En aquellos primeros días de la Iglesia, los espíritus estaban de tal manera inundados por el recuerdo de Jesús, la gracia era tan poderosa, la generosidad tan perfecta, que aquella renuncia a todas las cosas aconsejada por el Maestro se había convertido, si no en una ley, al menos en una costumbre general. «Todos los que tenían casas, tierras o posesiones las vendían, y presentaban luego el dinero a los pies de los Apóstoles, para que ellos lo distribuyesen entre los hermanos, según la necesidad de cada uno.» De todos aquellos hombres desprendidos, los Actos de los Apóstoles sólo nos han conservado el recuerdo de un levita, llamado José, originario de Chipre. Su sacrificio fue mayor, porque era mayor su fortuna y más entusiasta su fe. Alma noble, preocupada por las grandes cuestiones religiosas más que por los bienes de la tierra, había seguido a Jesús con admiración creciente desde los primeros días de su ministerio. Dotado de una palabra sugestiva y fácil y de una inteligencia cultivada, se le vio dirigir con frecuencia al pueblo congregado en la sinagoga «el discurso de la consolación», es decir, la instrucción que seguía a la lectura de la Ley o los profetas. De aquí le vino el apodo de Bernabé, que significa tanto como hijo de la profecía, del consuelo, de la exhortación inspirada.
Por su entusiasmo religioso, por su elocuencia y por su posición social, Bernabé ocupa desde el primer momento un puesto de honor entre los discípulos de los Apóstoles. La Iglesia naciente se inclina delante de su autoridad, y hasta los Doce le escuchan con respeto. El es el que introduce a Saulo en el seno de la comunidad. Cuando el convertido de Damasco llega a Jerusalén, los discípulos de Jesús evitan su presencia cautelosamente. Algo habían oído de su conversión milagrosa, pero no podían olvidar que tenían delante al escriba cuyas manos se habían manchado con la sangre de sus hermanos. Nadie podía creer que el perseguidor fuese ahora un discípulo, y su actitud humilde parecía una hipócrita emboscada. Sólo hubo un hombre bastante comprensivo para tender una mano piadosa al adversario arrepentido: fue el Hijo de la consolación. Según la tradición, Bernabé había encontrado a Saulo en la escuela de Gamaliel. Conocedor de la lealtad del condiscípulo, de su poderosa inteligencia, de su carácter enérgico, se había esforzado por atraerle hacia las nuevas doctrinas. Al encontrarse de nuevo con él, renovó sus instancias, ignorante de lo que había sucedido en el camino de Damasco; pero Saulo cayó a sus pies y se lo reveló todo: «Entonces—dicen los Actos—Bernabé cogió de la mano a su amigo, le llevó a los Apóstoles y les contó cómo el Señor se le había aparecido en el camino.»
Esto era alrededor del año 38 de nuestra era. Poco después llega a Jerusalén una noticia que siembra, al mismo tiempo, la alegría y la alarma: la Iglesia de Antioquía aumenta con una rapidez inesperada. Entran los judíos, entran los prosélitos de la gentilidad, que nunca faltaban en torno a las sinagogas, pero entran, sobre todo, los griegos venidos directamente del paganismo. «Y la mano del Señor era con ellos, de suerte que un gran número de gentiles creyeron y se bautizaron.» Esta corriente arrolladora superaba todas las esperanzas y al mismo tiempo llenaba de inquietud a los puritanos de la Ley. ¿Es que ya no iba a existir distinción entre los hijos de Abraham y los de Caín? Los ancianos resolvieron enviar a un hombre de confianza para inspeccionar lo sucedido. No tenían intención de cerrar la entrada en la Iglesia a los infieles, sino sólo evitar toda facilidad indiscreta; y así, en vez de enviar a un fiel de la circuncisión, o a un defensor apasionado de las tradiciones farisaicas, diputaron al helenizante de Chipre, a Bernabé. Y Bernabé, dice San Lucas, vio la gracia de Dios. Del fango del paganismo salían ahora las margaritas de la santidad; judíos y gentiles luchaban con santa emulación para conseguir la perfección evangélica. Conmovido por este espectáculo, Bernabé sólo pudo decirles «que permaneciesen en el Señor con un corazón puro e inquebrantable». Las conversiones siguieron en aumento; muchos que repugnaban someterse a la circuncisión, aceptaron con entusiasmo la religión sublime donde se adora en espíritu y en verdad, encantados con el nuevo catequista, «porque era un hombre verdaderamente bueno, grande en la fe y lleno del Espíritu Santo.»
