El buen Simón de Betsaida, bronco y tierno como una ola del mar de su patria, fogoso y sencillo como un mílite de las legiones romanas, es una de las figuras más humanas v mas encantadoras que desfilaron por la órbita divina del Evangelio de Jesús de Nazaret. Con su barca y sus llaves, con sus dichos y sus hechos, con sus pecados y sus lágrimas, la personalidad histórica de San Pedro encuadra a todo el apostolado de los Doce y atrae por su fe ardiente y por su cálido humanismo la simpatía y el amor de todas las generaciones cristianas.
Ignoramos el año exacto del nacimiento de San Pedro, pero sí sabemos que nació en Betsaida, una aldea campesina y marinera tendida en la ribera occidental del lago Tiberiades, donde vivía con su esposa dedicado a las tareas salobres de la pesca. Su nombre de pila era el de Simón, y fue el mismo Jesucristo quien, en su primer encuentro con este pescador, le impuso el nuevo nombre de Cefas, que significa "Pedro" o “piedra". El evangelista San Juan nos narra el primer encuentro de Jesús con San Pedro con la santa simplicidad de estas palabras: “Andrés halla primero a su hermano Simón y le dice: Hemos hallado al Mesías. Llevóle a Jesús. Poniendo en él los ojos, dijo Jesús: Tú eres Simón, hijo de Juan; tú te llamarás Cefas" (lo. 1, 41-42). Jamás olvidaría Pedro de Betsaida esa mirada y esa delicadeza exquisita de Jesús. Tiempo adelante, el porvenir nos daría la clave y el sentido de este cambio de nombre y confirmaría el vaticinio de Jesús de Nazaret.
A pesar del laconismo biográfico del Evangelio, en sus páginas encontramos datos más que suficientes para formarnos una idea clara y cabal de la fisonomía moral del apóstol San Pedro. Vehemente y francote por temperamento, un poco o muchos pocos presuntuosillo, transparente y casi infantil en la manifestación de sus espontáneas y más íntimas reacciones psicológicas, encontramos en la veta de sus valores morales un alma bella, un gran corazón, una lealtad, una generosidad, unas calidades humanas tan tan entrañables y subyugantes que aún hoy, a distancia de siglos, la fragancia de su recuerdo perdura y atrae la simpatía y la confianza de las generaciones cristianas.
Al primer llamamiento vocacional de Jesús el corazón de Pedro, abierto siempre a todo lo grande y generoso, abandona todo lo que tenía. Poco, ciertamente; pero todo lo deja por seguir a Cristo con la confianza de un niño, el ardor de un soldado. Algo especial vio Jesús en la humanidad cálida y abierta del antiguo pescador de Betsaida, cuando, por un acto de su misericordiosa predilección, le elige para la misión de "pescador de hombres" (Lc. 5, 11), para ser la piedra fundamental de la Iglesia (Mt. 16, 18) y cabeza suprema de los doce apóstoles y de toda a cristiandad (lo. 21,15-17). Para ser el predilecto entre los tres apóstoles predilectos de Cristo, otorgándole la promesa y la garantía de una asistencia especial, a fin de que su fe no vacilara y confortara la de sus hermanos (Lc. 22,31).
Así fue, en efecto. A las puertas de Cesarea de Filipo, Cristo le promete el primado universal y supremo sobre toda la Iglesia; y más tarde, en el candor intacto de una mañana primaveral, junto a la orilla del Tiberíades, Cristo, ya resucitado, cumple esta promesa al conferirle el poder de apacentar a las ovejas y a los corderos de su grey. Aquella promesa fue el premio a la fe de San Pedro, y su cumplimiento fue realizado ante las pruebas de amor de Pedro hacia el Maestro y Pastor de todos los pastores. La fe ardiente y el amor profundo de Pedro a Jesús constituyen los trazos más destacados de su semblanza y de su vida toda. Basta evocar el recuerdo de estos pasajes evangélicos y de la vida de Pedro: su confesión en Cesarea de Filipo, su actitud después del discurso anunciador de la institución de la Eucaristía, en el lavatorio de los pies de los apóstoles en el Cenáculo, en el prendimiento de Jesús en el huerto de los Olivos, en las lágrimas amargas que empezó a derramar después de la caída de sus tres negaciones, en su carrera madrugadora hacia el sepulcro de José de Arimatea, en su lanzamiento al agua y entrega total de la pesca milagrosa para llegar pronto y obedecer sin regateos al Maestro, en la escena romana del Quo vadis?, en el testimonio y en la forma de su martirio.
Amor que fue siempre correspondido, y con predilección, por Jesucristo, como se transparenta —entre otras ocasiones— en el encargo expreso que las piadosas mujeres recibieron del ángel en el alba de la mañana de la Resurrección: "Decid a sus discípulos y a Pedro... (Mc. 16,7).” A Pedro, concreta, particular y principalmente: Tal vez el pobre San Pedro seguiría llorando amargamente su triple negación, sin que sus lágrimas pudieran borrar de la retina de sus ojos el reflejo de aquella dulce mirada de Jesús en el patio hebreo de la casa de Caifás. Tal vez, replegado en el regazo contrito de su dolor y de su cobardía, no se atreviera a acercarse al buen Jesús; sin embargo, Jesús le seguía amando y mantenía su promesa de levantar sobre Pedro el edificio colosal de la Iglesia católica.
Frente a los prejuicios sectarios y a las interpretaciones torcidas en torno a la designación de Pedro como jefe y maestro supremo y universal de la Iglesia, ahí están los documentos históricos del Evangelio y la actuación primacial de San Pedro en la vida interna y externa de la Iglesia. Los pasajes del capítulo 16 del evangelio de San Mateo y del capítulo 21 del evangelio de San Juan son tan claros que, ante su claridad solar, algunos debeladores del primado de San Pedro no tienen otra salida que el negar la autenticidad histórica de esos pasajes evangélicos. En conformidad con su sentido actuó siempre San Pedro, y todos los cristianos vieron en esta conducta la puesta en práctica de sus poderes, concedidos por Cristo y simbolizados en la entrega de las llaves del reino de los cielos al antiguo pescador de Betsaida.
Efectivamente, fue San Pedro quien anatematiza al primer heresiarca Simón Mago; quien recibe en Joppe la ilustración de Cristo en orden a la universalidad de la joven Iglesia y marcha a Cesarea a convertir al centurión romano Cornelio; quien preside y define la actitud dogmática de la Iglesia en el concilio de Jerusalén; quien propone a los fieles la elección del sustituto del traidor Judas en el Colegio Apostólico; quien en el día augural de Pentecostés se levanta, en nombre de todos, para arengar a la multitud y exponer la doctrina y el mensaje divino de Jesús; quien es consultado y obedecido por San Pablo, quien anuncia el castigo a Ananías y a Tafita, y es citado y ocupa siempre el primer lugar. Todos acuden a Pedro, y Pedro acude a todas partes, dejando con sólo la sombra de su cuerpo una estela de milagros, y abriendo con su palabra horizontes de luz, de unidad, de universalidad y de paz,
Esta posición y esta influencia de San Pedro dentro y fuera de la Iglesia fue el origen de su encarcelamiento en Jerusalén y de su sentencia de muerte dada por Herodes Agripa, el nieto de aquel Herodes degollador de los niños inocentes y sobrino de Herodes Antipas, el asesino del Bautista y burlador de Cristo en los días de la Pasión. El odio contra la naciente Iglesia se centraba ya en su primera cabeza visible, en San Pedro. La pluma de Lucas nos lo afirma en el libro de los Hechos de los Apóstoles, al decir: "Y entendiendo (Herodes Agripa) ser grato a los judíos, siguió adelante prendiendo también a Pedro" (Act. 12,3). Esta narración bíblica del prendimiento y liberación de San Pedro por un ángel, horas antes de la ejecución de la sentencia de su muerte, es todo un poema, una de las páginas más bellas, más emotivas, más realistas y de más fino sentido psicológico de la literatura universal al servicio de la verdad histórica. La Iglesia la recuerda y conmemora litúrgicamente en la fiesta de San Pedro ad víncula, y a ella remitimos al lector de este AÑO CRISTIANO.
Libertado por el ángel, Pedro salió de Jerusalén. El libro de los Hechos de los Apóstoles, después de la escena encantadora y realísima ocurrida en “la casa de María, la madre de Juan, apellidado Marcos", añade: "Y, partiendo de allí, se fue a otro lugar" (12,17). ¿Cuál es este lugar? ¿Adónde se dirigieron los pasos peregrinos de San Pedro recién liberado? ¿A Roma? ¿A Cesarea? ¿A Antioquía? Con certeza histórica no lo sabemos. Lo cierto es que a San Pedro volvemos a encontrarle en Antioquía; que una antigua tradición afirma que San Pedro fue el primer obispo de Antioquía; que la Iglesia admite y confirma esta tradición con la institución litúrgica de la fiesta de la Cátedra de San Pedro en Antioquía; que Eusebio, en su Historia Eclesiástica, nos dice que Evodio fue el segundo obispo de Antioquía y sucedió a San Pedro. ¿Fue a raíz de su milagrosa liberación de la cárcel de Jerusalén cuando Pedro fue por primera vez a Antioquía? ¿Había ido anteriormente, hacia el año 36,37, después de la muerte del protomártir San Esteban, a fundar la primera cristiandad antioqueña? Tampoco podemos contestar con certeza a estas preguntas, ni ofrece gran interés a los lectores del AÑO CRISTIANO la exposición de los últimos resultados de la investigación histórica acerca de estos detalles marginales en la gran trayectoria de la vida del apóstol San Pedro.
