En lo más alto del Monte Olivete hay una edícula de planta octogonal con la techumbre abierta para contemplar el cielo. Es lo que queda de la primitiva basílica cristiana, construida en el s.IV y ocupada por Saladino, que la convirtió en mezquita.
Dentro de esta edícula está la piedra desde la cual, según la tradición, Jesús ascendió al cielo. Los católicos deben pagar un alquiler para celebrar en su interior una fiesta, que comienza al anochecer y se prolonga hasta el mediodía. Se suman a la misma algunos musulmanes para aclamar también a Jesús, a quien veneran como el mayor de los profetas después de Mahoma.
El símbolo del templete abierto al cielo llama positivamente la atención. Nos está diciendo de alguna manera a los creyentes.: “¿qué hacéis en la tierra sin mirar nunca al cielo?
Algo grave sucede en nuestras sociedades cuando nos afanamos únicamente por las cosas de la tierra y perdemos la salud, la paz y hasta la concordia por la obtención de bienes materiales, con los que queremos llenar los vacíos de nuestra vida.
Algo muy grave ocurre cuando se apartan los símbolos religiosos de la vida pública y se persigue a los creyentes como enemigos del progreso.
Hay campañas sistemáticamente orquestadas por poderes fácticos para desactivar el sentido religioso y dejar el camino expedito a la inmoralidad y el libertinaje. Algunos medios de comunicación se apuntan siempre al descrédito de la Iglesia argumentando el viejo slogan:”la religión es el opio del pueblo” ( Carlos Marx), ante la pasividad de muchos cristianos de a pie, que no dan o damos la cara para defendernos.
Quizás nos ha infectado también el mismo virus y somos culpables del hedonismo de la vida, de la búsqueda del placer, de las falsas seguridades y de la comodidad de un cristianismo aburguesado y falto de compromiso. Hemos ocultado el cielo con el manto de nubes de nuestros egoísmos y no vemos más horizonte que el que nos ofrece la sociedad de consumo.
Ahora la crisis económica en occidente está sacando a la luz las desnudeces de sistemas políticos injustos, que han vivido de la demagogia y fomentado la corrupción, en algunos sitios generalizada, y son incapaces de solventar las desigualdades, atajar el paro y detener los desahucios y la desesperación de cientos de miles de ciudadanos, que han quedado a la intemperie.
El mandato de Jesús de “predicar la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos” (Lucas 24,47) se corresponde con el “id y predicad el evangelio a todas las gentes” (Mateo 28,19).
Los Apóstoles tienen grabadas en el corazón estas recomendaciones de Jesús y se dispersan por el mundo dando testimonio de la presencia viva del Resucitad, no sin antes esperar ser “revestidos de la fuerza de lo alto”(Hechos 1,8), una alusión de San Lucas al Espíritu Santo.
La Iglesia, nacida en el Cenáculo el día de Pentecostés, se convierte en misionera. No queda recluida en Jerusalén. Desde entonces cientos de miles de seguidores de Jesús continúan difundiendo su mensaje. Aumenta constantemente el número de cristianos, pero no al ritmo de la población mundial.
Miles de millones de ciudadanos no conocen el evangelio, y un alto porcentaje de cristianos ignoran los fundamentos de su fe. ¿Qué está pasando?
Urge una nueva evangelización, con otro talante, con otras dinámicas, con otros medios. El Papa Benedicto XVI, pocas semanas antes de su renuncia al Papado, se incorporó a Twiter. No podemos vivir al margen de las redes sociales, de los medios actuales de comunicación, pues estamos en la Era de la Informática.
Los Apóstoles aprovecharon en su tiempo las vías de l comunicación romanas, el latín, la tradición judeo-cristiana y las leyes del Imperio para llevar el evangelio a los sitios más recónditos.
Hoy nos conviene salir a la calle, a las plazas, a los mercados, a los polideportivos, a las casas… y dejar el carromato de siempre para incorporarnos a Internet, el tren de alta velocidad, que nos permite una comunicación rápida con el mundo.
Mons Reig Pla, obispo de Alcalá de Henares, ha creado en su diócesis una escuela de evangelización, con el propósito de formar a los misioneros que están llevando a cabo experiencias piloto en doce parroquias.