Este maravilloso despertar hizo que Bernabé se acordase «del instrumento predestinado para llevar el nombre de Cristo delante de los reyes y las naciones». No le importa nada su prestigio; sabe que hay otra voz más poderosa que la suya, y se esfuerza por presentarla a la multitud; lo único que le interesa es el progreso del Evangelio. Se presenta en Tarso, donde Saulo medita y trabaja, descubre su retiro y le trae a Antioquía. Durante un año los dos amigos instruyen y fortalecen a la nueva cristiandad; Bernabé, con la suavidad persuasiva que nos recuerda su nombre; Saulo, con el fuego de su palabra impetuosa y vibrante. La amplitud de sus ideas inquietaba a los demás doctores. Ya hablaban de lanzarse a través del mundo para predicar a todas las razas y a todas las naciones, y este lenguaje asustaba a los más atrevidos. Que el Evangelio se propagase en Siria parecía cosa muy natural, pues siempre los israelitas consideraron esta región como parte de la tierra santa; pero los dos helizantes de Chipre y de Tarso no reconocían fronteras para la buena nueva. Los pastores antioquenos estaban indecisos, cuando un día, en medio de la asamblea, mientras se celebraban los santos misterios, se oyeron estas palabras del Espíritu: «Separadme a Saulo y a Bernabé para la obra a la cual los he llamado.» En la jerarquía naciente de la Iglesia, el sacerdocio constituía ya una clase aparte dentro de las comunidades cristianas, y todo el mundo comprendió que Pablo y Bernabé debían entrar en el número de aquellos privilegiados. La orden fue ejecutada inmediatamente: habiendo ayunado y rezado con la Iglesia, los pastores impusieron las manos a los elegidos y los abandonaron al soplo del Espíritu Santo.
El Espíritu los lanzaba a la conquista evangélica. Ya no se discutía si era conveniente caminar, sino dónde había que caminar. Saulo hubiera preferido las vastas provincias del Asia Menor, pero Bernabé dirigía sus miradas hacia Chipre, su patria; y Bernabé, que había vivido en la intimidad de los Doce, que en Antioquía, lo mismo que en Jerusalén, seguía apareciendo como el tutor, como el guía del escriba convertido, hizo triunfar su parecer. Por última vez tomaba la iniciativa el chipriota. Acompañados de Juan Marcos, sobrino de Bernabé, salieron de la ciudad; iban a pie, sin alforja, sin pan, sin dinero, confiando en la providencia del Padre celestial. En Seleuca el patrón de una barca puso a su disposición tres asientos, y a las pocas horas descubrían la costa occidental de la isla. Primero, Salamina: ciudad comercial, ricas sinagogas, fértiles llanuras, avidez de novedades y vegetación exuberante de supersticiones. Bernabé está encantado: encuentra amigos, parientes, discípulos; Saulo, en cambio, parece soñar en las grandes ciudades asiáticas. No ama la isla de Chipre; muchas veces pasará cerca de ella, pero ésta es la última que pisa su suelo. Sin embargo, trabaja con ardor, tal vez porque no ha visto en ninguna parte una forma de paganismo más abyecta y repugnante. Venus es la reina y señora de los isleños; pero no la Venus helénica, tipo de gracia y de belleza, sino la bárbara divinidad de los orientales, símbolo de los más innobles placeres, pretexto de vergonzosos misterios, causa de seducciones y de caídas. En vano los griegos habían intentado depurar este mito brutal con la leyenda graciosa de Afrodita saliendo de aquellas aguas fecundadas por la sangre de Urano. Cipris, la belleza eterna, objeto de puro amor, la Venus celestial que Platón adoraba, era muy distinta de aquel ídolo monstruoso, cuyo cínico impudor exigía allí los sacrificios más infames.
Corrompidos por esta religión sensual, los chipriotas no estaban muy dispuestos para recibir ideales evangélicos. Bernabé y Saulo tuvieron que dirigirse a las gentes de su raza, «predicando la palabra de Dios en las sinagogas de los judíos». Instruían, bautizaban y organizaban su primer grupo de catecúmenos, cuando les llegó un mensaje del gobernador, mandando que se presentasen en Patos. Patos era el centro político y religioso de la isla, el lugar donde se alzaba el santuario de la diosa con la piedra sagrada, símbolo de la fuerza generadora. Mezclados tal vez con los peregrinos, llegaron a la ciudad ilustre, residencia de las sacerdotisas y de los leguleyos. El procónsul les recibió con curiosidad y amabilidad a la vez. No era el gesto del perseguidor, sino el del discípulo. Se trataba de un romano de noble alcurnia, de alma leal y de espíritu cultivado. San Lucas ha recogido su nombre, Sergio Paulo, por su docilidad en aceptar la doctrina evangélica; Plinio le recuerda como un naturalista ilustre. En el retiro obligado de su isla, Sergio Paulo se había dado cuenta del vacío que la religión tradicional de Roma dejaba en su alma, y buscando algún otro acceso al mundo sobrenatural, preguntaba a los astrólogos, a los adivinos, a los magos y a los intérpretes de sueños. Un sabio judío llamado Elimas; había logrado apoderarse de su espíritu; pero creyó que no estaba demás oír también a aquellos extranjeros que andaban alborotando las sinagogas de su provincia. Elimas se inquietó, se opuso violentamente a la nueva doctrina: hubo una controversia pública, que terminó con la confusión del mago, y el procónsul se convirtió.