Más importancia teológica e histórica presenta y encierra el incidente de Antioquía aludido por San Pablo en su Epístola a los gálatas (2,11). Tiempos eran aquéllos en los que, por una parte, las formas de expresión del viejo culto judaico estaban más concretadas que en la nueva religión cristiana, y, por otra parte, los judíos cristianos de Jerusalén —especialmente los de procedencia farisea— abrigaban la ilusión de esperar en la joven Iglesia un simple florecimiento espiritualista y más lozano de la antigua sinagoga mosaica. Por ello, algunos judíos cristianos defendían que el mundo de la gentilidad sólo podía entrar en la Iglesia de Cristo pasando previamente por el Jordán de la circuncisión y la observancia total de la Ley de Moisés.
El problema era de fondo, no sólo de forma y de rito. Porque obligar a la circuncisión a los gentiles, y a la observancia de los ritos mosaicos, equivalía a reducir la Iglesia de Cristo a la estrechez nacionalista de la vieja sinagoga, a negar la universalidad de la redención por los méritos de Cristo, a hacer del cristianismo universal y universalista una religión de raza.
El aspecto dogmático y religioso de esta cuestión había sido ya resuelto, hacia el año 50, en el concilio de Jerusalén, al definir la no obligatoriedad de la circuncisión y de la observancia de la ley mosaica, y precisamente se había zanjado por la autoridad de San Pedro. Mas, en la práctica, seguían algunos judíos cristianos absteniéndose en las comidas de los manjares impuros según la ordenanza y el rito de la Ley de Moisés. Efectivamente, desde el punto de vista dogmático y teológico la cuestión estaba resuelta en el plano del pensamiento; pero la continuidad de su planteamiento, aun en el plano del rito y de la práctica, seguía presentando serios y graves peligros para la desviación doctrinal en torno a la unidad y universalidad de la Iglesia. El incidente ocurrido en Antioquía entre Pedro y Pablo fue originado por las condescendencias del gran corazón de San Pedro en el terreno de las conveniencias prácticas de la prudencia, no de los principios doctrinales de la Iglesia. San Pablo no era un hombre de medias tintas ni de términos medios, y en la condescendencia del corazón de San Pedro vio "una simulación" —así la califica— que en el orden de las conductas podría, por orgullo de raza, dar pretextos para seguir manteniendo, dentro de la catolicidad de la Iglesia, un muro de separación entre judíos y gentiles, como en el templo de Jerusalén. San Pablo no transigía ante estas condescendencias rituales de San Pedro, y el Espíritu Santo, que, por encima de todas las flaquezas, dirige a la Iglesia de Dios, facilitó los caminos a la expansión ecuménica del cristianismo. El muro que en el templo de Jerusalén separaba a los gentiles y judíos fue derrumbado para siempre. Sobre sus escombros y sus ruinas se levantan hoy, abiertas y campeadoras, las columnas berninianas la gran plaza romana, precisamente, de San Pedro.
La fantasía novelera de la Escuela de Tubincia se atrevió un día a lanzar por el mundo la especie de una oposición dogmática y de una indisciplina jerárquica entre ambos príncipes de la Iglesia. Hoy la misma crítica histórica contemporánea ha echado por tierra tal imputación, Pedro y Pablo, figuras cimeras de la Iglesia, almas hermanadas por una misma fe y un mismo amor, sellaron con la sangre del martirio sus nombres y sus vidas bajo los cielos de Roma. Por encima de sus distintos temperamentos, un mismo credo, un mismo amor, un mismo ideal, les unió en el combate y en la muerte, emparejando sus personas, tan íntimamente, que ya, desde los primeros tiempos de la Iglesia, aparecen juntos en el medallón de las catacumbas de Santa Domitila y en el más antiguo aún sarcófago de Junio Baso, hallado en la cripta del Vaticano,
Si los enemigos de la Iglesia han gastado tanta tinta en combatir la institución misma del Primado, mayores aún son sus ataques contra el hecho histórico-dogmático del Primado de Pedro y de sus sucesores en la cátedra de Roma. Frente a la claridad que brota de los documentos históricos en favor de las tesis católicas, se empeñan en afirmar que, tanto la institución del Primado en la Iglesia como su encarnación en la persona de Pedro y en el obispo de Roma, son productos puramente naturales de un proceso evolutivo histórico.
Ni el Evangelio ni la Iglesia temen a la verdad, y ahí están las realidades históricas proclamando la verdad católica en relación con el Primado de Pedro y de sus sucesores los papas. La Iglesia había de desarrollarse como el grano de mostaza y perpetuarse a través de los siglos. La indefectibilidad de la Iglesia exige una autoridad indefectible también, y para ello Cristo la cimentó en la piedra, en Cefas, en Pedro, y contra esa piedra ni han prevalecido ni prevalecerán las puertas del infierno. Dos mil años de historia vienen confirmando esta realidad, garantizada por la promesa de Cristo Dios (Mt. 16,18).
La estancia de San Pedro en Roma, su pontificado romano y su martirio en la Ciudad Eterna son hechos históricos hoy admitidos por todos los historiadores responsables y de buena fe. El mismo Harnack, nada sospechoso, llega a afirmar "que no merece el nombre de historiador el que se atreve a poner en duda esta verdad". La fecha de la misma llegada y la duración de la estancia en Roma de San Pedro son hoy cuestiones aún por dilucidar, así como la fecha exacta de su martirio en tiempos de Nerón.
¿Fue San Pedro el primer sembrador de la semilla evangélica en Roma? ¿Fueron los romanos residentes en Jerusalén en el día de Pentecostés, a quienes alude el libro de los Hechos de los Apóstoles (2,10) y convertidos a la fe de Cristo por el discurso de San Pedro? ¿Fueron los judíos dispersos de Jerusalén los que, con motivo de la persecución de Herodes Agripa, se alejaron hasta Roma y fundaron el primer núcleo de la cristiandad romana entre la numerosa colonia judía del Trastevere? Nada sabemos con certeza histórica sobre estas interrogaciones tan sugerentes.
El hecho cierto es que Pedro estuvo en Roma y que fue su primer obispo. Desde Roma escribió su primera carta a los fieles del Ponto, Galacia, Capadocia, Asia y Bitinia, fechada en Babilonia (5,13), nombre simbólico universalmente interpretado por Roma, la ciudad pagana sucesora o representante de la antigua Babilonia. Los testimonios de Clemente Romano, tercer sucesor de San Pedro en el pontificado romano; de Ignacio de, Antioquía, en su epístola dirigida a los romanos; de San Ireneo, en su tratado Contra todas las herejías, y recientemente las últimas excavaciones realizadas en la cripta de la basílica Vaticana, demuestran hasta la evidencia la estancia de San Pedro, su pontificado y el ejercicio de su jurisdicción primacial en Roma y en toda la Iglesia.
Roma y San Pedro son dos términos plenos de grandeza histórica, que se asocian espontáneamente en la inteligencia y en el corazón de todos los cristianos. Según una antiquísima tradición, el pontificado romano de San Pedro duró veinticinco años: "Annos Petri non videbis". Esta tradición viene a confirmar la opinión de los que afirman que la primera llegada de San Pedro a Roma aconteció hacia el año 42, y su martirio hacia el año 67. En efecto, el martirio de San Pedro ocurrió entre estas dos fechas extremas: entre el año 64, fecha del gran incendio de Roma, y el año 68, fecha de la muerte de Nerón. San Juan en su evangelio nos legó estas palabras de Jesucristo a San Pedro: "En verdad, en verdad te digo: Cuando eras más joven tú mismo te ceñías y andabas adonde querías; mas cuando hayas envejecido extenderás tus manos y otro te ceñirá y te llevará donde tú no quieras" (21, 18-19). Era una alusión delicada al martirio del apóstol.
En el verano del año 64 un gran incendio devastó gran parte de la ciudad de Roma. Mientras ocurría la gran catástrofe, Nerón —según escribe Tácito en sus Anales— cantaba en su teatro privado su poema acerca de la ruina de Troya, aspirando a la gloria de fundar una ciudad nueva que llevase su nombre. Esta actitud de Nerón dio ocasión al rumor popular de que el incendio de Roma había sido provocado por el propio emperador; Nerón acusó entonces a los cristianos como causantes y provocadores del incendio de Roma, y comenzó su sanguinaria persecución contra la Iglesia. Torrentes de sangre cristiana corrieron por el circo, por las cárceles, por las afueras de Roma. La leyenda, flor de la historia, ha recogido la escena enternecedora del Quo vadis, que la piedad y el arte cristiano nos recuerdan en la devota capilla romana del Quo vadis, erigida en el lugar donde Jesús se apareció a San Pedro, cuando huía de Roma despavorido por la persecución neroniana. Pedro pregunta al Maestro: "Señor, ¿adónde vas?". y el Señor le responde: "A Roma, para ser otra vez crucificado". Pedro comprende la significación y el alcance de este dulce reproche de Jesús, y retorna a la ciudad de su martirio.
Pronto es apresado por los esbirros de Nerón. El peregrino cristiano visita en Roma con profunda veneración la célebre cárcel Mamertina, donde fue preso San Pedro, y donde convirtió y bautizó a sus mismos carceleros, Proceso y Martiniano, futuros mártires de la fe cristiana,
Poco tiempo después el gran apóstol San Pedro moría clavado en la cruz, como su Maestro; pero, en conformidad con su propio deseo, cabeza abajo, dándonos con esta actitud una gran prueba de su humildad y de su amor a Cristo Jesús. Su sangre cayó cerca del obelisco de Nerón, en la colina vaticana, donde se levantó la antigua basílica Constantiniana y hoy se alza la gran basílica que lleva su nombre.
