad. Tratábase ya en el castillo de rendirse, cuando Loyola se interpuso, defendiendo la resistencia hasta la muerte. Resistió, efectivamente, como un héroe, hasta que una bala de cañón le dejo destrozada una pierna y herida la otra. Obligado a capitular, el herido fue colocado en una litera y llevado a Loyola. Allí empezó la cura de los cirujanos. Quisieron atarle, como entonces se acostumbraba en semejantes operaciones, pero él no lo consintió; sereno, inmóvil, aguantó la espantosa carnicería. Sólo un momento se le vio apretar fuertemente los puños. Pronto advirtió que debajo de la rodilla le quedaba un hueso saliente. Era una enfermedad que entonces no estaba dispuesto a sufrir. Advirtiéronle que su desaparición le costaría dolores atroces, pero no estaba dispuesto a hacer el ridículo en los torneos y en las fiestas cortesanas. Nuevamente ofreció su pierna a la sierra con valor estoico, y la oyó rechinar en su cuerpo sin inmutarse: «todo—dice Rivadeneira—por poder traer una bota muy justa y muy polida, como entonces se usaba.»
Para entretener los ocios de la convalecencia, pidió el enfermo que le trajesen libros de caballerías, el Amadís o algún otro de los que en aquel tiempo hacían las delicias de la juventud; pero en casa del señor de Loyola no se encontraban estas obras profanas, y, por darle algo, le ofrecieron un Flos Sanctorum y la traducción castellana de la Vida de Cristo, por el Cartujano. Las leyendas hagiográficas empezaron a despertar en su alma un sentimiento de noble emulación. Inclinado a las más quiméricas empresas, veía abrirse ante sus ojos un mundo de heroísmos más vasto que el que por aquellos mismos días revelaban a Europa los exploradores españoles. ¿Por qué no había de hacer él lo que hicieron los santos? ¿Por qué no había de vestir un saco, vivir de hierbas y sufrir los tormentos de los mártires? En el entusiasmo de su lectura, se le oía exclamar: «Santo Domingo hizo esto, pues yo lo tengo que hacer; San Francisco hizo esto, pues yo lo tengo que hacer.» Pero apenas cerraba el libro, caía sobre él el túmulo de los pensamientos mundanos, y se pasaba largas vigilias soñando en hazañas, fantasías y vanidades. Estaba enamorado. La señora de sus pensamientos era mujer de alta alcurnia, cuyo nombre nunca quiso descubrir, aunque hay quien dice que era la viuda de don Fernando el Católico, Germana de Foix. «Tan poseído tenía el corazón, que se estaba embebido en pensar en ella dos, tres y cuatro horas sin sentirlo, imaginando lo que habría de hacer en su servicio; los medios que tomaría para poder ir a la tierra donde ella estaba; los motes, las palabras que le diría; los hechos de armas que haría por ella, y estaba con esto tan envanecido, que no miraba cuan imposible era poderlo alcanzar; porque la señora no era de vulgar nobleza, ni condesa, ni duquesa, mas era su estado más alto que ninguno destos.»
Solicitado por ideas tan diversas, empezó a examinarlas y compararlas entre sí, notando que las del mundo, aunque le deleitaban, dejaban su corazón triste y vacío, mientras que las de Dios le llenaban de consuelo y alegría. Poco a poco la gracia iba trabajando su espíritu, hasta que vino al fin la resolución irrevocable, una resolución como sabía tomarlas aquella indomable voluntad. Una noche, levantándose del lecho, postróse de rodillas ante una imagen de la Virgen, y prometió renunciar a sus antiguas vanidades. El caballero mundano quedaba convertido en soldado de Dios. Fue una conversión radical, integral, definitiva. Nunca el gentil hombre había tenido la menor duda sobre su fe católica; sentía particular devoción hacia el príncipe de los Apóstoles, y hasta le cantó en trabajosos versos al mismo tiempo que a las damas; pero desde este momento su vida entera quedó consagrada al servicio de Dios. Su primer pensamiento es ir en peregrinación a Jerusalén; luego se le ocurre la idea de entrar en la cartuja de Miraflores, y las horas que antes gastaba pensando en su dama, se le pasan ahora orando, contemplando la noche estrellada y repitiendo aquella su exclamación favorita: «¡Cuán baja me parece la tierra cuando miro al Cielo!» Sigue leyendo las Vidas de Cristo y de los santos, y para no olvidar los buenos pensamientos que se le ocurren, anota en un libro, primorosamente encuadernado, los hechos, las ideas, los afectos piadosos que agitan su corazón y su mente durante la lectura.
Después de muchos meses de forzado encierro, empieza su mística aventura. Se arrodilla primero ante la Virgen de Aránzazu, va luego a Navarrete para despedirse del duque de Nájera, su antiguo protector; allí se separa de sus criados, y solo, montado en una mula, se dirige en peregrinación a Nuestra Señora de Montserrat. Una alegría íntima llena su alma; medita penitencias, peregrinaciones y hazañas por Cristo, y con el afán de olvidar su vida de pecado, diariamente se disciplina hasta la sangre. En Montserrat se confiesa durante tres días, escribe luego su confesión, regala su mula al monasterio y cuelga la espada y la daga ante el altar de la Virgen. El soldado vanidoso y ambicioso ha muerto para siempre, reemplazado por el capitán de las huestes de Dios. Aquí empieza la parte más dramática de su vida. Su antiguo ardor bélico se dirige ahora contra sí mismo y contra los enemigos de la fe. Falló poco para que en el camino de la montaña no apuñalase a un moro que hablaba contra la perpetua virginidad de María. Extremoso en todo, quiso practicar cuanto había leído de los héroes del cristianismo. El 24 de marzo de 1522 llamó a un pobre andrajoso le dió sus vestidos de caballero y se vistió un traje que consistía en un saco de cánamo, un pedazo, de cuerda para ceñirlo y una alpargata de esparto para el pie derecho, que era el de la herida. Con estas galas y en la mano un bordón rematado en una calabaza, pasó una noche al pie del altar de la Virgen, remedando la costumbre de velar las armas, común entre los caballeros medievales.
Cojeando penosamente, se presenta el convertido en Manresa. Allí vive en un hospital, y se pasa las horas muertas rezando en una gruta. Mal formado todavía en las cosas del espíritu, se imagina que toda la santidad está en la mortificación; pasa siete horas en oración de rodillas, come lo que le dan de limosna, se disciplina tres veces al día, y él, antes tan ufano de cuidar su persona, se deja ahora crecer las unas y el cabello. Hay quien se ríe de él, pero él lo lleva con la mayor paciencia. Nadie sabe su nombre. Por las finas facciones de su rostro, las gentes empiezan a sospechar en su vida algún misterio. Él solo se llama el peregrino. Después de cuatro meses de una serenidad imperturbable, entra su alma en los más terribles combates de la vida interior. Va a empezar su noviciado. El enemigo le decía: «¿Quién resiste una vida semejante durante treinta años?» Pero esta primera prueba se le desvanece con esta sencilla respuesta: «¿Quién me asegura que voy a vivir una sola hora?» No tardó en advertir en medio de la oración olas terribles de tedio y amargura, que empezaron a hacerle dudar sobre el camino que emprendía. Siguieron los escrúpulos acerca de su confesión, acompañados de tales congojas, que hasta tuvo la tentación de arrojarse por una sima. Se le veía llorando en su habitación y pidiendo a gritos el socorro de la divina misericordia. En aquel terrible trance, resolvió no comer ni beber hasta que recobrase la calma. Después de una semana, echáronle de menos unas mujeres piadosas que escuchaban sus consejos, y después de muchas pesquisas le encontraron en una ermita de la Virgen, tan enjuto y extenuado, que no podía andar ni tenerse en pie. No obstante, fue preciso que el confesor le negase la absolución para hacerle tomar alimento. Después sintióse repentinamente inundado de paz y alegría.
Siguieron los días de los regalos y las consolaciones. Según él mismo lo declara, «Dios trataba a su siervo de la misma manera que un maestro trata a un niño de la escuela a quien instruye». «Aunque no existieran los libros santos—añadía—, estaría dispuesto a dar la vida por las verdades que en ellos se enseñan, sólo por lo que en la contemplación se me había comunicado.» Un día, contemplando las cosas divinas en las cercanías de Manresa, se sentó sobre el camino, que pasaba a la ribera de un río, y puso los ojos en las aguas. «Allí—dice el Padre Laínez— aprendió en una hora roas de lo que hubieran podido en señarle todos los sabios del mundo.» Tenía visiones, coloquios con los bienaventurados y raptos de ocho días. Se había convertido en un maestro de la vida espiritual, y un grupo de mujeres, que el vulgo malicioso llamaba las Íñigas, hacía los ejercicios espirituales bajo su dirección. De esta manera nació un librito breve y compendioso, escrito en un lenguaje sencillo e inteligible, que es uno de los libros más extraordinarios del mundo. De esta manera nació el Libro de los Ejercicios. Sumergido en la meditación de las verdades eternas o zarandeado por las tempestades interiores, Ignacio no cesaba de estudiar y analizar los diversos estados de su espíritu. «El Peregrino—decía más tarde a uno de sus compañeros—observaba en su alma ya estos, ya aquellos afectos, y se aprovechó de ellos, y por ahí vino a pensar que podrían también aprovechar a otros, y por eso escribió los Ejercicios.» Al principio, lo único que le importaba era conocer la voluntad divina y cumplirla perfectamente; después coordinó sus experiencias, y al salir de la gruta completamente transformado, se encontró, con gran estupefacción, en posesión de un método espiritual que podría obrar en los otros una transformación análoga a la suya. La sustancia de esa obra, que resume el trabajo íntimo realizado en su alma, data de estos días de Manresa. Más tarde los experimentos que hizo en los otros le permitieron perfeccionar su sistema, el cual siguió enriqueciéndose con nuevas aportaciones durante la época de sus estudios teológicos y en el periodo italiano de su vida.
Tal es la historia de este libro famoso. La experiencia de los siglos ha confirmado su eficacia maravillosa para renovar, transformar y educar las almas. Las causas de esta influencia, abstracción hecha del poder de la gracia, hay que buscarlas en la combinación y ordenación lógica de los diversos ejercicios, en el método, en la sabia disposición de las materias, fruto de un estudio profundo del alma humana. Escuela incomparable de hombres, de cristianos y de apóstoles, los Ejercicios no son para leídos, sino para practicados. Entonces es cuando tienen toda su eficacia, cuando producen corazones como los de San Francisco Javier, San Francisco de Regis, San Francisco de Sales, San Carlos Borromeo y San Pedro Canisio.
Críticos de todas las ideas han reconocido en ellos un edificio de armonía maravillosa, una verdadera obra de arte, de unidad perfecta, un género enteramente nuevo y peculiar. Todo en ellos puede resumirse a aquella invitación de Cristo: «Toma tu cruz y sígueme.» Su esencia es el renunciamiento. Sin embargo, lejos de abatir las fuerzas naturales, las intensifican, purificándolas de lo que pueden tener de inferior y bestial, dirigiéndolas hacia un ideal más alto, y aumentándolas con la ayuda de las fuerzas sobrenaturales. Si dan la paz al alma, no es por el aniquilamiento de la voluntad personal, pues su efecto es siempre un aumento, un robustecimiento de la personalidad, orientada, polarizada en dirección a lo divino. Son la obra maestra de una sabia pedagogía. Se ha reprochado la excesiva importancia que se da en ellos al razonamiento, se ha dicho que la meticulosidad de las reglas es contraria a la operación del espíritu. Pero es que San Ignacio mira en el razonamiento la base sólida de toda convicción. Para él no puede existir renovación sin convicción profunda. Por lo demás, su método, con todas las apariencias de regularidad mecánica, es siempre respetuoso con los libres movimientos de la verdadera piedad. Hay que tener también presente que él sólo establece las leyes de la oración ordinaria. Aunque conocía las alturas de la contemplación, no se ocupa de lanzar el alma hacia ellas. Diríase que para él la perfección de la vida espiritual no consiste propiamente en la unión con Dios por medio de la oración. Solía decir que, de cien personas de oración, las noventa vivían engañadas. Consideraba que se daba más gloria a Dios con la imitación perfecta de Cristo en la vida apostólica, y a esta imitación dirige los Ejercicios, haciéndola consistir en la renuncia al bienestar del cuerpo y en la mortificación total del amor propio y del amor del mundo.
El período místico de Manresa es solamente un episodio en la vida militante de San Ignacio. Hombre de acción, se lanza en busca de su destino. No ha llegado a verle todavía con claridad. Durante algún tiempo se cree llamado a predicar la fe entre los infieles. Visita los Santos Lugares y decide permanecer en Oriente enseñando a los mahometanos, pero el provincial de San Francisco en Jerusalén le obliga a venir a Europa, temiendo que su celo provocase algún conflicto. A principios de 1524 reaparece en Barcelona estudiando latín con los niños de la escuela. Había comprendido la necesidad que tenía de instrucción religiosa y humanística, y se entregó ardorosamente a conseguirla, a pesar de que el demonio le acometía con toda suerte de pensamientos devotos y dulzuras interiores en cuanto tomaba la Gramática. Como, el maestro le trataba con demasiada consideración, un día llegóse a él, rogándole «muy ahincadamente que le tratase como al menor muchacho de sus discípulos, y que le castigase y azotase como a tal, cada y cuando que le viere flojo y descuidado». Con el mismo entusiasmo empieza en Alcalá el estudio de la filosofía y de la teología.
Pero a la vez que estudiante, era un fogoso proselitista. En torno suyo se agrupaba un puñado de gentes piadosas, que escuchaban sus consejos e imitaban su vida. Algunos de sus compañeros y devotos caminaban descalzos como él y vestían el mismo sayal pardo y grosero, que les valió el apodo de ensayalados. En los círculos eclesiásticos y universitarios se discutía al extraño penitente, que producía súbitas mudanzas en la vida de los que le trataban. Unos le veneraban como a un santo, y otros empezaban a sospechar si sería uno de aquellos alumbrados fanáticos que, envueltos en supuestas revelaciones divinas, sembraban los más absurdos errores. No tardó en estallar la persecución:
Ignacio tuvo que teñir su sayo, disolver su grupo, calzar sus pies y resignarse a vestir como los demás. A todo obedeció puntualmente; pero habiéndose reproducido las sospechas, se le formó un proceso en regla, se le encerró en la cárcel, y en ella permaneció cerca de dos meses. Él rehusaba defenderse; pero hablaba a los inquisidores con la libertad propia de su carácter.
—¿Qué mal habéis hallado en mí, después de tanto inquirir?—preguntaba al vicario de Alcalá.
—Nada—contestaba el interpelado—; si algo se hallara en vos, os castigaran y aun os quemaran. Respondió Íñigo:
—Así quemaran a vos si errárades.
—Es ansí—replicó secamente el vicario.