Después de este triunfo, Pablo se decide a salir de Chipre, y logra convencer a sus compañeros. Poco a poco se ha convertido en jefe de la misión. Bernabé se coloca a su lado discretamente, se eclipsa, se calla para que se oiga mejor aquella palabra de fuego, que transforma los corazones. Pablo ha llegado a dominarle con la fuerza de su genio. Su deseo es una orden. ¿Dejar la isla, cuando alborean en ella las más risueñas esperanzas con la conversión de aquel aristócrata de Roma? Juan Marcos regaña un poco, pero Bernabé acepta contento aquella empresa llena de peligros y de incertidumbres.
De Pafos, a las costas de Pamfilia; atraviesan a pie las llanuras insalubres de Perge, y suben la meseta del Tauro, caminando entre bosques de pinos retorcidos y cedros gigantescos. Atraviesan los dominios de Júpiter Labrandeo, el de la espesa barba y senos de mujer; abundan las ciudades famosas por sus santuarios; el pueblo tiene hambre de piedad y de doctrina, y los espíritus parecen preparados para recibir la revelación de los misterios divinos. Pero la empresa requiere corazones intrépidos: por todas partes, montes escarpados, puentes derribados por los aguaceros, sendas inseguras y accidentadas, «peligros de los ríos, peligros de los ladrones, peligros de las ciudades, peligros de los desiertos, tribulaciones y fatigas de toda suerte». Juan Marcos se desalentó, dejó a sus compañeros y se volvió a Jerusalén.
Entre tanto, Saulo y Bernabé recorrían la tierra desolada de la meseta, dejando a su lado áridas praderas, campos de estepas, tiendas de color oscuro, aldeas sórdidas y chozas de pastores rodeadas de rebaños de cabras y carneros. Junto al lago de Egherdir, el ceño de la tierra desaparece; los viajeros atraviesan valles rientes, saltan alegres riachuelos adornados de sauces y álamos y penetran en una ciudad bulliciosa y populosa: es Antioquía de Pisidia. Desde el primer día los dos misioneros entran en la sinagoga, escuchan devotamente la lectura de la Ley desde el fondo de la asamblea, y a una invitación del rabino, anuncian el Evangelio de Jesús crucificado. Es Pablo quien se levanta, impone silencio con la mano, y subyuga a la concurrencia de judíos y prosélitos con la vehemencia de su palabra. La ciudad se conmueve, la sinagoga se deshace, se organiza una cristiandad numerosa y surge la persecución inevitable de los judíos, amargados por el éxito de los recién venidos. Pablo combate con razones sus injurias. Bernabé se yergue intrépidamente junto a él, y los dos, dicen los Actos, se enardecen, lanzando contra los judíos palabras de condenación. Una disposición municipal arroja del territorio a los perturbadores del orden; pero la Iglesia ha nacido en Antioquía, «y los discípulos están llenos de júbilo en medio de la persecución, y el Espíritu Santo ilumina sus inteligencias».
En Iconio y en las demás ciudades de Galacia, las mismas escenas y el mismo fruto. «Por medio de sus misioneros, Dios obraba maravillas, y los prodigios daban testimonio a la palabra que anunciaba su gracia.» En Listra sucedió algo más pintoresco y más desagradable. Era la tierra más religiosa del Asia Menor, la que conservaba el recuerdo más vivo de los dioses y de su intervención visible entre los mortales. Creíase, sobre todo, que Júpiter y Mercurio recorrían el país ayudando a sus devotos; y mientras unos contaban la fábula de Licaón, convertido en lobo por haberse burlado de los dioses peregrinos, otros enseñaban como signo amable de su paso dos viejos árboles que, mezclando sus troncos y sus ramas, recordaban la historia de Filemón y Baucis, unidos así en eterno abrazo por haber dado piadosa hospitalidad a los visitantes celestes. Y sucedió que mientras Pablo predicaba, alguien dijo entre la multitud: «He aquí dos dioses que se han dignado venir a nosotros en figura humana.» «Efectivamente—replicaron otros—, ese pequeño, de feo rostro y apariencia mezquina, tiene el aspecto de Mercurio. No cabe duda; es él el encargado de hablar como conviene al mensajero de los dioses. Su compañero, el de la estatura prócer y el aire majestuoso y la noble presencia, es el padre de los dioses.» Así quedó Pablo confundido con Mercurio y Bernabé con Júpiter. El pueblo cayó de rodillas, llegaron los sacerdotes con las víctimas, dos toros adornados con cintas y guirnaldas, y ya iba a comenzar el sacrificio, cuando los Apóstoles, después de muchos esfuerzos, lograron convencer a la multitud de su engaño. Después de la adoración, vino la persecución, la lapidación, la fuga y el retorno a los hermanos de Siria.