La tumba del gran apóstol San Pedro se yergue bajo la bóveda grandiosa del Bramante, el monumento más hermoso del orbe. Ante el altar de la confesión y de la tumba del apóstol arrodillémonos con veneración, y, a semejanza del viejo pescador de Betsaida, volvamos nuestro espíritu hacia Cristo Redentor, para repetir el eco de la fe y de la plegaria de San Pedro: "Tú eres Cristo, el Hijo del Dios viviente".
La Iglesia celebra con los máximos honores de su liturgia la fiesta de San Pedro, en el mismo día que la fiesta de San Pablo. Ellos fueron, y serán siempre, los Príncipes de los Apóstoles, Así los ha apellidado la Iglesia, así los invoca la fe y el arte de las generaciones cristianas.
Ignoramos el año exacto del nacimiento de San Pedro, pero sí sabemos que nació en Betsaida, una aldea campesina y marinera tendida en la ribera occidental del lago Tiberiades, donde vivía con su esposa dedicado a las tareas salobres de la pesca. Su nombre de pila era el de Simón, y fue el mismo Jesucristo quien, en su primer encuentro con este pescador, le impuso el nuevo nombre de Cefas, que significa "Pedro" o “piedra". El evangelista San Juan nos narra el primer encuentro de Jesús con San Pedro con la santa simplicidad de estas palabras: “Andrés halla primero a su hermano Simón y le dice: Hemos hallado al Mesías. Llevóle a Jesús. Poniendo en él los ojos, dijo Jesús: Tú eres Simón, hijo de Juan; tú te llamarás Cefas" (lo. 1, 41-42). Jamás olvidaría Pedro de Betsaida esa mirada y esa delicadeza exquisita de Jesús. Tiempo adelante, el porvenir nos daría la clave y el sentido de este cambio de nombre y confirmaría el vaticinio de Jesús de Nazaret.
A pesar del laconismo biográfico del Evangelio, en sus páginas encontramos datos más que suficientes para formarnos una idea clara y cabal de la fisonomía moral del apóstol San Pedro. Vehemente y francote por temperamento, un poco o muchos pocos presuntuosillo, transparente y casi infantil en la manifestación de sus espontáneas y más íntimas reacciones psicológicas, encontramos en la veta de sus valores morales un alma bella, un gran corazón, una lealtad, una generosidad, unas calidades humanas tan tan entrañables y subyugantes que aún hoy, a distancia de siglos, la fragancia de su recuerdo perdura y atrae la simpatía y la confianza de las generaciones cristianas.
Al primer llamamiento vocacional de Jesús el corazón de Pedro, abierto siempre a todo lo grande y generoso, abandona todo lo que tenía. Poco, ciertamente; pero todo lo deja por seguir a Cristo con la confianza de un niño, el ardor de un soldado. Algo especial vio Jesús en la humanidad cálida y abierta del antiguo pescador de Betsaida, cuando, por un acto de su misericordiosa predilección, le elige para la misión de "pescador de hombres" (Lc. 5, 11), para ser la piedra fundamental de la Iglesia (Mt. 16, 18) y cabeza suprema de los doce apóstoles y de toda a cristiandad (lo. 21,15-17). Para ser el predilecto entre los tres apóstoles predilectos de Cristo, otorgándole la promesa y la garantía de una asistencia especial, a fin de que su fe no vacilara y confortara la de sus hermanos (Lc. 22,31).
Así fue, en efecto. A las puertas de Cesarea de Filipo, Cristo le promete el primado universal y supremo sobre toda la Iglesia; y más tarde, en el candor intacto de una mañana primaveral, junto a la orilla del Tiberíades, Cristo, ya resucitado, cumple esta promesa al conferirle el poder de apacentar a las ovejas y a los corderos de su grey. Aquella promesa fue el premio a la fe de San Pedro, y su cumplimiento fue realizado ante las pruebas de amor de Pedro hacia el Maestro y Pastor de todos los pastores. La fe ardiente y el amor profundo de Pedro a Jesús constituyen los trazos más destacados de su semblanza y de su vida toda. Basta evocar el recuerdo de estos pasajes evangélicos y de la vida de Pedro: su confesión en Cesarea de Filipo, su actitud después del discurso anunciador de la institución de la Eucaristía, en el lavatorio de los pies de los apóstoles en el Cenáculo, en el prendimiento de Jesús en el huerto de los Olivos, en las lágrimas amargas que empezó a derramar después de la caída de sus tres negaciones, en su carrera madrugadora hacia el sepulcro de José de Arimatea, en su lanzamiento al agua y entrega total de la pesca milagrosa para llegar pronto y obedecer sin regateos al Maestro, en la escena romana del Quo vadis?, en el testimonio y en la forma de su martirio.
Amor que fue siempre correspondido, y con predilección, por Jesucristo, como se transparenta —entre otras ocasiones— en el encargo expreso que las piadosas mujeres recibieron del ángel en el alba de la mañana de la Resurrección: "Decid a sus discípulos y a Pedro... (Mc. 16,7).” A Pedro, concreta, particular y principalmente: Tal vez el pobre San Pedro seguiría llorando amargamente su triple negación, sin que sus lágrimas pudieran borrar de la retina de sus ojos el reflejo de aquella dulce mirada de Jesús en el patio hebreo de la casa de Caifás. Tal vez, replegado en el regazo contrito de su dolor y de su cobardía, no se atreviera a acercarse al buen Jesús; sin embargo, Jesús le seguía amando y mantenía su promesa de levantar sobre Pedro el edificio colosal de la Iglesia católica.
Frente a los prejuicios sectarios y a las interpretaciones torcidas en torno a la designación de Pedro como jefe y maestro supremo y universal de la Iglesia, ahí están los documentos históricos del Evangelio y la actuación primacial de San Pedro en la vida interna y externa de la Iglesia. Los pasajes del capítulo 16 del evangelio de San Mateo y del capítulo 21 del evangelio de San Juan son tan claros que, ante su claridad solar, algunos debeladores del primado de San Pedro no tienen otra salida que el negar la autenticidad histórica de esos pasajes evangélicos. En conformidad con su sentido actuó siempre San Pedro, y todos los cristianos vieron en esta conducta la puesta en práctica de sus poderes, concedidos por Cristo y simbolizados en la entrega de las llaves del reino de los cielos al antiguo pescador de Betsaida.
Efectivamente, fue San Pedro quien anatematiza al primer heresiarca Simón Mago; quien recibe en Joppe la ilustración de Cristo en orden a la universalidad de la joven Iglesia y marcha a Cesarea a convertir al centurión romano Cornelio; quien preside y define la actitud dogmática de la Iglesia en el concilio de Jerusalén; quien propone a los fieles la elección del sustituto del traidor Judas en el Colegio Apostólico; quien en el día augural de Pentecostés se levanta, en nombre de todos, para arengar a la multitud y exponer la doctrina y el mensaje divino de Jesús; quien es consultado y obedecido por San Pablo, quien anuncia el castigo a Ananías y a Tafita, y es citado y ocupa siempre el primer lugar. Todos acuden a Pedro, y Pedro acude a todas partes, dejando con sólo la sombra de su cuerpo una estela de milagros, y abriendo con su palabra horizontes de luz, de unidad, de universalidad y de paz,
Esta posición y esta influencia de San Pedro dentro y fuera de la Iglesia fue el origen de su encarcelamiento en Jerusalén y de su sentencia de muerte dada por Herodes Agripa, el nieto de aquel Herodes degollador de los niños inocentes y sobrino de Herodes Antipas, el asesino del Bautista y burlador de Cristo en los días de la Pasión. El odio contra la naciente Iglesia se centraba ya en su primera cabeza visible, en San Pedro. La pluma de Lucas nos lo afirma en el libro de los Hechos de los Apóstoles, al decir: "Y entendiendo (Herodes Agripa) ser grato a los judíos, siguió adelante prendiendo también a Pedro" (Act. 12,3). Esta narración bíblica del prendimiento y liberación de San Pedro por un ángel, horas antes de la ejecución de la sentencia de su muerte, es todo un poema, una de las páginas más bellas, más emotivas, más realistas y de más fino sentido psicológico de la literatura universal al servicio de la verdad histórica. La Iglesia la recuerda y conmemora litúrgicamente en la fiesta de San Pedro ad víncula, y a ella remitimos al lector de este AÑO CRISTIANO.
Libertado por el ángel, Pedro salió de Jerusalén. El libro de los Hechos de los Apóstoles, después de la escena encantadora y realísima ocurrida en “la casa de María, la madre de Juan, apellidado Marcos", añade: "Y, partiendo de allí, se fue a otro lugar" (12,17). ¿Cuál es este lugar? ¿Adónde se dirigieron los pasos peregrinos de San Pedro recién liberado? ¿A Roma? ¿A Cesarea? ¿A Antioquía? Con certeza histórica no lo sabemos. Lo cierto es que a San Pedro volvemos a encontrarle en Antioquía; que una antigua tradición afirma que San Pedro fue el primer obispo de Antioquía; que la Iglesia admite y confirma esta tradición con la institución litúrgica de la fiesta de la Cátedra de San Pedro en Antioquía; que Eusebio, en su Historia Eclesiástica, nos dice que Evodio fue el segundo obispo de Antioquía y sucedió a San Pedro. ¿Fue a raíz de su milagrosa liberación de la cárcel de Jerusalén cuando Pedro fue por primera vez a Antioquía? ¿Había ido anteriormente, hacia el año 36,37, después de la muerte del protomártir San Esteban, a fundar la primera cristiandad antioqueña? Tampoco podemos contestar con certeza a estas preguntas, ni ofrece gran interés a los lectores del AÑO CRISTIANO la exposición de los últimos resultados de la investigación histórica acerca de estos detalles marginales en la gran trayectoria de la vida del apóstol San Pedro.