Necesitamos a Dios. Estamos hambrientos de Dios y hastiados del desamor y la frialdad en las relaciones humanas
Necesitamos sentir la alegría de ser cristianos y airear la felicidad que anida en nosotros cada vez que abrimos el corazón a la Verdad y al Amor.
Abundan las personas que consumen los últimos años de su vida en la más completa soledad. Me contaban recientemente dos jóvenes misioneros cómo un anciano, al que visitaron en su casa, se echó a llorar al escuchar las palabras: “Dios te ama; nosotros te amamos”.
Existen hoy todo tipo de terapias para vencer los miedos, el estrés, la depresión… a través de escuelas especializadas, cuyo objetivo es mejorar el estado de salud mental de los pacientes. Aprender a reír y reír es una asignatura pendiente en el mundo “desarrollado”. La risa es el espejo del alma, el barómetro de la felicidad.
El nuevo Papa, Francisco, se presentó en la Plaza de San Pedro, abarrotada de fieles, con una sonrisa, con la humildad del pastor que acompaña a su rebaño y se deja guiar por el Pastor de todos, Jesucristo, como el “pobre de Asís”, cuyo nombre ha asumido.
Una Iglesia pobre, desprendida y servicial es el mejor escaparate evangelizador.
Entre el “¿qué hacéis ahí mirando al cielo?”(Hechos 1,11)) y el apego a la tierra existe un término medio, que aparece reflejado en la Regla de San Benito con el slogan: Ora et labora”.
El secreto de una vida religiosa feliz radica en saber compaginar el trabajo con la oración, el esparcimiento y las relaciones afectivas, con el estudio y la reflexión, la búsqueda de la transcendencia, con la práctica de la caridad.
“Se volvieron a Jerusalén con gran alegría y estaban siempre en el templo bendiciendo a Dios” (Lucas 24, 53).
La techumbre abierta al cielo de la edícula de la Ascensión nos revela la importancia de la mística, de la relación íntima con Dios, de la apertura al Espíritu que debe presidir la mentalidad cristiana.
La alegría del regreso a Jerusalén de los discípulos se justifica por la evidencia de la presencia del Señor. Saben que se han cumplido las promesas. Y, pese a que algunos le piden todavía al Señor cuándo va a restaurar el Reino de Israel (Hechos 1,6), todos son conscientes de los tiempos nuevos, de la Nueva Humanidad salvada.
Jerusalén es para San Lucas la Ciudad del Gran Rey, el centro donde convergen todas las gentes y desde donde se inicia la gran aventura de la evangelización, cuya alma es el Espíritu Santo.
Sin el Espíritu, que mueve los hilos de la Historia de la Salvación, la misión sería un fracaso. El hombre, orgulloso de sus propias fuerzas, corre peligro de derrumbarse, al igual que la casa edificada sobre arena. Los cimientos de la evangelización se asientan en Dios, cuya fuerza hemos de implorar, como hicieron los Apóstoles en el Cenáculo.
“Una Iglesia ajena al Espíritu, decía el Papa Francisco siendo Cardenal Arzobispo de Buenos Aires, deriva fácilmente en una ONG”, encomiable por su altruismo y entrega a los demás, pero carente de vitalidad consistente, como todas las obras humanas.
Nos podemos creer fuertes, pero la fragilidad es inseparable de nuestra condición humana y la muerte se cierne siempre sobre nuestras cabezas. La fortaleza y la seguridad las da Cristo a quienes se apoyan en su mensaje. Lo recuerda el prefacio de la liturgia de hoy: “No se ha ido para desentenderse de este mundo, sino que ha querido precedernos como cabeza, para que (…) vivamos con la ardiente esperanza de seguirlo en su Reino”.
Creemos con los ojos iluminados del corazón que la muerte no es el final de nuestro itinerario de amor, sino que creemos en un Dios amigo de la vida y de los hombres, que resucitó a Jesús y no permanece impasible a nuestras aspiraciones.
Además la Ascensión del Señor nos dice que nuestros esfuerzos no se perderán en el vacío, porque, al final, nos encontraremos con Él y con todas las personas que amamos.
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