Así terminaba aquella misión de cinco años. Pablo y Bernabé estaban contentos: habían sufrido mucho, pero también habían encontrado muchos consuelos: la semilla de la fe florecía pujante en un campo nuevo y virgen; y si los hombres de su raza habían empezado a distinguirlos con su odio, los nuevos cristianos los rodeaban con todas las solicitudes del amor y la gratitud. También San Bernabé hubiera podido decir lo que San Pablo escribía a los gálatas unos años más tarde: «Bien sabéis que cuando os anuncié el Evangelio por primera vez, os lo anuncié en las aflicciones de la carne; mas vosotros no me rechazasteis ni me despreciasteis, sino que me recibisteis como un ángel de Dios, como el mismo Cristo.»
«Dios ha abierto la puerta a los gentiles», decían los dos misioneros al abrazar nuevamente a los cristianos de Antioquía. Era el año 50. Bernabé continuaba al lado de Pablo, ponderando su elocuencia, el ardor de su fe, sus arrebatos sublimes. A su lado continúa en Jerusalén durante el Concilio. Pablo defiende la independencia de la predicación evangélica, la inutilidad de la circuncisión, la abolición de las prácticas externas de la ley mosaica. Pero también Bernabé se levanta delante de los apóstoles para defender la causa de los gentiles. No quiere discutir; le basta hacer el relato de su misión y de los prodigios con que Dios la ha ilustrado. La palabra de Pablo es nerviosa y ardiente; la suya es serena, suave, reposada. Una y otra se mezclan, se apoyan para conseguir el triunfo más completo. Los jefes de la Iglesia se declaran vencidos, rompen definitivamente con el mosaísmo y aprueban la conducta de los dos misioneros, «de los muy amados Bernabé y Pablo, que han expuesto sus vidas por el nombre de nuestro Señor Jesucristo».
Se abría definitivamente libre, sin trabas internas, el camino del cristianismo puro. Con nuevos alientos, Pablo vuelve hacia las cristiandades del Asia, abandonadas durante dos años a sus propios recursos: «Vayamos—dice a Bernabé—, vayamos a visitar a nuestros hermanos de las ciudades en que hemos predicado la palabra del Señor.» Bernabé aceptó encantado, pero con la condición de que Juan Marcos, su sobrino, fuese con ellos. Marcos se arrepentía de su debilidad pasada, manifestándose dispuesto a sufrir todas las dificultades del apostolado. No obstante, desde que había puesto la mano al arado para mirar atrás, Pablo le miraba como un obrero inútil, y consideraba su presencia como un estorbo. Más indulgente con el joven, y conociéndole acaso más íntimamente, Bernabé le defendió con la misma vehemencia con que Pablo le atacaba. La disputa se agudizó, llegó al paroxismo, según la palabra griega de los Actos, y los dos apóstoles, con gran sentimiento de una y otra parte, comprendieron que debían renunciar a hacer juntos aquella segunda campaña. «Pablo, más severo—dice San Jerónimo—; Bernabé, más clemente; cada cual abunda en su parecer, y, sin embargo, la discusión tiene algo de la humana fragilidad.»
Y mientras el de Tarso se internaba por segunda vez en las estepas gálatas, el de Chipre desembarcaba nuevamente en la isla donde había nacido, y donde también los cristianos necesitaban ser visitados y confirmados en la fe. Fue el apóstol de su patria; continuó evangelizando con el mismo desinterés que hasta entonces, rehusando la ayuda de las piadosas mujeres que acompañaban a los demás apóstoles, y trabajando con sus manos para no tener que aceptar los presentes de sus neófitos. La dulzura de su palabra consoló, reanimó aquellas almas, hechas a un clima benigno y a una religión sensual, que el vigor impetuoso de Pablo hubiera tal vez abatido.
La última parte de su vida se esconde en la penumbra. Ante la luz cada vez más brillante de su antiguo compañero, él se oculta hasta desaparecer por completo. Sin embargo, las Iglesias primitivas guardaron el recuerdo de su enseñanza, pues a fines del siglo I un cristiano de Alejandría publicaba con su nombre un comentario de textos bíblicos. que la tradición conoce con el nombre de Epístola de San Bernabé. Sin duda, este venerable documento reflejaba el espíritu de su predicación. A vueltas de muchas interpretaciones alegóricas y de una hebreofobia indignas de un varon apostólico, hay bellos pensamientos que tienen el acento de las expresiones paulinas. «Todo es en Jesús y por Jesús. Por la remisión de los pecados y la esperanza en el Señor, somos renovados y creados de nuevo. Dios habita verdaderamente en nosotros. Allí permanece y profetiza, y esta habitación, este templo santo, consagrado al Señor, es nuestro corazón. Os escribo con gran sencillez a fin de que me entendáis, a mí, que soy la barredura de vuestra caridad.» Pero más que la influencia de Pablo, lo que en este escrito nos encanta es la bondad, rasgo distintivo del carácter de Bernabé. Ella le penetra y le ilumina con una luz tranquila y suave. «Hijos de la alegría, comprended que el Señor nos lo ha revelado todo de antemano. En pocas palabras os voy a descubrir el medio de estar alegres en el tiempo presente. Sed dulces, sed compasivos, sed bondadosos. Mi principal cuidado al escribiros es colocar vuestras almas en la alegría. Salud, hijos de la paz y la dilección. Vivid en la alegría del corazón.» Esta fue, al parecer, la predicación de Bernabé; dejando a Pablo la teología de los profundos misterios, limitóse él a presentar el lado más amable y asequible del Evangelio, a enseñar el camino de la dicha en la caridad eterna.