Más importancia teológica e histórica presenta y encierra el incidente de Antioquía aludido por San Pablo en su Epístola a los gálatas (2,11). Tiempos eran aquéllos en los que, por una parte, las formas de expresión del viejo culto judaico estaban más concretadas que en la nueva religión cristiana, y, por otra parte, los judíos cristianos de Jerusalén —especialmente los de procedencia farisea— abrigaban la ilusión de esperar en la joven Iglesia un simple florecimiento espiritualista y más lozano de la antigua sinagoga mosaica. Por ello, algunos judíos cristianos defendían que el mundo de la gentilidad sólo podía entrar en la Iglesia de Cristo pasando previamente por el Jordán de la circuncisión y la observancia total de la Ley de Moisés.
El problema era de fondo, no sólo de forma y de rito. Porque obligar a la circuncisión a los gentiles, y a la observancia de los ritos mosaicos, equivalía a reducir la Iglesia de Cristo a la estrechez nacionalista de la vieja sinagoga, a negar la universalidad de la redención por los méritos de Cristo, a hacer del cristianismo universal y universalista una religión de raza.
El aspecto dogmático y religioso de esta cuestión había sido ya resuelto, hacia el año 50, en el concilio de Jerusalén, al definir la no obligatoriedad de la circuncisión y de la observancia de la ley mosaica, y precisamente se había zanjado por la autoridad de San Pedro. Mas, en la práctica, seguían algunos judíos cristianos absteniéndose en las comidas de los manjares impuros según la ordenanza y el rito de la Ley de Moisés. Efectivamente, desde el punto de vista dogmático y teológico la cuestión estaba resuelta en el plano del pensamiento; pero la continuidad de su planteamiento, aun en el plano del rito y de la práctica, seguía presentando serios y graves peligros para la desviación doctrinal en torno a la unidad y universalidad de la Iglesia. El incidente ocurrido en Antioquía entre Pedro y Pablo fue originado por las condescendencias del gran corazón de San Pedro en el terreno de las conveniencias prácticas de la prudencia, no de los principios doctrinales de la Iglesia. San Pablo no era un hombre de medias tintas ni de términos medios, y en la condescendencia del corazón de San Pedro vio "una simulación" —así la califica— que en el orden de las conductas podría, por orgullo de raza, dar pretextos para seguir manteniendo, dentro de la catolicidad de la Iglesia, un muro de separación entre judíos y gentiles, como en el templo de Jerusalén. San Pablo no transigía ante estas condescendencias rituales de San Pedro, y el Espíritu Santo, que, por encima de todas las flaquezas, dirige a la Iglesia de Dios, facilitó los caminos a la expansión ecuménica del cristianismo. El muro que en el templo de Jerusalén separaba a los gentiles y judíos fue derrumbado para siempre. Sobre sus escombros y sus ruinas se levantan hoy, abiertas y campeadoras, las columnas berninianas la gran plaza romana, precisamente, de San Pedro.
La fantasía novelera de la Escuela de Tubincia se atrevió un día a lanzar por el mundo la especie de una oposición dogmática y de una indisciplina jerárquica entre ambos príncipes de la Iglesia. Hoy la misma crítica histórica contemporánea ha echado por tierra tal imputación, Pedro y Pablo, figuras cimeras de la Iglesia, almas hermanadas por una misma fe y un mismo amor, sellaron con la sangre del martirio sus nombres y sus vidas bajo los cielos de Roma. Por encima de sus distintos temperamentos, un mismo credo, un mismo amor, un mismo ideal, les unió en el combate y en la muerte, emparejando sus personas, tan íntimamente, que ya, desde los primeros tiempos de la Iglesia, aparecen juntos en el medallón de las catacumbas de Santa Domitila y en el más antiguo aún sarcófago de Junio Baso, hallado en la cripta del Vaticano,
Si los enemigos de la Iglesia han gastado tanta tinta en combatir la institución misma del Primado, mayores aún son sus ataques contra el hecho histórico-dogmático del Primado de Pedro y de sus sucesores en la cátedra de Roma. Frente a la claridad que brota de los documentos históricos en favor de las tesis católicas, se empeñan en afirmar que, tanto la institución del Primado en la Iglesia como su encarnación en la persona de Pedro y en el obispo de Roma, son productos puramente naturales de un proceso evolutivo histórico.
Ni el Evangelio ni la Iglesia temen a la verdad, y ahí están las realidades históricas proclamando la verdad católica en relación con el Primado de Pedro y de sus sucesores los papas. La Iglesia había de desarrollarse como el grano de mostaza y perpetuarse a través de los siglos. La indefectibilidad de la Iglesia exige una autoridad indefectible también, y para ello Cristo la cimentó en la piedra, en Cefas, en Pedro, y contra esa piedra ni han prevalecido ni prevalecerán las puertas del infierno. Dos mil años de historia vienen confirmando esta realidad, garantizada por la promesa de Cristo Dios (Mt. 16,18).
La estancia de San Pedro en Roma, su pontificado romano y su martirio en la Ciudad Eterna son hechos históricos hoy admitidos por todos los historiadores responsables y de buena fe. El mismo Harnack, nada sospechoso, llega a afirmar "que no merece el nombre de historiador el que se atreve a poner en duda esta verdad". La fecha de la misma llegada y la duración de la estancia en Roma de San Pedro son hoy cuestiones aún por dilucidar, así como la fecha exacta de su martirio en tiempos de Nerón.
¿Fue San Pedro el primer sembrador de la semilla evangélica en Roma? ¿Fueron los romanos residentes en Jerusalén en el día de Pentecostés, a quienes alude el libro de los Hechos de los Apóstoles (2,10) y convertidos a la fe de Cristo por el discurso de San Pedro? ¿Fueron los judíos dispersos de Jerusalén los que, con motivo de la persecución de Herodes Agripa, se alejaron hasta Roma y fundaron el primer núcleo de la cristiandad romana entre la numerosa colonia judía del Trastevere? Nada sabemos con certeza histórica sobre estas interrogaciones tan sugerentes.
El hecho cierto es que Pedro estuvo en Roma y que fue su primer obispo. Desde Roma escribió su primera carta a los fieles del Ponto, Galacia, Capadocia, Asia y Bitinia, fechada en Babilonia (5,13), nombre simbólico universalmente interpretado por Roma, la ciudad pagana sucesora o representante de la antigua Babilonia. Los testimonios de Clemente Romano, tercer sucesor de San Pedro en el pontificado romano; de Ignacio de, Antioquía, en su epístola dirigida a los romanos; de San Ireneo, en su tratado Contra todas las herejías, y recientemente las últimas excavaciones realizadas en la cripta de la basílica Vaticana, demuestran hasta la evidencia la estancia de San Pedro, su pontificado y el ejercicio de su jurisdicción primacial en Roma y en toda la Iglesia.
Roma y San Pedro son dos términos plenos de grandeza histórica, que se asocian espontáneamente en la inteligencia y en el corazón de todos los cristianos. Según una antiquísima tradición, el pontificado romano de San Pedro duró veinticinco años: "Annos Petri non videbis". Esta tradición viene a confirmar la opinión de los que afirman que la primera llegada de San Pedro a Roma aconteció hacia el año 42, y su martirio hacia el año 67. En efecto, el martirio de San Pedro ocurrió entre estas dos fechas extremas: entre el año 64, fecha del gran incendio de Roma, y el año 68, fecha de la muerte de Nerón. San Juan en su evangelio nos legó estas palabras de Jesucristo a San Pedro: "En verdad, en verdad te digo: Cuando eras más joven tú mismo te ceñías y andabas adonde querías; mas cuando hayas envejecido extenderás tus manos y otro te ceñirá y te llevará donde tú no quieras" (21, 18-19). Era una alusión delicada al martirio del apóstol.
En el verano del año 64 un gran incendio devastó gran parte de la ciudad de Roma. Mientras ocurría la gran catástrofe, Nerón —según escribe Tácito en sus Anales— cantaba en su teatro privado su poema acerca de la ruina de Troya, aspirando a la gloria de fundar una ciudad nueva que llevase su nombre. Esta actitud de Nerón dio ocasión al rumor popular de que el incendio de Roma había sido provocado por el propio emperador; Nerón acusó entonces a los cristianos como causantes y provocadores del incendio de Roma, y comenzó su sanguinaria persecución contra la Iglesia. Torrentes de sangre cristiana corrieron por el circo, por las cárceles, por las afueras de Roma. La leyenda, flor de la historia, ha recogido la escena enternecedora del Quo vadis, que la piedad y el arte cristiano nos recuerdan en la devota capilla romana del Quo vadis, erigida en el lugar donde Jesús se apareció a San Pedro, cuando huía de Roma despavorido por la persecución neroniana. Pedro pregunta al Maestro: "Señor, ¿adónde vas?". y el Señor le responde: "A Roma, para ser otra vez crucificado". Pedro comprende la significación y el alcance de este dulce reproche de Jesús, y retorna a la ciudad de su martirio.
