Jamás puede salir nada noble de una tienda o de un taller, había dicho Marco Tulio; pero unos años después de pronunciar estas palabras salía de un taller el Hijo de Dios, que antes había sido llamado «el hijo del carpintero». Las mismas manos que formaron el mundo manejaban ahora la sierra, el formón y la garlopa. En adelante, la azada y el arado no tendrían nada que envidiar al cetro y a la espada, y el labrador podría codearse en el mundo con el conquistador.
Un labrador fue Isidro, patrono de Madrid. La capital de las Espafias considera como la mayor de sus glorias, como su defensa más segura, no a un monarca poderoso, de los que desde sus alcázares dictaron la ley a dos mundos; no a un gobernante de los que labraron su grandeza, no a un poeta, a un sabio, a un jurisconsulto de los que la hicieron madre de las artes y las ciencias, sino a un obrero humilde, vestido de paño burdo, con gregüescos llenos de polvo unas veces, y, otras, entorchados de barro, con capa parda de capilla, con abarcas y escarpines, con gavilanes en las manos callosas. Delante de su sepulcro se postraron los reyes, los arquitectos le erigieron templos magníficos y los poetas celebraron su nombre. Don Pedro Calderón de la Barca, el bachiller de Burguillos, el maestro Espinel, Guillen de Castro, los más altos ingenios de la lengua castellana, en el momento culminante de su siglo de oro, honraron sus versos con la loa de este amable trabajador madrileño.
Y, sin embargo, Isidro no hizo nada extraordinario en su vida. Lope de Vega quiso dedicarle un poema, pero después de haber agotado toda su erudición mitológica y los recursos maravillosos de su opulenta imaginación, tuvo que interrumpir el raudal de su vena poética. Más valiente, el historiador Gregorio de Argáiz le consagró un infolio formidable, cuyo título, lo único que merece conservarse, suena así: La soledad y el campo, laureados por San Isidro. La misión de aquel hombre fue laurear el campo, el campo frío, duro, ingrato, calcinado por los estíos o yerto bajo el cilicio punzante de los hielos. El campo de Castilla quedó para siempre iluminado, fogueado, fecundado por su paciencia, por su inocencia, por su trabajo. No hizo nada extraordinario, pero fue un héroe. Si un obrero pudiese ostentar blasones en su zamarra, el de San Isidro sería una cruz y un arado con este lema: Ora et labora. En estas dos palabras está resumida aquella vida heróica. La oración era el descanso de las rudas faenas; mejor aún, las mismas faenas eran una oración inflamada. Labrando la tierra se coloreaba el rostro y se iluminaba el alma; a las gotas hirvientes del sudor que descendía de aquella noble frente tostada por el sol, se mezclaban las gotas de la piedad, las lágrimas del corazón, caldeado por el amor de Cristo, y los golpes de la azada y el chirriar de la carreta y el gemir del dalle, o el áureo llover del trigo en la era, tenían siempre como acompañamiento el murmullo de la plegaria, que salía transida de agradecimiento, o la rumia silenciosa de las palabras santas oídas en la iglesia el último domingo. Acariciando amorosamente el leño de la cruz, aprendieron aquellas manos a empuñar valientemente la mancera.
Aquí está el misterio de aquella existencia tan sencilla y tan alegre como el canto de la triguera, que revolaba, inquieta, en torno de los mansos bueyes. Alegre y, sin embargo, pobre; tan pobre, que no podía serlo más. Isidro no cultivaba su prado, ni su viña, ni su pegujal; cultivaba el campo de su amo, Juan de Vargas. Cada noche se descubría respetuoso delante de él y le decía: «Señor amo, ¿adonde hay que ir mañana?» Y Juan de Vargas le señalaba el plan de cada jornada: sembrar, binar, barbechar, podar las vides, limpiar los sembrados, levantar la cosecha. Y al día siguiente, con las primeras luces del alba, Isidro uncía los bueyes y marchaba camino del campo madrileño hacia las colinas onduladas de Carabanchel, hacia las llanuras de Getafe, por las orillas del Manzanares o las umbrías risueñas del Jarama. Cuando pasaba cerca de la Almudena o frente a Nuestra Señora de Atocha, el corazón le latía fuertemente, su rostro se iluminaba y sus labios se movían pronunciando palabras de amor. Y luego, las horas del trabajo, un trabajo sin impaciencias, pero también sin debilidades; un trabajo ennoblecido con las claridades de la fe, con la frente bañada por el oro del Cielo, con el alma envuelta en las caricias de la madre tierra. ¡El Cielo y la tierra! Eran los dos libros de aquel trabajador animoso que no sabía leer: La tierra, con sus brisas puras, el murmullo de sus aguas claras, el gorjeo de los pájaros, el ventalle de sus alamedas y el arrullo de sus fuentes; la tierra, que abre sus senos eternamente fecundos, y fertilizada por el sudor del labriego, y bendecida por la mano todopoderosa, se renueva año tras año en la vestidura de sus árboles, en el encanto de sus flores, en los júbilos estallantes de sus primaveras, en las gasas de luz y de silencio de sus tardes otoñales. Y entonces el criado de Juan de Vargas quedaba extático, con los ojos arrasados de lágrimas, porque a través de aquellas bellezas había visto el rostro del Amado. Tal vez no sabía expresar lo que sentía, pero su llanto equivalía a la exclamación admirativa del solitario mallorquín: « ¡Oh bondad! ¡Oh amable y adorable y munificentísima bondad!»
