martes, 28 de mayo de 2013

BEATO LANFRANCO DE CANTERBURY

Dejando sus riquezas, Herluíno, un gran señor de Normandía, se retiró a un valle escondido, y en él empezó a construir un monasterio. Hoy es frecuente ver los señoríos que dejan a los señores; pero en aquellos siglos lejanos sucedía lo contrario todos los días. Tampoco vemos en nuestros tiempo muchos profesores que, cansados de decir vaciedades, se consagren al silencio.

Un día, cuando Herluíno estaba ya terminando el edificio monacal, se presentó delante de él un extranjero.

—Dios os guarde—dijo el desconocido.
—Él os bendiga—contestó el abad—. ¿Sois lombardo?
—Lombardo soy, y de Pavía.
—Se conoce en el acento. Y ¿qué se os ofrece? ¿Queréis pasar la noche en nuestra compañía?
—Quisiera pasar la vida. Mi deseo es hacerme monje.
—¿Vuestro nombre?
—Lanfranco.
—¡Lanfranco!... En otro tiempo oí hablar de un famoso profesor lombardo que llevaba ese nombre.
—También yo he oído hablar de él—dijo el desconocido con indiferencia.
—Bien—dijo Herluíno—. ¿Y podréis soportar la austeridad de nuestra vida?
—Aún no la conozco del todo; pero confío que, con la ayuda de Dios, podré hacer lo que otros hacen.
—¡Roger!—exclamó el abad, con un acento que recordaba al del caballero del castillo de Brionne cuando llamaba a sus soldados.

Presentóse un monje con la frente negra de sudor y las manos manchadas de cal. El abad le dijo:

—Lávate y trae a este joven el volumen de la Santa Regla.

Roger vino con el libro y lo entregó al extranjero, quien se puso a repasarlo rápidamente, paseando por el bosque cercano. Volvió algún tiempo después al abad y le reiteró su propósito de vestir la cogulla de San Benito. Aquella misma tarde entró en el noviciado.

«Al fin hallé la paz—se decía a sí mismo el nuevo novicio—. No es precisamente lo que yo buscaba; pero es algo mejor.»

Al emprender un camino casi nunca sabemos a dónde nos va a llevar. Y eso le había pasado al joven lombardo. Él era el famoso profesor de quien Herluíno había oído hablar en las fiestas ruidosas de Brionne, y si no lo había confesado, es que no lo creía de mucha utilidad. Pero lo sabían las juventudes de Pavía, que le habían aclamado y adorado. Italia le pareció un campo estrecho para sus triunfos. Pasó los Alpes con la misma arrogancia con que los pasara antaño el general cartaginés. En Avranches recogió nuevos laureles; pero el apetito de la gloria no le dejaba descansar en ninguna parte. Errante de ciudad en ciudad, llegó a la tierra de los normandos.

Unos ladrones le sorprendieron cierto día en el camino; le despojaron, y, tapándole la cara con el capuchón del manto, le ataron a una encina. La noche vino, y, en medio de la oscuridad, profundas reflexiones invadieron el ánimo de aquel peregrino de la ciencia. Quiso rezar, y entonces se dio cuenta de que sabía demasiadas cosas, y las hubiera dado todas por un salmo de David.

—¡Señor!—exclamó—, he pasado mi vida atormentando el cerebro; he gastado mi cuerpo y mi espíritu, y he dejado vacío el corazón... y no sé rezar...; pero salvadme de este peligro, porque os prometo aprenderlo.

Al día siguiente acertaron a pasar a su lado unos viajeros, que se compadecieron de él y le soltaron. Preguntóles si conocían algún monasterio cercano, y ellos le señalaron el de Bec, el que estaba levantando el abad Her-luíno. Así se hizo monje el profesor Lanfranco.

No había hallado la gloria, pero había hallado la paz, que valía más que ella. Los hermanos de Bec, soldados y colonos hasta entonces, no podrían enseñarle cosas nuevas; pero, al menos, le enseñarían la ciencia necesaria de rezar y obedecer. A rezar, el mismo paisaje le invitaba; el paisaje de aquel vallejo silencioso, donde sólo se oía el ruido lejano de los molinos; un vallejo que parecía una concha verde, en cuyo fondo repercute el eco de la inmensidad de Dios, como el caracol marino nos trae sonidos misteriosos de los mares.

Sin embargo, no es posible encontrar un paraíso en la tierra. El abad conoció pronto a su nuevo novicio, y empezó a mirarlo con especial predilección. Harto sabía que en su monasterio se necesitaba una mano sabia que desbastase un poco las inteligencias de aquellos normandos toscos e ignorantes. Por orden suya, Lanfranco empezó a explicar la dialéctica y la Sagrada Escritura. Muchos monjes le escuchaban por obediencia más que por afición. Las sutilezas del profesor eran un tormento para sus cabezas rudas. ¿Es que todo aquello servía de algo para ir al Cielo?

Otros veían mal que un advenedizo que acababa de entrar en la abadía se insinuase tanto en el ánimo del abad, y no recataban su despecho. Lanfranco lo advirtió, y tuvo la idea de retirarse a un desierto.