Por su entusiasmo religioso, por su elocuencia y por su posición social, Bernabé ocupa desde el primer momento un puesto de honor entre los discípulos de los Apóstoles. La Iglesia naciente se inclina delante de su autoridad, y hasta los Doce le escuchan con respeto. El es el que introduce a Saulo en el seno de la comunidad. Cuando el convertido de Damasco llega a Jerusalén, los discípulos de Jesús evitan su presencia cautelosamente. Algo habían oído de su conversión milagrosa, pero no podían olvidar que tenían delante al escriba cuyas manos se habían manchado con la sangre de sus hermanos. Nadie podía creer que el perseguidor fuese ahora un discípulo, y su actitud humilde parecía una hipócrita emboscada. Sólo hubo un hombre bastante comprensivo para tender una mano piadosa al adversario arrepentido: fue el Hijo de la consolación. Según la tradición, Bernabé había encontrado a Saulo en la escuela de Gamaliel. Conocedor de la lealtad del condiscípulo, de su poderosa inteligencia, de su carácter enérgico, se había esforzado por atraerle hacia las nuevas doctrinas. Al encontrarse de nuevo con él, renovó sus instancias, ignorante de lo que había sucedido en el camino de Damasco; pero Saulo cayó a sus pies y se lo reveló todo: «Entonces—dicen los Actos—Bernabé cogió de la mano a su amigo, le llevó a los Apóstoles y les contó cómo el Señor se le había aparecido en el camino.»
Esto era alrededor del año 38 de nuestra era. Poco después llega a Jerusalén una noticia que siembra, al mismo tiempo, la alegría y la alarma: la Iglesia de Antioquía aumenta con una rapidez inesperada. Entran los judíos, entran los prosélitos de la gentilidad, que nunca faltaban en torno a las sinagogas, pero entran, sobre todo, los griegos venidos directamente del paganismo. «Y la mano del Señor era con ellos, de suerte que un gran número de gentiles creyeron y se bautizaron.» Esta corriente arrolladora superaba todas las esperanzas y al mismo tiempo llenaba de inquietud a los puritanos de la Ley. ¿Es que ya no iba a existir distinción entre los hijos de Abraham y los de Caín? Los ancianos resolvieron enviar a un hombre de confianza para inspeccionar lo sucedido. No tenían intención de cerrar la entrada en la Iglesia a los infieles, sino sólo evitar toda facilidad indiscreta; y así, en vez de enviar a un fiel de la circuncisión, o a un defensor apasionado de las tradiciones farisaicas, diputaron al helenizante de Chipre, a Bernabé. Y Bernabé, dice San Lucas, vio la gracia de Dios. Del fango del paganismo salían ahora las margaritas de la santidad; judíos y gentiles luchaban con santa emulación para conseguir la perfección evangélica. Conmovido por este espectáculo, Bernabé sólo pudo decirles «que permaneciesen en el Señor con un corazón puro e inquebrantable». Las conversiones siguieron en aumento; muchos que repugnaban someterse a la circuncisión, aceptaron con entusiasmo la religión sublime donde se adora en espíritu y en verdad, encantados con el nuevo catequista, «porque era un hombre verdaderamente bueno, grande en la fe y lleno del Espíritu Santo.»
Este maravilloso despertar hizo que Bernabé se acordase «del instrumento predestinado para llevar el nombre de Cristo delante de los reyes y las naciones». No le importa nada su prestigio; sabe que hay otra voz más poderosa que la suya, y se esfuerza por presentarla a la multitud; lo único que le interesa es el progreso del Evangelio. Se presenta en Tarso, donde Saulo medita y trabaja, descubre su retiro y le trae a Antioquía. Durante un año los dos amigos instruyen y fortalecen a la nueva cristiandad; Bernabé, con la suavidad persuasiva que nos recuerda su nombre; Saulo, con el fuego de su palabra impetuosa y vibrante. La amplitud de sus ideas inquietaba a los demás doctores. Ya hablaban de lanzarse a través del mundo para predicar a todas las razas y a todas las naciones, y este lenguaje asustaba a los más atrevidos. Que el Evangelio se propagase en Siria parecía cosa muy natural, pues siempre los israelitas consideraron esta región como parte de la tierra santa; pero los dos helizantes de Chipre y de Tarso no reconocían fronteras para la buena nueva. Los pastores antioquenos estaban indecisos, cuando un día, en medio de la asamblea, mientras se celebraban los santos misterios, se oyeron estas palabras del Espíritu: «Separadme a Saulo y a Bernabé para la obra a la cual los he llamado.» En la jerarquía naciente de la Iglesia, el sacerdocio constituía ya una clase aparte dentro de las comunidades cristianas, y todo el mundo comprendió que Pablo y Bernabé debían entrar en el número de aquellos privilegiados. La orden fue ejecutada inmediatamente: habiendo ayunado y rezado con la Iglesia, los pastores impusieron las manos a los elegidos y los abandonaron al soplo del Espíritu Santo.