Reconocida su inocencia, Ignacio pasó de Alcalá a Salamanca. Nuevamente fue acusado, procesado y encarcelado. Veintidós días de encierro, al principio en un aposento viejo, destartalado, sucio y maloliente, con una cadena de doce palmos en los pies, y sin poder dormir «por la gran multitud de bestias varias». Absuelto una vez más por las autoridades eclesiásticas, dejó aquella Universidad y se dirigió a la de París, montado en un asno, que llevaba sus libros y cartapacios. Llegó el 2 de febrero de 1528, y pasó aún siete años escuchando a los doctores de la Sorbona. Vivía de la limosna que le mandaban los mercaderes españoles de Flandes, siempre con penuria y estrechez. A los tres años obtuvo grado de maestro en filosofía. Durante las vacaciones viajaba hasta Brujas, Amberes y Londres para recoger limosnas. AI mismo tiempo, seguía preparando su método espiritual con tal éxito, que hubo días en que las clases se quedaban desiertas porque los discípulos andaban ocupados en ejercicios piadosos. Empezóse a considerarle como a un embaucador, se le procesó una vez más como hereje oculto, y aun se le amenazó con los azotes infamantes que se daban en los colegios universitarios a los estudiantes inquietos y de costumbres perniciosas. Él mismo se dirigió al lugar del suplicio, y como advirtiese que perdía el color y temblaba, empezó a decir a su cuerpo. «¡Cómo! ¿Y contra el aguijón tiráis coces? Pues yo os digo, don Asno, que esta vez habéis de salir letrado; yo os haré que sepáis bailar.» La intervención de algunos de sus discípulos le libró de aquella vergüenza, y todo aquello sólo sirvió para aumentar su prestigio entre los estudiantes.
La mirada de aquel colegial viejo, cojo y desharrapado seducía de una manera irresistible. En Barcelona, en Alcalá y en Salamanca había encontrado discípulos que arrostraban el enojo de sus familias por seguirle e imitarle. Otro tanto sucedía ahora en París. El primero que se le juntó fue su compañero de celda en el colegio de Santa Bárbara, un piadoso saboyano que se llamaba Pedro Fabro. Poco después ganó el alma generosa y ardiente del joven profesor navarro Francisco de Javier. Siguieron el soriano Diego Laínez y el toledano Alonso Salmerón, y tras ellos cayeron en la red el portugués Simón Rodrigues de Acevedo y el joven Nicolás Alfonso de Bobadilla, palentino de buena índole, pero de carácter desigual y levantisco. El 15 de agosto de 1534, seguido de estos seis compañeros, subía la colina de Montmartre, penetraba en una silenciosa capilla dedicada a San Dionisio, que pertenecía a las monjas benedictinas, y se preparaba a oír la misa fervorosamente. Celebraba el único que entre ellos era ya sacerdote: Pedro Fabro. Al llegar a la comunión, Fabro se volvió a sus compañeros con la sagrada Hostia en la mano. Arrodillados los seis en torno del altar, fueron pronunciando uno en pos de otro los votos de castidad y pobreza, y después recibieron la comunión. Terminada la misa, bajaron al pie del monte, se sentaron alrededor de una fuente y celebraron un frugal y fraternal banquete. No hubo en él más que pan y agua, pero la alegría era tan grande y tal el fervor que inspiraba a los comensales, que las horas se les pasaron sin sentir alabando a Dios, manifestando los afectos que inflamaban sus corazones y planeando las hazañas que estaban dispuestos a realizar. Sólo al ver que se ocultaba el sol, cayeron en la cuenta de que se acababa el día.
Al año siguiente, Ignacio se dirigía por última vez a su tierra para restablecer su quebrantada salud; pero al empezar el invierno de 1536 se juntaba con sus compañeros de Venecia. Aún no saben con precisión qué es lo que Dios quiere de ellos. Por de pronto, deciden ir en peregrinación a Tierra Santa. Pero una serie de obstáculos insuperables se lo impide. Se dispersan luego por el norte de Italia, llevando un rosario al cuello y a la espalda un zurrón de cuero, donde llevan la Biblia, el breviario y los cuadernos de sus lecciones. Desde este momento, los iñiguistas de la Sorbona dan a su sociedad el nombre de Compañía de Jesús, y su jefe empieza a traducir su nombre hispánico por el latino Ignacio. Alentado por una visión famosa, toma el camino de Roma con dos de sus compañeros, dispuesto a dar el paso decisivo. Aún sigue en la incertidumbre más completa, pero su alegría sólo puede compararse con la que sentirá Francisco Javier al entrar en la capital del Japón. «No sé lo que me espera en Roma—decía—, ni si quiere Dios que muramos en cruz o descoyuntados; sólo sé que Jesucristo nos será propicio.»
En Roma hubo frialdades, indiferencias y persecuciones; desde los púlpitos se improperaba a aquella Compañía de «sacerdotes reformados», como allí se decía; parecía perdida la causa de Ignacio, cuando vino en su ayuda la influencia de algunos hombres poderosos, ganados por la prédica de los ejercicios. Príncipes, cardenales y embajadores empezaban a sentirse transformados por la magia de aquel libro prodigioso. El mismo Paulo III se sintió impresionado por la grandeza moral del reformador, y en sus conversaciones con el Pontífice empezó Ignacio a esbozar el plan de una Orden nueva, que no tuviera por objeto, como la mayoría de las antiguas congregaciones monásticas, un fin particular de penitencia o predicación, de oración litúrgica o de beneficencia corporal, sino que abarcase la actividad apostólica en todas sus formas, la enseñanza literaria y teológica en todos sus grados, las obras de caridad en todos sus aspectos, las misiones entre fieles e infieles, considerando el mundo entero como campo de su acción. Tal era el grandioso ideal en que había cuajado definitivamente la ambición desaforada del hidalgo español. El 27 de septiembre de 1540 aparecía la bula por la cual Paulo III aprobaba la nueva fundación, y esta fecha señala el comienzo de la Compañía de Jesús. Una serie de acontecimientos, independientes en gran parte de la voluntad de Ignacio, le habían llevado a crear una vasta y poderosa organización de enseñanza, de predicación y de dirección espiritual, que será la barrera más fuerte de la verdad frente al protestantismo, y colaborará de una manera decisiva en la obra del Concilio de Trento.
Los tres últimos lustros de su vida pásalos Ignacio en el Gesú de Roma, empleado en perfilar, acrecentar y completar la grande obra de su vida. Escribe las Constituciones, forma los nuevos reclutas en el Colegio Romano, envía sus teólogos al Concilio de Trento, esparce sus discípulos por todas las parte del mundo, escribe cartas, legisla, ordena, vigila. Quiere que el alma de su milicia espiritual sea la obediencia, una obediencia consciente, voluntaria y alegre; una obediencia ciega, no para lo que se manda, sino para las ilusiones y falacias de la pusilanimidad y de la sensualidad. El religioso debe ser como un cadáver, o como el bastón en la mano del anciano. Escribiendo a San Francisco Javier, le ordenaba volver a las Indias en estos términos: «Os lo ordeno en nombre de Jesucristo. Y a fin de que vos podáis exponer los motivos de vuestra partida a aquellos que quieren reteneros, os diré las razones que me han decidido.» Su mandato era a la vez firme y suave, razonado y autoritario. Medía el límite de su autoridad, como antes había medido el límite de su obligación a obedecer. Durante el proceso de Salamanca, preguntado por los jueces cómo se atrevía a enseñar, falto de estudios teológicos, contestó: «O es verdad o no es verdad lo que enseño. Si no es verdad, condénenme; si es verdad, déjenlo estar.» Y cuando le leyeron la sentencia, por la cual le declaraban inocente y ortodoxo, mandándole al mismo tiempo que no se metiese en honduras y distinciones sutiles, declaró que obedecería en aquello que estaba dentro de la jurisdicción de los jueces; pero que no era justo, puesto que no se encontraba delito en su conducta ni error en su doctrina, impedirle servir a las almas, privándole del derecho de hablar de las cosas de Dios con libertad.
Así era de razonable y humano este hombre a quien se ha pintado como un déspota. Era natural que el odio se cebase en un hombre que se presentaba como el aguafiestas del Renacimiento, como el censor de la moral fácil de los falsos reformadores, como el campeón de la disciplina cuando el Mundo se indisciplinaba. La pasión ha hecho de aquel gran hombre un enigma o una paradoja. Ya los pintores empiezan por desconcertarnos: el Ignacio de Valdés Leal parece un San Juan de la Cruz, místico y poeta, puesto en éxtasis ante la belleza del Crucificado; el de Sánchez Coello conserva todavía algo de esa mirada suave y lejana, que puede ser contemplativa, pero su boca se pliega duramente insinuando una sonrisa enigmática. Rivadeneira nos dice que fue de estatura mediana, o por mejor decir, algo pequeño y bajo de cuerpo; el rostro autorizado, la frente ancha y desarrugada, los ojos hundidos, encogidos los párpados y arrugados por las muchas lágrimas que continuamente derramaba; las orejas medianas, la nariz alta y combada, el color vivo y templado, y con la calva de muy venerable aspecto, el semblante del rostro alegremente grave y gravemente alegre, de manera que con su serenidad alegraba a los que le miraban y con su gravedad los componía. AI trazar el retrato de su alma, se le ha representado como un luchador y como un contemplativo, como un fino político y como un hombre que encauza exclusivamente su vida hacia el orden social; como un corazón vehemente y como un temperamento frío y calculador; como una inteligencia de ideas amplias y vigorosas y como un espíritu estrecho, cominero y ordenancista. Es algo monstruoso y desconcertante: rebelde y sumiso, afable y despótico, mendigo y espléndido, cobarde y audaz, amante de los pobres y adulador de los poderosos, maquiavélico y oportunista despreocupado, tipo perfecto de la prudencia humana, y modelo de valor cristiano y de prudencia sobrenatural.
Todo esto es, en definitiva, una prueba de la riqueza de aquella alma extraordinaria. La misma calumnia es un homenaje a su grandeza. No era, ciertamente, un sentimental, sino más bien un cerebral. El castellano de sus Ejercicios peca de seco y premioso; y sus mismos discípulos nos dicen que en su conducta, en su actitud, en su palabra, todo era cautela y circunspección. Es gráfica la manera con que fue desmontando los títulos al P. Olave, según le veía progresar en la virtud. Al principio le hablaba con todo respeto, y decía: «Señor doctor Olave, vuestra merced haga esto.» Poco después ordenaba con más brevedad: «Doctor Olave, haga esto vuestra merced.» Otro día le quitaba el doctor; otro, el vuestra merced, y al fin le decía a secas: «Olave, hacer esto.» Sin embargo, no era un hombre sin corazón el que al pie de una carta escribía aquella frase que estremecía de gozo a Javier y sacaba de sus ojos fuentes de lágrimas: «Todo vuestro, sin poderme jamás en tiempo alguno olvidar de vos, Ignacio.» Ni era un déspota el que, cuando el inquieto Bobadilla declaraba que no leía sus cartas, porque con lo superfluo de la principal se pudieran hacer otras dos, contestaba humildemente: «A mí, por gracia de Dios nuestro Señor, me sobró el tiempo y la gana para leer y releer todas las vuestras.» Toda la vida de Ignacio está en el lema que señaló a la Compañía «Ad maiorem Dei gloriam.» Este pensamiento sublime da unidad a todas sus acciones. Podrá sentir vacilaciones en ciertos momentos de su vida; pero hay una cosa que la ordena y armoniza toda entera, desde que deja el servicio del emperador: que recoge y encauza la corriente de sus energías naturales, su ingenio, su fantasía, su memoria y aquella prudencia y aquella tenacidad y aquel temple de hierro y aquel ojo infalible para tomar la medida exacta de las personas y las cosas, que hacen de él, sin dejar de ser un enamorado de Cristo, el tipo perfecto del hombre de acción. Esa fuerza superior, alma de su alma, es el deseo de la gloria de Dios, que le llena y le consume.
martes, 30 de julio de 2013
Lecturas
En aquellos días, Moisés levantó la tienda de Dios y la plantó fuera, a distancia del campamento, y la llamó «tienda del encuentro». El que tenía que visitar al Señor salía fuera del campamento y se dirigía a la tienda del encuentro.
Cuando Moisés salía en dirección a la tienda, todo el pueblo se levantaba y esperaba a la entrada de sus tiendas, mirando a Moisés hasta que éste entraba en la tienda; en cuanto él entraba, la columna de nube bajaba y se quedaba a la entrada de la tienda, mientras él hablaba con el Señor, y el Señor hablaba con Moisés.
Cuando el pueblo vela la columna de nube a la puerta de la tienda, se levantaba y se prosternaba, cada uno a la entrada de su tienda.
El Señor hablaba con Moisés cara a cara, como habla un hombre con un amigo. Después él volvía al campamento, mientras Josué, hijo de Nun, su joven ayudante, no se apartaba de la tienda.
Y Moisés pronunció el nombre del Señor.
El Señor pasó ante él, proclamando:
-«Señor, Señor, Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad. ‘Misericordioso hasta la milésima generación, que perdona culpa, delito y pecado, pero no deja impune y castiga la culpa de los padres en los hijos y nietos, hasta la tercera y cuarta generación.»
Moisés, al momento, se inclinó y se echó por tierra.
Y le dijo:
-«Si he obtenido tu favor, que mi Señor vaya con nosotros, aunque ése es un pueblo de cerviz dura; perdona nuestras culpas y pecados y tómanos como heredad tuya.»
Moisés estuvo allí con el Señor cuarenta días con sus cuarenta noches: no comió pan ni bebió agua; y escribió en las tablas las cláusulas del pacto, los diez mandamientos.
En aquel tiempo, Jesús dejó a la gente y se fue a casa. Los discípulos se le acercaron a decide:
-«Acláranos la parábola de la cizaña en el campo.»
Él les contestó:
-«El que siembra la buena semilla es el Hijo del hombre; el campo es el mundo; la buena semilla son los ciudadanos del reino; la cizaña son los partidarios del Maligno; el enemigo que la siembra es el diablo; la cosecha es el fin del tiempo, y los segadores los ángeles. Lo mismo que se arranca la cizaña y se quema, así será al fin del tiempo: el Hijo del hombre enviará a sus ángeles, y arrancarán de su reino a todos los corruptores y malvados y los arrojarán al horno encendido; allí será el llanto y el rechinar de dientes. Entonces los justos brillarán como el sol en el reino de su Padre. El que tenga oídos, que oiga. »
Palabra del Señor.
Santos Abdón y Senén
De los Santos Abdón y Senén se recitaba esta "lección" en el oficio de maitines del Breviario antes de la simplificación de rúbricas llevada a cabo el año 1956 por la Sagrada Congregación de Ritos, en que su antiguo oficio de rito simple quedó reducido a "memoria" o conmemoración:
Bajo el imperio de Decio, Abdón y Senén, de nacionalidad persa, fueron acusados de enterrar en sus propiedades los cuerpos de los cristianos que eran dejados insepultos. Habiendo sido detenidos por orden del emperador, intentóse obligarles a sacrificar a los dioses; mas ellos se negaron a hacerlo, proclamando con toda energía la divinidad de Jesucristo, por lo cual, después de haber sido sometidos a un riguroso encarcelamiento, al volver Decio a Roma obligóles a entrar en ella cargados de cadenas, caminando delante de su carroza triunfal. Conducidos a través de las calles de la ciudad a la presencia de las estatuas de los ídolos, escupieron sobre ellas en señal de execración, lo que les valió ser expuestos a los osos y a los leones, los cuales no se atrevieron a tocarles. Por último, después de haberlos degollado, arrastraron sus cuerpos, atados por los pies, delante del simulacro del Sol, pero fueron retirados secretamente de aquel lugar, para darles sepultura en la casa del diácono Quirino."