Pronto es apresado por los esbirros de Nerón. El peregrino cristiano visita en Roma con profunda veneración la célebre cárcel Mamertina, donde fue preso San Pedro, y donde convirtió y bautizó a sus mismos carceleros, Proceso y Martiniano, futuros mártires de la fe cristiana,
Poco tiempo después el gran apóstol San Pedro moría clavado en la cruz, como su Maestro; pero, en conformidad con su propio deseo, cabeza abajo, dándonos con esta actitud una gran prueba de su humildad y de su amor a Cristo Jesús. Su sangre cayó cerca del obelisco de Nerón, en la colina vaticana, donde se levantó la antigua basílica Constantiniana y hoy se alza la gran basílica que lleva su nombre.
La tumba del gran apóstol San Pedro se yergue bajo la bóveda grandiosa del Bramante, el monumento más hermoso del orbe. Ante el altar de la confesión y de la tumba del apóstol arrodillémonos con veneración, y, a semejanza del viejo pescador de Betsaida, volvamos nuestro espíritu hacia Cristo Redentor, para repetir el eco de la fe y de la plegaria de San Pedro: "Tú eres Cristo, el Hijo del Dios viviente".
La Iglesia celebra con los máximos honores de su liturgia la fiesta de San Pedro, en el mismo día que la fiesta de San Pablo. Ellos fueron, y serán siempre, los Príncipes de los Apóstoles, Así los ha apellidado la Iglesia, así los invoca la fe y el arte de las generaciones cristianas.
Hacia el año 18 de nuestra era, un joven de poco mas de quince años, judío de raza, de la tribu de Benjamin, llamado Saúl (o Saulo), dejaba su ciudad natal de Tarso de Cilicia y se hacía a la mar rumbo a Jerusalén. De una manera en parte imaginaria en parte real llevaba consigo cinco acompañantes invisibles cuya síntesis constituía la personalidad del joven viajero.
El primer compañero de viaje era un ciudadano romano. Saúl era súbdito de aquel gran Imperio; tenía, además, el derecho de ciudadanía por nacimiento y sabía acogerse, si había lugar, a las prerrogativas que este título le confería. Junto al ciudadano romano había en Saúl un griego. Se expresaba en esta lengua, que era la que se hablaba en Tarso, con corrección y con agilidad. Estaba acostumbrado a oír fragmentos de los poetas helénicos, a hablar de las competiciones atléticas en el estadio y a contemplar el esplendor externo y la belleza de formas de aquella cultura deslumbradora. El tercer viandante invisible era un obrero. "El que no enseña a su hijo un oficio le hace ladrón", se decía entre los judíos. Y el padre de Saúl, aunque era, al parecer, un acomodado comerciante de paños, quiso que su hijo aprendiera desde muy joven el oficio de tejedor de lonas para tiendas de campaña. De la imaginaria comitiva formaba parte también un fariseo. Fariseo e hijo de fariseos era Saúl, y, como tal, pegado hasta lo inverosímil a las tradiciones de sus mayores, capaz de recorrer el cielo y la tierra para hacer un prosélito, de dura cerviz en sus empresas para no ceder ante los obstáculos, anhelante por la venida del Mesías liberador del yugo extranjero y guardador de la Ley hasta en sus mínimos detalles externos. El último acompañante de Saulo era un sincero y afanoso buscador de la verdad. Ya junto a los rabinos tarsenses la había buscado en la lectura de la Tora (Ley) primero. y luego en el estudio de la Mishnáh (tradición oral). Pero su alma anhelaba un conocimiento mayor de la suprema verdad, que es Dios, y su palabra revelada.
Ese era justamente el motivo de su viaje. Al emprenderlo no soñaba en otra cosa que en poder oír las doctas explicaciones del prestigioso Gamaliel, jefe de la escuela de Hillel, miembro destacado del Sanedrín y rabino famoso entre los famosos. Varios años pasó en aquella escuela, rival de la de Schammai, estudiando la Haggada, esto es, el dogma e historia del Antiguo Testamento. Al cabo de aquel tiempo la Escritura no tenía secretos para él. La sabía en gran parte de memoria, no sólo en el original hebreo, sino también según la versión griega de los Setenta. Años más tarde, cuando en sus viajes no le era dado llevar consigo los voluminosos rollos sagrados, podría citar de memoria con facilidad textos y más textos de la Ley.
No sabemos a punto fijo qué hizo y adónde fue Saulo cuando terminó sus estudios en Jerusalén. Parece indiscutible que no estaba en Palestina durante los años del ministerio público de Cristo, a quien, por consiguiente, no pudo conocer antes de su ascensión. Pero sí sabemos que, cuando tenía unos treinta años de edad, Saulo volvía a estar en la Ciudad Santa, si bien no en calidad de estudiante, sino como fariseo exaltado al rojo vivo.
Un día, estando en la sinagoga de los de Cilicia, cuando oyó que el diácono Esteban, después de un discurso, a su juicio, indignante, terminaba llamando a los judíos "duros de cerviz e incircuncisos de corazón", y proclamando Mesías a un crucificado, herido por el escándalo de la cruz, cerró sus puños “lleno de rabia" y "rechinó de dientes contra él" con los demás fariseos asistentes. Y cuando, al poco rato, el vehemente diácono moría apedreado, Saulo animaba a los improvisados verdugos y custodiaba sus vestiduras. A partir de aquel momento, "respirando amenazas de muerte" contra todos los cristianos, se dedicaba a buscarlos en sus propias casas para hacerlos encarcelar.
Con todo, los días de aquel ofuscado fariseo que vivía en el alma de Saulo y la tiranizaba estaban contados. Camino de Damasco, iba a morir ahogado por una impetuosa catarata de gracia divina. Y, al morir el fariseo, nacería para la Iglesia y la historia el gran Apóstol. Los demás estratos del alma paulina quedaron intactos, si bien perfeccionados por la gracia. A lo largo de su densa vida volverán a aparecer uno tras otro, aunque en orden inverso y sustituyendo al fariseo muerto el apóstol vivo.
Saulo seguía siendo un buscador de la verdad. Pero no ya de aquella verdad pequeña y estrecha compuesta de mil fragmentos diminutos de verdad de que se componía la doctrina de los fariseos, sino de la Verdad infinita, de la Verdad hecha hombre en Aquel que dijo: “Yo soy la verdad".
En efecto. Terminada su estancia junto a aquel judío llamado Judas que le hospedó en su casa de la calle Recta de Damasco, Saúl, sin pedir consejo a la carne ni a la sangre, se marchó a Arabia. Allí, lejos de la persecución de sus antiguos correligionarios, tendría recogimiento, soledad y paz para ahondar en aquella Verdad que había encontrado, reflexionando, meditando y orando. Allí llegaría a su plenitud la gran metamorfosis espiritual del alma de Saulo: Cristo, el blanco de sus odios más cordiales, acabaría siendo el ideal total de su vida; el fariseo estrecho y rencoroso dejaría paso al apóstol generoso y anhelante. Todo esto fue realizándose lenta y silenciosamente en aquel retiro espiritual de casi tres años de duración que Saulo hizo en Arabia, acaso en las laderas del Sinaí, y en el que abundarían las ilustraciones interiores y las comunicaciones de Dios.
Pero esa búsqueda afanosa de luz no había terminado. La Verdad tenía sobre la tierra un oráculo; Cristo había dejado en el mundo un Vicario. Y Saulo, haciendo escala en Damasco, de donde tuvo que huir de noche descolgado por la muralla en una espuerta, fue a Jerusalén, en la que a la sazón se encontraba Pedro, el antiguo pescador de Galilea.
Desde el primer momento quiso unirse a los cristianos, pero éstos huían de él. ¿No sería aquélla una conversión simulada, una hábil estratagema para conocer mejor los secretos de la cristiandad naciente y ahogarla en su cuna? La mayoría así lo sospechaba. Pero Dios puso pronto en contacto con él a Bernabé, hombre que calaba hondo en los espíritus y vio en Saulo un alma privilegiada. Presentó el neoconverso a Cefas y le contó lo sucedido. Este le invitó con amorosa insistencia a que se quedara con él en casa de la hospitalaria María, la madre de Marcos, el futuro evangelista, sobrino de Bernabé. Allí estuvo Saúl quince días bebiendo a boca llena la verdad en aquella nueva fuente que Dios ponía en su camino: la primitiva tradición cristiana llegaba hasta él por la boca más autorizada, la del pastor primero de la cristiandad.
Y empezó Saulo en Jerusalén a dar testimonio de la verdad. Pero su predicación, en vez de provocar conversiones, levantó tempestades. A los pocos días los judíos resolvieron quitarle de en medio dándole muerte, como un día a Esteban. Amargado con este fracaso fue un día al Templo, donde, estando en oración, tuvo un éxtasis:
—Date prisa y sal pronto de Jerusalén... —le decía el Señor.
—Pero si ellos saben que yo era el que perseguía y encarcelaba...
—Vete pronto, porque yo quiero enviarte a naciones lejanas.
Ante la inminencia del peligro los cristianos de Jerusalén, para salvarle la vida, “llevaron a Saúl hasta Cesarea y de allí lo enviaron a Tarso", seguramente por vía marítima. Unos cinco años estuvo esta vez en su ciudad natal. ¿Qué hacía allí entretanto? Esperar sin desasosiego la hora de su apostolado y, mientras esperaba, continuar llenándose de la verdad que había encontrado.
