Alguien ha llamado a San Pedro Celestino el Fénix de de la Iglesia. Y, efectivamente, es único, excepcional. Le pasan cosas que no le pasan a ningún otro santo. Casi sin darse cuenta, funda una nueva rama de la Orden benedictina. Sube al supremo honor del Pontificado desde una celda ignorada, y deja luego el Pontificado para encerrarse otra vez en esa celda.
No era letrado, pero nos dejó las Memorias de una parte de su vida. En ellas no encontraremos vanidad literaria, pero sí un delicioso encanto de sencillez. San Pedro Celestino miraba las cosas más estupendas como si fuesen las más naturales del mundo. Que las estatuas hablasen, le parecía tan sencillo como que las aguas de los ríos corriesen por su cauce. Para dar a conocer su figura, vamos a sacar los rasgos más salientes de su narración:
«Venid los que teméis al Señor; escuchad y os contaré las cosas grandes que Dios hizo en mi alma. Cuanto digo, sea para la gloria de Dios y edificación del prójimo.
»Mis padres se llamaban Angelarlo y María. Eran justos delante de Dios y honrados de los hombres. Como Jacob, tuvieron doce hijos. Su mayor deseo era que alguno de ellos se consagrase a Dios; y con ese fin determinaron que el segundo aprendiese las letras; pero resultó que era un joven muy hermoso y más apto para las promesas del mundo que para las cosas del Señor. En esto murió mi padre, y Dios puso en mi madre la idea de educar para la carrera eclesiástica al undécimo de sus hijos. Tendría éste cinco o seis años. El Señor manifestaba en él su gracia de una manera maravillosa. Cuanto de bueno oía, lo guardaba en el corazón y se lo refería luego a su madre, y le decía con frecuencia: «Quiero ser un buen siervo de Dios.» Conformábase su madre con este proyecto, recordando que, al nacer, había salido aquel niño vestido de una sutilísima veste monacal. No faltaron obstáculos. Un demonio se vistió de ángel y se presentó a la buena mujer, diciéndole: «Nunca podrás sacar nada de ese chico.» «Creo que era un demonio—dice Pedro—, aunque yo era entonces muy pequeño.» Otro demonio arredraba al niño con dificultades de los estudios. Los demás hermanos decían a la madre, refiriéndose al que ya había empezado a estudiar: «Nos basta un holgazán en casa.» Y un señor rico de su pueblo (el pueblo se llama Isernia, en los Abruzzos, Italia), le decía: «Si no te haces clérigo, te heredaré con todos mis bienes.»
A pesar de todo esto, la madre tomó la hijuela del niño y se la dio a su maestro para que le enseñase; y Dios le dio tanta gracia, que poco después leía el Salterio. Pero tan pequeño era entonces y tan simple, que no conocía a la Virgen Bienaventurada ni a San Juan viéndolos pintados junto a la cruz, y, sin embargo, los veía bajar de la cruz y coger el libro en que él leía y leer también en él, cantar con extremada dulzura. El niño se lo contaba a la madre con mucho gozo, y ella le decía: «Hijo mío, ten cuidado de no decírselo a nadie.» Pero iba luego a jugar con los demás muchachos y no le era posible resistir a la tentación; al llegar la noche, los ángeles le reprendían severamente. Estas visiones y otras parecidas le sucedían continuamente. Ya a los tres años la Virgen Bienaventurada le dio claras señales de su cariño; porque, habiendo quedado tuerto del ojo derecho, su madre le tomó en sus brazos y lo llevó a la capilla de María. Allí pasó con él toda la noche, y a la mañana siguiente estaba completamente sano.
Estudiando, estudiando, el niño se había hecho un joven. Su gran afán era seguir la vida eremítica; pero no se determinó a abrazarla, porque creía que un monje ermitaño había de vivir solo, y él temía mucho a los duendes. Dijéronle que podía muy bien llevar un compañero consigo; y entonces se resolvió a salir de su tierra. Tenía veinte años. Al poco tiempo le abandonó el que le acompañaba; pero él siguió adelante, porque Dios le había quitado milagrosamente aquel miedo natural.