La "lección" transcrita recoge la leyenda que nos ha transmitido la "pasión de San Policronio" , pieza que parece remontarse a finales del siglo V o principios del VI. Esta pasión representa a nuestros Santos como subreguli o jefes militares de Persia, donde habrían sido hechos prisioneros por Decio, circunstancia evidentemente falsa, puesto que Decio no hizo guerra alguna contra aquella nación. Añade el documento que padecieron martirio en Roma bajo Decio, siendo prefecto Valeriano, detalle igualmente inexacto, puesto que Valeriano no fue prefecto durante el reinado de Decio. Sin embargo, la mención de estos dos emperadores nos permite fijar la fecha del martirio de Abdón y Senén ya bajo Decio, en 250, ya bajo Valeriano. en 258.
Lo que sí podemos retener como seguro es el origen oriental de ambos Santos, suficientemente atestiguado por sus nombres. Muy bien puede creerse que fueran de origen ilustre, príncipes o sátrapas, ya refugiados en Roma a consecuencia de alguna revolución en su país o por haber caído en desgracia de sus soberanos, ya traídos de Persia como prisioneros o como rehenes, no por Decio, que no estuvo allí, sino por su inmediato predecesor, el emperador Felipe el Arabe. Si vivieron en la corte de Decio pudieron haber muerto víctimas no solamente de su fe cristiana, sino también del odio que los escritores cristianos atribuyen a Decio contra todo lo que guardaba relación con su predecesor.
Alguien ha propuesto otra hipótesis. Teniendo en cuenta que el cementerio de Ponciano, donde fueron sepultados estos mártires, se halla enclavado en un barrio pobre, próximo a los almacenes del puerto de Roma, cabría preguntarse si Abdón y Senén no fueron simplemente dos obreros orientales. Se habla en la pasión de un cierto Galba, cuyo nombre podría haber sido sugerido por la proximidad de los horrea Galbae, los docks para el vino, el aceite y otras mercancías de importación.
Sea lo que fuere de tales conjeturas, hay un dato cierto e indudable en la vida de nuestros Santos, y es la constancia de su martirio, atestiguada por su sepultura en el referido cementerio o catacumba de Ponciano y la nota que trae el cronógrafo de Filócalo, del año 354, que dice así en su lista de enterramiento de mártires: "El 3 de las calendas de agosto (es decir, el 30 de julio), Abdón y Senén en el cementerio de Ponciano, que se encuentra junto al "Oso encapuchado". Igual referencia y para igual fecha aporta el calendario jeronimiano, repitiéndola los diversos itinerarios compuestos para uso de los peregrinos del siglo VII, e incluyéndola los martirológios de redacción posterior, como el de Beda, Adón y Usuardo.
El cementerio de Ponciano se encuentra en la vía de Porto, y una de sus criptas, la situada junto a la escalera, poseyó la tumba de estos mártires. Fue decorada posteriormente, en la época bizantina, hacia el siglo VI según Marucchi y monseñor Wilper. Esta cripta fue siempre objeto de particular veneración. En un hueco cavado en la roca se edificó un baptisterio, decorándolo con una cruz gemada que parece salir de las aguas, mientras de los brazos de la cruz penden las letras alfa y omega. Debajo del nicho se encuentra una pintura con el bautismo del Señor.
La tumba de Abdón y Senén ocupaba la pared de la derecha y hallábase coronada con un fresco representando a Cristo que sale entre nubes y pone dos coronas sobre las frentes de los mártires, estando escrito debajo de uno SCS ABDO, y del otro SCS SENNE. Su indumentaria es asiática, y ambos están tocados con un capuchón enroscado, en forma de gorro frigio. El resto de sus vestidos se compone de un manto que prolonga el capuchón, dejando ver una túnica de piel, que va recogida por delante, quedando las piernas al aire.
Tales detalles en el vestido denotan que, al tiempo en que fue decorada la cripta, la tradición oriental de Abdón y Senén no ofrecía duda alguna, pero no concuerdan del todo con el origen ilustre que la pasión les atribuye, pues la túnica recogida, dejando ver las piernas, parece indumentaria de gente humilde. Sin embargo, ha aparecido una lámpara de terracotta, que se data como del siglo V, la cual representa a San Abdón portando el manto persa de pieles, aunque adornado con esferillas y piedras preciosas, lo que está acorde con la pasión al decir que los mártires se presentaron ante Decio con su espléndida vestimenta oriental, como sátrapas o príncipes. Esta lámpara pudo inspirarse en alguna pintura del mismo cementerio de Ponciano, hoy desaparecida.
Los cuerpos de San Abdón y San Senén no estuvieron mucho tiempo en el sarcófago de ladrillo que aún se conserva en la cripta. Después de la paz de la Iglesia se les transportó a la rica basílica que fue levantada encima de la catacumba. El itinerario de Salzburgo lo indica claramente cuando invita al peregrino a que, después de visitar el subterráneo o espelunca, suba arriba y entre en la gran iglesia, "donde descansan los santos mártires Abdón y Senén".
Esta basílica fue restaurada a fines del siglo VIII por el papa Adriano I, pero de ella hoy no queda rastro. Años después, en 826, el papa Gregorio IV transfirió los cuerpos de los dos mártires a la iglesia de San Marcos, dentro del actual palacio de Venecia.
En Roma llegaron a tener dedicada otra iglesuela cerca del Coliseo, la cual se construiría en relación con la noticia de la pasión de que sus cadáveres fueron arrojados ante el "simulacro del Sol", que era la grandiosa estatua de Nerón que daba nombre de Coliseo al anfiteatro Flavio. Esta iglesia está registrada en un catálogo mandado confeccionar por San Pío V y debe señalar el sitio en que fueron ajusticiados ambos Santos.
Parte de las reliquias de San Abdón y San Senén fueron transportadas al monasterio de Nuestra Señora de Arlés-sur-Tech, en el actual departamento francés de los Pirineos Orientales. Están guardadas en dos bustos relicarios, ricos y artísticos. Por esta región se conservan poblaciones como Dondesennec, que evocan el nombre del primero de los mártires.
Aquí terminaríamos esta semblanza si no creyéramos defraudar al lector.
No debe tomarse a menoscabo para los gloriosos mártires el tener que movernos entre conjeturas; es una prueba de la antigüedad de su martirio, si bien la carencia de documentación abundante nos impida noticias ciertas, que el relato fantástico de la pasión procuró suplir tres siglos después. Lo principal, que es su martirio, está atestiguado por el calendario filocaliano y por el culto constante junto a su tumba y después en su basílica. También está comprobado su origen oriental, como lo demuestran sus nombres, la propia leyenda y la iconografía.
Fueron mártires de una de las más tristes y gloriosas persecuciones, la de Decio.
Este emperador reinó tres años, del 249 al 251. Era hombre de grandes cualidades; pero, cegado por el esplendor del trono, quiso volverlo a su antigua grandeza, pretendió que la religión del Estado alcanzara la significación que tuvo en los tiempos de gloria del Imperio.
Como el cristianismo había echado hondas raíces en la sociedad romana, se propuso exterminarlo, pues Decio lo consideraba como el principal estorbo a sus proyectos. Anteriormente las persecuciones habían sido esporádicas, en virtud de una legislación ambigua, que por un lado prohibía buscar a los cristianos, y por otro los juzgaba y condenaba cuando se presentaban denuncias contra ellos en los tribunales.
El edicto que ahora se publicó era general y sentaría las bases jurídicas de la persecución, nuevas en relación con la antigua jurisprudencia. Los procónsules o gobernadores de provincias habían de exigir de todos los súbditos del Imperio una prueba explícita del reconocimiento de la religión del Estado, ya ofreciendo alguna libación o sacrificio, ya quemando unos granos de incienso ante el altar de los dioses. Los que cumplieran este requisito recibirían un certificado o libellum, y su nombre sería incluido en las listas oficiales.
La persecución se extendió a todo el Imperio, desde España a Egipto, desde Italia a Africa. Los efectos fueron terribles, porque hubo muchos mártires, pero los magistrados preferían hacer apóstatas, recurriendo para ello a todas las estratagemas.
Entre los que resistieron heroicamente la prueba, tenemos a nuestros Santos Abdón y Senén. Ya fuesen de origen noble, ya de condición plebeya, demostraron gran entereza de alma.
¿Serían apresados porque, como afirma la pasión, enterraban en sus propiedades los cuerpos de los mártires?
No es inverosímil. En momentos de terror hasta los mismos familiares abandonan a sus parientes para no comprometerse. Por esta o por otra causa, o porque hubieran sido convocados simplemente a sacrificar, como otros muchos ciudadanos, lo cierto es que no retrocedieron ante el peligro y confesaron con valentía su fe. Tenemos también constancia de otros muchos mártires, sobre todo obispos y personas de relieve, que sufrieron la muerte en esta persecución, como el papa San Fabián, el obispo de Alejandría, San Dionisio; el de Cartago, San Cipriano; la virgen Santa Agueda, de Sicilia, San Félix, de Zaragoza. Los perseguidores buscaban las cabezas para desorganizar mejor la Iglesia.
Hubo también innumerables "confesores" que soportaron cárceles, cadenas y torturas por Cristo, aunque obtuvieran posteriormente la libertad, pudiendo mostrar las señales de sus padecimientos en sus heridas y cicatrices. Eran como mártires vivientes, que habían conservado la vida para ejemplo y estímulo de los demás. Uno de los más célebres confesores de este período fue el ilustre escritor alejandrino Orígenes.
En fin, de esta época y de este ambiente son San Abdón y San Senén. Si podemos tomar por novelescos muchos detalles de la pasión, siempre será cierto el hecho fundamental: que derramaron generosamente su sangre por Cristo en la confesión de su fe, y así los ha venerado por mártires, a través de una larga tradición de siglos, la Iglesia católica.
Bajo el imperio de Decio, Abdón y Senén, de nacionalidad persa, fueron acusados de enterrar en sus propiedades los cuerpos de los cristianos que eran dejados insepultos. Habiendo sido detenidos por orden del emperador, intentóse obligarles a sacrificar a los dioses; mas ellos se negaron a hacerlo, proclamando con toda energía la divinidad de Jesucristo, por lo cual, después de haber sido sometidos a un riguroso encarcelamiento, al volver Decio a Roma obligóles a entrar en ella cargados de cadenas, caminando delante de su carroza triunfal. Conducidos a través de las calles de la ciudad a la presencia de las estatuas de los ídolos, escupieron sobre ellas en señal de execración, lo que les valió ser expuestos a los osos y a los leones, los cuales no se atrevieron a tocarles. Por último, después de haberlos degollado, arrastraron sus cuerpos, atados por los pies, delante del simulacro del Sol, pero fueron retirados secretamente de aquel lugar, para darles sepultura en la casa del diácono Quirino."
La "lección" transcrita recoge la leyenda que nos ha transmitido la "pasión de San Policronio" , pieza que parece remontarse a finales del siglo V o principios del VI. Esta pasión representa a nuestros Santos como subreguli o jefes militares de Persia, donde habrían sido hechos prisioneros por Decio, circunstancia evidentemente falsa, puesto que Decio no hizo guerra alguna contra aquella nación. Añade el documento que padecieron martirio en Roma bajo Decio, siendo prefecto Valeriano, detalle igualmente inexacto, puesto que Valeriano no fue prefecto durante el reinado de Decio. Sin embargo, la mención de estos dos emperadores nos permite fijar la fecha del martirio de Abdón y Senén ya bajo Decio, en 250, ya bajo Valeriano. en 258.
Lo que sí podemos retener como seguro es el origen oriental de ambos Santos, suficientemente atestiguado por sus nombres. Muy bien puede creerse que fueran de origen ilustre, príncipes o sátrapas, ya refugiados en Roma a consecuencia de alguna revolución en su país o por haber caído en desgracia de sus soberanos, ya traídos de Persia como prisioneros o como rehenes, no por Decio, que no estuvo allí, sino por su inmediato predecesor, el emperador Felipe el Arabe. Si vivieron en la corte de Decio pudieron haber muerto víctimas no solamente de su fe cristiana, sino también del odio que los escritores cristianos atribuyen a Decio contra todo lo que guardaba relación con su predecesor.
Alguien ha propuesto otra hipótesis. Teniendo en cuenta que el cementerio de Ponciano, donde fueron sepultados estos mártires, se halla enclavado en un barrio pobre, próximo a los almacenes del puerto de Roma, cabría preguntarse si Abdón y Senén no fueron simplemente dos obreros orientales. Se habla en la pasión de un cierto Galba, cuyo nombre podría haber sido sugerido por la proximidad de los horrea Galbae, los docks para el vino, el aceite y otras mercancías de importación.
Sea lo que fuere de tales conjeturas, hay un dato cierto e indudable en la vida de nuestros Santos, y es la constancia de su martirio, atestiguada por su sepultura en el referido cementerio o catacumba de Ponciano y la nota que trae el cronógrafo de Filócalo, del año 354, que dice así en su lista de enterramiento de mártires: "El 3 de las calendas de agosto (es decir, el 30 de julio), Abdón y Senén en el cementerio de Ponciano, que se encuentra junto al "Oso encapuchado". Igual referencia y para igual fecha aporta el calendario jeronimiano, repitiéndola los diversos itinerarios compuestos para uso de los peregrinos del siglo VII, e incluyéndola los martirológios de redacción posterior, como el de Beda, Adón y Usuardo.
El cementerio de Ponciano se encuentra en la vía de Porto, y una de sus criptas, la situada junto a la escalera, poseyó la tumba de estos mártires. Fue decorada posteriormente, en la época bizantina, hacia el siglo VI según Marucchi y monseñor Wilper. Esta cripta fue siempre objeto de particular veneración. En un hueco cavado en la roca se edificó un baptisterio, decorándolo con una cruz gemada que parece salir de las aguas, mientras de los brazos de la cruz penden las letras alfa y omega. Debajo del nicho se encuentra una pintura con el bautismo del Señor.
La tumba de Abdón y Senén ocupaba la pared de la derecha y hallábase coronada con un fresco representando a Cristo que sale entre nubes y pone dos coronas sobre las frentes de los mártires, estando escrito debajo de uno SCS ABDO, y del otro SCS SENNE. Su indumentaria es asiática, y ambos están tocados con un capuchón enroscado, en forma de gorro frigio. El resto de sus vestidos se compone de un manto que prolonga el capuchón, dejando ver una túnica de piel, que va recogida por delante, quedando las piernas al aire.
