Las viudas en Israel vivían en una perpetua marginación, pues las leyes creadas por y para los hombres las dejaban en el más absoluto desamparo e indefensión. Debían vivir de la caridad y sufrir las vejaciones de quienes, aprovechando su situación de privilegio, abusaban de ellas. Era unánime el clamor de los profetas contra esta injusticia, que refleja el salmo 146,9: “El Señor guarda a los emigrantes, sustenta al huérfano y a la viuda y trastorna el camino de los malvados”.
El Apóstol Santiago se muestra tajante: “La religión pura y sin tacha a los ojos de Dios es ésta: mirar por los huérfanos y viudas en sus apuros y no dejarse contaminar por el mundo” (Santiago 1,27).
La liturgia de hoy evoca dos episodios lejanos en el tiempo, pero con parecidos protagonistas. En ambos son mujeres viudas y con un hijo las depositarias de los favores de Dios a través del profeta Elías- la primera- y de Jesús, la segunda.
El drama de la viuda, descrito en 1º Reyes 17, 17-24, conmueve por la crudeza del relato.
La viuda de Sarepta aguarda con su hijo la muerte tras consumir el último bocado de pan y las últimas gotas de aceite.
La viuda de Naín, que lleva a su hijo a enterrar, amalgama en torno a sí el sufrimiento humano llevado casi a sus límites.
El hijo, todo su apoyo y la esperanza para sobrevivir, muere. Todo parece oscuro y es imposible ir a peor, pues pierde absolutamente todo, incluso lo que esperaban tener.
¿Qué queda después?
¿Qué nos quieren enseñar las Sagradas Escritura ante este drama humano?
Que Dios no nos abandona, aunque sus silencios sean prolongados; que está a nuestro lado. Poner los ojos en él es dar alas a la esperanza, que sobrevuela sobre los fracasos humanos.
¿Cuántas familias actuales se ven abocadas a parecidas situaciones?
Pensemos en los inmigrantes ilegales, en los sin techo y sin trabajo, que mendigan por todos los rincones de las grandes ciudades y que reclaman cobijo y limosna, sin encontrar la acogida, el afecto y la comprensión de la mayor parte de los ciudadanos.
Muchos de ellos tratan de salvaguardar su dignidad en medio de la indigencia; procuran mantenerse limpios y esbozar sonrisas para camuflar el llanto interior.
La historia de las viudas de Sarepta y Naín se repite constantemente, porque las leyes siguen amparando a los poderosos, y la protección de los excluidos queda a merced de la caridad pública.
Nuestra sociedad occidental, que ha crecido por el desarrollo industrial y, en muchos casos, por el expolio de los países poco desarrollados, que ahora vienen a mendigar las migajas de nuestras sobras, permanece bastante insensible ante esta realidad que sacude los cimientos de nuestras actitudes morales.
No se trata de culpabilizarnos, pero sí de involucrarnos un poco más en lo que sucede a nuestro alrededor. Tenemos ejemplos en los que apoyarnos. Miremos al profeta Elías y, sobre todo, a Jesús.
Son todavía numerosas las personas que piensan que, cuando un sacerdote visita en su casa a un enfermo, es como la antesala de la muerte. Hay miedo, temor, superstición…
Nada nuevo. Ya el profeta Elías experimentó esta misma queja de la mujer sunamita: “¿Has venido a mi casa para avivar el recuerdo de mis culpas y hacer morir a mi hijo?” (1º Reyes 17, 18)
Da pena pensar que la presencia de Dios en la vida de los seres queridos se caracterice por estos rasgos, que desembocan en un sentimiento de culpabilidad por no haber hecho por él lo que deberíamos mientras vivía.
Es triste también comprobar cómo la sociedad actual escamotea el hecho de la muerte, que se soslaya en los medios de comunicación social y se oculta a los niños para no herir su sensibilidad.
Hemos erigido tanatorios para velar, acompañar y dar el último adiós al difunto. Suponen un paréntesis de comodidad para las familias y cuentan a su favor con todas las ventajas sanitarias, pero hemos prácticamente suprimido el luto y las muestras de dolor, porque la vorágine de la vida nos impulsa a incorporarnos con celeridad a nuestro trabajo. Difuminamos así el sentido de la muerte como camino para la vida eterna.
¡Cómo hemos cambiado en pocas décadas!
Todavía recuerdo, siendo niño, como acompañábamos al sacerdote a la casa de un enfermo grave, vestidos de monaguillos, tocando la campanilla y acompañados por todo el pueblo para darle el viático. El enfermo sabía que estaba próximo su fin, y recibía con la comunión del Cuerpo de Cristo, el testimonio de afecto de todo el pueblo.
El evangelio describe el encuentro en Naín, pueblecito del Valle de Jezrael, escenario de varios episodios bíblicos y hoy convertido en una zona de fértiles tierras de cultivo, de la comitiva de muerte que acompaña a esta pobre viuda, con la comitiva de vida que sigue a Jesús. Es el encuentro del dolor de la viuda desamparada y el amor del que pasó por la vida haciendo el bien.
Jesús, como Elías siglos antes, sufre y se compadece del sufrimiento humano. Por eso se acerca al lugar, toca el ataúd y le dice a la madre: ¡No llores! y al hijo: ¡Muchacho, a ti te lo mando, levántate! (Lucas 7,13-14).
El mensaje de Jesús es un anuncio de vida, de alegría y de acción de gracias, que nos invita a exclamar con el salmista: “Cambiaste mi luto en danza, me desataste el sayal y me has vestido de fiesta“ (Salmo 29,12).
En parecidos términos se expresa San Pablo (segunda lectura) después de haber erradicado de su vida el fanatismo y la saña con la que perseguía a los cristianos. El golpe de gracia, se lo dio Jesús camino de Damasco. Allí se derrumbó el andamiaje de sus ideas y nació un hombre nuevo, abierto al inmenso amor de Dios: “Me llamó por su gracia y se dignó revelar a su Hijo en mí, para que lo anunciara a los gentiles” (Gálatas 1,16).
Necesitamos que ambas comitivas sobrevivan entre nosotros.
Es tarea de cada uno de los cristianos, y de todos en general, borrar poco a poco los tabúes y ocultismos sobre la muerte, para dar cabida en nuestra mente y en nuestro corazón las coordenadas de la vida.
La sociedad del hedonismo y el consumo ha dejado profundas secuelas de soledad entre los escombros del desamor y el desconsuelo, porque nunca se pueden llenar los vacíos inmateriales con cosas materiales. Este drama humano, tan común en los países llamados desarrollados, necesita recibir una terapia espiritual, cuya medicina es el amor desinteresado, gratuito.
No podemos devolver la vida física, como Jesús al hijo de la viuda de Naín, pero sí irradiar a tanto ser humano con el corazón desgarrado, el consuelo de nuestro interés, el valor de nuestro afecto y la fuerza de nuestra ayuda.
Hacemos nuestro, finalmente, el estribillo del Salmo Responsorial, que todo el pueblo canta con alegría:
“Te ensalzaré, Señor, porque me has librado”
(Salmo 29, 12).
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