Era el mes de enero, y nevaba mucho. Dijéronle que en una cueva del monte Sangro se hallaba un ermitaño, y se dispuso a ir en su busca, después de haber comprado dos panes y algunos peces. Dos mujeres muy hermosas le interceptaron el camino; pero él siguió adelante sin hacer caso de ellas. Entrando en la cueva no halló a nadie; y en ella vivió diez días solo... La primera noche los ángeles le agasajaron con un delicioso concierto.
Vivió después varios años bajo una peña de un monte cercano. Allí le manifestó el Señor muchas cosas buenas. Todas las noches oía el sonido de una gran campana que lo llamaba a maitines.
En cierta ocasión le dijo un caminante: «Cerca de aquí hay una ermita que tiene un gallo que canta de noche; ¿por qué no lo tienes tú? Una matrona que estaba presente repuso: «Yo tengo un hermosísimo gallo; si quieres, te lo traigo.» Y él, que era simple, respondió: «Tráemelo.» Así se hizo, pero desde aquel momento la campana cesó de sonar, y Pedro nunca pudo saber qué voz tenía aquel gallo.
Remitió el gallo a su dueña, mas nunca pudo recobrar la gracia perdida.
Al principio de su vida solitaria tuvo mucho que sufrir. Había dos demonios que tomaban forma de mujer y venían a molestarlo por las noches en su pobre lecho de hierbas. Además, era aquel lugar muy abundante en sapos, culebras, escorpiones y otros animales dañinos. Muchas veces entraban en su pecho y se agarraban a sus carnes, porque no tenía más vestido que la túnica y el capucho con que se cubría la cabeza.
Al cabo de tres años fue a Roma, donde le ordenaron de sacerdote. Entonces empieza su vida en el monte Morón, que le ha dado el nombre. Allí le asaltó una fuerte duda. Resistíase a celebrar la santa misa. San Benito y otros muchos santos, decía, rehusaron tocar tan alto ministerio; ¿Cómo seré yo, miserable pecador, digno de hacerlo? «¿Digno, hijo mío?—le dijo una blanca visión—. ¿Y quién será digno? Di la misa, hijo mío; dila con temor y con temblor.»
La soledad de Morón le pareció un poco alejada del mundo. Saliendo de ella, caminó algún tiempo hacia el Oriente, hasta encontrar una ancha cueva en el monte Majella. Allí se estableció con algunos compañeros. El Espíritu Santo habitaba entre ellos visiblemente en forma de paloma. Renováronse los conciertos angélicos y los sonidos melodiosos de campanas. Muchos hombres venían buscando la dirección de Pedro; y aunque los rechazaba al principio, porque decía que nada podía sacarse de un hombre simple como él, acababa recibiéndolos por caridad. Así nació la Orden de los Celestinos, bajo la Regla de San Benito, con nuevos estatutos llenos de rigor. Hubo necesidad de levantar un templo. Los mismos ángeles lo dedicaron, después de recorrerlo en todas las direcciones y de cantar el Oficio de la Dedicación. El Hermano Pedro cantaba con ellos; y entonces ya empezó a maravillarse. «¿Qué es esto?—se decía—. Ahora no duermo.» Y miraba al libro y ponía sus manos en las letras, porque ya era de día. Y al terminar el Oficio sintió que le quitaban un vestido finísimo.
Fray Pedro había vuelto al desierto de Morón cuando escribía estas cosas. Una extraña nueva vino a interrumpir su trabajo. Era una tarde de julio de 1294. El abad de Morón se acercó a su retiro para decirle que en la próxima ciudad de Sulmona había un cardenal y cuatro obispos que querían hablarle. El solitario no se inmutó, como se inmutaba al recibir las visitas de los dignatarios del Cielo. Suspendióse la audiencia hasta el día siguiente.