—Hermano Fulcrán—dijo un día al hortelano—, no sé qué me pasa en el estómago; necesito durante algún tiempo un plato de hierbas como las que se crían en el bosque de Brionne. En la huerta también debe de haberlas.
— ¡ Hem!... ¡ Hem!.... Los sabios tienen cosas raras.
—¡Vamos! ¿Es que también mi querido hermano Fulcrán se ha conjurado contra la ciencia?
—No lo piense usted; nuestro abad dice que es una cosa buena, y es seguro que debe serlo. Pero inútil querer meterla aquí dentro—afirmó Fulcrán, llevando la mano a su calva, negra y curtida por los soles del estío.
—¿Tendré las hierbas?
—Claro que sí; hay que hacer lo que se pueda con un hombre como usted.
—¿Desde mañana?
—Desde mañana.

Lanfranco se retiró tranquilo; pero Fulcrán, que no era tonto, pensaba en su interior: «¿Para qué querrá las hierbas el maestro Lanfranco? En dos días me estragaría yo el estómago con ellas. Y han de ser como las del desierto de Brionne. ¿Querrá marcharse allá?... Se lo diré al abad y que él se entienda. Después de todo, nada se pierde.»

Herluíno vio claramente que el lombardo quería hacer la experiencia de la vida eremítica antes de abandonar el monasterio. Fue a buscarlo, y con lágrimas en los ojos le conjuró que no le abandonase. Y le habló de una manera tan dulce, tan persuasiva, que Lanfranco no pudo resistir a sus palabras.

Entonces empiezan los días más gloriosos de su profesorado el Occidente venían a escuchar su doctrina, y Bec fue por unos años el foco principal de la sabiduría. De sus aulas salieron Pontífices, como Alejandro II y Ernulfo de Rochester; juristas, como Ives de Chartres; escritores y polemistas, como Radulfo, el vencedor de Berengario, y Guitmundo, arzobispo de Aversa; filósofos, como San Anselmo, el gran pensador de los siglos medievales.

Un contemporáneo decía del maestro: «Herodiano hubiera admirado sus conocimientos filosóficos; Aristóteles, su habilidad dialéctica; Cicerón, su palabra elegante; San Agustín y San Jerónimo, su doctrina escriturística. Atenas, en todo su apogeo literario, le hubiera honrado dándole la palma en todos los géneros de la elocuencia y en todas las ramas del saber.»

La herejía de Berengario dió al maestro de Bec ocasión para mostrar su fuerza en la dialéctica. Cuatro veces venció al heresiarca de los Concilios, y el fruto de sus disputas se conserva en el precioso libro que intituló Del Cuerpo y de la Sangre del Señor, joya admirable de la literatura patrística, que con la mayor claridad y profundidad desenvuelve la doctrina de la transustanciación.

Más dolorosa fue para el monje lombardo la lucha con el duque de Normandía. Guillermo había roto con la Santa Sede, y el Pontífice le había excomulgado. Quería el duque tener de su parte la autoridad del profesor de Bec, pero nunca pudo conseguirlo. Disimuló algún tiempo, hasta que un hecho insignificante le dió ocasión de exteriorizar su cólera. Un día, cuando Lanfranco explicaba una cuestión difícil a sus discípulos, vino a sentarse entre ellos Herfasto, capellán del duque, y empezó a hablar contra la doctrina del profesor. Herfasto era un hombre ignorante y lleno de orgullo. Su gran mérito delante de su amo era el decir la misa rápidamente, porque el duque tenía siempre prisa para ir de caza. Lanfranco no quiso entrar en disputa con el capellán, y como única respuesta mandó a uno de sus discípulos que le presentase unas tablillas donde estaba escrito el abecedario. Comprendió la ironía Herfasto, y, saltando de su asiento, salió jurando venganza.

Poco después recibió Lanfranco la orden de salir de Normandía. Los monjes lloraban y los discípulos también; pero él montó sereno en una muía coja y vieja, la única que había en el monasterio, y fue a despedirse del duque. Guillermo y sus gentes se echaron a reír viéndole de aquella manera.

—Ya veis, duque—dijo Lanfranco—, no es decoroso que mandéis así por esos mundos a uno de vuestros monjes.

Guillermo estaba entonces de buen humor; llamó al monje, se reconcilió con él y le prometió arreglar cuanto antes los asuntos que tenía con Roma. Fue tan sincera la reconciliación, que poco después el duque se apoderó de Inglaterra y puso a Lanfranco en la silla primada de Cantorbery.

Lanfranco era más erudito que filósofo; pero valía más todavía como gobernante. Fue durante quince años el verdadero amo de Inglaterra, y fueron quince años de paz, gracias a la fuerza de su carácter y a la flexibilidad de su genio. Sin olvidar los principios cuando estaba interesada su conciencia, era, sobre todo, hombre de expedientes. Delante del conquistador, acostumbrado a subyugarlo todo, incluso a la Iglesia, sabía ceder en cosas pequeñas para evitar grandes males.

Gregorio VII le escribía desaprobando aquella política; pero Lanfranco tomaba de las cartas del Pontífice solamente el espíritu. «Si él estuviese aquí —decía—, obraría como yo.» De esta suerte consiguió cuanto quiso del rey.

Aquella política no le hubiera valido con su hijo y sucesor. Cuando Guillermo el Rojo le presentó el testamento en que su padre le dejaba el reino de Inglaterra, Lanfranco dudó de consagrarlo. Conocía muy bien a aquel hombre gordo, pequeño, de ojos atigrados, de vientre prominente y cuadradas espaldas. En él adivinaba un tirano feroz. Pero el destinado a luchar con el Rojo era su discípulo Anselmo. El maestro moría poco después de la consagración.

—No olvides nunca tus promesas — decía entonces al nuevo rey.

Y el rey le respondía:

—¿Quién podrá acordarse de todas las palabras que dice?

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