Llamada en el siglo Ana García Manzanas, religiosa carmelita, mística, compañera de Santa Teresa de Jesús y difusora de la reforma de la Orden carmelita descalza por Francia y los Países Bajos.
La Beata Ana nació en Almendral de la Cañada, (Toledo) el 1 de octubre de 1549. Era la quinta hija de María Manzanas y Hernan García. A los nueve años perdió a su madre y, un año después, a su padre. Pronto sintió vocación religiosa, pero sus hermanos no apoyaron su decisión de ser carmelita y por ello sufrió grandes contradicciones que repercutieron sobre su salud, llegando a enfermar gravemente. Entonces sus hermanos ofrecieron una novena al apóstol San Bartolomé por su curación y el día de su fiesta, 24 de agosto de 1570; al entrar en una ermita dedicada a su advocación cercana a su pueblo, se curó repentinamente. En gratitud al Apóstol que ella consideró siempre su gran intercesor le eligió para su nuevo nombre de carmelita descalza. Profesó en el convento de San José de Ávila el día 2 de noviembre de 1570 mientras Santa Teresa estaba fundando en Salamanca. Fue la primera hermana de velo blanco, freila o lega que Teresa de Jesús admitió en su primer Carmelo, cuna de su Reforma. Unos meses después tuvo lugar el primer encuentro entre ellas y, desde ese instante, se estableció una especial corriente de empatía que duró hasta el fin de sus vidas.
En la Navidad de 1577 Santa Teresa se rompió el brazo izquierdo y Ana de San Bartolomé se convirtió en su compañera inseparable: fue su cocinera, su enfermera, su secretaria, su confidente y su apoyo en las últimas fundaciones: realmente su sombra. Hasta tal punto la quiso y la valoró Santa Teresa que, el 4 de octubre de 1582, cuando sintió que llegaba la hora de su muerte, la reclamó junto a sí para morir entre sus brazos, convirtiéndose en su heredera espiritual.
En 1604 fue junto a Ana de Jesús, para implantar el Carmelo Teresiano en Francia. En 1605 fundó el Carmelo de Pontoise donde fue elegida como Priora. En 1608 fundó el Carmelo de Tours, y en 1612, reclamada por la Infanta Isabel Clara Eugenia, hija de Felipe II de España y entonces Soberana de los Países Bajos, llegó a Flandes para fundar el Carmelo de Amberes, del que fue Priora hasta su muerte. La Infanta siempre mostró un gran aprecio por esta hija predilecta de Santa Teresa y pronto Ana de San Bartolomé se convirtió en su fiel amiga y consejera. En Amberes vivió la Beata las felices noticias de la Beatificación y Canonización de Santa Teresa, y fue ella quien primero dedicó en el mundo un Carmelo a la advocación de su Santa Madre; así, el Carmelo de Amberes se llamó desde entonces de Santa Teresa y San José.
En Flandes vivió Ana de San Bartolomé los últimos años de su vida con gran fama de santidad, que, al igual que le ocurrió a Santa Teresa en Castilla, la envolvió sin ella poderlo evitar. Todo tipo de personas, desde los humildes campesinos hasta las gentes de más alta alcurnia, acudían a su Carmelo para pedirle su consejo y su bendición. Fue consejera y amiga de los soldados y generales de los famosos Tercios de Flandes que recurrían a ella para implorar su bendición y prender unas letras suyas en la coraza como salvaguarda y protección en la batalla. En dos ocasiones se consideró vencido el peligro de que las huestes protestantes, al mando del príncipe Guillermo de Nassau, invadieran Amberes gracias a la intercesión de Ana de San Bartolomé, que, alertada interiormente de que algo grave ocurría, despertó a las carmelitas en plena madrugada para acudir al coro a rezar. De estos episodios extraordinarios se hicieron las declaraciones y diligencias oportunas y el Obispo de Amberes la proclamó en vida Libertadora de Amberes. Su iconografía más divulgada reproduce la escena de su ferviente oración por la ciudad.
Estos acontecimientos extraordinarios acrecentaron de forma imparable la fama de su santidad por toda Europa. A principios de 1626 se agravó su delicado estado de salud y tan sólo la preocupaba morir en paz sin ruido ni baraúnda, ya que cada vez que empeoraba, la Infanta mandaba a su médico personal a atenderla y toda la corte se preocupaba. El 19 de marzo murió su querida prima Francisca y esta noticia apagó aún más su vida. En el último tramo pedía a sus hijas que le cantasen los versos de su querido San Juan de la Cruz
¿Adónde te escondiste Amado?