La llamada de Dios no se hizo esperar. Un día se presentó en Tarso Bernabé. Iba a buscar a Saulo para llevárselo consigo a Antioquía. Saulo accedió y por espacio de un año estuvo junto a Bernabé instruyendo a la pujante cristiandad antioqueña, que iba a ser durante algún tiempo el centro de la joven Iglesia. En efecto. La persecución de Herodes Agripa había hecho desaparecer de Jerusalén a los directores de aquélla. Santiago cayó al filo de la espada; Pedro, liberado milagrosamente de la cárcel, salió también de la ciudad deicida y se dirigió a otro lugar, probablemente a Roma. Juan Marcos se marchó a Antioquía.
Un día estaba reunida la cristiandad de esta ciudad y, "mientras celebraban la liturgia en honor del Señor y guardaban los ayunos, dijo el Espíritu Santo, por boca de uno de los que tenían dones carismáticos: Segregadme a Bernabé y a Saulo para la obra a que los tengo llamados". La hora había sonado definitivamente. El vaso de elección se iba a derramar sobre los gentiles. Por eso los ancianos de aquella comunidad, después de orar y ayunar, les impusieron las manos y les dieron el abrazo de despedida. Y empezaron los viajes apostólicos de Saulo. En el primero, junto con Bernabé, visitó la isla de Chipre y luego, desembarcando en Panfilia, evangelizó algunas ciudades del Asia Menor y regresó a Antioquía, pero con un nombre nuevo: Pablo. Desde que en esta primera correría convirtió en Pafos al procónsul Sergio Paulo no volvió a usar su nombre antiguo. En el segundo y tercer viaje no sólo evangelizó el Asia Menor, sino que llegó a Europa. Su celo impetuoso no le dejaba reposar. En todas partes empezaba predicando a los judíos para hacer oír luego su palabra a los gentiles. Su apostolado le originaba por doquier persecuciones y peligros. El mismo hace un recuento de ellos cuando en el tercer viaje escribe desde Macedonia su segunda carta a los corintios: "Cinco veces —dice— recibí de los judíos cuarenta azotes menos uno. Tres veces fui azotado con varas, una vez fui apedreado, tres veces padecí naufragio, un día y una noche pasé en los abismos del mar; muchas veces en viajes me vi en peligros de ríos, peligros de ladrones, peligros de los de mi linaje, peligros de los gentiles, peligros en la ciudad, peligros en el desierto, peligros en el mar, peligros en los falsos hermanos, trabajos y miserias en prolongadas vigilias, en hambre y sed, en ayunos frecuentes, en frío y desnudez; esto sin hablar de otras cosas, de mis cuidados de cada día, de la preocupación por todas las iglesias. ¿Quién desfallece que yo no desfallezca? ¿Quién se escandaliza que yo no me abrase?"
Pero en medio de todos estos afanes Pablo "estaba lleno de consuelo y rebosaba gozo en todas sus tribulaciones". Es que llevaba a Cristo en su alma y tenía al mundo bajo sus pies; es que "su vida para él era Cristo y morir para él era un negocio"; es que se sentía "clavado en la cruz con Cristo hasta el punto de que ya no era él propiamente el que vivía, sino que era Cristo el que vivía en él”.
Durante aquellos ministerios Pablo sabía rebajarse a otros más humildes menesteres. Aquel oficio de tejedor que había aprendido en Tarso le dio en más de una ocasión el medio de ganarse el sustento sin ser gravoso a nadie. Cuando en su segundo viaje llegó a Corinto, al encontrarse allí con el judío Aquila que había salido de Roma a consecuencia del decreto dado por Claudio, se unió a él "porque era del mismo oficio, y se quedó en su casa y trabajaban juntos en la fabricación de lonas”. En el trabajo manual encontraba Pablo no sólo su sustento, sino una fuente de recursos para obras de caridad. Por eso, años más tarde, estando en Efeso, pudo decir en presencia de toda la asamblea, mostrando al mismo tiempo sus manos encallecidas: "No he codiciado plata, oro ni vestido de nadie. Vosotros sabéis que a mis necesidades y a las de los que me acompañaban han suministrado estas manos. En todo os he dado ejemplo, mostrándoos cómo trabajando así socorráis a los necesitados, recordando las palabras del Señor, Jesús, que él mismo dijo: "Mejor es dar que recibir".
Más duro había sido, ciertamente, el acento con que nuestro apóstol tejedor había dicho en su carta a los fieles de Tesalónica, para reprimir su ociosidad y vagancia: "El que no quiere trabajar, que no coma".
Nadie crea que, por estar encallecidas las manos de Pablo por el áspero contacto de los pelos de cabra con que fabricaba sus lonas, se había embotado la sutil penetración de su inteligencia, desarrollada en el ambiente de la cultura helenística. En su segundo viaje Pablo fue a la cuna y emporio de aquella refinada civilización, la sabia Atenas. Allí, al oírle algunos filósofos estoicos y epicúreos, le llevaron al Areópago para que les expusiese su doctrina. Ante aquella doctísima asamblea Pablo, con gran serenidad y aplomo, "puesto en pie“, pronunció un discurso modelo de fina habilidad y prueba de su honda cultura helénica.
"Atenienses —les dijo—, veo que sois sobremanera religiosos, porque, al pasar y contemplar los objetos de vuestro culto, he hallado un altar en el que está escrito: "Al Dios desconocido". Pues ese que sin conocerlo veneráis es el que yo os anuncio. El Dios que hizo el mundo y todas las cosas que hay en él, ése, siendo señor del cielo y de la tierra, no habita en templos hechos por mano de hombre... Él hizo de uno todo el linaje humano para poblar toda la haz de la tierra..., para que busquen a Dios y le hallen, que no está lejos de nosotros, porque “en él vivimos, nos movemos y existimos", como alguno de vuestros poetas ha dicho: "porque somos linaje suyo"... Después de esta alusión a un hexámetro del poema Minos, de Epiménides, y de la cita del verso del poema Fenómenos, de Arato, pasó a impugnar la idolatría, y hubiera seguido exponiendo en una segunda parte la revelación de Dios por medio de Jesucristo, cuya misión, dijo, “quedaba acreditada ante todos por su resurrección de entre los muertos”, si la mayoría de sus oyentes no hubiera tomado a risa sus últimas palabras sobre la resurrección. Ante esta actitud Pablo abandonó el Areópago; pero no había sido del todo baldía la siembra: "Dionisio el Areopagita, una mujer de nombre Dámaris y otros más" creyeron en las palabras de Pablo y le siguieron.
Pablo adoctrinó con insistencia las tierras de Grecia y Macedonia con su palabra ardiente. Además, Corinto, Filipos y Tesalónica fueron destinatarias de cinco hermosas cartas que, como las restantes, sin excluir las dirigidas a los hebreos y a los romanos, estaban redactadas en un griego que, si no es el de Platón, o Jenofonte, o de los aticistas de su tiempo, no es tampoco inferior al que usaban por entonces generalmente las personas cultas.
Terminada su tercera misión, Pablo ha vuelto a Jerusalén. Estaba un día orando en el Templo cuando sus enemigos, al reconocerle, promovieron un tumulto contra él. Un centurión romano con sus soldados le encadena. El populacho vocifera pidiendo su muerte. El tribuno manda que le introduzcan en el cuartel y le azoten.
—¿Os es lícito azotar a un ciudadano romano sin juzgarlo? —pregunta Pablo.
—¿Eres tú romano? —inquiere a su vez, temeroso, el tribuno.
—Sí —contesta lacónicamente el apóstol.
—Yo adquirí esta ciudadanía por una gran suma —dice, admirado, el tribuno.
—Pues yo —prosigue Pablo sin altanería, pero con noble dignidad —la tengo por nacimiento.
Aquella vez la reclamación produjo su efecto. Pablo no fue azotado. Pero días más tarde, ante una conjuración de cuarenta judíos que habían jurado no comer ni beber hasta que mataran al apóstol, fue trasladado a Cesarea, donde permaneció unos dos años. Un día el procurador Festo, queriendo congraciarse con los judíos, dijo a Pablo:
—¿Quieres subir a Jerusalén y allí ser juzgado?
—Estoy ante el tribunal del César; en él debo ser juzgado... A él apelo.
—¿Has apelado al César? Al César irás —dijo Festo para terminar.
Y al César fue. Custodiado por un centurión llamado Julio embarcó en Cesarea, y, tras una penosa navegación en la cual volvió a conocer los horrores de las tempestades marítimas, llegó por fin a Roma. Pablo veía cumplido uno de sus más vehementes deseos. En Roma permitieron a Pablo morar en casa propia con un soldado que le custodiaba, entretanto fallaban su causa, facilidad que el apóstol aprovechó para evangelizar y escribir: seis de sus epístolas, la mitad, fueron escritas en Roma.
Por fin se dictó para él sentencia absolutoria. Pablo quedaba libre para poder realizar otro sueño dorado de su vida: llegar a España, el último confín de Occidente, y predicar también en ella a Cristo crucificado. Ya en la carta que escribió desde Corinto a los romanos les manifestaba este deseo, "Espero veros cuando vaya a España y ser allá encaminado por vosotros". Roma era entonces para el indomable ímpetu de Pablo no una meta, sino un punto de partida. Y así se realizó: el gran apóstol vino a España. Acaso desembarcó en la imperial Tarraco, ciudad en la que una tradición venerable asegura la estancia y predicación del tarsense. A pocos metros del lugar donde se escriben estas líneas, sobre una roca que de generación en generación se señala como lugar de las predicaciones paulinas, una capilla románica dedicada al apóstol es argumento pétreo de este hecho histórico.
