Nos conserva recuerdos de su infancia el mismo San Ireneo en una carta suya escrita hacia el año 190 a un compañero de su niñez, Florino. Es un bello relato, lleno de vida y verdad. El antiguo condiscípulo se había afiliado a una secta gnóstica y el Santo trata de atraerle al buen camino.
"No te enseñaron estas doctrinas, oh Florino, los ancianos que nos precedieron, los que habían sido discípulos de los apóstoles. Te recuerdo, siendo yo niño, en el Asia inferior, junto a Policarpo. Brillabas tú entonces en la corte imperial y querías también hacerte querer de Policarpo. Recuerdo las cosas de entonces mejor que las recientes, tal vez porque lo que aprendimos de niños parece que va acompañándonos y afianzándose en nosotros según pasan los años. Podría señalar el sitio en que se sentaba Policarpo para enseñar, detallar sus entradas y salidas, su modo de vida, los rasgos de su fisonomía y las palabras que dirigía a las muchedumbres. Podría reproducir lo que nos contaba de su trato con Juan y los demás que vieron al Señor, y cómo repetía sus mismas palabras; lo que del Señor les había oído, de sus milagros, de sus palabras, cómo lo habían visto y oído, ellos que vieron al Verbo de vida. Todo esto lo repetía Policarpo, y siempre sus palabras estaban de acuerdo con las Escrituras. Yo oía esto con toda el alma y no lo anotaba por escrito porque me quedaba grabado en el corazón y lo voy pensando y repensando, por la gracia de Dios, cada día.”
"En la presencia del Señor podría yo ahora asegurar que aquel bienaventurado anciano, si oyera lo que tú enseñas, exclamaría, tapándose los oídos: "¡Señor! ¡A qué tiempos me has dejado llegar! ¡Que tenga que sufrir esto! Y seguramente huiría del lugar donde, de pié o sentado, oyese tales palabras."
Con estas suyas lreneo nos confía lo más hondo de su intimidad. Ha recibido la enseñanza, y se ha familiarizado con la presencia de Cristo junto a quien lo recibió de los que con Él convivieron; él es plenamente de Cristo; no puede sufrir que Cristo sea deformado por vanas especulaciones. Las palabras de Jesús, sus acciones salvadoras, sus milagros, tal como las recibió, en toda su autenticidad, son desde su niñez alimento de su espíritu, por la gracia de Dios las va repitiendo cada día; es desde niño cristiano de constante oración. Seguramente por ello son sus escritos tan densos, sus palabras tan llenas de significado.
Poco más tarde, cuando Ireneo podía contar unos quince años, hacia el 155, hubo de grabarse en él otro recuerdo, no menos vivo y fecundo. La Iglesia vivía incesantemente amenazada; las leyes persecutorias se mantenían en vigor, aunque hubiera algún período de calma; aún los edictos de Adriano y Antonino Pío reprobando los procesos en los que las turbas acusaban tumultuariamente a los cristianos, y que a veces se alegan como mitigaciones de los primitivos edictos, no siempre tenían cabal cumplimiento. Ciertamente, no se observaron en el caso de San Policarpo.
Los gentiles y judíos de Esmirna, no contentos con el suplicio de once cristianos que se les ofreció en el circo, reclaman al anciano obispo. Este confiesa valerosamente a Cristo y es condenado a la hoguera, para la que buscan diligentemente leña las turbas. Se presiente la presencia emocionada de cristianos entre los espectadores del suplicio; ellos están a punto para pedir inmediatamente los sagrados despojos, y conservan los detalles del martirio, la serena dignidad del santo anciano, la postrera oración de perdón, paz y entrega. Entre estos cristianos no había de faltar el adolescente que seguía embebecido las enseñanzas del santo obispo.