De esta suerte el día se hacía corto y el trabajo ligero. Sin darse cuenta Isidro, se veía envuelto en las sombras que bajaban de las colinas. Entonces colgaba el arado en el ubio, se envolvía en su capote y penetraba de nuevo en la ciudad, siguiendo la cachazuda marcha de la pareja. Entonces empezaba para él la vida de familia. En el umbral le aguardaba su mujer, la sonrisa en los labios, las manos cruzadas en el pecho y en los ojos una beatífica placidez. También ella, María Toribia, era una santa. Un arrapiezo salía dando brincos para ayudar a su padre a desuncir y llevar los animales al abrevadero. El hijo de ambos, un hijo del milagro y de la santidad, hijo dos veces, porque después de darle el ser, Isidro le ha librado de la muerte con la oración. Luego trastea en el establo, cuelga la aguijada, ata los animales, los llama por su nombre, los acaricia y les echa el pienso en el pesebre.
Como amigo y jornalero
pace el animal el yero,
primero que su señor;
que en casa del labrador,
quien sirve come primero.
Hasta que, algo impacientada, llega María restregándose las manos con el delantal. «Pero, ¿qué haces, hijo?—le dice cariñosamente—. Se diría que alguien te da de comer en los barbechos.» En la mesa ríe aún la olla de hortaliza con tropiezos de vaca. Pobre es la cena de aquel rico labrador; pobre, pero sabrosa, condimentada con la conformidad, animada y alegrada con la concordia y el amor: « ¡que el amor es cortesano y virtud la cortesía!»
Y así todos los días, días incoloros a los ojos de las gentes, pero ricos, espléndidos a los ojos de Dios. Sin saber cómo, Isidro se ha convertido en un santo. Ya su aguijada tiene la virtud de abrir manantiales en la roca; ya puede rezar tranquilamente entre la enramada, aunque le observe su amo, porque la yunta no queda ociosa: los ángeles se disputan el honor de empuñar la esteva donde puso sus manos el jornalero madrileño. ¡Oh arado, oh esteva, oh aguijada de San Isidro! ¡Vosotros sois inmortales, como la tizona del Cid, el báculo pastoral de San Isidro y la corona de San Fernando! La pluma de Santa Teresa y vosotros subisteis a un mismo tiempo a los altares.
Un labrador fue Isidro, patrono de Madrid. La capital de las Espafias considera como la mayor de sus glorias, como su defensa más segura, no a un monarca poderoso, de los que desde sus alcázares dictaron la ley a dos mundos; no a un gobernante de los que labraron su grandeza, no a un poeta, a un sabio, a un jurisconsulto de los que la hicieron madre de las artes y las ciencias, sino a un obrero humilde, vestido de paño burdo, con gregüescos llenos de polvo unas veces, y, otras, entorchados de barro, con capa parda de capilla, con abarcas y escarpines, con gavilanes en las manos callosas. Delante de su sepulcro se postraron los reyes, los arquitectos le erigieron templos magníficos y los poetas celebraron su nombre. Don Pedro Calderón de la Barca, el bachiller de Burguillos, el maestro Espinel, Guillen de Castro, los más altos ingenios de la lengua castellana, en el momento culminante de su siglo de oro, honraron sus versos con la loa de este amable trabajador madrileño.
Y, sin embargo, Isidro no hizo nada extraordinario en su vida. Lope de Vega quiso dedicarle un poema, pero después de haber agotado toda su erudición mitológica y los recursos maravillosos de su opulenta imaginación, tuvo que interrumpir el raudal de su vena poética. Más valiente, el historiador Gregorio de Argáiz le consagró un infolio formidable, cuyo título, lo único que merece conservarse, suena así: La soledad y el campo, laureados por San Isidro. La misión de aquel hombre fue laurear el campo, el campo frío, duro, ingrato, calcinado por los estíos o yerto bajo el cilicio punzante de los hielos. El campo de Castilla quedó para siempre iluminado, fogueado, fecundado por su paciencia, por su inocencia, por su trabajo. No hizo nada extraordinario, pero fue un héroe. Si un obrero pudiese ostentar blasones en su zamarra, el de San Isidro sería una cruz y un arado con este lema: Ora et labora. En estas dos palabras está resumida aquella vida heróica. La oración era el descanso de las rudas faenas; mejor aún, las mismas faenas eran una oración inflamada. Labrando la tierra se coloreaba el rostro y se iluminaba el alma; a las gotas hirvientes del sudor que descendía de aquella noble frente tostada por el sol, se mezclaban las gotas de la piedad, las lágrimas del corazón, caldeado por el amor de Cristo, y los golpes de la azada y el chirriar de la carreta y el gemir del dalle, o el áureo llover del trigo en la era, tenían siempre como acompañamiento el murmullo de la plegaria, que salía transida de agradecimiento, o la rumia silenciosa de las palabras santas oídas en la iglesia el último domingo. Acariciando amorosamente el leño de la cruz, aprendieron aquellas manos a empuñar valientemente la mancera.