«En cuanto amaneció—dice uno de los que iban en la caravana—empezamos la subida. La celda del Hermano Pedro estaba suspendida en la altura; la cuesta era muy escarpada. Sudábamos a ríos. Sobre nuestras cabezas volaban bandadas de grullas. Al llegar cerca de la gruta, el trabajo se aumenta; teníamos que andar uno a uno. La cueva parecía una cárcel. En la boca se alzaba un muro, y en el muro se abría una puertecilla, por donde el anacoreta podía extender muy lejos la mirada.»
A través de ella vieron y hablaron los prelados a Fray Pedro. Fray Pedro era ya un anciano de barba hirsuta y prolongada; los ojos, hinchados de llorar, y en ellos unas pupilas muy negras y profundas; el sayal rígido y tosco; el color, pálido y macilento, de los ayunos, pues observaba seis cuaresmas anuales a pan y agua.
Los visitantes se postraron en tierra y le contaron cómo el Colegio Cardenalicio, después de más de dos años de intrigas y tanteos inútiles, lo había nombrado a él, Pedro Morón, sucesor de Pedro el Pescador y Vicario de Cristo. Leyéronle la Bula por la que se le elegía unánimemente: una Bula autorizada con los sellos colgantes de cera; y le mostraron una carta en que el Colegio Cardenalicio le conjuraba, por el bien de la paz, que apartase con su aceptación el escándalo de tan larga vacante. Poco después llegaban los reyes de Hungría y de Nápoles, redoblando los mismos ruegos. El santo pidió una tregua para consultarlo con Dios. Luego, tomando los pergaminos, se encerró largo rato en lo más profundo de su cueva. Al salir, dijo sencillamente que aceptaba el Pontificado.
Bajó de la montaña para coronarse en Aquila. Pasaba por los pueblos y ciudades montado en un borriquillo, y los pueblos le aclamaban como a Jesús cuando entraba en Jerusalén. Como no tenía dinero para hacer liberalidades, según costumbre de los Papas en su elección, iba derramando milagros. Bastaba que una mujer pusiese su niño sobre el asnillo del Papa para que el niño quedase sano. Muchas cosas por el estilo sucedieron en aquel viaje triunfal.
Tomó Pedro Celestino el gobierno como una imposición de Dios. No sentía ningún gusto por él; y aun le parecía que con el bullicio de la corte iba desapareciendo en su alma aquella profundidad hija del desierto. Dolíanle las intrigas y envidias de los cortesanos, en quienes había creído encontrar hombres desnudos de toda ambición, como los monjes. La gloria le pesaba enormemente. Su única gloria consistía en carecer de ella. No sabía de cortesanas delicadezas; no conocía el habla pulida y afectada a que estaban acostumbrados los que le rodeaban; y por eso hablaba muy poco, y en ocasiones solemnes encargaba a otros que hablasen en su lugar. Muchos se aprovecharon de su candor y desconocimiento de los hombres para amontonar beneficios, y los demás le criticaban acerbamente.
Comprendió que el tumulto de los hombres no estaba hecho para él. A los cinco meses de su elección, estaba resejo. Los ambiciosos le aconsejaron la abdicación; el rey de Nápoles combatía obstinadamente este parecer, y el pueblo lloraba.
A principios de diciembre dio una Bula en la que declaraba que un Papa que no se sentía con disposición para el supremo Pontificado tenía derecho a abdicar. Luego encomendó el gobierno a una comisión de cardenales, y él se retiró a un rincón de su palacio. Un poco después de Navidad salía de nuevo, reunía el Colegio Cardenalicio, y, de rodillas ante él, leía esta fórmula de renuncia: «Yo, Celestino V, Papa, movido por muchas legítimas razones: por el deseo de un estado más humilde y de una vida más perfecta; por el temor de comprometer mi conciencia; por la consideración de mi debilidad y de mi incapacidad; considerando también la malicia de los hombres y mi flaqueza, y deseando el consuelo y reposo espiritual de que gozaba antes de mi elevación, renuncio espontáneamente y libremente al Sumo Pontificado, juntamente con todos los honores y dignidades a él anejos, y doy desde ahora plena y libre facultad al Colegio Cardenalicio para que elija y provea de Pastor a la Iglesia universal de una manera canónica.»