Durante veinte largos años se nos hace muy borrosa la figura de Ireneo, aunque por sus escritos podemos colegir con gran seguridad una prolongada estancia en Roma. Su peregrinar de Esmirna a Lyon le fue confirmando en la fidelidad con que se conservaba en las Iglesias que recorría la tradición apostólica; pero hubo también de apreciar el pulular oscuro de jefecillos de sectas diversas, hinchados de vanidad. Volvemos a encontrarle en Lyon en 177 al lado de un grupo excepcional de mártires. Son cerca de cincuenta y los preside el anciano obispo Potino, también oriundo de Asia Menor y discípulo de San Policarpo. Desde la cárcel escriben una carta preciosa dirigida a las Iglesias de Roma, Asia y Frigia; el documento es de lo más hermoso que conservamos de los tiempos martiriales; ellos ven la muerte con sencillez, sin jactancia, como lo que corresponde a cristianos que lo son de veras; en espera del suplicio se preocupan de la perturbación que causa en la Iglesia universal la falsa profecía de Montano, y quieren prevenir. Ireneo trabajaba hacía tiempo al lado de su anciano compatriota el obispo Potino, que le había ordenado presbítero de la iglesia de Lyon. No había sido capturado y lo aprovechan los mártires para que lleve su carta a Roma. En ella le dedican un cumplido elogio.
Mientras su legación en Roma, muere Potino, acabado de sufrimientos en la cárcel; los otros cincuenta van sucumbiendo a diversos suplicios.
Al regresar de Roma recae en él el peso de restaurar la iglesia lionense. Contaría Ireneo, al ser promovido al episcopado, unos cuarenta años.
La labor que se le encomendaba era muy dura. Eran los albores de aquella cristiandad, y el martirio de aquellos cincuenta cristianos tenía que dejar sus filas notablemente menguadas; pero el martirio, lejos de dificultar la propagación de la fe, resultó su mejor ayuda; la sangre de los mártires fue siempre semilla de cristianos. San Ireneo vio crecer su grey de manera maravillosa. Aunque no conocemos bien la organización de la Iglesia en las Galias en esta segunda mitad del siglo II, parece seguro que no había por entonces en aquellos contornos más sede episcopal que la de Lyon; pronto comprobamos la existencia de otras cristiandades; Lyon se había convertido en un pujante centro de irradiación en un área bastante extensa. San Ireneo gobernaba estas nacientes comunidades, ya que el nacimiento de nuevas sedes episcopales en esta parte de las Galias parece bastante más tardío; desde luego, posterior al martirio de San Ireneo. Podemos, pues, dar por seguro que su vida se empleó en frecuentes viajes de misión y organización. Cada una de estas nuevas comunidades cristianas va rindiendo su tributo de martirio; San Alejandro, San Epipodio, San Marcelo, San Valentín y San Sinforiano serían, seguramente, discípulos de San Ireneo en Chalons, Tournus y Autun. La inscripción sepulcral de Pectorio en Autun, hermosa profesión de fe eucarística, puede considerarse como un eco de la predicación de Ireneo.
Los viajes apostólicos del Santo hubieron de llegar hasta el limes o confín del Imperio, pues él mismo nos da noticia por primera vez de que la predicación cristiana ha llegado más allá de las fronteras y de que empiezan a entrar en la Iglesia gentes de estirpe germánica: los bárbaros.
Toda esta actividad se desarrolla sin que remita nunca la persecución, en pobreza y peligro; tiene que ser obra casi personal del obispo, pues aún los presbíteros no han empezado a hacerse cargo de comunidades aisladas; es el obispo el único que celebra la sagrada liturgia, admite al bautismo y prepara para el mismo durante el catecumenado, y es también el que recibe a los pecadores a penitencia y reconciliación.
No poseemos grandes detalles acerca de esta actividad, que, no obstante, podemos apreciar en su impresionante conjunto. Conocemos, en cambio, su labor como maestro, y ello nos revela otro aspecto de máximo interés.