Al fin se cumplió su deseo y cuando el 4 de junio tuvo una recaída no pareció de gravedad. Pero unos días después empeoró y, ante su inminente muerte, con gran serenidad pidió una reliquia de su querida madre Teresa de Jesús. Murió como ella quiso, rodeada de sus hijas y sin llamar la atención, el atardecer del domingo 7 de junio de 1626, festividad de la Santísima Trinidad, misterio del que era muy devota. Pero no pudo impedir que cientos de personas de toda condición social se acercasen hasta su querido Carmelo para venerarla como una santa.
El confesor de la Infanta, el agustino fray Bartolomé de los Ríos, ofició dos funerales: uno en Amberes, antes de su entierro, ante el Obispo y todas las autoridades, y otro en la catedral de Bruselas, presidido por la Infanta, que quiso ofrecer un solemne funeral en memoria de su gran amiga y consejera. Pronto se sucedieron los milagros -el primero de ellos tuvo lugar el mismo día de su muerte- y la Infanta Isabel Clara Eugenia, junto con la reina María de Médicis fueron grandes impulsoras del Proceso de Canonización. Curiosamente uno de los dos milagros valorados para su beatificación fue la curación instantánea por imposición de su capa blanca a la reina María de Médicis en 1633; el otro fue la curación de un fraile carmelita del convento de Amberes en 1731. Reyes, príncipes y rectores de las más importantes universidades enviaron al Papa cartas solicitando su pronta beatificación, pero, a pesar de los numerosos milagros, el proceso se alargó interminablemente en el tiempo, en gran parte por las circunstancias políticas que atravesó Flandes hasta que en 1830 se constituyó el reino católico de Bélgica.
Al fin el 6 de mayo de 1917, en plena Primera Guerra Mundial, culminó el proceso y el papa Benedicto XV beatificó a esta ilustre carmelita toledana expresando en el Breve su satisfacción por elevar al honor de los altares a la compañera inseparable de Santa Teresa a quien ella ya había canonizado en vida cuando decía: Ana, Ana, tú eres la santa, yo tengo la fama. En la solemne ceremonia, celebrada en el interior de la Basílica de San Pedro, Ana de San Bartolomé fue invocada como defensora de la Paz.
La Beata Ana nació en Almendral de la Cañada, (Toledo) el 1 de octubre de 1549. Era la quinta hija de María Manzanas y Hernan García. A los nueve años perdió a su madre y, un año después, a su padre. Pronto sintió vocación religiosa, pero sus hermanos no apoyaron su decisión de ser carmelita y por ello sufrió grandes contradicciones que repercutieron sobre su salud, llegando a enfermar gravemente. Entonces sus hermanos ofrecieron una novena al apóstol San Bartolomé por su curación y el día de su fiesta, 24 de agosto de 1570; al entrar en una ermita dedicada a su advocación cercana a su pueblo, se curó repentinamente. En gratitud al Apóstol que ella consideró siempre su gran intercesor le eligió para su nuevo nombre de carmelita descalza. Profesó en el convento de San José de Ávila el día 2 de noviembre de 1570 mientras Santa Teresa estaba fundando en Salamanca. Fue la primera hermana de velo blanco, freila o lega que Teresa de Jesús admitió en su primer Carmelo, cuna de su Reforma. Unos meses después tuvo lugar el primer encuentro entre ellas y, desde ese instante, se estableció una especial corriente de empatía que duró hasta el fin de sus vidas.
En la Navidad de 1577 Santa Teresa se rompió el brazo izquierdo y Ana de San Bartolomé se convirtió en su compañera inseparable: fue su cocinera, su enfermera, su secretaria, su confidente y su apoyo en las últimas fundaciones: realmente su sombra. Hasta tal punto la quiso y la valoró Santa Teresa que, el 4 de octubre de 1582, cuando sintió que llegaba la hora de su muerte, la reclamó junto a sí para morir entre sus brazos, convirtiéndose en su heredera espiritual.