Tales detalles en el vestido denotan que, al tiempo en que fue decorada la cripta, la tradición oriental de Abdón y Senén no ofrecía duda alguna, pero no concuerdan del todo con el origen ilustre que la pasión les atribuye, pues la túnica recogida, dejando ver las piernas, parece indumentaria de gente humilde. Sin embargo, ha aparecido una lámpara de terracotta, que se data como del siglo V, la cual representa a San Abdón portando el manto persa de pieles, aunque adornado con esferillas y piedras preciosas, lo que está acorde con la pasión al decir que los mártires se presentaron ante Decio con su espléndida vestimenta oriental, como sátrapas o príncipes. Esta lámpara pudo inspirarse en alguna pintura del mismo cementerio de Ponciano, hoy desaparecida.
Los cuerpos de San Abdón y San Senén no estuvieron mucho tiempo en el sarcófago de ladrillo que aún se conserva en la cripta. Después de la paz de la Iglesia se les transportó a la rica basílica que fue levantada encima de la catacumba. El itinerario de Salzburgo lo indica claramente cuando invita al peregrino a que, después de visitar el subterráneo o espelunca, suba arriba y entre en la gran iglesia, "donde descansan los santos mártires Abdón y Senén".
Esta basílica fue restaurada a fines del siglo VIII por el papa Adriano I, pero de ella hoy no queda rastro. Años después, en 826, el papa Gregorio IV transfirió los cuerpos de los dos mártires a la iglesia de San Marcos, dentro del actual palacio de Venecia.
En Roma llegaron a tener dedicada otra iglesuela cerca del Coliseo, la cual se construiría en relación con la noticia de la pasión de que sus cadáveres fueron arrojados ante el "simulacro del Sol", que era la grandiosa estatua de Nerón que daba nombre de Coliseo al anfiteatro Flavio. Esta iglesia está registrada en un catálogo mandado confeccionar por San Pío V y debe señalar el sitio en que fueron ajusticiados ambos Santos.
Parte de las reliquias de San Abdón y San Senén fueron transportadas al monasterio de Nuestra Señora de Arlés-sur-Tech, en el actual departamento francés de los Pirineos Orientales. Están guardadas en dos bustos relicarios, ricos y artísticos. Por esta región se conservan poblaciones como Dondesennec, que evocan el nombre del primero de los mártires.
Aquí terminaríamos esta semblanza si no creyéramos defraudar al lector.
No debe tomarse a menoscabo para los gloriosos mártires el tener que movernos entre conjeturas; es una prueba de la antigüedad de su martirio, si bien la carencia de documentación abundante nos impida noticias ciertas, que el relato fantástico de la pasión procuró suplir tres siglos después. Lo principal, que es su martirio, está atestiguado por el calendario filocaliano y por el culto constante junto a su tumba y después en su basílica. También está comprobado su origen oriental, como lo demuestran sus nombres, la propia leyenda y la iconografía.
Fueron mártires de una de las más tristes y gloriosas persecuciones, la de Decio.
Este emperador reinó tres años, del 249 al 251. Era hombre de grandes cualidades; pero, cegado por el esplendor del trono, quiso volverlo a su antigua grandeza, pretendió que la religión del Estado alcanzara la significación que tuvo en los tiempos de gloria del Imperio.
Como el cristianismo había echado hondas raíces en la sociedad romana, se propuso exterminarlo, pues Decio lo consideraba como el principal estorbo a sus proyectos. Anteriormente las persecuciones habían sido esporádicas, en virtud de una legislación ambigua, que por un lado prohibía buscar a los cristianos, y por otro los juzgaba y condenaba cuando se presentaban denuncias contra ellos en los tribunales.
El edicto que ahora se publicó era general y sentaría las bases jurídicas de la persecución, nuevas en relación con la antigua jurisprudencia. Los procónsules o gobernadores de provincias habían de exigir de todos los súbditos del Imperio una prueba explícita del reconocimiento de la religión del Estado, ya ofreciendo alguna libación o sacrificio, ya quemando unos granos de incienso ante el altar de los dioses. Los que cumplieran este requisito recibirían un certificado o libellum, y su nombre sería incluido en las listas oficiales.
La persecución se extendió a todo el Imperio, desde España a Egipto, desde Italia a Africa. Los efectos fueron terribles, porque hubo muchos mártires, pero los magistrados preferían hacer apóstatas, recurriendo para ello a todas las estratagemas.
Entre los que resistieron heroicamente la prueba, tenemos a nuestros Santos Abdón y Senén. Ya fuesen de origen noble, ya de condición plebeya, demostraron gran entereza de alma.
¿Serían apresados porque, como afirma la pasión, enterraban en sus propiedades los cuerpos de los mártires?
No es inverosímil. En momentos de terror hasta los mismos familiares abandonan a sus parientes para no comprometerse. Por esta o por otra causa, o porque hubieran sido convocados simplemente a sacrificar, como otros muchos ciudadanos, lo cierto es que no retrocedieron ante el peligro y confesaron con valentía su fe. Tenemos también constancia de otros muchos mártires, sobre todo obispos y personas de relieve, que sufrieron la muerte en esta persecución, como el papa San Fabián, el obispo de Alejandría, San Dionisio; el de Cartago, San Cipriano; la virgen Santa Agueda, de Sicilia, San Félix, de Zaragoza. Los perseguidores buscaban las cabezas para desorganizar mejor la Iglesia.
Hubo también innumerables "confesores" que soportaron cárceles, cadenas y torturas por Cristo, aunque obtuvieran posteriormente la libertad, pudiendo mostrar las señales de sus padecimientos en sus heridas y cicatrices. Eran como mártires vivientes, que habían conservado la vida para ejemplo y estímulo de los demás. Uno de los más célebres confesores de este período fue el ilustre escritor alejandrino Orígenes.
En fin, de esta época y de este ambiente son San Abdón y San Senén. Si podemos tomar por novelescos muchos detalles de la pasión, siempre será cierto el hecho fundamental: que derramaron generosamente su sangre por Cristo en la confesión de su fe, y así los ha venerado por mártires, a través de una larga tradición de siglos, la Iglesia católica.
lunes, 29 de julio de 2013
Lecturas
En aquellos días, Moisés se volvió y bajó del monte con las dos tablas de la alianza en la mano. Las tablas estaban escritas por ambos lados; eran hechura de Dios, y la escritura era escritura de Dios, grabada en las tablas.
Al oír Josué el griterío del pueblo, dijo a Moisés:
-«Se oyen gritos de guerra en el campamento.»
Contestó él:
-«No es grito de victoria, no es grito de derrota, que son cantos lo que oigo.»
Al acercarse al campamento y ver el becerro y las danzas, Moisés, enfurecido, tiró las tablas y las rompió al pie del monte.
Después agarró el becerro que habían hecho, lo quemó y lo trituró hasta hacerlo polvo, que echó en agua, haciéndoselo beber a los israelitas.
Moisés dijo a Aarón:
-« ¿Qué te ha hecho este pueblo, para que nos acarreases tan enorme pecado? »
Contestó Aarón:
-«No se irrite mi señor. Sabes que este pueblo es perverso. Me dijeron: “Haznos un Dios que vaya delante de nosotros, pues a ese Moisés que nos sacó de Egipto no sabemos qué le ha pasado.” Yo les dije: “Quien tenga oro que se desprenda de él y me lo dé”; yo lo eché al fuego, y salió este becerro.»
Al día siguiente, Moisés dijo al pueblo:
-«Habéis cometido un pecado gravísimo; pero ahora subiré al Señor a expiar vuestro pecado.»
Volvió, pues, Moisés al Señor y le dijo:
-«Este pueblo ha cometido un pecado gravísimo, haciéndose dioses de oro. Pero ahora, o perdonas su pecado o me borras del libro de tu registro. »
El Señor respondió:
-«Al que haya pecado contra mí lo borraré del libro. Ahora ve y guía a tu pueblo al sitio que te dije; mi ángel irá delante de ti; y cuando llegue el día de la cuenta, les pediré cuentas de su pecado.»
En aquel tiempo, muchos judíos habían ido a ver a Marta y a María, para darles el pésame por su hermano. Cuando Marta se enteró de que llegaba Jesús, salió a su encuentro, mientras María se quedaba en casa. Y dijo Marta a Jesús:
-«Señor, si hubieras estado aquí no habría muerto mi hermano. Pero aún ahora sé que todo lo que pidas a Dios, Dios te lo concederá.»
Jesús le dijo:
-«Tu hermano resucitará.»
Marta respondió:
-«Sé que resucitará en la resurrección del último día.»
Jesús le dice:
-«Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mi, no morirá para siempre. ¿Crees esto?»
Ella le contestó:
-«Si, Señor: yo creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo.»
Palabra del Señor.
Beato Urbano II, Papa
El Beato Urbano II (1040-1099) es, indudablemente, uno de los papas más insignes de la Edad Media, cuyo mérito principal consiste, aparte de la santidad de su vida, en haber hecho progresar notablemente y llevado adelante la reforma eclesiástica, ampliamente emprendida por San Gregorio VII (1073-1085). El resultado brillante de sus esfuerzos aparece bien de manifiesto en los grandes sínodos de Piacenza y de Clermont, de 1095, y en la primera Cruzada, iniciada en este último concilio (1095-1099).
Nacido de una familia noble en la diócesis de Soissons, en 1040, llamábase Eudes u Otón; tuvo por maestro en Reims al fundador de los cartujos, San Bruno: fue allí mismo canónigo, y el año 1073 entró en el monasterio de Cluny, donde se apropió plenamente el espíritu de la reforma cluniacense, entonces en su apogeo. De esta manera se modeló su carácter suave y humilde, pero al mismo tiempo entusiasta y emprendedor. Por esto llegó fácilmente a la convicción de que el espíritu de la reforma cluniacense, que iba penetrando en todos los sectores de la Iglesia, era el destinado por Dios para realizar la transformación a que aspiraban los hombres de más elevado criterio eclesiástico. Por esto, ya desde el principio de la gran campaña reformadora emprendida por Gregorio VII, Otón fue uno de sus más decididos partidarios.
Estaba entonces al frente de la abadía de Cluny el gran reformador San Hugón, a cuya propuesta Gregorio VII elevó en 1078 al monje Otón al obispado de Ostia. Bien pronto pudo éste dar claras pruebas de sus extraordinarias cualidades de gobierno, pues, enviado por el Papa como legado a Alemania, supo allí defender victoriosamente los derechos de la Iglesia frente a las arbitrariedades del emperador Enrique IV. Al volver de esta legación acababa de morir Gregorio VII.
La situación de la Iglesia era en extremo delicada. Al desaparecer el gran Papa, personificación de la reforma eclesiástica, dejaba tras sí un ejército de hombres eminentes, discípulos o admiradores de sus ideas. Frente a ellos estaban sus adversarios, entre los cuales se hallaban el violento Enrique IV y el antipapa puesto por él, Clemente III. En estas circunstancias fue elegido el Papa Víctor III (1086-1087), antiguo abad de Montecasino, gran amigo de las letras, pero indeciso, reconciliador y poco partidario de las medidas violentas. Pero muerto inesperadamente al año de su pontificado, fue elegido entonces nuestro Otón de Ostia, quien tomó el nombre de Urbano II.
Era, indudablemente, el hombre más a propósito, el hombre providencial en aquellas circunstancias. Dotado de las más eximias virtudes cristianas, era un amante y entusiasta decidido de la reforma eclesiástica, de que ya había dado muestras suficientes. Precisamente por esto su elección fue considerada por todos como el mayor triunfo de las ideas gregorianas, y rápidamente recobraron todo su influjo los elementos partidarios de la reforma eclesiástica. Así lo entendieron también Enrique IV, el antipapa Clemente III y todos los adversarios de la reforma, los cuales se aprestaron a la lucha más encarnizada.
Ya desde el principio quiso el nuevo Papa dar muestras inequívocas de su verdadera posición. En diferentes cartas, dirigidas a los obispos alemanes y franceses, escritas en los primeros meses de su pontificado, expresó claramente su decisión de renovar en todos los frentes la campaña de reforma gregoriana. Así lo manifestó en el concilio Romano de la cuaresma de 1089, y, sobre todo, así lo proclamó en el concilio de Melfi, de septiembre del mismo año, en el que se renovaron las disposiciones contra la simonía, contra el concubinato y contra la investidura laica, y que constituye el programa que Urbano II se proponía realizar en su gobierno.
Mas, por otra parte, con su carácter más flexible y diplomático con su espíritu de longanimidad y mansedumbre, siguió un camino diverso del que se había seguido anteriormente, y con él obtuvo mejores resultados. Inflexible en los principios y genuino representante de la reforma gregoriana, sabía acomodarse a las circunstancias, procurando sacar de ellas el mayor partido posible. Símbolo de su modo de proceder son Felipe I de Francia, vicioso y afeminado, pero hombre en el fondo de buena voluntad, y Enrique IV de Alemania, bien conocido por sus veleidades y mala fe. Del primero procuró sacar lo que pudo con concesiones y paternales amonestaciones. Con el segundo ni siquiera lo intentó, manteniendo frente a él los principios de reforma y alentando siempre a los partidarios de la misma.
Con clara visión sobre la necesidad de intensificar el ambiente general de reforma fomentó e impulsó los trabajos de los apologistas. Movidos por este impulso pontificio, muchos y acreditados escritores lanzaron al público importantes obras, que contribuyeron eficazmente a que ganaran terreno y se afianzaran las ideas de reforma. Así Gebhardo de Salzburgo compuso una carta, dirigida a Hermann de Metz, típico representante de la oposición a la reforma, en la que defiende con valiente argumentación la justicia del Papa. Bernardo de Constanza dirigió a Enrique IV un tratado, en el que establece como base la expresión de San Mateo (18, 17): "El que rehusa escuchar a la Iglesia sea para ti como un pagano y un publicano"; y poco después publicó una verdadera apologética de la reforma. Otro escritor insigne, Anselmo de Lucca, redactó una obra contra Guiberto, es decir, el antipapa Clemente III. Indudablemente este movimiento literario, impulsado por Urbano II, fue un arma poderosa y eficaz para la realización de la reforma.
Así, pues, mientras con prudentes concesiones y convenios ventajosos para la Iglesia Urbano II logró robustecer su influjo en Francia, España, Inglaterra y otros territorios, en Alemania siguió la lucha abierta y decidida con Enrique IV. En Francia mantuvo con energía la santidad del matrimonio cristiano frente al divorcio realizado por el rey al separarse de la reina Berta, llegando en 1094 a excomulgarlo; mas, por otra parte, en la cuestión de la investidura laica, por la que los príncipes defendían su derecho de nombramiento de los obispos, llegó a un acuerdo, que fue luego la base de la solución final y definitiva: el rey renunciaba a la investidura con anillo y báculo, dejando a los eclesiásticos la elección canónica; pero se reservaba la aprobación de la elección, que iba acompañada de la investidura de las insignias temporales. También en Inglaterra tuvo que mantenerse enérgico Urbano II frente al rey Guillermo, quien, a la muerte de Lanfranco, no quería reconocer ni a Urbano II ni al antipapa Clemente III; pero al fin se llegó a una especie de reconciliación.