A todas las dificultades que hubo de vencer se sumó para él la más dura y dolorosa, pues la causaban las defecciones de los mismos cristianos. Aun en el seno de las cristiandades heroicas de los años de las persecuciones no faltó a la Iglesia el desgarramiento interno de la herejía. Esta se presentaba bajo una forma cuya sugestión no comprendemos hoy bien, pero cuyo peligro efectivo fue considerabilísimo. La Iglesia venció el peligro gracias a su inquebrantable adhesión a la enseñanza recibida, conservada con inalterable firmeza por los obispos. El cristianismo, sin este esfuerzo y fidelidad, se hubiera transformado en un pobre sistema no muy lejano de las sectas oscuras de inspiración maniquea que más o menos han sobrevivido. Claro que esto no podía ocurrir, y el Señor preparó los remedios por caminos, por cierto, bien distintos a los que a cualquiera se le hubieran ocurrido. El vario complejo de desviaciones con que se enfrentó San Ireneo se denomina gnosticismo. La gnosis pretende ser un conocimiento más razonable de la religión, patrimonio de un grupo selecto de iniciados. Ya antes de Cristo la gnosis había tratado de encontrar un substrato racional a los cultos paganos. Se trató de emplear el mismo procedimiento con la enseñanza cristiana. Los intentos son varios e inconexos, denominados por sus iniciadores: Basílides, Marcos Valentín, Marción. Tema común a todos suele ser el del origen del mal, que se atribuye a un principio poco menos que divino. Este principio para algunos es el Yahvé del Antiguo Testamento, distinto del Dios de Jesús.
San Ireneo había conocido algunos de estos sistemas en vida de San Policarpo; desde entonces no ceja en desenmascararlos y hacer ver que nada tienen que ver con la enseñanza cristiana, aunque lo afecten.
Conservamos una obra de San Ireneo que recoge su actividad como maestro; su título es Manifestación y refutación de la falsa gnosis, aunque se la conoce más corrientemente con el de Adversus haereses.
Frente a la varia y confusa proliferación de especulaciones, Ireneo mantiene la integridad de la enseñanza de Jesús, tal como la han conservado las Iglesias, por una tradición no interrumpida y de acuerdo con las Santas Escrituras. Entre las diversas Iglesias hay una a la que se acude siempre con seguridad, la de Roma, “la más grande, la más antigua, por todos conocida, fundada por los gloriosos apóstoles Pedro y Pablo". "Con esta Iglesia, a causa de su superior preeminencia, es preciso que concuerden todas las demás que existen en el mundo, ya que los cristianos de los diversos países han recibido de ella la tradición apostólica."
La argumentación de Ireneo y su práctica eran los buenos frente a la gnosis; una discusión en el mismo terreno de sus corifeos hubiera sido inútil. La verdadera enseñanza es la del que el Padre envió y Él confió a su Iglesia.
En esta obra de San Ireneo, y en otra de propósitos en gran parte catequéticos, Demostración de la verdad apostólica, se pueden espigar tesoros de enseñanza y piedad. Se considera a Ireneo como el primer teólogo de la Iglesia: lo que más sugestiona en sus escritos es su fuerza de testimonio de la continuidad de la doctrina de la Iglesia; no sólo hacia el pasado, sino principalmente hacia el porvenir, hacia nosotros. Leyendo sus escritos encontramos nuestra fe de hoy, en los términos que hoy empleamos; la seguridad de que somos los mismos que aquel muchacho que escuchaba de los labios de Policarpo los recuerdos directos de los que vieron y oyeron al Señor.
Es Ireneo el primero que da a la Virgen Santísima el título de causa salutis: causa de nuestra salvación; lo bebió en buena fuente.
Aún nos ha conservado Eusebio de Cesarea, con un hermoso fragmento de otra carta de Ireneo, un rasgo más de su carácter, que relaciona con su nombre, de resonancias pacificadoras. El papa Víctor, un tanto impacientado por no lograr el acuerdo de las iglesias de Oriente sobre la fecha de la celebración de la Pascua, llegó a pensar en excluirlas de su comunión. Ireneo escribe entonces al Papa, en nombre de los fieles a quienes gobernaba en las Galias. Afirma, desde luego, que debía guardarse la costumbre romana y celebrarse en domingo el misterio de la Resurrección del Señor; pero exhorta respetuosamente al Papa a no excomulgar iglesias enteras por su fidelidad a una vieja tradición. "Si hay diferencias en la observancia del ayuno, la fe, con todo, es la misma." Es honra también del papa Víctor haber escuchado la advertencia del obispo de Lyon.
La vida laboriosa y santa de San Ireneo termina con el martirio. No sabemos cómo ni cuándo; sin duda en tiempos de Septimio Severo, muy a principios del siglo III. Verosímilmente se encuadran los días del Santo entre los años 140 y 202.
Figura muy familiar a teólogos e historiadores, era poco conocida del pueblo fiel fuera de Francia. El papa Benedicto XV hizo una obra de justicia al extender su fiesta a la Iglesia universal. Las lecciones del oficio que adoptó el Breviario Romano son un ejemplo de concisa y piadosa exactitud.