Aquí está el misterio de aquella existencia tan sencilla y tan alegre como el canto de la triguera, que revolaba, inquieta, en torno de los mansos bueyes. Alegre y, sin embargo, pobre; tan pobre, que no podía serlo más. Isidro no cultivaba su prado, ni su viña, ni su pegujal; cultivaba el campo de su amo, Juan de Vargas. Cada noche se descubría respetuoso delante de él y le decía: «Señor amo, ¿adonde hay que ir mañana?» Y Juan de Vargas le señalaba el plan de cada jornada: sembrar, binar, barbechar, podar las vides, limpiar los sembrados, levantar la cosecha. Y al día siguiente, con las primeras luces del alba, Isidro uncía los bueyes y marchaba camino del campo madrileño hacia las colinas onduladas de Carabanchel, hacia las llanuras de Getafe, por las orillas del Manzanares o las umbrías risueñas del Jarama. Cuando pasaba cerca de la Almudena o frente a Nuestra Señora de Atocha, el corazón le latía fuertemente, su rostro se iluminaba y sus labios se movían pronunciando palabras de amor. Y luego, las horas del trabajo, un trabajo sin impaciencias, pero también sin debilidades; un trabajo ennoblecido con las claridades de la fe, con la frente bañada por el oro del Cielo, con el alma envuelta en las caricias de la madre tierra. ¡El Cielo y la tierra! Eran los dos libros de aquel trabajador animoso que no sabía leer: La tierra, con sus brisas puras, el murmullo de sus aguas claras, el gorjeo de los pájaros, el ventalle de sus alamedas y el arrullo de sus fuentes; la tierra, que abre sus senos eternamente fecundos, y fertilizada por el sudor del labriego, y bendecida por la mano todopoderosa, se renueva año tras año en la vestidura de sus árboles, en el encanto de sus flores, en los júbilos estallantes de sus primaveras, en las gasas de luz y de silencio de sus tardes otoñales. Y entonces el criado de Juan de Vargas quedaba extático, con los ojos arrasados de lágrimas, porque a través de aquellas bellezas había visto el rostro del Amado. Tal vez no sabía expresar lo que sentía, pero su llanto equivalía a la exclamación admirativa del solitario mallorquín: « ¡Oh bondad! ¡Oh amable y adorable y munificentísima bondad!»
De esta suerte el día se hacía corto y el trabajo ligero. Sin darse cuenta Isidro, se veía envuelto en las sombras que bajaban de las colinas. Entonces colgaba el arado en el ubio, se envolvía en su capote y penetraba de nuevo en la ciudad, siguiendo la cachazuda marcha de la pareja. Entonces empezaba para él la vida de familia. En el umbral le aguardaba su mujer, la sonrisa en los labios, las manos cruzadas en el pecho y en los ojos una beatífica placidez. También ella, María Toribia, era una santa. Un arrapiezo salía dando brincos para ayudar a su padre a desuncir y llevar los animales al abrevadero. El hijo de ambos, un hijo del milagro y de la santidad, hijo dos veces, porque después de darle el ser, Isidro le ha librado de la muerte con la oración. Luego trastea en el establo, cuelga la aguijada, ata los animales, los llama por su nombre, los acaricia y les echa el pienso en el pesebre.
Como amigo y jornalero
pace el animal el yero,
primero que su señor;
que en casa del labrador,
quien sirve come primero.
Hasta que, algo impacientada, llega María restregándose las manos con el delantal. «Pero, ¿qué haces, hijo?—le dice cariñosamente—. Se diría que alguien te da de comer en los barbechos.» En la mesa ríe aún la olla de hortaliza con tropiezos de vaca. Pobre es la cena de aquel rico labrador; pobre, pero sabrosa, condimentada con la conformidad, animada y alegrada con la concordia y el amor: « ¡que el amor es cortesano y virtud la cortesía!»
Y así todos los días, días incoloros a los ojos de las gentes, pero ricos, espléndidos a los ojos de Dios. Sin saber cómo, Isidro se ha convertido en un santo. Ya su aguijada tiene la virtud de abrir manantiales en la roca; ya puede rezar tranquilamente entre la enramada, aunque le observe su amo, porque la yunta no queda ociosa: los ángeles se disputan el honor de empuñar la esteva donde puso sus manos el jornalero madrileño. ¡Oh arado, oh esteva, oh aguijada de San Isidro! ¡Vosotros sois inmortales, como la tizona del Cid, el báculo pastoral de San Isidro y la corona de San Fernando! La pluma de Santa Teresa y vosotros subisteis a un mismo tiempo a los altares.
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