El resultado fue un robustecimiento extraordinario del prestigio pontificio y de la reforma eclesiástica por él defendida. El espíritu religioso aumentaba en todas partes. Los cluniacenses se hallaban en el apogeo de su influjo y por su medio la reforma penetraba en todos los medios sociales. El estado eclesiástico iba ganando extraordinariamente, por lo cual se formaban en muchas ciudades grupos de canónigos regulares, de los cuales el mejor exponente fueron los premonstratenses, fundados poco después.
Es cierto que, durante casi todo su pontificado, Urbano II se vio obligado a vivir fuera de Roma, pues Enrique IV mantenía allí al antipapa Clemente III. Pero, esto no obstante, desplegó una actividad extraordinaria y fue constantemente ganando terreno. En una serie de sínodos, celebrados en el sur de Italia, renovó las prescripciones reformadoras, proclamadas al principio de su gobierno. Pero donde apareció más claramente el éxito y la significación del pontificado de Urbano II fue en los dos grandes concilios de Piacenza y de Clermont, celebrados en 1095.
En el gran concilio de Piacenza, celebrado en el mes de marzo ante más de cuatro mil clérigos y treinta mil laicos reunidos, proclamó de nuevo los principios fundamentales de reforma. Pero en este concilio presentáronse los embajadores del emperador bizantino, en demanda de socorro frente a la opresión de los cristianos en Oriente. Así, pues, Urbano II trató de mover al mundo occidental a enviar al Oriente el auxilio necesario para defender los Santos Lugares. Fue el principio de las Cruzadas; mas, como se trataba de un asunto de tanta trascendencia, se determinó dar la respuesta definitiva en otro concilio, que se celebraría en Clermont.
Efectivamente, dedicáronse inmediatamente gran número de predicadores del temple de Pedro de Amiéns, llamado también Pedro el Ermitaño, a predicar la Cruzada en todo el centro de Europa. Urbano II, con su elocuencia extraordinaria y el fervor que le comunicaba su espíritu ardiente y entusiasta, contribuyó eficazmente a mover a gran número de príncipes y caballeros de la más elevada nobleza. El resultado fue el gran concilio de Clermont, de noviembre de 1095, en el que, en presencia de catorce arzobispos, doscientos cincuenta obispos, cuatrocientos abades y un número extraordinario de eclesiásticos, de príncipes y caballeros cristianos, se proclamaron de nuevo los principios de reforma y la Tregua de Dios. Después de esto, a las ardientes palabras que dirigió Urbano II, en las que describió con los más vivos colores la necesidad de prestar auxilio a los cristianos de Oriente y rescatar los Santos Lugares, respondieron todos con el grito de Dios Lo quiere, que fue en adelante el santo y seña de los cruzados. De este modo se organizó inmediatamente la primera Cruzada, cuyo principal impulsor fue, indudablemente, el papa Urbano II.
Después de tan gloriosos acontecimientos, mientras Godofredo de Bouillón, Balduino y los demás héroes de la primera Cruzada realizaban tan gloriosa empresa, Urbano II continuaba su intensa actividad reformadora. En las Navidades de 1096 pudo, finalmente, entrar en Roma, donde celebró una gran asamblea o sínodo en Letrán. En enero de 1097 celebró otro importante concilio en Roma; otro de gran trascendencia en Bari, en octubre de 1088; pero el de más significación de estos últimos años fue el de la Pascua, celebrado en Roma en 1099, donde, en presencia de ciento cincuenta obispos, proclamó de nuevo los principios de reforma y la prohibición de la investidura laica.
Poco después, en julio del mismo año 1099, moría el santo papa Urbano II, sin conocer todavía la noticia del gran triunfo final de la primera Cruzada, con la toma de Jerusalén, ocurrida quince días antes.
En realidad, el Beato Urbano II fue digno sucesor en la Sede Pontificia de San Gregorio VII y digno representante de los intereses de la Iglesia en la campaña iniciada de la más completa renovación eclesiástica. En ella tuvo más éxito que su predecesor, logrando transformar en franco triunfo y en resultados positivos la labor iniciada por sus predecesores. Esta impresión de avance y de triunfo aparece plenamente confirmada y enaltecida con el principio de una de las más sublimes epopeyas de la Iglesia y de la Edad Media cristiana, que son las Cruzadas, y con el éxito final de la primera, que es la conquista de Tierra Santa y la formación del reino de Jerusalén con que termina este glorioso pontificado. Por eso la memoria de Urbano II va inseparablemente unida a la primera Cruzada, la única plenamente victoriosa.
Nacido de una familia noble en la diócesis de Soissons, en 1040, llamábase Eudes u Otón; tuvo por maestro en Reims al fundador de los cartujos, San Bruno: fue allí mismo canónigo, y el año 1073 entró en el monasterio de Cluny, donde se apropió plenamente el espíritu de la reforma cluniacense, entonces en su apogeo. De esta manera se modeló su carácter suave y humilde, pero al mismo tiempo entusiasta y emprendedor. Por esto llegó fácilmente a la convicción de que el espíritu de la reforma cluniacense, que iba penetrando en todos los sectores de la Iglesia, era el destinado por Dios para realizar la transformación a que aspiraban los hombres de más elevado criterio eclesiástico. Por esto, ya desde el principio de la gran campaña reformadora emprendida por Gregorio VII, Otón fue uno de sus más decididos partidarios.
Estaba entonces al frente de la abadía de Cluny el gran reformador San Hugón, a cuya propuesta Gregorio VII elevó en 1078 al monje Otón al obispado de Ostia. Bien pronto pudo éste dar claras pruebas de sus extraordinarias cualidades de gobierno, pues, enviado por el Papa como legado a Alemania, supo allí defender victoriosamente los derechos de la Iglesia frente a las arbitrariedades del emperador Enrique IV. Al volver de esta legación acababa de morir Gregorio VII.
La situación de la Iglesia era en extremo delicada. Al desaparecer el gran Papa, personificación de la reforma eclesiástica, dejaba tras sí un ejército de hombres eminentes, discípulos o admiradores de sus ideas. Frente a ellos estaban sus adversarios, entre los cuales se hallaban el violento Enrique IV y el antipapa puesto por él, Clemente III. En estas circunstancias fue elegido el Papa Víctor III (1086-1087), antiguo abad de Montecasino, gran amigo de las letras, pero indeciso, reconciliador y poco partidario de las medidas violentas. Pero muerto inesperadamente al año de su pontificado, fue elegido entonces nuestro Otón de Ostia, quien tomó el nombre de Urbano II.
Era, indudablemente, el hombre más a propósito, el hombre providencial en aquellas circunstancias. Dotado de las más eximias virtudes cristianas, era un amante y entusiasta decidido de la reforma eclesiástica, de que ya había dado muestras suficientes. Precisamente por esto su elección fue considerada por todos como el mayor triunfo de las ideas gregorianas, y rápidamente recobraron todo su influjo los elementos partidarios de la reforma eclesiástica. Así lo entendieron también Enrique IV, el antipapa Clemente III y todos los adversarios de la reforma, los cuales se aprestaron a la lucha más encarnizada.
Ya desde el principio quiso el nuevo Papa dar muestras inequívocas de su verdadera posición. En diferentes cartas, dirigidas a los obispos alemanes y franceses, escritas en los primeros meses de su pontificado, expresó claramente su decisión de renovar en todos los frentes la campaña de reforma gregoriana. Así lo manifestó en el concilio Romano de la cuaresma de 1089, y, sobre todo, así lo proclamó en el concilio de Melfi, de septiembre del mismo año, en el que se renovaron las disposiciones contra la simonía, contra el concubinato y contra la investidura laica, y que constituye el programa que Urbano II se proponía realizar en su gobierno.
Mas, por otra parte, con su carácter más flexible y diplomático con su espíritu de longanimidad y mansedumbre, siguió un camino diverso del que se había seguido anteriormente, y con él obtuvo mejores resultados. Inflexible en los principios y genuino representante de la reforma gregoriana, sabía acomodarse a las circunstancias, procurando sacar de ellas el mayor partido posible. Símbolo de su modo de proceder son Felipe I de Francia, vicioso y afeminado, pero hombre en el fondo de buena voluntad, y Enrique IV de Alemania, bien conocido por sus veleidades y mala fe. Del primero procuró sacar lo que pudo con concesiones y paternales amonestaciones. Con el segundo ni siquiera lo intentó, manteniendo frente a él los principios de reforma y alentando siempre a los partidarios de la misma.
Con clara visión sobre la necesidad de intensificar el ambiente general de reforma fomentó e impulsó los trabajos de los apologistas. Movidos por este impulso pontificio, muchos y acreditados escritores lanzaron al público importantes obras, que contribuyeron eficazmente a que ganaran terreno y se afianzaran las ideas de reforma. Así Gebhardo de Salzburgo compuso una carta, dirigida a Hermann de Metz, típico representante de la oposición a la reforma, en la que defiende con valiente argumentación la justicia del Papa. Bernardo de Constanza dirigió a Enrique IV un tratado, en el que establece como base la expresión de San Mateo (18, 17): "El que rehusa escuchar a la Iglesia sea para ti como un pagano y un publicano"; y poco después publicó una verdadera apologética de la reforma. Otro escritor insigne, Anselmo de Lucca, redactó una obra contra Guiberto, es decir, el antipapa Clemente III. Indudablemente este movimiento literario, impulsado por Urbano II, fue un arma poderosa y eficaz para la realización de la reforma.
Así, pues, mientras con prudentes concesiones y convenios ventajosos para la Iglesia Urbano II logró robustecer su influjo en Francia, España, Inglaterra y otros territorios, en Alemania siguió la lucha abierta y decidida con Enrique IV. En Francia mantuvo con energía la santidad del matrimonio cristiano frente al divorcio realizado por el rey al separarse de la reina Berta, llegando en 1094 a excomulgarlo; mas, por otra parte, en la cuestión de la investidura laica, por la que los príncipes defendían su derecho de nombramiento de los obispos, llegó a un acuerdo, que fue luego la base de la solución final y definitiva: el rey renunciaba a la investidura con anillo y báculo, dejando a los eclesiásticos la elección canónica; pero se reservaba la aprobación de la elección, que iba acompañada de la investidura de las insignias temporales. También en Inglaterra tuvo que mantenerse enérgico Urbano II frente al rey Guillermo, quien, a la muerte de Lanfranco, no quería reconocer ni a Urbano II ni al antipapa Clemente III; pero al fin se llegó a una especie de reconciliación.
El resultado fue un robustecimiento extraordinario del prestigio pontificio y de la reforma eclesiástica por él defendida. El espíritu religioso aumentaba en todas partes. Los cluniacenses se hallaban en el apogeo de su influjo y por su medio la reforma penetraba en todos los medios sociales. El estado eclesiástico iba ganando extraordinariamente, por lo cual se formaban en muchas ciudades grupos de canónigos regulares, de los cuales el mejor exponente fueron los premonstratenses, fundados poco después.
Es cierto que, durante casi todo su pontificado, Urbano II se vio obligado a vivir fuera de Roma, pues Enrique IV mantenía allí al antipapa Clemente III. Pero, esto no obstante, desplegó una actividad extraordinaria y fue constantemente ganando terreno. En una serie de sínodos, celebrados en el sur de Italia, renovó las prescripciones reformadoras, proclamadas al principio de su gobierno. Pero donde apareció más claramente el éxito y la significación del pontificado de Urbano II fue en los dos grandes concilios de Piacenza y de Clermont, celebrados en 1095.
En el gran concilio de Piacenza, celebrado en el mes de marzo ante más de cuatro mil clérigos y treinta mil laicos reunidos, proclamó de nuevo los principios fundamentales de reforma. Pero en este concilio presentáronse los embajadores del emperador bizantino, en demanda de socorro frente a la opresión de los cristianos en Oriente. Así, pues, Urbano II trató de mover al mundo occidental a enviar al Oriente el auxilio necesario para defender los Santos Lugares. Fue el principio de las Cruzadas; mas, como se trataba de un asunto de tanta trascendencia, se determinó dar la respuesta definitiva en otro concilio, que se celebraría en Clermont.
Efectivamente, dedicáronse inmediatamente gran número de predicadores del temple de Pedro de Amiéns, llamado también Pedro el Ermitaño, a predicar la Cruzada en todo el centro de Europa. Urbano II, con su elocuencia extraordinaria y el fervor que le comunicaba su espíritu ardiente y entusiasta, contribuyó eficazmente a mover a gran número de príncipes y caballeros de la más elevada nobleza. El resultado fue el gran concilio de Clermont, de noviembre de 1095, en el que, en presencia de catorce arzobispos, doscientos cincuenta obispos, cuatrocientos abades y un número extraordinario de eclesiásticos, de príncipes y caballeros cristianos, se proclamaron de nuevo los principios de reforma y la Tregua de Dios. Después de esto, a las ardientes palabras que dirigió Urbano II, en las que describió con los más vivos colores la necesidad de prestar auxilio a los cristianos de Oriente y rescatar los Santos Lugares, respondieron todos con el grito de Dios Lo quiere, que fue en adelante el santo y seña de los cruzados. De este modo se organizó inmediatamente la primera Cruzada, cuyo principal impulsor fue, indudablemente, el papa Urbano II.
Después de tan gloriosos acontecimientos, mientras Godofredo de Bouillón, Balduino y los demás héroes de la primera Cruzada realizaban tan gloriosa empresa, Urbano II continuaba su intensa actividad reformadora. En las Navidades de 1096 pudo, finalmente, entrar en Roma, donde celebró una gran asamblea o sínodo en Letrán. En enero de 1097 celebró otro importante concilio en Roma; otro de gran trascendencia en Bari, en octubre de 1088; pero el de más significación de estos últimos años fue el de la Pascua, celebrado en Roma en 1099, donde, en presencia de ciento cincuenta obispos, proclamó de nuevo los principios de reforma y la prohibición de la investidura laica.
Poco después, en julio del mismo año 1099, moría el santo papa Urbano II, sin conocer todavía la noticia del gran triunfo final de la primera Cruzada, con la toma de Jerusalén, ocurrida quince días antes.
En realidad, el Beato Urbano II fue digno sucesor en la Sede Pontificia de San Gregorio VII y digno representante de los intereses de la Iglesia en la campaña iniciada de la más completa renovación eclesiástica. En ella tuvo más éxito que su predecesor, logrando transformar en franco triunfo y en resultados positivos la labor iniciada por sus predecesores. Esta impresión de avance y de triunfo aparece plenamente confirmada y enaltecida con el principio de una de las más sublimes epopeyas de la Iglesia y de la Edad Media cristiana, que son las Cruzadas, y con el éxito final de la primera, que es la conquista de Tierra Santa y la formación del reino de Jerusalén con que termina este glorioso pontificado. Por eso la memoria de Urbano II va inseparablemente unida a la primera Cruzada, la única plenamente victoriosa.
domingo, 28 de julio de 2013
Lecturas
En aquellos días, el Señor dijo: -«La acusación contra Sodoma y Gomorra es fuerte, y su pecado es grave; voy a bajar, a ver si realmente sus acciones responden a la acusación; y si no, lo sabré.»