"No te enseñaron estas doctrinas, oh Florino, los ancianos que nos precedieron, los que habían sido discípulos de los apóstoles. Te recuerdo, siendo yo niño, en el Asia inferior, junto a Policarpo. Brillabas tú entonces en la corte imperial y querías también hacerte querer de Policarpo. Recuerdo las cosas de entonces mejor que las recientes, tal vez porque lo que aprendimos de niños parece que va acompañándonos y afianzándose en nosotros según pasan los años. Podría señalar el sitio en que se sentaba Policarpo para enseñar, detallar sus entradas y salidas, su modo de vida, los rasgos de su fisonomía y las palabras que dirigía a las muchedumbres. Podría reproducir lo que nos contaba de su trato con Juan y los demás que vieron al Señor, y cómo repetía sus mismas palabras; lo que del Señor les había oído, de sus milagros, de sus palabras, cómo lo habían visto y oído, ellos que vieron al Verbo de vida. Todo esto lo repetía Policarpo, y siempre sus palabras estaban de acuerdo con las Escrituras. Yo oía esto con toda el alma y no lo anotaba por escrito porque me quedaba grabado en el corazón y lo voy pensando y repensando, por la gracia de Dios, cada día.”
"En la presencia del Señor podría yo ahora asegurar que aquel bienaventurado anciano, si oyera lo que tú enseñas, exclamaría, tapándose los oídos: "¡Señor! ¡A qué tiempos me has dejado llegar! ¡Que tenga que sufrir esto! Y seguramente huiría del lugar donde, de pié o sentado, oyese tales palabras."
Con estas suyas lreneo nos confía lo más hondo de su intimidad. Ha recibido la enseñanza, y se ha familiarizado con la presencia de Cristo junto a quien lo recibió de los que con Él convivieron; él es plenamente de Cristo; no puede sufrir que Cristo sea deformado por vanas especulaciones. Las palabras de Jesús, sus acciones salvadoras, sus milagros, tal como las recibió, en toda su autenticidad, son desde su niñez alimento de su espíritu, por la gracia de Dios las va repitiendo cada día; es desde niño cristiano de constante oración. Seguramente por ello son sus escritos tan densos, sus palabras tan llenas de significado.
Poco más tarde, cuando Ireneo podía contar unos quince años, hacia el 155, hubo de grabarse en él otro recuerdo, no menos vivo y fecundo. La Iglesia vivía incesantemente amenazada; las leyes persecutorias se mantenían en vigor, aunque hubiera algún período de calma; aún los edictos de Adriano y Antonino Pío reprobando los procesos en los que las turbas acusaban tumultuariamente a los cristianos, y que a veces se alegan como mitigaciones de los primitivos edictos, no siempre tenían cabal cumplimiento. Ciertamente, no se observaron en el caso de San Policarpo.
Los gentiles y judíos de Esmirna, no contentos con el suplicio de once cristianos que se les ofreció en el circo, reclaman al anciano obispo. Este confiesa valerosamente a Cristo y es condenado a la hoguera, para la que buscan diligentemente leña las turbas. Se presiente la presencia emocionada de cristianos entre los espectadores del suplicio; ellos están a punto para pedir inmediatamente los sagrados despojos, y conservan los detalles del martirio, la serena dignidad del santo anciano, la postrera oración de perdón, paz y entrega. Entre estos cristianos no había de faltar el adolescente que seguía embebecido las enseñanzas del santo obispo.