El Espíritu los lanzaba a la conquista evangélica. Ya no se discutía si era conveniente caminar, sino dónde había que caminar. Saulo hubiera preferido las vastas provincias del Asia Menor, pero Bernabé dirigía sus miradas hacia Chipre, su patria; y Bernabé, que había vivido en la intimidad de los Doce, que en Antioquía, lo mismo que en Jerusalén, seguía apareciendo como el tutor, como el guía del escriba convertido, hizo triunfar su parecer. Por última vez tomaba la iniciativa el chipriota. Acompañados de Juan Marcos, sobrino de Bernabé, salieron de la ciudad; iban a pie, sin alforja, sin pan, sin dinero, confiando en la providencia del Padre celestial. En Seleuca el patrón de una barca puso a su disposición tres asientos, y a las pocas horas descubrían la costa occidental de la isla. Primero, Salamina: ciudad comercial, ricas sinagogas, fértiles llanuras, avidez de novedades y vegetación exuberante de supersticiones. Bernabé está encantado: encuentra amigos, parientes, discípulos; Saulo, en cambio, parece soñar en las grandes ciudades asiáticas. No ama la isla de Chipre; muchas veces pasará cerca de ella, pero ésta es la última que pisa su suelo. Sin embargo, trabaja con ardor, tal vez porque no ha visto en ninguna parte una forma de paganismo más abyecta y repugnante. Venus es la reina y señora de los isleños; pero no la Venus helénica, tipo de gracia y de belleza, sino la bárbara divinidad de los orientales, símbolo de los más innobles placeres, pretexto de vergonzosos misterios, causa de seducciones y de caídas. En vano los griegos habían intentado depurar este mito brutal con la leyenda graciosa de Afrodita saliendo de aquellas aguas fecundadas por la sangre de Urano. Cipris, la belleza eterna, objeto de puro amor, la Venus celestial que Platón adoraba, era muy distinta de aquel ídolo monstruoso, cuyo cínico impudor exigía allí los sacrificios más infames.
Corrompidos por esta religión sensual, los chipriotas no estaban muy dispuestos para recibir ideales evangélicos. Bernabé y Saulo tuvieron que dirigirse a las gentes de su raza, «predicando la palabra de Dios en las sinagogas de los judíos». Instruían, bautizaban y organizaban su primer grupo de catecúmenos, cuando les llegó un mensaje del gobernador, mandando que se presentasen en Patos. Patos era el centro político y religioso de la isla, el lugar donde se alzaba el santuario de la diosa con la piedra sagrada, símbolo de la fuerza generadora. Mezclados tal vez con los peregrinos, llegaron a la ciudad ilustre, residencia de las sacerdotisas y de los leguleyos. El procónsul les recibió con curiosidad y amabilidad a la vez. No era el gesto del perseguidor, sino el del discípulo. Se trataba de un romano de noble alcurnia, de alma leal y de espíritu cultivado. San Lucas ha recogido su nombre, Sergio Paulo, por su docilidad en aceptar la doctrina evangélica; Plinio le recuerda como un naturalista ilustre. En el retiro obligado de su isla, Sergio Paulo se había dado cuenta del vacío que la religión tradicional de Roma dejaba en su alma, y buscando algún otro acceso al mundo sobrenatural, preguntaba a los astrólogos, a los adivinos, a los magos y a los intérpretes de sueños. Un sabio judío llamado Elimas; había logrado apoderarse de su espíritu; pero creyó que no estaba demás oír también a aquellos extranjeros que andaban alborotando las sinagogas de su provincia. Elimas se inquietó, se opuso violentamente a la nueva doctrina: hubo una controversia pública, que terminó con la confusión del mago, y el procónsul se convirtió.
Después de este triunfo, Pablo se decide a salir de Chipre, y logra convencer a sus compañeros. Poco a poco se ha convertido en jefe de la misión. Bernabé se coloca a su lado discretamente, se eclipsa, se calla para que se oiga mejor aquella palabra de fuego, que transforma los corazones. Pablo ha llegado a dominarle con la fuerza de su genio. Su deseo es una orden. ¿Dejar la isla, cuando alborean en ella las más risueñas esperanzas con la conversión de aquel aristócrata de Roma? Juan Marcos regaña un poco, pero Bernabé acepta contento aquella empresa llena de peligros y de incertidumbres.