Después de esta escena, única en la Historia, grandiosa y humilde a la vez, los cardenales se quedaron llorando, y San Pedro se marchó haciendo prodigios. Iba a pie, apoyando su vejez sobre un tosco cayado, cuando fue sorprendido por los emisarios del nuevo Papa, Bonifacio VIII, quien lo encerró en una fortaleza por temor a un cisma. Allí murió a los dos años; y tres lustros más tarde lo canonizaba Clemente V.
El Petrarca pudo decir de él en un magnífico elogio:
«No ha mucho presenció el mundo un ejemplo sublime, al ver a Pedro Celestino descender del trono del Apóstol Pedro para esconderse en su antigua soledad. No ha faltado quien ha visto en este suceso señales de un espíritu pobre y cobarde... Para mí, eso es la mayor prueba de un ánimo altísimo, libérrimo; celestial y desconocedor del yugo, y juzgo que nadie puede hacer cosa semejante sino el que sabe estimar en su justo valor las cosas humanas, y poner bajo sus pies la túmida cabeza de la fortuna.... Otros dejaron sus naves, sus redes, sus posesiones, su telonio, tal vez los reinos o la esperanza de reinar, y siguieron a Cristo y se hicieron apóstoles, se hicieron santos y amigos de Dios; pero, ¿cuándo se oyó que alguien dejase el Papado, la cosa más alta y apetecida y admirable que hay en la tierra? He oído contar a algunos que lo vieron, que lo dejó con tanta alegría y se veían en sus ojos y en su frente tales muestras de gozo al salir de la presencia del Concilio, como si no sacudiese de la espalda un dulce peso, sino la más cruel de las espadas. Tal era el resplandor angelical que brillaba en su rostro. Y tenía razón; sabía lo que dejaba y lo que volvía a tomar...
«¡Ojalá nos hubiera sido dado vivir con él, o ser uno de tantos y tantos solitarios como tienen la dicha de llamarse sus discípulos! Su bendición les sigue por dondequiera que van. Se han extendido por toda Italia, y han pasado los Alpes; su religión se aumenta y vivirá para siempre. Los hijos que engendró en la soledad viven todavía; los que engendró en palacio por los honores y las dignidades, todos desaparecieron. ¡Cuánto más firmes son los fundamentos del desierto sagrado que los del siglo!»
No era letrado, pero nos dejó las Memorias de una parte de su vida. En ellas no encontraremos vanidad literaria, pero sí un delicioso encanto de sencillez. San Pedro Celestino miraba las cosas más estupendas como si fuesen las más naturales del mundo. Que las estatuas hablasen, le parecía tan sencillo como que las aguas de los ríos corriesen por su cauce. Para dar a conocer su figura, vamos a sacar los rasgos más salientes de su narración:
«Venid los que teméis al Señor; escuchad y os contaré las cosas grandes que Dios hizo en mi alma. Cuanto digo, sea para la gloria de Dios y edificación del prójimo.
»Mis padres se llamaban Angelarlo y María. Eran justos delante de Dios y honrados de los hombres. Como Jacob, tuvieron doce hijos. Su mayor deseo era que alguno de ellos se consagrase a Dios; y con ese fin determinaron que el segundo aprendiese las letras; pero resultó que era un joven muy hermoso y más apto para las promesas del mundo que para las cosas del Señor. En esto murió mi padre, y Dios puso en mi madre la idea de educar para la carrera eclesiástica al undécimo de sus hijos. Tendría éste cinco o seis años. El Señor manifestaba en él su gracia de una manera maravillosa. Cuanto de bueno oía, lo guardaba en el corazón y se lo refería luego a su madre, y le decía con frecuencia: «Quiero ser un buen siervo de Dios.» Conformábase su madre con este proyecto, recordando que, al nacer, había salido aquel niño vestido de una sutilísima veste monacal. No faltaron obstáculos. Un demonio se vistió de ángel y se presentó a la buena mujer, diciéndole: «Nunca podrás sacar nada de ese chico.» «Creo que era un demonio—dice Pedro—, aunque yo era entonces muy pequeño.» Otro demonio arredraba al niño con dificultades de los estudios. Los demás hermanos decían a la madre, refiriéndose al que ya había empezado a estudiar: «Nos basta un holgazán en casa.» Y un señor rico de su pueblo (el pueblo se llama Isernia, en los Abruzzos, Italia), le decía: «Si no te haces clérigo, te heredaré con todos mis bienes.»