Durante veinte largos años se nos hace muy borrosa la figura de Ireneo, aunque por sus escritos podemos colegir con gran seguridad una prolongada estancia en Roma. Su peregrinar de Esmirna a Lyon le fue confirmando en la fidelidad con que se conservaba en las Iglesias que recorría la tradición apostólica; pero hubo también de apreciar el pulular oscuro de jefecillos de sectas diversas, hinchados de vanidad. Volvemos a encontrarle en Lyon en 177 al lado de un grupo excepcional de mártires. Son cerca de cincuenta y los preside el anciano obispo Potino, también oriundo de Asia Menor y discípulo de San Policarpo. Desde la cárcel escriben una carta preciosa dirigida a las Iglesias de Roma, Asia y Frigia; el documento es de lo más hermoso que conservamos de los tiempos martiriales; ellos ven la muerte con sencillez, sin jactancia, como lo que corresponde a cristianos que lo son de veras; en espera del suplicio se preocupan de la perturbación que causa en la Iglesia universal la falsa profecía de Montano, y quieren prevenir. Ireneo trabajaba hacía tiempo al lado de su anciano compatriota el obispo Potino, que le había ordenado presbítero de la iglesia de Lyon. No había sido capturado y lo aprovechan los mártires para que lleve su carta a Roma. En ella le dedican un cumplido elogio.
Mientras su legación en Roma, muere Potino, acabado de sufrimientos en la cárcel; los otros cincuenta van sucumbiendo a diversos suplicios.
Al regresar de Roma recae en él el peso de restaurar la iglesia lionense. Contaría Ireneo, al ser promovido al episcopado, unos cuarenta años.
La labor que se le encomendaba era muy dura. Eran los albores de aquella cristiandad, y el martirio de aquellos cincuenta cristianos tenía que dejar sus filas notablemente menguadas; pero el martirio, lejos de dificultar la propagación de la fe, resultó su mejor ayuda; la sangre de los mártires fue siempre semilla de cristianos. San Ireneo vio crecer su grey de manera maravillosa. Aunque no conocemos bien la organización de la Iglesia en las Galias en esta segunda mitad del siglo II, parece seguro que no había por entonces en aquellos contornos más sede episcopal que la de Lyon; pronto comprobamos la existencia de otras cristiandades; Lyon se había convertido en un pujante centro de irradiación en un área bastante extensa. San Ireneo gobernaba estas nacientes comunidades, ya que el nacimiento de nuevas sedes episcopales en esta parte de las Galias parece bastante más tardío; desde luego, posterior al martirio de San Ireneo. Podemos, pues, dar por seguro que su vida se empleó en frecuentes viajes de misión y organización. Cada una de estas nuevas comunidades cristianas va rindiendo su tributo de martirio; San Alejandro, San Epipodio, San Marcelo, San Valentín y San Sinforiano serían, seguramente, discípulos de San Ireneo en Chalons, Tournus y Autun. La inscripción sepulcral de Pectorio en Autun, hermosa profesión de fe eucarística, puede considerarse como un eco de la predicación de Ireneo.
Los viajes apostólicos del Santo hubieron de llegar hasta el limes o confín del Imperio, pues él mismo nos da noticia por primera vez de que la predicación cristiana ha llegado más allá de las fronteras y de que empiezan a entrar en la Iglesia gentes de estirpe germánica: los bárbaros.
Toda esta actividad se desarrolla sin que remita nunca la persecución, en pobreza y peligro; tiene que ser obra casi personal del obispo, pues aún los presbíteros no han empezado a hacerse cargo de comunidades aisladas; es el obispo el único que celebra la sagrada liturgia, admite al bautismo y prepara para el mismo durante el catecumenado, y es también el que recibe a los pecadores a penitencia y reconciliación.
No poseemos grandes detalles acerca de esta actividad, que, no obstante, podemos apreciar en su impresionante conjunto. Conocemos, en cambio, su labor como maestro, y ello nos revela otro aspecto de máximo interés.
A todas las dificultades que hubo de vencer se sumó para él la más dura y dolorosa, pues la causaban las defecciones de los mismos cristianos. Aun en el seno de las cristiandades heroicas de los años de las persecuciones no faltó a la Iglesia el desgarramiento interno de la herejía. Esta se presentaba bajo una forma cuya sugestión no comprendemos hoy bien, pero cuyo peligro efectivo fue considerabilísimo. La Iglesia venció el peligro gracias a su inquebrantable adhesión a la enseñanza recibida, conservada con inalterable firmeza por los obispos. El cristianismo, sin este esfuerzo y fidelidad, se hubiera transformado en un pobre sistema no muy lejano de las sectas oscuras de inspiración maniquea que más o menos han sobrevivido. Claro que esto no podía ocurrir, y el Señor preparó los remedios por caminos, por cierto, bien distintos a los que a cualquiera se le hubieran ocurrido. El vario complejo de desviaciones con que se enfrentó San Ireneo se denomina gnosticismo. La gnosis pretende ser un conocimiento más razonable de la religión, patrimonio de un grupo selecto de iniciados. Ya antes de Cristo la gnosis había tratado de encontrar un substrato racional a los cultos paganos. Se trató de emplear el mismo procedimiento con la enseñanza cristiana. Los intentos son varios e inconexos, denominados por sus iniciadores: Basílides, Marcos Valentín, Marción. Tema común a todos suele ser el del origen del mal, que se atribuye a un principio poco menos que divino. Este principio para algunos es el Yahvé del Antiguo Testamento, distinto del Dios de Jesús.