De Pafos, a las costas de Pamfilia; atraviesan a pie las llanuras insalubres de Perge, y suben la meseta del Tauro, caminando entre bosques de pinos retorcidos y cedros gigantescos. Atraviesan los dominios de Júpiter Labrandeo, el de la espesa barba y senos de mujer; abundan las ciudades famosas por sus santuarios; el pueblo tiene hambre de piedad y de doctrina, y los espíritus parecen preparados para recibir la revelación de los misterios divinos. Pero la empresa requiere corazones intrépidos: por todas partes, montes escarpados, puentes derribados por los aguaceros, sendas inseguras y accidentadas, «peligros de los ríos, peligros de los ladrones, peligros de las ciudades, peligros de los desiertos, tribulaciones y fatigas de toda suerte». Juan Marcos se desalentó, dejó a sus compañeros y se volvió a Jerusalén.
Entre tanto, Saulo y Bernabé recorrían la tierra desolada de la meseta, dejando a su lado áridas praderas, campos de estepas, tiendas de color oscuro, aldeas sórdidas y chozas de pastores rodeadas de rebaños de cabras y carneros. Junto al lago de Egherdir, el ceño de la tierra desaparece; los viajeros atraviesan valles rientes, saltan alegres riachuelos adornados de sauces y álamos y penetran en una ciudad bulliciosa y populosa: es Antioquía de Pisidia. Desde el primer día los dos misioneros entran en la sinagoga, escuchan devotamente la lectura de la Ley desde el fondo de la asamblea, y a una invitación del rabino, anuncian el Evangelio de Jesús crucificado. Es Pablo quien se levanta, impone silencio con la mano, y subyuga a la concurrencia de judíos y prosélitos con la vehemencia de su palabra. La ciudad se conmueve, la sinagoga se deshace, se organiza una cristiandad numerosa y surge la persecución inevitable de los judíos, amargados por el éxito de los recién venidos. Pablo combate con razones sus injurias. Bernabé se yergue intrépidamente junto a él, y los dos, dicen los Actos, se enardecen, lanzando contra los judíos palabras de condenación. Una disposición municipal arroja del territorio a los perturbadores del orden; pero la Iglesia ha nacido en Antioquía, «y los discípulos están llenos de júbilo en medio de la persecución, y el Espíritu Santo ilumina sus inteligencias».
En Iconio y en las demás ciudades de Galacia, las mismas escenas y el mismo fruto. «Por medio de sus misioneros, Dios obraba maravillas, y los prodigios daban testimonio a la palabra que anunciaba su gracia.» En Listra sucedió algo más pintoresco y más desagradable. Era la tierra más religiosa del Asia Menor, la que conservaba el recuerdo más vivo de los dioses y de su intervención visible entre los mortales. Creíase, sobre todo, que Júpiter y Mercurio recorrían el país ayudando a sus devotos; y mientras unos contaban la fábula de Licaón, convertido en lobo por haberse burlado de los dioses peregrinos, otros enseñaban como signo amable de su paso dos viejos árboles que, mezclando sus troncos y sus ramas, recordaban la historia de Filemón y Baucis, unidos así en eterno abrazo por haber dado piadosa hospitalidad a los visitantes celestes. Y sucedió que mientras Pablo predicaba, alguien dijo entre la multitud: «He aquí dos dioses que se han dignado venir a nosotros en figura humana.» «Efectivamente—replicaron otros—, ese pequeño, de feo rostro y apariencia mezquina, tiene el aspecto de Mercurio. No cabe duda; es él el encargado de hablar como conviene al mensajero de los dioses. Su compañero, el de la estatura prócer y el aire majestuoso y la noble presencia, es el padre de los dioses.» Así quedó Pablo confundido con Mercurio y Bernabé con Júpiter. El pueblo cayó de rodillas, llegaron los sacerdotes con las víctimas, dos toros adornados con cintas y guirnaldas, y ya iba a comenzar el sacrificio, cuando los Apóstoles, después de muchos esfuerzos, lograron convencer a la multitud de su engaño. Después de la adoración, vino la persecución, la lapidación, la fuga y el retorno a los hermanos de Siria.
Así terminaba aquella misión de cinco años. Pablo y Bernabé estaban contentos: habían sufrido mucho, pero también habían encontrado muchos consuelos: la semilla de la fe florecía pujante en un campo nuevo y virgen; y si los hombres de su raza habían empezado a distinguirlos con su odio, los nuevos cristianos los rodeaban con todas las solicitudes del amor y la gratitud. También San Bernabé hubiera podido decir lo que San Pablo escribía a los gálatas unos años más tarde: «Bien sabéis que cuando os anuncié el Evangelio por primera vez, os lo anuncié en las aflicciones de la carne; mas vosotros no me rechazasteis ni me despreciasteis, sino que me recibisteis como un ángel de Dios, como el mismo Cristo.»