Los hombres se volvieron y se dirigieron a Sodoma, mientras el Señor seguía en compañía de Abrahán.
Entonces Abrahán se acercó y dijo a Dios: -«¿Es que vas a destruir al inocente con el culpable? Si hay cincuenta inocentes en la ciudad, ¿los destruirás y no perdonarás al lugar por los cincuenta inocentes que hay en él? ¡Lejos de ti hacer tal cosa!, matar al inocente con el culpable, de modo que la suerte del inocente sea como la del culpable; ¡lejos de ti! El juez de todo el mundo, ¿no hará justicia?»
El Señor contestó: -«Si encuentro en la ciudad de Sodoma cincuenta inocentes, perdonaré a toda la ciudad en atención a ellos.»
Abrahán respondió: -«Me he atrevido a hablar a mi Señor, yo que soy polvo y ceniza. Si faltan cinco para el número de cincuenta inocentes, ¿destruirás, por cinco, toda la ciudad?»
Respondió el Señor: -«No la destruiré, si es que encuentro allí cuarenta y cinco.»
Abrahán insistió: -«Quizá no se encuentren más que cuarenta.»
Le respondió: - «En atención a los cuarenta, no lo haré.»
Abrahán siguió: - «Que no se enfade mi Señor, si sigo hablando. ¿Y si se encuentran treinta?»
Él respondió: - «No lo haré, si encuentro allí treinta.»
Insistió Abrahán: - «Me he atrevido a hablar a mi Señor. ¿Y si se encuentran sólo veinte?»
Respondió el Señor: - «En atención a los veinte, no la destruiré.»
Abrahán continuó: -«Que no se enfade mi Señor si hablo una vez más. ¿Y si se encuentran diez?»
Contestó el Señor: -«En atención a los diez, no la destruiré.»
Hermanos:
Por el bautismo fuisteis sepultados con Cristo, y habéis resucitado con él, porque habéis creído en la fuerza de Dios que lo resucitó de entre los muertos.
Estabais muertos por vuestros pecados, porque no estabais circuncidados; pero Dios os dio vida en él, perdonándoos todos los pecados.
Borró el protocolo que nos condenaba con sus cláusulas y era contrario a nosotros; lo quitó de en medio, clavándolo en la cruz.
Una vez que estaba Jesús orando en cierto lugar, cuando terminó, uno de sus discípulos le dijo:
- «Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos.»
Él les dijo: - «Cuando oréis decid: “Padre, santificado sea tu nombre, venga tu reino, danos cada día nuestro pan del mañana, perdónanos nuestros pecados, porque también nosotros perdonamos a todo el que nos debe algo, y no nos dejes caer en la tentación.”» Y les dijo: - «Si alguno de vosotros tiene un amigo, y viene durante la medianoche para decirle: “Amigo, préstame tres panes, pues uno de mis amigos ha venido de viaje y no tengo nada que ofrecerle.” Y, desde dentro, el otro le responde: “No me molestes; la puerta está cerrada; mis niños y yo estamos acostados; no puedo levantarme para dártelos.” Si el otro insiste llamando, yo os digo que, si no se levanta y se los da por ser amigo suyo, al menos por la importunidad se levantará y le dará cuanto necesite.
Pues así os digo a vosotros: Pedid y se os dará, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá; porque quien pide recibe, quien busca halla, y al que llama se le abre. ¿Qué padre entre vosotros, cuando el hijo le pide pan, le dará una piedra? ¿O si le pide un pez, le dará una serpiente? ¿O si le pide un huevo, le dará un escorpión? Si vosotros, pues, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo piden?»
Palabra del Señor.
Más abajo encontrareis la HOMILÍA correspondiente a estas lecturas.
Homilía
La diócesis de Alcalá de Henares, con su obispo Don Juan Antonio Reig a la cabeza, ha puesto en marcha una Escuela de Evangelización con el fin de preparar agentes de pastoral y despertar desde las parroquias y centros escolares el espíritu misionero, del que tan necesitado está nuestro adormecido cristianismo.
Unas 130 personas, provenientes de parroquias y diversos Movimientos hemos venido asistiendo asiduamente durante varios sábados a las charlas impartidas por teólogos cualificados en dogma y pastoral, al igual que, a las reuniones por grupos, a las dinámicas de evangelización en la calle y a largos y variados momentos de oración.
Hemos vivido compartires inolvidables como grupo de amigos. Todos hemos colaborado en las experiencias piloto llevadas a cabo en siete parroquias, como paso previa para extenderlas el próximo curso en todas las parroquias.
Se inició la misión durante la Cuaresma- una semana en cada parroquia- con esquemas similares a éste: todos los días hubo oración de Laudes por la mañana, Vísperas por la tarde, Eucaristía y adoración del Santísimo ya entrada la noche, con el templo permanentemente abierto y sacerdotes disponibles para la dirección espiritual o confesión.
Destinamos un día para evangelizar a los jóvenes, otro a los niños de catequesis y sus familiares, otro a los mayores y a los enfermos. No faltó la evangelización en las plazas, bares, centros comerciales y locales de ocio, siempre de dos en dos, y, como colofón final, la Eucaristía del domingo con todos los evangelizadores y evangelizados.
Los testimonios recibidos de las siete parroquias coinciden en algo muy sustancial: el impacto de la oración, la toma de conciencia de la necesidad de Dios y de ser escuchados que gravita en el alma de muchos bautizados, pero no practicantes, el choque emocional en algunos, gratamente sorprendidos por el mensaje cristiano, desconocido por la mayoría o adulterado por los medios de comunicación, el gozo de sentirse evangelizados al evangelizar y el crecimiento en número de los añadidos a la fe. Algo que nos es novedad en la Iglesia, pues los Hechos de los Apóstoles nos narran parecidas experiencias.
También hemos de decir que ha supuesto un punto de inflexión en las parroquias para no tener miedo al fracaso, porque el hambre de Dios sigue vivo en el corazón de los hombres.
Me asombra mucho la fe de Abraham, descrita en Génesis, suplicándole con insistencia a Dios que no destruya la ciudad de Sodoma.
La fe convierte a Abraham en padre y modelo de todos los creyentes, de los que se ponen en camino para descubrir día a día la voluntad de Dios en su peregrinaje por la tierra.
Me impresionan igualmente las palabras de Jesús en el evangelio según San Marcos:
“ Cualquier cosa que pidáis en vuestra oración, creed que os la han concedido, y la obtendréis” (Marcos 11,24).
“Todo lo que pidáis a Dios con fe, lo recibiréis” (Mateo 21,22).
La fe es la primera exigencia de Jesús para realizar sus signos.
Así lo hace con María Magdalena, con Mateo, el publicano, con Zaqueo, con la hemorroísa, con la mujer cananea y con tantos otros que acuden a él para remediar las dolencias físicas y morales propias y las de sus familia.
A la mayoría les dice, después de sentirse curados: “Tu fe te ha curado” (Mateo 9,22).
Dios, que vive en nosotros, actúa cuando se lo pedimos con perseverancia y con fe: “pedid y recibiréis” (Mateo 7,7).
El milagro se opera cuando se ajusta a la voluntad de Dios, no a la nuestra.
Lo que pasa que es que pedimos mal y a destiempo, o lo que pedimos no nos conviene. Jesús, que se retira todas las noches a orar al Padre del cielo para encontrar en Él las fuerzas que necesita para llevar adelante su misión, nos muestra con su ejemplo el supremo valor de la oración.
Sus discípulos lo ven transformado, y por eso le piden orar como Él ora.
La respuesta de Jesús no se hace esperar y les enseña el Padre nuestro, la más bella de todas las oraciones, la que nos invita a dirigirnos a Dios como Padre, a santificar su nombre, a pedir la llegada de su Reino, a abandonarnos a su voluntad, a compartir el pan recibido como don, a perdonar para ser perdonados y a que no nos deje caer en la tentación y nos libre del mal.
Es importante meditar cada uno de los párrafos y dejarnos empapar por la utopía del Reinado de Dios anunciado por Jesús, que empieza a actuar en nosotros cuando nos abandonamos a su Providencia amorosa y nos ponemos en marcha predicándolo como un Buena Noticia.
La oración es el soporte de la vida cristiana, su alimento vital. Sin ella la fe se apaga y el hombre, abandonado a sus propias fuerzas, se debilita, pierde el rumbo y, con él, el horizonte de la felicidad.
No podemos vivir sin Dios, que es el Supremo Bien, al que buscamos siempre, sin saberlo, para dar respuesta a los interrogantes que llenan de zozobra nuestro corazón:
¿Qué sentido tiene la vida?
¿Existe el más allá?
¿Encontraré la felicidad que sacie mis anhelos profundos?
El dolor, la enfermedad y la muerte
¿Son el destino definitivo de nuestra débil condición?
¿Por qué acuden tantos peregrinos a Roma, Jerusalén, Santiago de Compostela, Lourdes, Fátima, Medjugorje, Guadalupe…?
Unos para sentirse arropados entre la multitud de creyentes que comparten los mismos ideales y proclaman con alegría y entusiasmo su fe; algunos, porque desean encontrarse consigo mismos y descubrir el valor de la fe proclamada y sencilla, otros para pedir ayuda a Dios y a la Virgen. Todos regresan felices y, la mayoría, sanados por dentro.
Conocí a un joven vallisoletano con una grave enfermedad renal y a punto de entrar en diálisis. Se inscribió a una peregrinación a Fátima organizada por mí el primer fin de semana de Mayo con el propósito de dar gracias a la Virgen por la curación de su hija (de ningún modo para pedir la suya).
Una vez en Fátima me acerqué al Centro de Peregrinaciones para informarme de los diversos actos religiosos programados para el sábado. Mi sorpresa fue grande cuando ofrecieron a mi grupo llevar las andas de la Virgen durante la Procesión nocturna de antorchas. Otros grupos, habituales en Fátima, se extrañaron de la oferta que nos habían hecho, a pesar de que ellos habían solicitado con frecuencia ese servicio.
El joven llevó esa noche las andas; caían las lágrimas por sus mejillas, porque se sentía profundamente emocionado. Sentí yo también un escalofrío de alegría ante su fe y su tenacidad. Sólo por eso había merecido la pena el viaje.
Danos, Señor, la fe de Abraham y enséñanos, como a tus discípulos, a orar con perseverancia, para seas tú quien mueva nuestras vidas y llenes de esperanza nuestras ilusiones.
Santa Catalina Thomás
Hay vidas de santos realmente espectaculares. Santos que producían o calmaban tempestades. Santos que desencadenaban plagas tremendas. Santos que obraban prodigios con las multitudes. Como la santidad es más un camino que un esquema, resulta que los santos marchan por ese camino con muy distinta andadura. Y junto a ese santo taumaturgo de los fantásticos prodigios, están los santos como esta muchachita mallorquina, Catalina Thomás. Su santidad es sencilla, pequeña, escondida. La inteligencia humana, que anda siempre comparando la gloria de Dios con las hermosuras de acá abajo, falta de un conocimiento que dé punto de comparación, quiere suponer —al menos la mía— a Catalina Thomás en un paisaje sencillo como ella misma. Un pequeño valle con torrentes en una isla llena de sol y de flor de rocalla. Una ventana con cortina y una maceta. Y ella misma, una muchacha sonriente y humilde que quiso serlo todo para Dios como Dios fue todo para ella.
Sí alguna vez van ustedes a Mallorca, será obligado que visiten Valldemosa. El turismo se basa, por desgracia, en lo espectacular. Y así, les enseñarán la Cartuja, con sus celdas, y aquellas donde vivieron el pobre Federico Chopin y la escritora George Sand una bien pobre aventura humana. O en La Foradada, la mancha de humo de aquella hoguera que encendió Rubén Darío, cuando quiso hacer una paella junto al mar. Salvo que ustedes pregunten, nadie o casi nadie les hablará de Catalina Thomás, aquella "santita mucama", como la llamó un escritor viajero español.
Pues allí, en Valldemosa, nació la chiquilla. En 1531, según unos historiadores. O en 1533, según otros. Hija de Jaime Thomás y Marquesina Gallard. Y desde su niñez, la leyenda dorada que acompaña piadosamente a los santos con milagros candorosos y prodigios extraños.
Las biografías de Catalina Thomás recogen un sinfín de estos datos que muestran que la Santa tuvo, ya en vida, una admiración popular fervorosa: mientras recoge espigas, Catalina recibe la visión de Jesús crucificado. Otra vez, huyendo de una fiesta popular que no le gustaba, es Nuestra Señora misma quien baja a decirla que está escogida por su Hijo. Hasta prodigios candorosos: una vez, llorando arrepentida por haber deseado unos vestidos como los de su hermana, dice la tradición que Santa Práxedes y Santa Catalina mártir —que será siempre fiel protectora suya— bajan del cielo para consolarla.
Pocos prodigios tan poéticos, tan bellos como el de aquella noche en que, al despertarse, vio Catalina la habitación inundada de una luz hermosa y clara. Era la luz blanca, azulada, del plenilunio. Catalina piensa que está amaneciendo y se levanta a por agua a una cercana fuente. Estando allí, dieron las doce de la noche en la Cartuja y luego la campana que llamaba a coro a los frailes del convento. Catalina se asusta entonces, al encontrarse perdida en aquella noche de luz tan misteriosa. Como es una chiquilla, empieza a llorar. Y San Antonio Abad, dicen, bajó del cielo y la tomó de la mano para llevarla a casa.
Hay en Catalina una portentosa amistad con los santos. Dialogará con ellos como si estuviesen en la misma habitación. Ellos la ayudarán en momentos difíciles de su existencia. Y todo esto tendrá un aire de profunda y encantadora naturalidad. Otro día, acompañando a su abuelo, muy achacoso, va a misa en la Cartuja, y ayudándole a subir una pendiente, el anciano se conmovió por el amor y la ternura de la niña al ayudarle. Y deseoso de complacerla, le dijo su esperanza: "Quiera Dios que te cases pronto y bien acomodada". Y entonces es San Bruno quien se aparece a Catalina para sonreírla: "No, tu abuelo te verá acomodada, mas no del modo que él piensa, porque serás esposa de Cristo".
Y naturalmente, la castidad. La tradición cuenta a este propósito muy diversas anécdotas y sucesos. Santa Catalina y el mismo Jesús acudían muy prestamente a apoyar su gran firmeza en la virtud.