A pesar de todo esto, la madre tomó la hijuela del niño y se la dio a su maestro para que le enseñase; y Dios le dio tanta gracia, que poco después leía el Salterio. Pero tan pequeño era entonces y tan simple, que no conocía a la Virgen Bienaventurada ni a San Juan viéndolos pintados junto a la cruz, y, sin embargo, los veía bajar de la cruz y coger el libro en que él leía y leer también en él, cantar con extremada dulzura. El niño se lo contaba a la madre con mucho gozo, y ella le decía: «Hijo mío, ten cuidado de no decírselo a nadie.» Pero iba luego a jugar con los demás muchachos y no le era posible resistir a la tentación; al llegar la noche, los ángeles le reprendían severamente. Estas visiones y otras parecidas le sucedían continuamente. Ya a los tres años la Virgen Bienaventurada le dio claras señales de su cariño; porque, habiendo quedado tuerto del ojo derecho, su madre le tomó en sus brazos y lo llevó a la capilla de María. Allí pasó con él toda la noche, y a la mañana siguiente estaba completamente sano.
Estudiando, estudiando, el niño se había hecho un joven. Su gran afán era seguir la vida eremítica; pero no se determinó a abrazarla, porque creía que un monje ermitaño había de vivir solo, y él temía mucho a los duendes. Dijéronle que podía muy bien llevar un compañero consigo; y entonces se resolvió a salir de su tierra. Tenía veinte años. Al poco tiempo le abandonó el que le acompañaba; pero él siguió adelante, porque Dios le había quitado milagrosamente aquel miedo natural.
Era el mes de enero, y nevaba mucho. Dijéronle que en una cueva del monte Sangro se hallaba un ermitaño, y se dispuso a ir en su busca, después de haber comprado dos panes y algunos peces. Dos mujeres muy hermosas le interceptaron el camino; pero él siguió adelante sin hacer caso de ellas. Entrando en la cueva no halló a nadie; y en ella vivió diez días solo... La primera noche los ángeles le agasajaron con un delicioso concierto.
Vivió después varios años bajo una peña de un monte cercano. Allí le manifestó el Señor muchas cosas buenas. Todas las noches oía el sonido de una gran campana que lo llamaba a maitines.
En cierta ocasión le dijo un caminante: «Cerca de aquí hay una ermita que tiene un gallo que canta de noche; ¿por qué no lo tienes tú? Una matrona que estaba presente repuso: «Yo tengo un hermosísimo gallo; si quieres, te lo traigo.» Y él, que era simple, respondió: «Tráemelo.» Así se hizo, pero desde aquel momento la campana cesó de sonar, y Pedro nunca pudo saber qué voz tenía aquel gallo.
Remitió el gallo a su dueña, mas nunca pudo recobrar la gracia perdida.
Al principio de su vida solitaria tuvo mucho que sufrir. Había dos demonios que tomaban forma de mujer y venían a molestarlo por las noches en su pobre lecho de hierbas. Además, era aquel lugar muy abundante en sapos, culebras, escorpiones y otros animales dañinos. Muchas veces entraban en su pecho y se agarraban a sus carnes, porque no tenía más vestido que la túnica y el capucho con que se cubría la cabeza.
Al cabo de tres años fue a Roma, donde le ordenaron de sacerdote. Entonces empieza su vida en el monte Morón, que le ha dado el nombre. Allí le asaltó una fuerte duda. Resistíase a celebrar la santa misa. San Benito y otros muchos santos, decía, rehusaron tocar tan alto ministerio; ¿Cómo seré yo, miserable pecador, digno de hacerlo? «¿Digno, hijo mío?—le dijo una blanca visión—. ¿Y quién será digno? Di la misa, hijo mío; dila con temor y con temblor.»