San Ireneo había conocido algunos de estos sistemas en vida de San Policarpo; desde entonces no ceja en desenmascararlos y hacer ver que nada tienen que ver con la enseñanza cristiana, aunque lo afecten.
Conservamos una obra de San Ireneo que recoge su actividad como maestro; su título es Manifestación y refutación de la falsa gnosis, aunque se la conoce más corrientemente con el de Adversus haereses.
Frente a la varia y confusa proliferación de especulaciones, Ireneo mantiene la integridad de la enseñanza de Jesús, tal como la han conservado las Iglesias, por una tradición no interrumpida y de acuerdo con las Santas Escrituras. Entre las diversas Iglesias hay una a la que se acude siempre con seguridad, la de Roma, “la más grande, la más antigua, por todos conocida, fundada por los gloriosos apóstoles Pedro y Pablo". "Con esta Iglesia, a causa de su superior preeminencia, es preciso que concuerden todas las demás que existen en el mundo, ya que los cristianos de los diversos países han recibido de ella la tradición apostólica."
La argumentación de Ireneo y su práctica eran los buenos frente a la gnosis; una discusión en el mismo terreno de sus corifeos hubiera sido inútil. La verdadera enseñanza es la del que el Padre envió y Él confió a su Iglesia.
En esta obra de San Ireneo, y en otra de propósitos en gran parte catequéticos, Demostración de la verdad apostólica, se pueden espigar tesoros de enseñanza y piedad. Se considera a Ireneo como el primer teólogo de la Iglesia: lo que más sugestiona en sus escritos es su fuerza de testimonio de la continuidad de la doctrina de la Iglesia; no sólo hacia el pasado, sino principalmente hacia el porvenir, hacia nosotros. Leyendo sus escritos encontramos nuestra fe de hoy, en los términos que hoy empleamos; la seguridad de que somos los mismos que aquel muchacho que escuchaba de los labios de Policarpo los recuerdos directos de los que vieron y oyeron al Señor.
Es Ireneo el primero que da a la Virgen Santísima el título de causa salutis: causa de nuestra salvación; lo bebió en buena fuente.
Aún nos ha conservado Eusebio de Cesarea, con un hermoso fragmento de otra carta de Ireneo, un rasgo más de su carácter, que relaciona con su nombre, de resonancias pacificadoras. El papa Víctor, un tanto impacientado por no lograr el acuerdo de las iglesias de Oriente sobre la fecha de la celebración de la Pascua, llegó a pensar en excluirlas de su comunión. Ireneo escribe entonces al Papa, en nombre de los fieles a quienes gobernaba en las Galias. Afirma, desde luego, que debía guardarse la costumbre romana y celebrarse en domingo el misterio de la Resurrección del Señor; pero exhorta respetuosamente al Papa a no excomulgar iglesias enteras por su fidelidad a una vieja tradición. "Si hay diferencias en la observancia del ayuno, la fe, con todo, es la misma." Es honra también del papa Víctor haber escuchado la advertencia del obispo de Lyon.
La vida laboriosa y santa de San Ireneo termina con el martirio. No sabemos cómo ni cuándo; sin duda en tiempos de Septimio Severo, muy a principios del siglo III. Verosímilmente se encuadran los días del Santo entre los años 140 y 202.
Figura muy familiar a teólogos e historiadores, era poco conocida del pueblo fiel fuera de Francia. El papa Benedicto XV hizo una obra de justicia al extender su fiesta a la Iglesia universal. Las lecciones del oficio que adoptó el Breviario Romano son un ejemplo de concisa y piadosa exactitud.
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