De todas formas, la estancia de Pablo en nuestra tierra no pudo ser muy larga, El año 67 de nuestra era, y después de haber realizado un viaje a Oriente, volvía a estar en Roma cargado de cadenas. ¿Dónde y cuándo había sido apresado? A esta pregunta no se puede contestar sino con hipótesis. Lo cierto es que antes de que acabase el año 67 Pablo había llegado a su ocaso. Aquel sediento buscador de la verdad, aquel apóstol insaciable, aquel tejedor de lonas, aquel griego sutil, aquel ciudadano romano, caía al filo de la espada junto al tercer miliario de la vía Ostiense.
Sobre su tumba hubieran podido servir de epitafio aquellas palabras que, próximo ya a su fin, había escrito en su última carta a Timoteo:
"He combatido el buen combate.
He terminado mi carrera.
He guardado mi fe.
He recibido la corona de justicia."
El primer compañero de viaje era un ciudadano romano. Saúl era súbdito de aquel gran Imperio; tenía, además, el derecho de ciudadanía por nacimiento y sabía acogerse, si había lugar, a las prerrogativas que este título le confería. Junto al ciudadano romano había en Saúl un griego. Se expresaba en esta lengua, que era la que se hablaba en Tarso, con corrección y con agilidad. Estaba acostumbrado a oír fragmentos de los poetas helénicos, a hablar de las competiciones atléticas en el estadio y a contemplar el esplendor externo y la belleza de formas de aquella cultura deslumbradora. El tercer viandante invisible era un obrero. "El que no enseña a su hijo un oficio le hace ladrón", se decía entre los judíos. Y el padre de Saúl, aunque era, al parecer, un acomodado comerciante de paños, quiso que su hijo aprendiera desde muy joven el oficio de tejedor de lonas para tiendas de campaña. De la imaginaria comitiva formaba parte también un fariseo. Fariseo e hijo de fariseos era Saúl, y, como tal, pegado hasta lo inverosímil a las tradiciones de sus mayores, capaz de recorrer el cielo y la tierra para hacer un prosélito, de dura cerviz en sus empresas para no ceder ante los obstáculos, anhelante por la venida del Mesías liberador del yugo extranjero y guardador de la Ley hasta en sus mínimos detalles externos. El último acompañante de Saulo era un sincero y afanoso buscador de la verdad. Ya junto a los rabinos tarsenses la había buscado en la lectura de la Tora (Ley) primero. y luego en el estudio de la Mishnáh (tradición oral). Pero su alma anhelaba un conocimiento mayor de la suprema verdad, que es Dios, y su palabra revelada.
Ese era justamente el motivo de su viaje. Al emprenderlo no soñaba en otra cosa que en poder oír las doctas explicaciones del prestigioso Gamaliel, jefe de la escuela de Hillel, miembro destacado del Sanedrín y rabino famoso entre los famosos. Varios años pasó en aquella escuela, rival de la de Schammai, estudiando la Haggada, esto es, el dogma e historia del Antiguo Testamento. Al cabo de aquel tiempo la Escritura no tenía secretos para él. La sabía en gran parte de memoria, no sólo en el original hebreo, sino también según la versión griega de los Setenta. Años más tarde, cuando en sus viajes no le era dado llevar consigo los voluminosos rollos sagrados, podría citar de memoria con facilidad textos y más textos de la Ley.
No sabemos a punto fijo qué hizo y adónde fue Saulo cuando terminó sus estudios en Jerusalén. Parece indiscutible que no estaba en Palestina durante los años del ministerio público de Cristo, a quien, por consiguiente, no pudo conocer antes de su ascensión. Pero sí sabemos que, cuando tenía unos treinta años de edad, Saulo volvía a estar en la Ciudad Santa, si bien no en calidad de estudiante, sino como fariseo exaltado al rojo vivo.
Un día, estando en la sinagoga de los de Cilicia, cuando oyó que el diácono Esteban, después de un discurso, a su juicio, indignante, terminaba llamando a los judíos "duros de cerviz e incircuncisos de corazón", y proclamando Mesías a un crucificado, herido por el escándalo de la cruz, cerró sus puños “lleno de rabia" y "rechinó de dientes contra él" con los demás fariseos asistentes. Y cuando, al poco rato, el vehemente diácono moría apedreado, Saulo animaba a los improvisados verdugos y custodiaba sus vestiduras. A partir de aquel momento, "respirando amenazas de muerte" contra todos los cristianos, se dedicaba a buscarlos en sus propias casas para hacerlos encarcelar.
Con todo, los días de aquel ofuscado fariseo que vivía en el alma de Saulo y la tiranizaba estaban contados. Camino de Damasco, iba a morir ahogado por una impetuosa catarata de gracia divina. Y, al morir el fariseo, nacería para la Iglesia y la historia el gran Apóstol. Los demás estratos del alma paulina quedaron intactos, si bien perfeccionados por la gracia. A lo largo de su densa vida volverán a aparecer uno tras otro, aunque en orden inverso y sustituyendo al fariseo muerto el apóstol vivo.
Saulo seguía siendo un buscador de la verdad. Pero no ya de aquella verdad pequeña y estrecha compuesta de mil fragmentos diminutos de verdad de que se componía la doctrina de los fariseos, sino de la Verdad infinita, de la Verdad hecha hombre en Aquel que dijo: “Yo soy la verdad".
En efecto. Terminada su estancia junto a aquel judío llamado Judas que le hospedó en su casa de la calle Recta de Damasco, Saúl, sin pedir consejo a la carne ni a la sangre, se marchó a Arabia. Allí, lejos de la persecución de sus antiguos correligionarios, tendría recogimiento, soledad y paz para ahondar en aquella Verdad que había encontrado, reflexionando, meditando y orando. Allí llegaría a su plenitud la gran metamorfosis espiritual del alma de Saulo: Cristo, el blanco de sus odios más cordiales, acabaría siendo el ideal total de su vida; el fariseo estrecho y rencoroso dejaría paso al apóstol generoso y anhelante. Todo esto fue realizándose lenta y silenciosamente en aquel retiro espiritual de casi tres años de duración que Saulo hizo en Arabia, acaso en las laderas del Sinaí, y en el que abundarían las ilustraciones interiores y las comunicaciones de Dios.
Pero esa búsqueda afanosa de luz no había terminado. La Verdad tenía sobre la tierra un oráculo; Cristo había dejado en el mundo un Vicario. Y Saulo, haciendo escala en Damasco, de donde tuvo que huir de noche descolgado por la muralla en una espuerta, fue a Jerusalén, en la que a la sazón se encontraba Pedro, el antiguo pescador de Galilea.
Desde el primer momento quiso unirse a los cristianos, pero éstos huían de él. ¿No sería aquélla una conversión simulada, una hábil estratagema para conocer mejor los secretos de la cristiandad naciente y ahogarla en su cuna? La mayoría así lo sospechaba. Pero Dios puso pronto en contacto con él a Bernabé, hombre que calaba hondo en los espíritus y vio en Saulo un alma privilegiada. Presentó el neoconverso a Cefas y le contó lo sucedido. Este le invitó con amorosa insistencia a que se quedara con él en casa de la hospitalaria María, la madre de Marcos, el futuro evangelista, sobrino de Bernabé. Allí estuvo Saúl quince días bebiendo a boca llena la verdad en aquella nueva fuente que Dios ponía en su camino: la primitiva tradición cristiana llegaba hasta él por la boca más autorizada, la del pastor primero de la cristiandad.
Y empezó Saulo en Jerusalén a dar testimonio de la verdad. Pero su predicación, en vez de provocar conversiones, levantó tempestades. A los pocos días los judíos resolvieron quitarle de en medio dándole muerte, como un día a Esteban. Amargado con este fracaso fue un día al Templo, donde, estando en oración, tuvo un éxtasis:
—Date prisa y sal pronto de Jerusalén... —le decía el Señor.
—Pero si ellos saben que yo era el que perseguía y encarcelaba...
—Vete pronto, porque yo quiero enviarte a naciones lejanas.
Ante la inminencia del peligro los cristianos de Jerusalén, para salvarle la vida, “llevaron a Saúl hasta Cesarea y de allí lo enviaron a Tarso", seguramente por vía marítima. Unos cinco años estuvo esta vez en su ciudad natal. ¿Qué hacía allí entretanto? Esperar sin desasosiego la hora de su apostolado y, mientras esperaba, continuar llenándose de la verdad que había encontrado.
La llamada de Dios no se hizo esperar. Un día se presentó en Tarso Bernabé. Iba a buscar a Saulo para llevárselo consigo a Antioquía. Saulo accedió y por espacio de un año estuvo junto a Bernabé instruyendo a la pujante cristiandad antioqueña, que iba a ser durante algún tiempo el centro de la joven Iglesia. En efecto. La persecución de Herodes Agripa había hecho desaparecer de Jerusalén a los directores de aquélla. Santiago cayó al filo de la espada; Pedro, liberado milagrosamente de la cárcel, salió también de la ciudad deicida y se dirigió a otro lugar, probablemente a Roma. Juan Marcos se marchó a Antioquía.