La soledad de Morón le pareció un poco alejada del mundo. Saliendo de ella, caminó algún tiempo hacia el Oriente, hasta encontrar una ancha cueva en el monte Majella. Allí se estableció con algunos compañeros. El Espíritu Santo habitaba entre ellos visiblemente en forma de paloma. Renováronse los conciertos angélicos y los sonidos melodiosos de campanas. Muchos hombres venían buscando la dirección de Pedro; y aunque los rechazaba al principio, porque decía que nada podía sacarse de un hombre simple como él, acababa recibiéndolos por caridad. Así nació la Orden de los Celestinos, bajo la Regla de San Benito, con nuevos estatutos llenos de rigor. Hubo necesidad de levantar un templo. Los mismos ángeles lo dedicaron, después de recorrerlo en todas las direcciones y de cantar el Oficio de la Dedicación. El Hermano Pedro cantaba con ellos; y entonces ya empezó a maravillarse. «¿Qué es esto?—se decía—. Ahora no duermo.» Y miraba al libro y ponía sus manos en las letras, porque ya era de día. Y al terminar el Oficio sintió que le quitaban un vestido finísimo.
Fray Pedro había vuelto al desierto de Morón cuando escribía estas cosas. Una extraña nueva vino a interrumpir su trabajo. Era una tarde de julio de 1294. El abad de Morón se acercó a su retiro para decirle que en la próxima ciudad de Sulmona había un cardenal y cuatro obispos que querían hablarle. El solitario no se inmutó, como se inmutaba al recibir las visitas de los dignatarios del Cielo. Suspendióse la audiencia hasta el día siguiente.
«En cuanto amaneció—dice uno de los que iban en la caravana—empezamos la subida. La celda del Hermano Pedro estaba suspendida en la altura; la cuesta era muy escarpada. Sudábamos a ríos. Sobre nuestras cabezas volaban bandadas de grullas. Al llegar cerca de la gruta, el trabajo se aumenta; teníamos que andar uno a uno. La cueva parecía una cárcel. En la boca se alzaba un muro, y en el muro se abría una puertecilla, por donde el anacoreta podía extender muy lejos la mirada.»
A través de ella vieron y hablaron los prelados a Fray Pedro. Fray Pedro era ya un anciano de barba hirsuta y prolongada; los ojos, hinchados de llorar, y en ellos unas pupilas muy negras y profundas; el sayal rígido y tosco; el color, pálido y macilento, de los ayunos, pues observaba seis cuaresmas anuales a pan y agua.
Los visitantes se postraron en tierra y le contaron cómo el Colegio Cardenalicio, después de más de dos años de intrigas y tanteos inútiles, lo había nombrado a él, Pedro Morón, sucesor de Pedro el Pescador y Vicario de Cristo. Leyéronle la Bula por la que se le elegía unánimemente: una Bula autorizada con los sellos colgantes de cera; y le mostraron una carta en que el Colegio Cardenalicio le conjuraba, por el bien de la paz, que apartase con su aceptación el escándalo de tan larga vacante. Poco después llegaban los reyes de Hungría y de Nápoles, redoblando los mismos ruegos. El santo pidió una tregua para consultarlo con Dios. Luego, tomando los pergaminos, se encerró largo rato en lo más profundo de su cueva. Al salir, dijo sencillamente que aceptaba el Pontificado.
Bajó de la montaña para coronarse en Aquila. Pasaba por los pueblos y ciudades montado en un borriquillo, y los pueblos le aclamaban como a Jesús cuando entraba en Jerusalén. Como no tenía dinero para hacer liberalidades, según costumbre de los Papas en su elección, iba derramando milagros. Bastaba que una mujer pusiese su niño sobre el asnillo del Papa para que el niño quedase sano. Muchas cosas por el estilo sucedieron en aquel viaje triunfal.