«Dios ha abierto la puerta a los gentiles», decían los dos misioneros al abrazar nuevamente a los cristianos de Antioquía. Era el año 50. Bernabé continuaba al lado de Pablo, ponderando su elocuencia, el ardor de su fe, sus arrebatos sublimes. A su lado continúa en Jerusalén durante el Concilio. Pablo defiende la independencia de la predicación evangélica, la inutilidad de la circuncisión, la abolición de las prácticas externas de la ley mosaica. Pero también Bernabé se levanta delante de los apóstoles para defender la causa de los gentiles. No quiere discutir; le basta hacer el relato de su misión y de los prodigios con que Dios la ha ilustrado. La palabra de Pablo es nerviosa y ardiente; la suya es serena, suave, reposada. Una y otra se mezclan, se apoyan para conseguir el triunfo más completo. Los jefes de la Iglesia se declaran vencidos, rompen definitivamente con el mosaísmo y aprueban la conducta de los dos misioneros, «de los muy amados Bernabé y Pablo, que han expuesto sus vidas por el nombre de nuestro Señor Jesucristo».
Se abría definitivamente libre, sin trabas internas, el camino del cristianismo puro. Con nuevos alientos, Pablo vuelve hacia las cristiandades del Asia, abandonadas durante dos años a sus propios recursos: «Vayamos—dice a Bernabé—, vayamos a visitar a nuestros hermanos de las ciudades en que hemos predicado la palabra del Señor.» Bernabé aceptó encantado, pero con la condición de que Juan Marcos, su sobrino, fuese con ellos. Marcos se arrepentía de su debilidad pasada, manifestándose dispuesto a sufrir todas las dificultades del apostolado. No obstante, desde que había puesto la mano al arado para mirar atrás, Pablo le miraba como un obrero inútil, y consideraba su presencia como un estorbo. Más indulgente con el joven, y conociéndole acaso más íntimamente, Bernabé le defendió con la misma vehemencia con que Pablo le atacaba. La disputa se agudizó, llegó al paroxismo, según la palabra griega de los Actos, y los dos apóstoles, con gran sentimiento de una y otra parte, comprendieron que debían renunciar a hacer juntos aquella segunda campaña. «Pablo, más severo—dice San Jerónimo—; Bernabé, más clemente; cada cual abunda en su parecer, y, sin embargo, la discusión tiene algo de la humana fragilidad.»
Y mientras el de Tarso se internaba por segunda vez en las estepas gálatas, el de Chipre desembarcaba nuevamente en la isla donde había nacido, y donde también los cristianos necesitaban ser visitados y confirmados en la fe. Fue el apóstol de su patria; continuó evangelizando con el mismo desinterés que hasta entonces, rehusando la ayuda de las piadosas mujeres que acompañaban a los demás apóstoles, y trabajando con sus manos para no tener que aceptar los presentes de sus neófitos. La dulzura de su palabra consoló, reanimó aquellas almas, hechas a un clima benigno y a una religión sensual, que el vigor impetuoso de Pablo hubiera tal vez abatido.
La última parte de su vida se esconde en la penumbra. Ante la luz cada vez más brillante de su antiguo compañero, él se oculta hasta desaparecer por completo. Sin embargo, las Iglesias primitivas guardaron el recuerdo de su enseñanza, pues a fines del siglo I un cristiano de Alejandría publicaba con su nombre un comentario de textos bíblicos. que la tradición conoce con el nombre de Epístola de San Bernabé. Sin duda, este venerable documento reflejaba el espíritu de su predicación. A vueltas de muchas interpretaciones alegóricas y de una hebreofobia indignas de un varon apostólico, hay bellos pensamientos que tienen el acento de las expresiones paulinas. «Todo es en Jesús y por Jesús. Por la remisión de los pecados y la esperanza en el Señor, somos renovados y creados de nuevo. Dios habita verdaderamente en nosotros. Allí permanece y profetiza, y esta habitación, este templo santo, consagrado al Señor, es nuestro corazón. Os escribo con gran sencillez a fin de que me entendáis, a mí, que soy la barredura de vuestra caridad.» Pero más que la influencia de Pablo, lo que en este escrito nos encanta es la bondad, rasgo distintivo del carácter de Bernabé. Ella le penetra y le ilumina con una luz tranquila y suave. «Hijos de la alegría, comprended que el Señor nos lo ha revelado todo de antemano. En pocas palabras os voy a descubrir el medio de estar alegres en el tiempo presente. Sed dulces, sed compasivos, sed bondadosos. Mi principal cuidado al escribiros es colocar vuestras almas en la alegría. Salud, hijos de la paz y la dilección. Vivid en la alegría del corazón.» Esta fue, al parecer, la predicación de Bernabé; dejando a Pablo la teología de los profundos misterios, limitóse él a presentar el lado más amable y asequible del Evangelio, a enseñar el camino de la dicha en la caridad eterna.
No hay comentarios:
Publicar un comentario