Un día estaba reunida la cristiandad de esta ciudad y, "mientras celebraban la liturgia en honor del Señor y guardaban los ayunos, dijo el Espíritu Santo, por boca de uno de los que tenían dones carismáticos: Segregadme a Bernabé y a Saulo para la obra a que los tengo llamados". La hora había sonado definitivamente. El vaso de elección se iba a derramar sobre los gentiles. Por eso los ancianos de aquella comunidad, después de orar y ayunar, les impusieron las manos y les dieron el abrazo de despedida. Y empezaron los viajes apostólicos de Saulo. En el primero, junto con Bernabé, visitó la isla de Chipre y luego, desembarcando en Panfilia, evangelizó algunas ciudades del Asia Menor y regresó a Antioquía, pero con un nombre nuevo: Pablo. Desde que en esta primera correría convirtió en Pafos al procónsul Sergio Paulo no volvió a usar su nombre antiguo. En el segundo y tercer viaje no sólo evangelizó el Asia Menor, sino que llegó a Europa. Su celo impetuoso no le dejaba reposar. En todas partes empezaba predicando a los judíos para hacer oír luego su palabra a los gentiles. Su apostolado le originaba por doquier persecuciones y peligros. El mismo hace un recuento de ellos cuando en el tercer viaje escribe desde Macedonia su segunda carta a los corintios: "Cinco veces —dice— recibí de los judíos cuarenta azotes menos uno. Tres veces fui azotado con varas, una vez fui apedreado, tres veces padecí naufragio, un día y una noche pasé en los abismos del mar; muchas veces en viajes me vi en peligros de ríos, peligros de ladrones, peligros de los de mi linaje, peligros de los gentiles, peligros en la ciudad, peligros en el desierto, peligros en el mar, peligros en los falsos hermanos, trabajos y miserias en prolongadas vigilias, en hambre y sed, en ayunos frecuentes, en frío y desnudez; esto sin hablar de otras cosas, de mis cuidados de cada día, de la preocupación por todas las iglesias. ¿Quién desfallece que yo no desfallezca? ¿Quién se escandaliza que yo no me abrase?"
Pero en medio de todos estos afanes Pablo "estaba lleno de consuelo y rebosaba gozo en todas sus tribulaciones". Es que llevaba a Cristo en su alma y tenía al mundo bajo sus pies; es que "su vida para él era Cristo y morir para él era un negocio"; es que se sentía "clavado en la cruz con Cristo hasta el punto de que ya no era él propiamente el que vivía, sino que era Cristo el que vivía en él”.
Durante aquellos ministerios Pablo sabía rebajarse a otros más humildes menesteres. Aquel oficio de tejedor que había aprendido en Tarso le dio en más de una ocasión el medio de ganarse el sustento sin ser gravoso a nadie. Cuando en su segundo viaje llegó a Corinto, al encontrarse allí con el judío Aquila que había salido de Roma a consecuencia del decreto dado por Claudio, se unió a él "porque era del mismo oficio, y se quedó en su casa y trabajaban juntos en la fabricación de lonas”. En el trabajo manual encontraba Pablo no sólo su sustento, sino una fuente de recursos para obras de caridad. Por eso, años más tarde, estando en Efeso, pudo decir en presencia de toda la asamblea, mostrando al mismo tiempo sus manos encallecidas: "No he codiciado plata, oro ni vestido de nadie. Vosotros sabéis que a mis necesidades y a las de los que me acompañaban han suministrado estas manos. En todo os he dado ejemplo, mostrándoos cómo trabajando así socorráis a los necesitados, recordando las palabras del Señor, Jesús, que él mismo dijo: "Mejor es dar que recibir".
Más duro había sido, ciertamente, el acento con que nuestro apóstol tejedor había dicho en su carta a los fieles de Tesalónica, para reprimir su ociosidad y vagancia: "El que no quiere trabajar, que no coma".
Nadie crea que, por estar encallecidas las manos de Pablo por el áspero contacto de los pelos de cabra con que fabricaba sus lonas, se había embotado la sutil penetración de su inteligencia, desarrollada en el ambiente de la cultura helenística. En su segundo viaje Pablo fue a la cuna y emporio de aquella refinada civilización, la sabia Atenas. Allí, al oírle algunos filósofos estoicos y epicúreos, le llevaron al Areópago para que les expusiese su doctrina. Ante aquella doctísima asamblea Pablo, con gran serenidad y aplomo, "puesto en pie“, pronunció un discurso modelo de fina habilidad y prueba de su honda cultura helénica.
"Atenienses —les dijo—, veo que sois sobremanera religiosos, porque, al pasar y contemplar los objetos de vuestro culto, he hallado un altar en el que está escrito: "Al Dios desconocido". Pues ese que sin conocerlo veneráis es el que yo os anuncio. El Dios que hizo el mundo y todas las cosas que hay en él, ése, siendo señor del cielo y de la tierra, no habita en templos hechos por mano de hombre... Él hizo de uno todo el linaje humano para poblar toda la haz de la tierra..., para que busquen a Dios y le hallen, que no está lejos de nosotros, porque “en él vivimos, nos movemos y existimos", como alguno de vuestros poetas ha dicho: "porque somos linaje suyo"... Después de esta alusión a un hexámetro del poema Minos, de Epiménides, y de la cita del verso del poema Fenómenos, de Arato, pasó a impugnar la idolatría, y hubiera seguido exponiendo en una segunda parte la revelación de Dios por medio de Jesucristo, cuya misión, dijo, “quedaba acreditada ante todos por su resurrección de entre los muertos”, si la mayoría de sus oyentes no hubiera tomado a risa sus últimas palabras sobre la resurrección. Ante esta actitud Pablo abandonó el Areópago; pero no había sido del todo baldía la siembra: "Dionisio el Areopagita, una mujer de nombre Dámaris y otros más" creyeron en las palabras de Pablo y le siguieron.
Pablo adoctrinó con insistencia las tierras de Grecia y Macedonia con su palabra ardiente. Además, Corinto, Filipos y Tesalónica fueron destinatarias de cinco hermosas cartas que, como las restantes, sin excluir las dirigidas a los hebreos y a los romanos, estaban redactadas en un griego que, si no es el de Platón, o Jenofonte, o de los aticistas de su tiempo, no es tampoco inferior al que usaban por entonces generalmente las personas cultas.
Terminada su tercera misión, Pablo ha vuelto a Jerusalén. Estaba un día orando en el Templo cuando sus enemigos, al reconocerle, promovieron un tumulto contra él. Un centurión romano con sus soldados le encadena. El populacho vocifera pidiendo su muerte. El tribuno manda que le introduzcan en el cuartel y le azoten.
—¿Os es lícito azotar a un ciudadano romano sin juzgarlo? —pregunta Pablo.
—¿Eres tú romano? —inquiere a su vez, temeroso, el tribuno.
—Sí —contesta lacónicamente el apóstol.
—Yo adquirí esta ciudadanía por una gran suma —dice, admirado, el tribuno.
—Pues yo —prosigue Pablo sin altanería, pero con noble dignidad —la tengo por nacimiento.
Aquella vez la reclamación produjo su efecto. Pablo no fue azotado. Pero días más tarde, ante una conjuración de cuarenta judíos que habían jurado no comer ni beber hasta que mataran al apóstol, fue trasladado a Cesarea, donde permaneció unos dos años. Un día el procurador Festo, queriendo congraciarse con los judíos, dijo a Pablo:
—¿Quieres subir a Jerusalén y allí ser juzgado?
—Estoy ante el tribunal del César; en él debo ser juzgado... A él apelo.
—¿Has apelado al César? Al César irás —dijo Festo para terminar.
Y al César fue. Custodiado por un centurión llamado Julio embarcó en Cesarea, y, tras una penosa navegación en la cual volvió a conocer los horrores de las tempestades marítimas, llegó por fin a Roma. Pablo veía cumplido uno de sus más vehementes deseos. En Roma permitieron a Pablo morar en casa propia con un soldado que le custodiaba, entretanto fallaban su causa, facilidad que el apóstol aprovechó para evangelizar y escribir: seis de sus epístolas, la mitad, fueron escritas en Roma.
Por fin se dictó para él sentencia absolutoria. Pablo quedaba libre para poder realizar otro sueño dorado de su vida: llegar a España, el último confín de Occidente, y predicar también en ella a Cristo crucificado. Ya en la carta que escribió desde Corinto a los romanos les manifestaba este deseo, "Espero veros cuando vaya a España y ser allá encaminado por vosotros". Roma era entonces para el indomable ímpetu de Pablo no una meta, sino un punto de partida. Y así se realizó: el gran apóstol vino a España. Acaso desembarcó en la imperial Tarraco, ciudad en la que una tradición venerable asegura la estancia y predicación del tarsense. A pocos metros del lugar donde se escriben estas líneas, sobre una roca que de generación en generación se señala como lugar de las predicaciones paulinas, una capilla románica dedicada al apóstol es argumento pétreo de este hecho histórico.
De todas formas, la estancia de Pablo en nuestra tierra no pudo ser muy larga, El año 67 de nuestra era, y después de haber realizado un viaje a Oriente, volvía a estar en Roma cargado de cadenas. ¿Dónde y cuándo había sido apresado? A esta pregunta no se puede contestar sino con hipótesis. Lo cierto es que antes de que acabase el año 67 Pablo había llegado a su ocaso. Aquel sediento buscador de la verdad, aquel apóstol insaciable, aquel tejedor de lonas, aquel griego sutil, aquel ciudadano romano, caía al filo de la espada junto al tercer miliario de la vía Ostiense.
Sobre su tumba hubieran podido servir de epitafio aquellas palabras que, próximo ya a su fin, había escrito en su última carta a Timoteo:
"He combatido el buen combate.
He terminado mi carrera.
He guardado mi fe.
He recibido la corona de justicia."
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