Tomó Pedro Celestino el gobierno como una imposición de Dios. No sentía ningún gusto por él; y aun le parecía que con el bullicio de la corte iba desapareciendo en su alma aquella profundidad hija del desierto. Dolíanle las intrigas y envidias de los cortesanos, en quienes había creído encontrar hombres desnudos de toda ambición, como los monjes. La gloria le pesaba enormemente. Su única gloria consistía en carecer de ella. No sabía de cortesanas delicadezas; no conocía el habla pulida y afectada a que estaban acostumbrados los que le rodeaban; y por eso hablaba muy poco, y en ocasiones solemnes encargaba a otros que hablasen en su lugar. Muchos se aprovecharon de su candor y desconocimiento de los hombres para amontonar beneficios, y los demás le criticaban acerbamente.
Comprendió que el tumulto de los hombres no estaba hecho para él. A los cinco meses de su elección, estaba resejo. Los ambiciosos le aconsejaron la abdicación; el rey de Nápoles combatía obstinadamente este parecer, y el pueblo lloraba.
A principios de diciembre dio una Bula en la que declaraba que un Papa que no se sentía con disposición para el supremo Pontificado tenía derecho a abdicar. Luego encomendó el gobierno a una comisión de cardenales, y él se retiró a un rincón de su palacio. Un poco después de Navidad salía de nuevo, reunía el Colegio Cardenalicio, y, de rodillas ante él, leía esta fórmula de renuncia: «Yo, Celestino V, Papa, movido por muchas legítimas razones: por el deseo de un estado más humilde y de una vida más perfecta; por el temor de comprometer mi conciencia; por la consideración de mi debilidad y de mi incapacidad; considerando también la malicia de los hombres y mi flaqueza, y deseando el consuelo y reposo espiritual de que gozaba antes de mi elevación, renuncio espontáneamente y libremente al Sumo Pontificado, juntamente con todos los honores y dignidades a él anejos, y doy desde ahora plena y libre facultad al Colegio Cardenalicio para que elija y provea de Pastor a la Iglesia universal de una manera canónica.»
Después de esta escena, única en la Historia, grandiosa y humilde a la vez, los cardenales se quedaron llorando, y San Pedro se marchó haciendo prodigios. Iba a pie, apoyando su vejez sobre un tosco cayado, cuando fue sorprendido por los emisarios del nuevo Papa, Bonifacio VIII, quien lo encerró en una fortaleza por temor a un cisma. Allí murió a los dos años; y tres lustros más tarde lo canonizaba Clemente V.
El Petrarca pudo decir de él en un magnífico elogio:
«No ha mucho presenció el mundo un ejemplo sublime, al ver a Pedro Celestino descender del trono del Apóstol Pedro para esconderse en su antigua soledad. No ha faltado quien ha visto en este suceso señales de un espíritu pobre y cobarde... Para mí, eso es la mayor prueba de un ánimo altísimo, libérrimo; celestial y desconocedor del yugo, y juzgo que nadie puede hacer cosa semejante sino el que sabe estimar en su justo valor las cosas humanas, y poner bajo sus pies la túmida cabeza de la fortuna.... Otros dejaron sus naves, sus redes, sus posesiones, su telonio, tal vez los reinos o la esperanza de reinar, y siguieron a Cristo y se hicieron apóstoles, se hicieron santos y amigos de Dios; pero, ¿cuándo se oyó que alguien dejase el Papado, la cosa más alta y apetecida y admirable que hay en la tierra? He oído contar a algunos que lo vieron, que lo dejó con tanta alegría y se veían en sus ojos y en su frente tales muestras de gozo al salir de la presencia del Concilio, como si no sacudiese de la espalda un dulce peso, sino la más cruel de las espadas. Tal era el resplandor angelical que brillaba en su rostro. Y tenía razón; sabía lo que dejaba y lo que volvía a tomar...
«¡Ojalá nos hubiera sido dado vivir con él, o ser uno de tantos y tantos solitarios como tienen la dicha de llamarse sus discípulos! Su bendición les sigue por dondequiera que van. Se han extendido por toda Italia, y han pasado los Alpes; su religión se aumenta y vivirá para siempre. Los hijos que engendró en la soledad viven todavía; los que engendró en palacio por los honores y las dignidades, todos desaparecieron. ¡Cuánto más firmes son los fundamentos del desierto sagrado que los del siglo!»
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