Catalina va a conocer una gran amargura muy joven. A los tres años murió su padre. Ella se puso a rogar por su alma y un ángel vino a decirle que estuviese contenta, porque su padre estaba en la gloria de Dios. Cuatro años más tarde, tenía siete la chiquilla, se le aparece su madre:
"Hija mía, acabo de expirar en este mismo momento. Estoy esperando tus oraciones para entrar en la gloria." Y tres horas más tarde, Catalina recibía el consuelo de que su madre estaba en el cielo. Huérfana, Catalina fue recogida por unos tíos suyos, quienes la llevaron al predio "Son Gallart". Durante once años, Catalina vivió en aquella finca, a seis o siete kilómetros de Valldemosa. Es éste un momento duro para Catalina, pues la ausencia de Valldemosa significa dificultad para ir al templo, para oír misa y para las prácticas religiosas en la casa de Dios. Los domingos, al fin, podía asistir a misa en el oratorio de la Trinidad. Es aquella zona donde los eremitas buscaban la paz de Dios frente a la paz de aquel mar inolvidable; frente a esos crepúsculos de Mallorca en los que el sol parece incendiar finalmente las aguas, teñirlas de rojo o, cuando está en lo alto, revela desde la cornisa valldemosina, el fondo limpísimo del mar.
Pero Catalina no tenía mucho tiempo para la contemplación poética. Una finca como "Son Gallart" exige mucho trabajo. Hay en ella muchos peones, y ganado, y faenas de labranza que realizar. Catalina es una muchacha activa. Ya es la criadita. Va a donde trabajan unos peones a llevarles la comida de mediodía, trabaja en la casa, fregando, cosiendo, barriendo; guarda algún rebaño cuando lo manda tío Bartolomé. Y tiene siempre buen semblante, sonrisa a punto, corazón abierto. A pesar de esa misteriosa lejanía que la tiene todo el día y toda la noche como ausente de este mundo. Porque allá en el campo, mientras las ovejas o las cabras mordisquean la hierba, Catalina se pone de rodillas y asiste milagrosamente a la misa de los cartujos de Valldemosa. Otra vez se pierde al regreso de un recado, en el campo, y Santa Catalina mártir acude a ella, seca sus lágrimas y la lleva de la mano hasta cerca de Son Gallart.
Aparece entonces en la vida de Catalina un personaje importante y muy decisivo. Uno de aquellos ermitaños, el venerable padre Castañeda. Es un hombre que ha abandonado el mundo buscando la total entrega de su alma al Señor. Vive en las colinas y de limosna. Un día pasa por el predio a pedir y Catalina le conoce. Surge entre ambos una corriente de simpatía y de afecto. Recomendada más tarde por Ana Más, Catalina va a visitar al padre Castañeda al oratorio de la Trinidad. Catalina se le confía: ella quiere ser religiosa. A la segunda entrevista, el padre Castañeda está convencido. La dirección espiritual del religioso hará todavía un gran bien a la muchacha. Pero entonces empieza un largo episodio: el de las dificultades.
Los tíos, al saber la vocación de su sobrina, se oponen decididamente. Por aquellas fechas, una muchacha valldemosina, que había ingresado en un convento de Palma, se sale, reconociéndose sin verdadera vocación. Es, pues, mal momento político para que nadie ayude a Catalina. Por otra parte, Catalina era una muchacha guapa y muy atractiva. Es natural que muchos jóvenes de los alrededores se fijaran en ella con el deseo de entablar relaciones y casarse. Catalina espera pacientemente. Y otra dificultad llega. El padre Castañeda decide marcharse de Mallorca.
Catalina se despide de él con una sonrisa misteriosa. No, el padre se irá, pero volverá, porque Dios quiere que él sea su apoyo para entrar en el convento. Efectivamente, el barco que llevaba al religioso sale de Sóller con una fuerte tormenta que le impide llegar a Barcelona. Y regresa de nuevo a Valldemosa. El religioso ve que la profecía de la muchacha se ha cumplido y decide ayudarla plenamente. Va a hablar con los tíos y los convence. Catalina se marcha a Palma, para ir realizando las gestiones previas a su ingreso en un convento. Y, en tanto, se coloca como sirvienta en la casa de don Mateo Zaforteza Tagamanent y, en concreto, al servicio de una hija de este señor llamada Isabel. Las dos muchachas se cobran un fuerte cariño. Isabel la enseña a leer, escribir, bordar y otros trabajos. Catalina da más; Catalina habla de Dios, permanentemente, a Isabel. Y lleva una vida tan heroica, tan mortificada, que cae enferma. Los señores y sus hijos se turnan celosamente junto al lecho de la criada. Como si la criada fuese ahora la señora y ellos los honrados en servirla.
Y llega el momento de intentar, ya en serio, el ingreso en alguno de los conventos de Palma. El padre Castañeda los recorre, uno tras otro. Hay un grave inconveniente: Catalina carece de dote. Es totalmente pobre. Pero estos conventos son también necesitados. No pueden acoger a una aspirante que no traiga alguna ayuda... Convento de Santa Magdalena, de San Jerónimo, de Santa Margarita... Las noticias que el padre va llevando a Catalina son descorazonadoras. Catalina se refugia en la oración. Y reza tan intensamente que, cuando ya todo aparece perdido, los tres conventos a la vez, interesados por la descripción que de la joven les ha hecho el religioso, deciden pasar por alto el requisito de la dote. Y los tres conventos están dispuestos a admitir a Catalina Thomás.
Una tradición representa a Santa Catalina, sentada en una piedra del mercado, llorando tristemente su soledad. Y en aquella piedra, según la misma tradición, recibe Catalina la noticia de que ha sido admitida. Aún se conserva esta piedra, adosada al muro exterior de la sacristía, en la parroquia de San Nicolás, con una lápida —colocada en 1826— que lo acredita. Catalina, entonces, decide ingresar en el primero de los tres conventos visitados, el de Santa Magdalena.
A los dos meses y doce días de su ingreso, Catalina toma el velo blanco. Media ciudad de Palma, con su nobleza al frente, acude al acto, pues tanta es ya la fama de la muchacha. Enero de 1553.
Los años que vive Catalina en el convento palmesano serán casi ocultos. Pero como es tan difícil que la santidad pueda estar bajo el celemín, toda la ciudad acude a verla, a consultarle sus problemas, a encomendarse a sus oraciones, a pedirle consejo... Ella se resiste a salir al locutorio, se negaba a recibir regalos y cuando tenía que recibirlos, los daba a las demás monjas. Practicaba la pobreza, la obediencia, la castidad, siempre en grado heroico. La prelada decidió un día someterla a una prueba bien dura. En pleno verano, le ordenó que se saliese al patio y estuviera bajo el sol hasta nueva orden. Catalina no dice una sola palabra: va al lugar indicado y permanece allí varias horas, hasta que la superiora, admirada de su fortaleza, la manda llamar.
Catalina crece en amor y sabiduría. Sus éxtasis son cada vez más frecuentes e intensos. Algunos duran hasta días. En su celda se conserva aún la piedra sobre la que se arrodillaba y que muestra las hendiduras practicadas por tantísimas horas de oración en hinojos. Aunque ella procuraba ocultar, por humildad, estos regalos de Dios, era natural que sus hermanas se enterasen. Y la fama crecía.
Un día, Catalina recibe el aviso de Dios. Diez años antes de su muerte, supo cuándo sería llamada por el Señor. Y estuvo esperando ansiosamente este momento. La Dominica de Pasión de 1574, el 28 de marzo, Catalina entró en el locutorio donde estaba una hermana suya con una visita. Iba a despedirse —dijo—, pues se marchaba al cielo. Y efectivamente, al día siguiente, después de comulgar en éxtasis, mandó llamar al sacerdote porque se sentía morir. Los médicos dijeron que no la encontraban grave, pero el sacerdote acudió y apenas recibidos los sacramentos, mientras la superiora rezaba con ella las oraciones, tras haber pedido perdón a la madre y a las hermanas, cayó en un éxtasis al final del cual entregó su alma a Dios.
Lo demás, vendría por sus pies contados. El proceso de beatificación, la beatificación, el proceso siguiente y por fin la gloria de los altares. Con una particularidad. El fervor popular por Santa Catalina Thomás iría creciendo y manteniéndose de tal modo que, aunque ella murió en 1574, la beatificación se dicta —por Pío VI— en 1792 y la canonización —por Pío XI— en 1930. El cuerpo de Catalina Thomás se ha conservado incorrupto.
La vida de esta muchacha mallorquina es, ya lo decimos, un distinto camino de la santidad, Una santidad vivida con impresionante sencillez, con rotunda eficacia. Una santidad hecha de la elevación de la virtud al grado heroico. Y, al mismo tiempo, una santidad popular. En el alma de Mallorca sigue bien recio el amor por su santita criada, su santita pastora, su santita monja. Aunque el turismo no muestre su itinerario, está en el corazón de los mallorquines.
Las islas Baleares tienen santa en esta niña nacida alrededor del año 1530, y digo la fecha sin certeza porque los estudiosos de la historia no terminan de llegar a un acuerdo al respecto. Nació en una familia pobre formada por Jaime Thomás y Marquesina Gallard, en Valldemosa, esa población repleta hoy de turismo tantas veces extravagante y superficial.
En torno a la santa Catalina hay una densa y extensa leyenda dorada hecha por el cariño de los paisanos que fueron acumulando datos en torno a su figura. Puede ser que lo que fue comentario sobre sus cualidades, aficiones o deseos llegara a objetivarse en personajes unidos a su vida. No es posible deslindar los campos que pertenecen al mundo de la fantasía del que es propio de la realidad, porque, cuando se entra en el terreno de la acción divina en las personas, siempre queda la sospecha de lo posible e incluso de lo que se teme por el factor sobrenatural residente en la omnipotencia y el querer de Dios, máxime si faltan datos históricos plenamente comprobables.
Se habla en torno a su figura santa que tuvo visiones de Jesús crucificado y de Nuestra Señora; también se afirma que vino a verla santa Práxedes, san Antonio Abad, san Bruno y su especialmente amiga y protectora de toda la vida santa Catalina mártir. ¿Fueron sólo santos a los que tuvo gran devoción y que la gente exaltó con fervor popular hasta el punto de crear situaciones irreales de misticismo en Catalina Thomás? ¿Fueron efectivas, aunque no demostrables, las visiones de la santa? A la distancia de cuatro siglos, ¿quién se atreverá a negar o a afirmar los hechos, basados sólo en el dato de no ser frecuentes en los de a pie o de considerarlos muy repetitivos en ella? Parece que lo mejor que se puede hacer con sencillez es relatarlos como nos han llegado y dejar a la sensibilidad y sensatez del lector la interpretación.
Murieron pronto los padres de la chiquilla y unos tíos se ocuparon de ella. La llevaron a su propiedad de Son Gallart, como a unos diez kilómetros de Valldemosa, donde vivían como agricultores y ganaderos acomodados. Pronto empieza a cooperar en las faenas caseras propias de una familia campesina de la comarca: comidas y loza, ropa a lavar y coser, orden de la casa, atención a los criados, cuidado de animales y algún trabajo adicional de labranza; los domingos, a misa con la familia y poco más. Es verdad que algunas veces la echaban de menos cuando le tocaba ir al campo con el ganado -luego se ha sabido que eran momentos de especial disfrute de esa soledad tan acompañada en la contemplación y el diálogo-.
Conoció al eremita P. Castañeda que era un solitario del monte y bajaba a pedir lo poco que necesitaba para vivir. Un día fue a verlo al Oratorio de la Santísima Trinidad para contarle lo que hacía tiempo llevaba en el alma; ella quería ser religiosa, pero temía que sus tíos no lo entendieran. Y se confirmaron los temores. Hubo una resistencia tan grande que fue precisa la severa intervención del sacerdote para que le permitieran ir a Palma y estudiar la posibilidad.
Mientras se ven los conventos, entra en casa de la familia de Don Mateo Zaforteza como criada y chica para todo. Se produce buena simbiosis entre las dos mozas de la casa; Catalina aprende de la hija de Don Mateo a leer, a escribir y a bordar mientras que enseña a Isabel las cosas de Dios y el modo de tratarlo. Conventos hay, pero no la reciben. Existe una razón de peso en la época: los monasterios son pobres y no pueden facilitar la entrada a nadie sin dote. A la desesperanza lógica responde Catalina con más oración y con lágrimas que mojan la piedra para que el Señor y la Señora allanen las dificultades y abran las puertas como así sucedió al fin: cuatro conventos están dispuestos a recibirla pasando por alto la formalidad de la dote y ella elige al de Santa María Magdalena.
La payesita casi analfabeta tomó el velo en 1553. Es una monja más; hace el trabajo que le encargan que siempre es sencillo y nunca importante: cuidó la enfermería, la cocina, la despensa y el torno de comunicación con el exterior. Orden, oración intensa, mortificación habitual, caridad delicada, soledad, alegría y mucha paz. Cada vez va más gente a verla y siempre tiene una palabra animosa para la fidelidad al Evangelio. No hay mucho más en lo externo de Catalina, salvo que predijo el momento de su muerte que conoció diez años atrás. Estaba tan buena... pero dice que ya se va y quiso despedirse de Isabel, de su familia y de las monjas; avisado el médico, no diagnostica ninguna preocupante enfermedad; pero ella pide los sacramentos al capellán, entra en éxtasis y marchó al Cielo así, sin más.
Los mallorquines sabían bien que desde ese 28 de julio tienen santa protectora y conservan con veneración, cariño y algo de orgullo del bueno las reliquias del cuerpo incorrupto de Catalina Thomás. La canonizó el papa Pío XI en el año 1930.
Sí alguna vez van ustedes a Mallorca, será obligado que visiten Valldemosa. El turismo se basa, por desgracia, en lo espectacular. Y así, les enseñarán la Cartuja, con sus celdas, y aquellas donde vivieron el pobre Federico Chopin y la escritora George Sand una bien pobre aventura humana. O en La Foradada, la mancha de humo de aquella hoguera que encendió Rubén Darío, cuando quiso hacer una paella junto al mar. Salvo que ustedes pregunten, nadie o casi nadie les hablará de Catalina Thomás, aquella "santita mucama", como la llamó un escritor viajero español.
Pues allí, en Valldemosa, nació la chiquilla. En 1531, según unos historiadores. O en 1533, según otros. Hija de Jaime Thomás y Marquesina Gallard. Y desde su niñez, la leyenda dorada que acompaña piadosamente a los santos con milagros candorosos y prodigios extraños.
Las biografías de Catalina Thomás recogen un sinfín de estos datos que muestran que la Santa tuvo, ya en vida, una admiración popular fervorosa: mientras recoge espigas, Catalina recibe la visión de Jesús crucificado. Otra vez, huyendo de una fiesta popular que no le gustaba, es Nuestra Señora misma quien baja a decirla que está escogida por su Hijo. Hasta prodigios candorosos: una vez, llorando arrepentida por haber deseado unos vestidos como los de su hermana, dice la tradición que Santa Práxedes y Santa Catalina mártir —que será siempre fiel protectora suya— bajan del cielo para consolarla.