En 1604 fue junto a Ana de Jesús, para implantar el Carmelo Teresiano en Francia. En 1605 fundó el Carmelo de Pontoise donde fue elegida como Priora. En 1608 fundó el Carmelo de Tours, y en 1612, reclamada por la Infanta Isabel Clara Eugenia, hija de Felipe II de España y entonces Soberana de los Países Bajos, llegó a Flandes para fundar el Carmelo de Amberes, del que fue Priora hasta su muerte. La Infanta siempre mostró un gran aprecio por esta hija predilecta de Santa Teresa y pronto Ana de San Bartolomé se convirtió en su fiel amiga y consejera. En Amberes vivió la Beata las felices noticias de la Beatificación y Canonización de Santa Teresa, y fue ella quien primero dedicó en el mundo un Carmelo a la advocación de su Santa Madre; así, el Carmelo de Amberes se llamó desde entonces de Santa Teresa y San José.
En Flandes vivió Ana de San Bartolomé los últimos años de su vida con gran fama de santidad, que, al igual que le ocurrió a Santa Teresa en Castilla, la envolvió sin ella poderlo evitar. Todo tipo de personas, desde los humildes campesinos hasta las gentes de más alta alcurnia, acudían a su Carmelo para pedirle su consejo y su bendición. Fue consejera y amiga de los soldados y generales de los famosos Tercios de Flandes que recurrían a ella para implorar su bendición y prender unas letras suyas en la coraza como salvaguarda y protección en la batalla. En dos ocasiones se consideró vencido el peligro de que las huestes protestantes, al mando del príncipe Guillermo de Nassau, invadieran Amberes gracias a la intercesión de Ana de San Bartolomé, que, alertada interiormente de que algo grave ocurría, despertó a las carmelitas en plena madrugada para acudir al coro a rezar. De estos episodios extraordinarios se hicieron las declaraciones y diligencias oportunas y el Obispo de Amberes la proclamó en vida Libertadora de Amberes. Su iconografía más divulgada reproduce la escena de su ferviente oración por la ciudad.
Estos acontecimientos extraordinarios acrecentaron de forma imparable la fama de su santidad por toda Europa. A principios de 1626 se agravó su delicado estado de salud y tan sólo la preocupaba morir en paz sin ruido ni baraúnda, ya que cada vez que empeoraba, la Infanta mandaba a su médico personal a atenderla y toda la corte se preocupaba. El 19 de marzo murió su querida prima Francisca y esta noticia apagó aún más su vida. En el último tramo pedía a sus hijas que le cantasen los versos de su querido San Juan de la Cruz
¿Adónde te escondiste Amado?
Al fin se cumplió su deseo y cuando el 4 de junio tuvo una recaída no pareció de gravedad. Pero unos días después empeoró y, ante su inminente muerte, con gran serenidad pidió una reliquia de su querida madre Teresa de Jesús. Murió como ella quiso, rodeada de sus hijas y sin llamar la atención, el atardecer del domingo 7 de junio de 1626, festividad de la Santísima Trinidad, misterio del que era muy devota. Pero no pudo impedir que cientos de personas de toda condición social se acercasen hasta su querido Carmelo para venerarla como una santa.
El confesor de la Infanta, el agustino fray Bartolomé de los Ríos, ofició dos funerales: uno en Amberes, antes de su entierro, ante el Obispo y todas las autoridades, y otro en la catedral de Bruselas, presidido por la Infanta, que quiso ofrecer un solemne funeral en memoria de su gran amiga y consejera. Pronto se sucedieron los milagros -el primero de ellos tuvo lugar el mismo día de su muerte- y la Infanta Isabel Clara Eugenia, junto con la reina María de Médicis fueron grandes impulsoras del Proceso de Canonización. Curiosamente uno de los dos milagros valorados para su beatificación fue la curación instantánea por imposición de su capa blanca a la reina María de Médicis en 1633; el otro fue la curación de un fraile carmelita del convento de Amberes en 1731. Reyes, príncipes y rectores de las más importantes universidades enviaron al Papa cartas solicitando su pronta beatificación, pero, a pesar de los numerosos milagros, el proceso se alargó interminablemente en el tiempo, en gran parte por las circunstancias políticas que atravesó Flandes hasta que en 1830 se constituyó el reino católico de Bélgica.
Al fin el 6 de mayo de 1917, en plena Primera Guerra Mundial, culminó el proceso y el papa Benedicto XV beatificó a esta ilustre carmelita toledana expresando en el Breve su satisfacción por elevar al honor de los altares a la compañera inseparable de Santa Teresa a quien ella ya había canonizado en vida cuando decía: Ana, Ana, tú eres la santa, yo tengo la fama. En la solemne ceremonia, celebrada en el interior de la Basílica de San Pedro, Ana de San Bartolomé fue invocada como defensora de la Paz.
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