Pocos prodigios tan poéticos, tan bellos como el de aquella noche en que, al despertarse, vio Catalina la habitación inundada de una luz hermosa y clara. Era la luz blanca, azulada, del plenilunio. Catalina piensa que está amaneciendo y se levanta a por agua a una cercana fuente. Estando allí, dieron las doce de la noche en la Cartuja y luego la campana que llamaba a coro a los frailes del convento. Catalina se asusta entonces, al encontrarse perdida en aquella noche de luz tan misteriosa. Como es una chiquilla, empieza a llorar. Y San Antonio Abad, dicen, bajó del cielo y la tomó de la mano para llevarla a casa.
Hay en Catalina una portentosa amistad con los santos. Dialogará con ellos como si estuviesen en la misma habitación. Ellos la ayudarán en momentos difíciles de su existencia. Y todo esto tendrá un aire de profunda y encantadora naturalidad. Otro día, acompañando a su abuelo, muy achacoso, va a misa en la Cartuja, y ayudándole a subir una pendiente, el anciano se conmovió por el amor y la ternura de la niña al ayudarle. Y deseoso de complacerla, le dijo su esperanza: "Quiera Dios que te cases pronto y bien acomodada". Y entonces es San Bruno quien se aparece a Catalina para sonreírla: "No, tu abuelo te verá acomodada, mas no del modo que él piensa, porque serás esposa de Cristo".
Y naturalmente, la castidad. La tradición cuenta a este propósito muy diversas anécdotas y sucesos. Santa Catalina y el mismo Jesús acudían muy prestamente a apoyar su gran firmeza en la virtud.
Catalina va a conocer una gran amargura muy joven. A los tres años murió su padre. Ella se puso a rogar por su alma y un ángel vino a decirle que estuviese contenta, porque su padre estaba en la gloria de Dios. Cuatro años más tarde, tenía siete la chiquilla, se le aparece su madre:
"Hija mía, acabo de expirar en este mismo momento. Estoy esperando tus oraciones para entrar en la gloria." Y tres horas más tarde, Catalina recibía el consuelo de que su madre estaba en el cielo. Huérfana, Catalina fue recogida por unos tíos suyos, quienes la llevaron al predio "Son Gallart". Durante once años, Catalina vivió en aquella finca, a seis o siete kilómetros de Valldemosa. Es éste un momento duro para Catalina, pues la ausencia de Valldemosa significa dificultad para ir al templo, para oír misa y para las prácticas religiosas en la casa de Dios. Los domingos, al fin, podía asistir a misa en el oratorio de la Trinidad. Es aquella zona donde los eremitas buscaban la paz de Dios frente a la paz de aquel mar inolvidable; frente a esos crepúsculos de Mallorca en los que el sol parece incendiar finalmente las aguas, teñirlas de rojo o, cuando está en lo alto, revela desde la cornisa valldemosina, el fondo limpísimo del mar.
Pero Catalina no tenía mucho tiempo para la contemplación poética. Una finca como "Son Gallart" exige mucho trabajo. Hay en ella muchos peones, y ganado, y faenas de labranza que realizar. Catalina es una muchacha activa. Ya es la criadita. Va a donde trabajan unos peones a llevarles la comida de mediodía, trabaja en la casa, fregando, cosiendo, barriendo; guarda algún rebaño cuando lo manda tío Bartolomé. Y tiene siempre buen semblante, sonrisa a punto, corazón abierto. A pesar de esa misteriosa lejanía que la tiene todo el día y toda la noche como ausente de este mundo. Porque allá en el campo, mientras las ovejas o las cabras mordisquean la hierba, Catalina se pone de rodillas y asiste milagrosamente a la misa de los cartujos de Valldemosa. Otra vez se pierde al regreso de un recado, en el campo, y Santa Catalina mártir acude a ella, seca sus lágrimas y la lleva de la mano hasta cerca de Son Gallart.
Aparece entonces en la vida de Catalina un personaje importante y muy decisivo. Uno de aquellos ermitaños, el venerable padre Castañeda. Es un hombre que ha abandonado el mundo buscando la total entrega de su alma al Señor. Vive en las colinas y de limosna. Un día pasa por el predio a pedir y Catalina le conoce. Surge entre ambos una corriente de simpatía y de afecto. Recomendada más tarde por Ana Más, Catalina va a visitar al padre Castañeda al oratorio de la Trinidad. Catalina se le confía: ella quiere ser religiosa. A la segunda entrevista, el padre Castañeda está convencido. La dirección espiritual del religioso hará todavía un gran bien a la muchacha. Pero entonces empieza un largo episodio: el de las dificultades.
Los tíos, al saber la vocación de su sobrina, se oponen decididamente. Por aquellas fechas, una muchacha valldemosina, que había ingresado en un convento de Palma, se sale, reconociéndose sin verdadera vocación. Es, pues, mal momento político para que nadie ayude a Catalina. Por otra parte, Catalina era una muchacha guapa y muy atractiva. Es natural que muchos jóvenes de los alrededores se fijaran en ella con el deseo de entablar relaciones y casarse. Catalina espera pacientemente. Y otra dificultad llega. El padre Castañeda decide marcharse de Mallorca.
Catalina se despide de él con una sonrisa misteriosa. No, el padre se irá, pero volverá, porque Dios quiere que él sea su apoyo para entrar en el convento. Efectivamente, el barco que llevaba al religioso sale de Sóller con una fuerte tormenta que le impide llegar a Barcelona. Y regresa de nuevo a Valldemosa. El religioso ve que la profecía de la muchacha se ha cumplido y decide ayudarla plenamente. Va a hablar con los tíos y los convence. Catalina se marcha a Palma, para ir realizando las gestiones previas a su ingreso en un convento. Y, en tanto, se coloca como sirvienta en la casa de don Mateo Zaforteza Tagamanent y, en concreto, al servicio de una hija de este señor llamada Isabel. Las dos muchachas se cobran un fuerte cariño. Isabel la enseña a leer, escribir, bordar y otros trabajos. Catalina da más; Catalina habla de Dios, permanentemente, a Isabel. Y lleva una vida tan heroica, tan mortificada, que cae enferma. Los señores y sus hijos se turnan celosamente junto al lecho de la criada. Como si la criada fuese ahora la señora y ellos los honrados en servirla.
Y llega el momento de intentar, ya en serio, el ingreso en alguno de los conventos de Palma. El padre Castañeda los recorre, uno tras otro. Hay un grave inconveniente: Catalina carece de dote. Es totalmente pobre. Pero estos conventos son también necesitados. No pueden acoger a una aspirante que no traiga alguna ayuda... Convento de Santa Magdalena, de San Jerónimo, de Santa Margarita... Las noticias que el padre va llevando a Catalina son descorazonadoras. Catalina se refugia en la oración. Y reza tan intensamente que, cuando ya todo aparece perdido, los tres conventos a la vez, interesados por la descripción que de la joven les ha hecho el religioso, deciden pasar por alto el requisito de la dote. Y los tres conventos están dispuestos a admitir a Catalina Thomás.
Una tradición representa a Santa Catalina, sentada en una piedra del mercado, llorando tristemente su soledad. Y en aquella piedra, según la misma tradición, recibe Catalina la noticia de que ha sido admitida. Aún se conserva esta piedra, adosada al muro exterior de la sacristía, en la parroquia de San Nicolás, con una lápida —colocada en 1826— que lo acredita. Catalina, entonces, decide ingresar en el primero de los tres conventos visitados, el de Santa Magdalena.
A los dos meses y doce días de su ingreso, Catalina toma el velo blanco. Media ciudad de Palma, con su nobleza al frente, acude al acto, pues tanta es ya la fama de la muchacha. Enero de 1553.
Los años que vive Catalina en el convento palmesano serán casi ocultos. Pero como es tan difícil que la santidad pueda estar bajo el celemín, toda la ciudad acude a verla, a consultarle sus problemas, a encomendarse a sus oraciones, a pedirle consejo... Ella se resiste a salir al locutorio, se negaba a recibir regalos y cuando tenía que recibirlos, los daba a las demás monjas. Practicaba la pobreza, la obediencia, la castidad, siempre en grado heroico. La prelada decidió un día someterla a una prueba bien dura. En pleno verano, le ordenó que se saliese al patio y estuviera bajo el sol hasta nueva orden. Catalina no dice una sola palabra: va al lugar indicado y permanece allí varias horas, hasta que la superiora, admirada de su fortaleza, la manda llamar.
Catalina crece en amor y sabiduría. Sus éxtasis son cada vez más frecuentes e intensos. Algunos duran hasta días. En su celda se conserva aún la piedra sobre la que se arrodillaba y que muestra las hendiduras practicadas por tantísimas horas de oración en hinojos. Aunque ella procuraba ocultar, por humildad, estos regalos de Dios, era natural que sus hermanas se enterasen. Y la fama crecía.
Un día, Catalina recibe el aviso de Dios. Diez años antes de su muerte, supo cuándo sería llamada por el Señor. Y estuvo esperando ansiosamente este momento. La Dominica de Pasión de 1574, el 28 de marzo, Catalina entró en el locutorio donde estaba una hermana suya con una visita. Iba a despedirse —dijo—, pues se marchaba al cielo. Y efectivamente, al día siguiente, después de comulgar en éxtasis, mandó llamar al sacerdote porque se sentía morir. Los médicos dijeron que no la encontraban grave, pero el sacerdote acudió y apenas recibidos los sacramentos, mientras la superiora rezaba con ella las oraciones, tras haber pedido perdón a la madre y a las hermanas, cayó en un éxtasis al final del cual entregó su alma a Dios.
Lo demás, vendría por sus pies contados. El proceso de beatificación, la beatificación, el proceso siguiente y por fin la gloria de los altares. Con una particularidad. El fervor popular por Santa Catalina Thomás iría creciendo y manteniéndose de tal modo que, aunque ella murió en 1574, la beatificación se dicta —por Pío VI— en 1792 y la canonización —por Pío XI— en 1930. El cuerpo de Catalina Thomás se ha conservado incorrupto.
La vida de esta muchacha mallorquina es, ya lo decimos, un distinto camino de la santidad, Una santidad vivida con impresionante sencillez, con rotunda eficacia. Una santidad hecha de la elevación de la virtud al grado heroico. Y, al mismo tiempo, una santidad popular. En el alma de Mallorca sigue bien recio el amor por su santita criada, su santita pastora, su santita monja. Aunque el turismo no muestre su itinerario, está en el corazón de los mallorquines.
Las islas Baleares tienen santa en esta niña nacida alrededor del año 1530, y digo la fecha sin certeza porque los estudiosos de la historia no terminan de llegar a un acuerdo al respecto. Nació en una familia pobre formada por Jaime Thomás y Marquesina Gallard, en Valldemosa, esa población repleta hoy de turismo tantas veces extravagante y superficial.
En torno a la santa Catalina hay una densa y extensa leyenda dorada hecha por el cariño de los paisanos que fueron acumulando datos en torno a su figura. Puede ser que lo que fue comentario sobre sus cualidades, aficiones o deseos llegara a objetivarse en personajes unidos a su vida. No es posible deslindar los campos que pertenecen al mundo de la fantasía del que es propio de la realidad, porque, cuando se entra en el terreno de la acción divina en las personas, siempre queda la sospecha de lo posible e incluso de lo que se teme por el factor sobrenatural residente en la omnipotencia y el querer de Dios, máxime si faltan datos históricos plenamente comprobables.
Se habla en torno a su figura santa que tuvo visiones de Jesús crucificado y de Nuestra Señora; también se afirma que vino a verla santa Práxedes, san Antonio Abad, san Bruno y su especialmente amiga y protectora de toda la vida santa Catalina mártir. ¿Fueron sólo santos a los que tuvo gran devoción y que la gente exaltó con fervor popular hasta el punto de crear situaciones irreales de misticismo en Catalina Thomás? ¿Fueron efectivas, aunque no demostrables, las visiones de la santa? A la distancia de cuatro siglos, ¿quién se atreverá a negar o a afirmar los hechos, basados sólo en el dato de no ser frecuentes en los de a pie o de considerarlos muy repetitivos en ella? Parece que lo mejor que se puede hacer con sencillez es relatarlos como nos han llegado y dejar a la sensibilidad y sensatez del lector la interpretación.
Murieron pronto los padres de la chiquilla y unos tíos se ocuparon de ella. La llevaron a su propiedad de Son Gallart, como a unos diez kilómetros de Valldemosa, donde vivían como agricultores y ganaderos acomodados. Pronto empieza a cooperar en las faenas caseras propias de una familia campesina de la comarca: comidas y loza, ropa a lavar y coser, orden de la casa, atención a los criados, cuidado de animales y algún trabajo adicional de labranza; los domingos, a misa con la familia y poco más. Es verdad que algunas veces la echaban de menos cuando le tocaba ir al campo con el ganado -luego se ha sabido que eran momentos de especial disfrute de esa soledad tan acompañada en la contemplación y el diálogo-.
Conoció al eremita P. Castañeda que era un solitario del monte y bajaba a pedir lo poco que necesitaba para vivir. Un día fue a verlo al Oratorio de la Santísima Trinidad para contarle lo que hacía tiempo llevaba en el alma; ella quería ser religiosa, pero temía que sus tíos no lo entendieran. Y se confirmaron los temores. Hubo una resistencia tan grande que fue precisa la severa intervención del sacerdote para que le permitieran ir a Palma y estudiar la posibilidad.
Mientras se ven los conventos, entra en casa de la familia de Don Mateo Zaforteza como criada y chica para todo. Se produce buena simbiosis entre las dos mozas de la casa; Catalina aprende de la hija de Don Mateo a leer, a escribir y a bordar mientras que enseña a Isabel las cosas de Dios y el modo de tratarlo. Conventos hay, pero no la reciben. Existe una razón de peso en la época: los monasterios son pobres y no pueden facilitar la entrada a nadie sin dote. A la desesperanza lógica responde Catalina con más oración y con lágrimas que mojan la piedra para que el Señor y la Señora allanen las dificultades y abran las puertas como así sucedió al fin: cuatro conventos están dispuestos a recibirla pasando por alto la formalidad de la dote y ella elige al de Santa María Magdalena.
La payesita casi analfabeta tomó el velo en 1553. Es una monja más; hace el trabajo que le encargan que siempre es sencillo y nunca importante: cuidó la enfermería, la cocina, la despensa y el torno de comunicación con el exterior. Orden, oración intensa, mortificación habitual, caridad delicada, soledad, alegría y mucha paz. Cada vez va más gente a verla y siempre tiene una palabra animosa para la fidelidad al Evangelio. No hay mucho más en lo externo de Catalina, salvo que predijo el momento de su muerte que conoció diez años atrás. Estaba tan buena... pero dice que ya se va y quiso despedirse de Isabel, de su familia y de las monjas; avisado el médico, no diagnostica ninguna preocupante enfermedad; pero ella pide los sacramentos al capellán, entra en éxtasis y marchó al Cielo así, sin más.
Los mallorquines sabían bien que desde ese 28 de julio tienen santa protectora y conservan con veneración, cariño y algo de orgullo del bueno las reliquias del cuerpo incorrupto de Catalina Thomás. La canonizó el papa Pío XI en el año 1930.
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